El momento culminante del Año Jubilar para cada creyente es el paso a través de la Puerta Santa, un gesto altamente simbólico que debe vivirse con profunda meditación. No se trata de una simple visita para admirar la belleza arquitectónica, escultórica o pictórica de una basílica: los primeros cristianos no acudían a los lugares de culto por este motivo, también porque en aquella época no había mucho que admirar. Ellos llegaban, en cambio, para orar ante las reliquias de los santos apóstoles y mártires, y para obtener la indulgencia gracias a su poderosa intercesión.
Acudir a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo sin conocer su vida no es un signo de aprecio. Por eso, en este Año Jubilar, deseamos presentar los caminos de fe de estos dos gloriosos apóstoles, tal como fueron narrados por San Juan Bosco.
Vida de san Pablo Apóstol, doctor de las gentes contada al pueblo por el sacerdote Giovanni Bosco
CAPÍTULO I. Patria, educación de San Pablo, su odio contra los cristianos
CAPÍTULO II. Conversión y Bautismo de Saulo — Año de Cristo 34
CAPÍTULO V. San Pablo predica en Antioquía de Pisidia — Año de Jesucristo 44
CAPÍTULO XX. Pablo ante el gobernador — Sus acusadores y su defensa — Año de Cristo 59
CAPÍTULO XXI. Pablo ante Festo — Sus palabras al rey Agripa — Año de Cristo 60
CAPÍTULO XXVII. Carta de San Pablo a Filemón — Año de Jesucristo 62
CAPÍTULO XXIX. San Pablo es liberado — Martirio de San Santiago el Menor — Año de Cristo 63
CAPÍTULO XXXII. Sepultura de San Pablo — Maravillas realizadas en su tumba — Basílica dedicada a él
CAPÍTULO XXXIII. Retrato de San Pablo — Imagen de su espíritu — Conclusión
PREFACIO
San Pedro es el príncipe de los Apóstoles, primer Papa, Vicario de Jesucristo en la tierra. Él fue establecido como cabeza de la Iglesia; pero su misión estaba particularmente dirigida a la conversión de los judíos. San Pablo, por su parte, es aquel Apóstol que fue llamado de manera extraordinaria por Dios para llevar la Luz del Evangelio a los gentiles. Estos dos grandes Santos son nombrados por la Iglesia como las columnas y los fundamentos de la Fe, príncipes de los Apóstoles, quienes, con sus trabajos, con sus escritos y con su sangre nos enseñaron la ley del Señor; Ipsi nos docuerunt legem tuam, Domine. Por esta razón, a la vida de San Pedro le sucede la de San Pablo.
Es cierto que este apóstol no se cuenta entre la serie de los Papas; pero los extraordinarios esfuerzos que realizó para ayudar a San Pedro a propagar el Evangelio, su celo, su caridad, la doctrina que nos dejó en los libros sagrados, lo hacen parecer digno de ser colocado al lado de la vida del primer Papa, como una fuerte columna sobre la que se apoya la Iglesia de Jesucristo.
CAPÍTULO I. Patria, educación de San Pablo, su odio contra los cristianos
San Pablo era judío de la tribu de Benjamín. Ocho días después de su nacimiento fue circuncidado, y se le impuso el nombre de Saulo, que luego fue cambiado por el de Pablo. Su padre residía en Tarso, ciudad de Cilicia, provincia de Asia Menor. El emperador César Augusto concedió muchos favores a esta ciudad y, entre otros, el derecho de ciudadanía romana. Por lo tanto, San Pablo, al nacer en Tarso, era ciudadano romano, cualidad que le otorgaba muchas ventajas, ya que podía disfrutar de inmunidad ante las leyes particulares de todos los países sujetos o aliados al imperio romano, y en cualquier lugar un ciudadano romano podía apelar al senado o al emperador para ser juzgado.
Sus parientes, siendo acomodados, lo enviaron a Jerusalén para darle una educación acorde a su estado. Su maestro fue un doctor llamado Gamaliel, hombre de gran virtud, de quien ya hemos hablado en la vida de San Pedro. En esa ciudad tuvo la suerte de encontrar un buen compañero de Chipre, llamado Bernabé, joven de gran virtud, cuya bondad de corazón contribuyó mucho a templar el ardiente ánimo del condiscípulo. Estos dos jóvenes siempre se mantuvieron leales amigos, y los veremos convertirse en colegas en la predicación del Evangelio.
El padre de Saulo era fariseo, es decir, profesaba la secta más severa entre los judíos, la cual consistía en una gran apariencia externa de rigor, máxima que es completamente contraria al espíritu de humildad del Evangelio. Saulo siguió las máximas de su padre, y como su maestro también era fariseo, se llenó de entusiasmo por aumentar su número y eliminar cualquier obstáculo que se opusiera a tal fin.
Era costumbre entre los judíos hacer que sus hijos aprendieran un oficio mientras se dedicaban al estudio de la Biblia. Esto lo hacían para preservarlos de los peligros que conlleva la ociosidad; y también para ocupar el cuerpo y el espíritu en algo que pudiera proporcionarles el sustento en las difíciles circunstancias de la vida. Saulo aprendió el oficio de curtidor de pieles y especialmente a coser tiendas. Se destacó entre todos los de su edad por su celo hacia la ley de Moisés y las tradiciones de los judíos. Este celo poco iluminado lo convirtió en blasfemo, perseguidor y feroz enemigo de Jesucristo.
Incitó a los judíos a condenar a San Esteban, y estuvo presente en su muerte. Y como su edad no le permitía participar en la ejecución de la sentencia, así que él, cuando Esteban iba a ser apedreado, custodiaba los vestidos de sus compañeros y los incitaba con furia a lanzar piedras contra él. Pero Esteban, verdadero seguidor del Salvador, hizo la venganza de los santos, es decir, comenzó a orar por aquellos que lo apedreaban. Esta oración fue el principio de la conversión de Saulo; y San Agustín dice precisamente que la Iglesia no habría tenido en Pablo un apóstol, si el diácono Esteban no hubiera orado.
En esos tiempos se suscitó una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén, y Saulo era quien mostraba un feroz deseo de dispersar y enviar a muerte a los discípulos de Jesucristo. Con el fin de fomentar mejor la persecución en público y en privado, se hizo autorizar para ello por el príncipe de los sacerdotes. Entonces se convirtió en un lobo hambriento que no se saciaba de desgarrar y devorar. Entraba en las casas de los cristianos, los insultaba, los maltrataba, los ataba o los hacía cargar con cadenas para ser luego arrastrados a prisión, los hacía golpear con varas; en resumen, empleaba todos los medios para obligarlos a blasfemar el santo nombre de Jesucristo. La noticia de las violencias de Saulo se difundió incluso en países lejanos, de modo que su solo nombre infundía temor entre los fieles.
Los perseguidores no se contentaban con ser crueles contra las personas de los cristianos; sino que, como siempre han hecho los perseguidores, también los despojaban de sus bienes y de cuanto poseían en común. Lo que hacía que muchos se vieran obligados a vivir de las limosnas que los fieles de las iglesias lejanas les enviaban. Pero hay un Dios que asiste y gobierna su Iglesia, y cuando menos lo pensamos, él viene en ayuda de quienes confían en él.
CAPÍTULO II. Conversión y Bautismo de Saulo — Año de Cristo 34
El furor de Saulo no podía saciarse; él no respiraba más que amenazas y matanzas contra los discípulos del Señor. Al enterarse que, en Damasco, ciudad distante aproximadamente cincuenta millas de Jerusalén, muchos judíos habían abrazado la fe, sintió arder en su interior un furibundo deseo de ir allí a hacer una masacre. Para actuar libremente según lo que su odio contra los cristianos le sugería, fue al príncipe de los sacerdotes y al senado, que con cartas lo autorizaron a ir a Damasco, encadenar a todos los judíos que se declararan cristianos y luego conducirlos a Jerusalén y allí castigarlos con una severidad capaz de detener a aquellos que pudieran haber sido tentados a imitarlos.
¡Pero son vanos los proyectos de los hombres cuando son contrarios a los del Cielo! Dios, movido por las oraciones de San Esteban y de los otros fieles perseguidos, quiso manifestar en Saulo su poder y su misericordia. Saulo, con sus cartas de recomendación, lleno de ardor, avanzando por el camino, estaba cerca de la ciudad de Damasco, y ya le parecía tener a los cristianos entre sus manos. Pero ese era el lugar de la divina misericordia.
En el ímpetu de su ciego furor, hacia el mediodía, una gran luz, más resplandeciente que la del sol, lo rodea a él y a todos los que lo acompañaban. Atónitos por aquel esplendor celestial, cayeron todos al suelo como muertos; al mismo tiempo oyeron el ruido de una voz, comprendida solo por Saulo. “Saulo, Saulo”, dijo la voz, “¿por qué me persigues?” Entonces Saulo, aún más asustado, respondió: “¿Quién eres tú que hablas?” “Yo soy”, continuó la voz, “ese Jesús a quien tú persigues. Recuerda que es cosa demasiado dura dar patadas contra el aguijón, lo que haces al resistir a uno más poderoso que tú. Perseguido mi Iglesia, me persigues a mí mismo; pero esta se volverá más floreciente, y no harás daño más que a ti mismo.”
Este dulce reproche del Salvador, acompañado de la unción interna de su gracia, ablandó la dureza del corazón de Saulo y lo transformó en un hombre completamente nuevo. Por lo tanto, todo humillado, exclamó: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Como si dijera: ¿Cuál es el medio de procurar tu gloria? Me ofrezco a ti para hacer tu santísima voluntad.
Jesucristo ordenó a Saulo que se levantara y fuera a la ciudad donde un discípulo lo instruiría sobre lo que debía hacer. Dios, dice San Agustín, al confiar a sus ministros la instrucción de un apóstol llamado de una manera tan extraordinaria, nos enseña que debemos buscar su santa voluntad en la enseñanza de los Pastores, a quienes ha revestido de su autoridad para ser nuestras guías espirituales en la tierra.
Saulo, al levantarse, no veía nada, aunque tenía los ojos abiertos. Por lo tanto, fue necesario darle la mano y conducirlo a Damasco, como si Jesucristo quisiera llevarlo en triunfo. Se alojó en la casa de un comerciante llamado Judas; allí permaneció tres días sin ver, sin beber y sin comer, ignorando aun lo que Dios quería de él.
Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, muy estimado por los judíos por su virtud y santidad. Jesucristo se le apareció y le dijo: “¡Ananías!” Y él le respondió: “Aquí estoy, oh Señor.” El Señor añadió: “Levántate y ve a la calle llamada Derecha, y busca a cierto Saulo nativo de Tarso; lo encontrarás mientras ora.” Ananías, al oír el nombre de Saulo, tembló y dijo: “Oh Señor, ¿a dónde me envías? Tú bien sabes el gran mal que ha hecho a los fieles en Jerusalén; ahora se sabe por todos que ha venido aquí con pleno poder para encadenar a todos los que creen en tu Nombre.” El Señor replicó: “Ve tranquilo, no temas, porque este hombre es un instrumento escogido por mí para llevar mi nombre a los gentiles, ante los reyes y ante los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto debe padecer por mi nombre.” Mientras Jesucristo hablaba a Ananías, envió a Saulo otra visión, en la que le apareció un hombre llamado Ananías que, acercándose a él, le imponía las manos para devolverle la vista. Lo que hizo el Señor para asegurar a Saulo que Ananías era quien enviaba para manifestarle sus deseos.
Ananías obedeció, fue a ver a Saulo, le impuso las manos y le dijo: “Saulo, hermano, el Señor Jesús que te apareció en el camino por el que venías a Damasco, me ha enviado a ti para que recuperes la vista y seas lleno del Espíritu Santo.” Hablando así, Ananías, manteniendo las manos sobre la cabeza de Saulo, añadió: “Abre los ojos.” En ese momento cayeron de los ojos de Saulo ciertas escamas, y él recuperó perfectamente la vista.
Entonces Ananías añadió: “Ahora levántate y recibe el Bautismo, y lava tus pecados invocando el nombre del Señor.” Saulo se levantó de inmediato para recibir el Bautismo; luego, lleno de alegría, restauró su cansancio con un poco de comida. Pasados apenas algunos días con los discípulos de Damasco, comenzó a predicar el Evangelio en las sinagogas, demostrando con las Sagradas Escrituras que Jesús era Hijo de Dios. Todos los que lo escuchaban estaban llenos de asombro, y decían: “¿No es este el que en Jerusalén perseguía a los que invocaban el nombre de Jesús y que ha venido aquí precisamente para conducirlos prisioneros?”
Pero Saulo ya había superado todo respeto humano; él no deseaba más que promover la gloria de Dios y reparar el escándalo dado; por lo tanto, dejando que cada uno dijera de él lo que quisiera, confundía a los judíos y con valentía predicaba a Jesús crucificado.
CAPÍTULO III. Primer viaje de Saulo — Regresa a Damasco; le tienden emboscadas — Va a Jerusalén; se presenta a los Apóstoles — Se le aparece Jesucristo — Año de Jesucristo 35-36-37
Saulo, al ver las graves oposiciones que le hacían por parte de los judíos, consideró oportuno alejarse de Damasco para pasar algún tiempo con los hombres simples del campo y también para ir a Arabia a buscar otros pueblos más dispuestos a recibir la fe.
Después de tres años, creyendo que había cesado la tempestad, regresó a Damasco, donde con celo y fuerza se dedicó a predicar a Jesucristo; pero los judíos, no pudiendo resistir a las palabras de Dios que por medio de su ministro les eran predicadas, decidieron hacerle morir. Para lograr mejor su intento, lo denunciaron a Areta, rey de Damasco, presentando a Saulo como perturbador de la tranquilidad pública. Ese rey, demasiado crédulo, escuchó la calumnia y ordenó que Saulo fuera llevado a prisión, y para que no escapara, puso guardias en todas las puertas de la ciudad. Sin embargo, estas emboscadas no pudieron mantenerse tan ocultas que no llegara noticia a los discípulos y al mismo Saulo. Pero, ¿cómo podrían liberarlo? Esos buenos discípulos lo llevaron a una casa que daba a las murallas de la ciudad y, colocándolo en una cesta, lo bajaron por la muralla. Así, mientras las guardias vigilaban en todas las puertas y se hacía una rigurosísima búsqueda en cada rincón de Damasco, Saulo, liberado de sus manos, sano y salvo toma el camino hacia Jerusalén.
Aunque Judea no era el campo confiado a su celo, el motivo de este viaje era, sin embargo, santo. Él consideraba como su deber indispensable presentarse a Pedro, a quien aún no era conocido, y así dar cuenta de su misión al Vicario de Jesucristo. Saulo había impreso un terror tan grande con su nombre en los fieles de Jerusalén que no podían creer en su conversión. Intentaba acercarse ahora a unos, ahora a otros; pero todos, temerosos, lo huían sin darle tiempo a explicarse. Fue en esa coyuntura que Bernabé se mostró un verdadero amigo. Apenas oyó contar la prodigiosa conversión de este su condiscípulo, se fue de inmediato a consolarlo; luego, fue a los Apóstoles y les contó la prodigiosa aparición de Jesucristo a Saulo y cómo él, instruido directamente por el Señor, no deseaba otra cosa que publicar el santo nombre de Dios a todos los pueblos de la tierra. A tan gratas noticias, los discípulos lo recibieron con alegría y San Pedro lo tuvo varios días en su casa, donde no dejó de hacerlo conocer a los fieles más celosos; ni dejaba escapar ocasión alguna para dar testimonio de Jesucristo en aquellos mismos lugares donde lo había blasfemado y hecho blasfemar.
Y como él apretaba demasiado a los judíos y los confundía en público y en privado, estos se levantaron contra él, resueltos a quitarle la vida. Por eso, los fieles le aconsejaron que saliera de esa ciudad. La misma cosa le hizo conocer Dios por medio de una visión. Un día, mientras Saulo oraba en el templo, le apareció Jesucristo y le dijo: “Sal de inmediato de Jerusalén, porque este pueblo no creerá lo que tú estás por decir de mí.” Pablo respondió: “Señor, ellos saben cómo fui perseguidor de vuestro santo nombre; si saben que me he convertido, ciertamente seguirán mi ejemplo y también se convertirán.” Jesús añadió: “No es así: ellos no prestarán fe alguna a tus palabras. Ve, yo te he elegido para llevar mi Evangelio a lejanos países entre los gentiles” (Hechos de los Apóstoles, cap. 22).
Deliberada así la partida de Pablo, los discípulos lo acompañaron a Cesárea y de allí lo enviaron a Tarso, su patria, con la esperanza de que podría vivir con menor peligro entre los parientes y amigos y comenzar también en esa ciudad a dar a conocer el nombre del Señor.
CAPÍTULO IV. Profecías de Agabo — Saulo y Bernabé ordenados obispos — Van a la isla de Chipre — Conversión del procónsul Sergio — Castigo del mago Elima — Juan Marcos regresa a Jerusalén — Año de Jesucristo 40-43
Mientras Saulo en Tarso predicaba la divina palabra, Bernabé se puso a predicarla con gran fruto en Antioquía. Al ver luego el gran número de aquellos que cada día venían a la fe, Bernabé consideró oportuno ir a Tarso para invitar a Saulo a venir a ayudarlo. De hecho, ambos vinieron a Antioquía, y aquí con la predicación y con los milagros ganaron un gran número de fieles.
En aquellos días algunos profetas, es decir, algunos fervorosos cristianos que, iluminados por Dios, predecían el futuro, vinieron de Jerusalén a Antioquía. Uno de ellos, llamado Agabo, inspirado por el Espíritu Santo, predijo una gran hambre que debía asolar toda la tierra, como de hecho ocurrió bajo el imperio de Claudio. Los fieles, para prevenir los males que esta hambre habría de causar, resolvieron hacer una colecta y así cada uno, según sus fuerzas, enviar algún socorro a los hermanos de Judea. Lo cual hicieron con excelentes resultados. Para tener luego una persona de crédito ante todos, eligieron a Saulo y Bernabé y los enviaron a llevar tal limosna a los sacerdotes de Jerusalén, para que hicieran la distribución según la necesidad. Cumplida su misión, Saulo y Bernabé regresaron a Antioquía.
También residían en esta ciudad otros profetas y doctores, entre los cuales un cierto Simón apodado el Negro, Lucio de Cirene y Manaén, hermano de leche de Herodes. Un día, mientras ofrecían los Santos Misterios y ayunaban, apareció el Espíritu Santo de manera extraordinaria y les dijo: “Sepárame a Saulo y Bernabé para la obra del sagrado ministerio a la que los he elegido.” Entonces se ordenó un ayuno con oraciones públicas y, habiéndoles impuesto las manos, los consagraron obispos. Esta ordenación fue modelo de las que la Iglesia Católica suele hacer a sus ministros: de aquí tuvieron origen los ayunos de las cuatro témporas, las oraciones y otras ceremonias que suelen tener lugar en la sagrada ordenación.
Saulo estaba en Antioquía cuando tuvo una maravillosa visión, en la cual fue arrebatado al tercer cielo, es decir, fue elevado por Dios a contemplar las cosas del Cielo más sublimes de las que un hombre mortal puede ser capaz. Él mismo dejó escrito que había visto cosas que no se pueden expresar con palabras, cosas nunca vistas, nunca oídas, y que el corazón del hombre no puede ni siquiera imaginar. De esta visión celestial, Saulo, confortado, partió con Bernabé y fue directamente a Seleucia de Siria, así llamada para distinguirla de otra ciudad del mismo nombre situada cerca del Tigris hacia Persia. Tenían también con ellos a un cierto Juan Marcos, no a Marcos el Evangelista. Él era hijo de aquella piadosa viuda en cuya casa se había refugiado San Pedro cuando fue milagrosamente liberado de prisión por un ángel. Era primo de Bernabé y había sido llevado de Jerusalén a Antioquía en la ocasión en que fueron allí a llevar las limosnas.
Seleucia tenía un puerto en el Mediterráneo: de allí nuestros obreros evangélicos se embarcaron para ir a la isla de Chipre, patria de San Bernabé. Al llegar a Salamina, ciudad y puerto considerable de esa isla, comenzaron a anunciar el Evangelio a los judíos y luego a los gentiles, que eran más simples y mejor dispuestos a recibir la fe. Los dos Apóstoles, predicando por toda esa isla, llegaron a Pafos, capital del país, donde residía el procónsul o gobernador romano llamado Sergio Paulo. Aquí el celo de Saulo tuvo ocasión de ejercitarse a causa de un mago llamado Bar-Jesús o Elima. Este, fuera para ganarse el favor del procónsul o para sacar dinero de sus estafas, seducía a la gente y alejaba a Sergio de seguir los piadosos sentimientos de su corazón. El procónsul, habiendo oído hablar de los predicadores que habían venido al país que él gobernaba, los mandó a llamar para que fueran a hacerle conocer su doctrina. Fueron de inmediato Saulo y Bernabé a exponerle las verdades del Evangelio; pero Elima, al verse despojado de la materia de sus ganancias, temiendo quizás algo peor, comenzó a obstaculizar los designios de Dios, contradiciendo la doctrina de Saulo y desacreditándolo ante el procónsul para mantenerlo alejado de la verdad. Entonces Saulo, todo encendido de celo y del Espíritu Santo, le lanzó miradas: “¡Perverso!”, le dijo, “arca de impiedad y de fraude, hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿no te detienes aún de pervertir los rectos caminos del Señor? Ahora he aquí la mano de Dios pesando sobre ti: desde este momento serás ciego y por el tiempo que Dios quiera no verás la luz del sol.” Al instante le cayó sobre los ojos una neblina, de la cual, despojado de la facultad de ver, iba a tientas buscando quién le diera la mano.
Ante tal hecho terrible, Sergio reconoció la mano de Dios y, movido por las predicas de Saulo y por aquel milagro, creyó en Jesucristo y abrazó la fe con toda su familia. También el mago Elima, aterrorizado por esta repentina ceguera, reconoció el poder divino en las palabras de Pablo y, renunciando al arte mágica, se convirtió, hizo penitencia y abrazó la fe. En esta ocasión, Saulo tomó el nombre de Pablo, tanto en memoria de la conversión de ese gobernador, como para ser mejor acogido entre los gentiles, ya que Saulo era un nombre hebreo, mientras que Pablo era un nombre romano.
Recogido en Pafos no pequeño fruto de su predicación, Pablo y Bernabé con otros compañeros se embarcaron rumbo a Perge, ciudad de Panfilia. Allí despidieron a casa a Juan Marcos, que hasta entonces se había esforzado en su ayuda. Bernabé lo habría querido mantener aún; pero Pablo, al ver en él una cierta pusilanimidad e inconstancia, pensó en enviarlo a su madre en Jerusalén. Veremos en breve a este discípulo reparar la debilidad ahora demostrada y convertirse en fervoroso predicador.
CAPÍTULO V. San Pablo predica en Antioquía de Pisidia — Año de Jesucristo 44
Desde Perga, San Pablo fue con San Bernabé a Antioquía de Pisidia, así llamada para distinguirla de Antioquía de Siria, que era la gran capital de Oriente. Allí los judíos, como en muchas otras ciudades de Asia, tenían su sinagoga donde los días de sábado se reunían para escuchar la explicación de la Ley de Moisés y de los Profetas. También intervinieron los dos apóstoles y con ellos muchos judíos y gentiles que ya adoraban al verdadero Dios. Según la costumbre de los judíos, los doctores de la ley leyeron un pasaje de la Biblia que luego le dieron a Pablo con la oración de que les dijera algo edificante. Pablo, que no esperaba otra cosa que la oportunidad de hablar, se levantó, indicó con la mano que hicieran todos silencio, y comenzó a hablar así: «Hijos de Israel, y ustedes todos que temen al Señor, ya que me invitan a hablar, les ruego que me escuchen con la atención que merece la dignidad de las cosas que estoy a punto de decirles.
«Ese Dios que ha elegido a nuestros padres cuando estaban en Egipto y con una larga serie de prodigios los ha hecho una nación privilegiada, ha honrado de manera especial a la estirpe de David prometiendo que de esta haría nacer al Salvador del mundo. Esa gran promesa, confirmada por tantas profecías, se ha cumplido finalmente en la persona de Jesús de Nazaret. Juan, en quien ciertamente ustedes creen, ese Juan cuyas sublimes virtudes hicieron creer que era el Mesías, le ha dado el testimonio más autoritativo diciendo que no se consideraba digno de desatar ni siquiera las correas de sus sandalias. Ustedes hoy, hermanos, ustedes dignos hijos de Abraham, y ustedes todos adoradores del verdadero Dios, de cualquier nación o estirpe que sean, son aquellos a quienes está particularmente dirigida la palabra de salvación. Los habitantes de Jerusalén, engañados por sus jefes, no han querido reconocer al Redentor que les predicamos. De hecho, le dieron la muerte; pero Dios omnipotente no ha permitido, como había predicho, que el cuerpo de su Cristo sufriera corrupción en el sepulcro. Por lo tanto, en el tercer día después de la muerte, lo hizo resucitar glorioso y triunfante.
«Hasta este punto ustedes no tienen culpa alguna, porque la luz de la verdad aún no había llegado hasta ustedes. Pero teman de ahora en adelante si alguna vez cierran los ojos; teman provocar sobre ustedes la maldición fulminada por los profetas contra cualquiera que no quiera reconocer la gran obra del Señor, cuyo cumplimiento debe tener lugar en estos días».
Terminado el discurso, todos los oyentes se retiraron en silencio meditando sobre las cosas escuchadas de San Pablo.
Sin embargo, eran diversos los pensamientos que ocupaban sus mentes. Los buenos estaban llenos de alegría por las palabras de salvación que les fueron anunciadas, pero gran parte de los judíos, siempre persuadidos de que el Mesías debía restablecer el poder temporal de su nación y avergonzándose de reconocer como Mesías a aquel que sus príncipes habían condenado a muerte ignominiosa, recibieron con desdén la predicación de Pablo. Sin embargo, se mostraron satisfechos e invitaron al Apóstol a regresar el sábado siguiente, con ánimo, sin embargo, muy diferente: los maliciosos para prepararse a contradecirlo, y aquellos que temían al Señor, israelitas y gentiles, para instruirse mejor y confirmarse en la fe. En el día convenido se reunió un inmenso pueblo para oír esta nueva doctrina. Apenas San Pablo comenzó a predicar, los doctores de la sinagoga se levantaron contra él. Oponían en primer lugar algunas dificultades; cuando luego se dieron cuenta de que no podían resistir a la fuerza de las razones con las que San Pablo probaba las verdades de la fe, se abandonaron a los gritos, a las injurias, a las blasfemias. Los dos apóstoles, al verse sofocar la palabra en la boca, con fuerte ánimo exclamaron en voz alta: «A ustedes se les debía en primer lugar anunciar la divina palabra; pero ya que se tapan despectivamente los oídos y con furia la rechazan, se hacen indignos de la vida eterna. Por lo tanto, nos dirigimos a los gentiles para cumplir la promesa hecha por Dios por boca de su profeta cuando dijo: “Te he destinado por luz de los gentiles y para la salvación de ellos hasta el extremo de la tierra”».
Los judíos entonces, aún más movidos por envidia y desdén, incitaron contra los Apóstoles una feroz persecución.
Se sirvieron de algunas mujeres que gozaban de crédito de ser piadosas y honestas, y con ellas incitaron a los magistrados de la ciudad, y todos juntos, gritando y alborotando, obligaron a los Apóstoles a salir de sus límites. Así obligados, Pablo y Bernabé partieron de aquel desafortunado país y, en el acto de su partida, según el mandamiento de Jesucristo, sacudieron el polvo de sus pies en señal de renunciar para siempre a toda relación con ellos, como hombres reprobados por Dios y golpeados por la maldición divina.
CAPÍTULO VI. San Pablo predica en otras ciudades — Realiza un milagro en Listra, donde luego es apedreado y dejado por muerto — Año de Jesucristo 45
Pablo y Bernabé, expulsados de Pisidia, se dirigieron a Licia, otra provincia de Asia Menor, y llegaron a Iconio, que era su capital. Los santos Apóstoles, buscando solo la gloria de Dios, olvidando los maltratos que habían recibido en Antioquía por parte de los judíos, se dedicaron de inmediato a predicar el Evangelio en la sinagoga. Allí Dios bendijo sus esfuerzos, y una multitud de judíos y gentiles abrazó la fe. Pero aquellos entre los judíos que permanecieron incrédulos y se obstinaron en la impiedad, iniciaron otra persecución contra los Apóstoles. Algunos los acogían como hombres enviados por Dios, otros los proclamaban impostores. Por lo tanto, habiendo sido advertidos de que muchos de ellos, protegidos por los jefes de la sinagoga y los magistrados, querían apedrearlos, se fueron a Listra y luego a Derbe, ciudad no muy distante de Iconio. Estas ciudades y los pueblos cercanos fueron el campo donde nuestros celosos obreros se dedicaron a sembrar la palabra del Señor. Entre los muchos milagros que Dios realizó por medio de San Pablo en esta misión, fue notable el que estamos a punto de relatar.
En Listra había un hombre cojo desde su nacimiento, que nunca había podido dar un paso con sus pies. Al oír que San Pablo realizaba milagros asombrosos, sintió nacer en su corazón una viva confianza de poder también él, por medio de ello, obtener la salud como tantos otros ya la habían obtenido. Escuchaba las predicaciones del Apóstol, cuando él, mirando fijamente a aquel infeliz y penetrando en las buenas disposiciones de su alma, le dijo en voz alta: “Levántate y ponte en pie”. A tal mandato, el cojo se levantó y comenzó a caminar rápidamente. La multitud que había sido testigo de tal milagro se sintió transportada por el entusiasmo y la maravilla. “Estos no son hombres”, se exclamaba por todas partes, “sino dioses revestidos de apariencia humana, descendidos del cielo entre nosotros”. Y según tal errónea suposición, llamaban a Bernabé Júpiter, porque lo veían de aspecto más majestuoso, y a Pablo, que hablaba con maravillosa elocuencia, lo llamaban Mercurio, quien entre los gentiles era el intérprete y mensajero de Júpiter y el dios de la elocuencia. Al llegar la noticia del hecho al sacerdote del templo de Júpiter, que estaba fuera de la ciudad, él consideró su deber ofrecer a los grandes huéspedes un solemne sacrificio e invitar a todo el pueblo a participar. Preparadas las víctimas, las coronas y todo lo necesario para la función, llevaron todo delante de la casa donde se alojaban Pablo y Bernabé, queriendo de todas las maneras hacerles un sacrificio. Los dos Apóstoles, llenos de santo celo, se lanzaron a la multitud y, en señal de dolor, desgarrándose las vestiduras, gritaban: “¡Oh!, ¡qué hacéis, oh miserables! ¡Nosotros somos hombres mortales como vosotros; ¡nosotros precisamente con todo el espíritu os exhortamos a convertiros del culto de los dioses al culto de aquel Señor que ha creado el cielo y la tierra, y que, aunque en el pasado ha tolerado que los gentiles siguieran sus locuras, ha sin embargo proporcionado claros argumentos de su ser y de su infinita bondad con obras que lo hacen conocer como supremo dueño de todas las cosas!”.
A tan franco hablar, los ánimos se calmaron y abandonaron la idea de hacer aquel sacrificio. Los sacerdotes aún no habían cedido del todo y estaban perplejos sobre si debían desistir cuando llegaron desde Antioquía y desde Iconio algunos judíos, enviados por las sinagogas para perturbar las santas empresas de los Apóstoles. Aquellos malignos hicieron tanto y dijeron tanto que lograron voltear a todo el pueblo contra los dos Apóstoles. Así, aquellos que pocos días antes los veneraban como dioses, ahora los gritaban malhechores; y como San Pablo había hablado singularmente, por eso la rabia se dirigió toda contra él.
Les lanzaron tal tempestad de piedras que, creyéndolo muerto, lo arrastraron fuera de la ciudad. ¡Mira, oh lector, qué cuenta debes hacer de la gloria del mundo! Aquellos que hoy te querrían elevar por encima de las estrellas, mañana quizás te quieren en el más profundo de los abismos. ¡Bienaventurados aquellos que ponen su confianza en Dios!
CAPÍTULO VII. Pablo milagrosamente sanado — Otras de sus fatigas apostólicas — Conversión de Santa Tecla
Los discípulos con otros fieles, habiendo sabido o quizás visto lo que había sucedido a Pablo, se reunieron alrededor de su cuerpo llorándolo como muerto. Pero pronto fueron consolados; pues, ya sea que Pablo estuviera verdaderamente muerto, ya sea que solo estuviera todo golpeado, Dios en un instante lo hizo volver sano y vigoroso como antes, de tal manera que pudo levantarse por sí mismo y, rodeado de los discípulos, regresar a la ciudad de Listra entre aquellos mismos que poco antes lo habían apedreado.
Pero al día siguiente, salido de aquella ciudad, pasó a Derbe, otra ciudad de Licia. Allí predicó a Jesucristo y realizó muchas conversiones. Pablo y Bernabé visitaron muchas ciudades donde ya habían predicado y, observando los graves peligros a los que estaban expuestos aquellos que habían llegado a la fe hacía poco tiempo, ordenaron Obispos y Sacerdotes que tuvieran cuidado de aquellas iglesias.
Entre las conversiones realizadas en esta tercera misión de Pablo es muy célebre la de Santa Tecla. Mientras él predicaba en Iconio, esta joven fue a escucharlo. Anteriormente se había dedicado a las bellas letras y al estudio de la filosofía profana. Ya sus parientes la habían prometido a un joven noble, rico y muy poderoso. Un día, al encontrarse escuchando a San Pablo mientras predicaba sobre el valor de la virginidad, se sintió enamorar de esta preciosa virtud. Al oír luego la gran estima que de ella había hecho el Salvador y el gran premio que estaba reservado en el cielo a aquellos que tienen la bella suerte de conservarla, sintió arder en su deseo de consagrarse a Jesucristo y renunciar a todas las ventajas de los matrimonios terrenales. Al rechazar esos matrimonios, que a los ojos del mundo eran ventajosos, sus parientes se indignaron fuertemente y, de acuerdo con el prometido, intentaron por todos los medios, todas las lisonjas, para hacerla cambiar de propósito. Todo fue inútil: cuando un alma es herida por el amor de Dios, todo esfuerzo humano ya no puede alejarla del objeto que ama. De hecho, los parientes, el prometido, los amigos, cambiando el amor en furia, incitaron a los jueces y magistrados de Iconio contra la santa virgen y de las amenazas pasaron a los hechos.
Ella fue arrojada a un recinto de bestias hambrientas y feroces; Tecla, únicamente armada de la confianza en Dios, hace la señal de la Santa Cruz, y aquellos animales depusieron su ferocidad y respetaron a la esposa de Jesucristo. Se enciende una hoguera en la que ella es precipitada; pero apenas hace la señal de la Cruz, se apagan las llamas y ella se conserva ilesa. En resumen, fue expuesta a todo tipo de tormentos y de todos fue prodigiosamente liberada. Por estas cosas se le dio el nombre de protomártir, es decir, primera mártir entre las mujeres, como Santo Esteban fue el primer mártir entre los hombres. Ella vivió aún muchos años en el ejercicio de las más heroicas virtudes, y murió en paz a una edad muy avanzada.
CAPÍTULO VIII. San Pablo va a conferenciar con San Pedro — Asiste al Concilio de Jerusalén — Año de Cristo 50
Después de las fatigas y sufrimientos sufridos por Pablo y Bernabé en su tercera misión, contentos con las almas que habían logrado conducir al redil de Jesucristo, regresaron a Antioquía de Siria. Allí contaron a los fieles de aquella ciudad las maravillas realizadas por Dios en la conversión de los gentiles. El Santo Apóstol fue allí consolado con una revelación, en la cual Dios le ordenó que se dirigiera a Jerusalén para conferenciar con San Pedro sobre el Evangelio que él había predicado. Dios había ordenado esto para que San Pablo reconociera en San Pedro al Jefe de la Iglesia, y así todos los fieles comprendieran cómo los dos príncipes de los Apóstoles predicaban una misma fe, un solo Dios, un solo bautismo, un solo Salvador Jesucristo.
Pablo partió en compañía de Bernabé, llevando consigo a un discípulo llamado Tito, ganado a la fe durante esta tercera misión. Este es el famoso Tito, que se convirtió en modelo de virtud, fiel seguidor y colaborador de nuestro santo Apóstol y de quien también tendremos muchas veces que hablar. Al llegar a Jerusalén se presentaron a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan, que eran considerados como las principales columnas de la Iglesia. Entre otras cosas, allí se acordó que Pedro con Santiago y Juan se aplicaría de manera especial para llevar a los judíos a la fe; Pablo y Bernabé, en cambio, se dedicarían principalmente a la conversión de los gentiles.
Pablo permaneció quince días en aquella ciudad, después de lo cual regresó con sus compañeros a Antioquía. Allí encontraron a los fieles muy agitados por una cuestión derivada del hecho de que los judíos querían obligar a los gentiles a someterse a la circuncisión y a las otras ceremonias de la ley de Moisés, que era lo mismo que decir que era necesario convertirse en buen judío para luego convertirse en buen cristiano. Las contiendas llegaron a tal extremo que, no pudiendo aquietarse de otro modo, se decidió enviar a Pablo y Bernabé a Jerusalén para consultar al Jefe de la Iglesia a fin de que de él se decidiera la cuestión.
Ya hemos contado en la vida de San Pedro cómo Dios, con una maravillosa revelación, había hecho conocer a este príncipe de los Apóstoles que los gentiles, al venir a la fe, no estaban obligados a la circuncisión ni a las otras ceremonias de la ley de Moisés; sin embargo, para que la voluntad de Dios fuera conocida por todos y se resolviera de manera solemne toda dificultad, Pedro convocó un concilio universal, que fue el modelo de todos los concilios que se celebraron en tiempos futuros. Allí Pablo y Bernabé expusieron el estado de la cuestión, que fue definida por San Pedro y confirmada por los otros Apóstoles de la siguiente manera:
«Los Apóstoles y los ancianos a los hermanos convertidos del paganismo, que habitan en Antioquía y en las otras partes de Siria y de Cilicia. Habiendo nosotros entendido que algunos venidos de aquí han turbado y angustiado vuestras conciencias con ideas arbitrarias, nos ha parecido bien a nosotros aquí reunidos elegir y enviar a vosotros a Pablo y Bernabé, hombres muy queridos por nosotros, que han sacrificado su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Con ellos enviamos a Silas y a Judas, quienes entregándoos nuestras cartas os confirmarán de palabra las mismas verdades. De hecho, ha sido juzgado por el Espíritu Santo y por nosotros no imponeros otra ley, excepto aquellas que debéis observar, es decir, absteneros de las cosas sacrificadas a los ídolos, de las carnes ahogadas, de la sangre y de la fornicación, de las cuales cosas absteniéndoos haréis bien. Estad en paz.»
Esta última cosa, es decir, la fornicación, no era necesario prohibirla siendo totalmente contraria a los dictados de la razón y prohibida por el sexto precepto del Decálogo. Sin embargo, se renovó tal prohibición respecto a los gentiles, quienes en el culto de sus falsos dioses pensaban que era lícito, e incluso algo grato a esas inmundas deidades.
Llegados Pablo y Bernabé con Silas y Judas a Antioquía, publicaron la carta con el decreto del concilio, con la cual no solo aquietaron el tumulto, sino que llenaron a los hermanos de alegría, reconociendo cada uno la voz de Dios en la de San Pedro y del concilio. Silas y Judas contribuyeron mucho a esa alegría común, ya que siendo ellos profetas, es decir, llenos del Espíritu Santo y dotados del don de la palabra divina y de una gracia particular para interpretar las Sagradas Escrituras, tuvieron mucha eficacia en confirmar a los fieles en la fe, en la concordia y en los buenos propósitos.
San Pedro, habiendo sido informado de los extraordinarios progresos que el Evangelio hacía en Antioquía, también quiso venir a visitar a esos fieles, a quienes ya había predicado durante más años y entre los cuales había mantenido la Sede Pontificia durante siete años. Mientras los dos príncipes de los Apóstoles permanecían en Antioquía, ocurrió que Pedro, para complacer a los judíos, practicaba algunas ceremonias de la ley mosaica; lo cual causaba una cierta aversión por parte de los gentiles, sin que San Pedro fuera consciente de ello. San Pablo, al enterarse de este hecho, advirtió públicamente a San Pedro, quien con admirable humildad recibió el aviso sin proferir palabras de disculpa; más bien, desde entonces se convirtió en muy amigo de San Pablo, y en sus cartas no solía llamarlo con otro nombre que no fuera el de hermano queridísimo. Ejemplo digno de ser imitado por aquellos que de alguna manera son advertidos de sus defectos.
CAPÍTULO IX. Pablo se separa de Bernabé — Recorre varias ciudades de Asia — Dios lo envía a Macedonia — En Filipos convierte a la familia de Lidia — Año de Cristo 51
Pablo y Bernabé predicaron durante algún tiempo el Evangelio en la ciudad de Antioquía, esforzándose incluso por difundirlo en los países cercanos. No mucho después, a Pablo le vino a la mente visitar las Iglesias a las que había predicado. Por lo tanto, le dijo a Bernabé: «Me parece bien que volvamos a ver a los fieles de esas ciudades y tierras donde hemos predicado, para ver cómo van las cosas de religión entre ellos». Nada le importaba más a Bernabé, y por eso estuvo de acuerdo de inmediato con el Santo Apóstol; pero le propuso llevar consigo también a ese Juan Marcos que los había seguido en la misión anterior y luego los había dejado en Perga. Quizás deseaba borrar la mancha que se había hecho en esa ocasión, por lo que quería estar de nuevo en su compañía. San Pablo no lo juzgaba así: «Tú ves», le decía a Bernabé, «que este no es un hombre en quien se pueda confiar: seguramente recuerdas cómo, al llegar a Perga de Panfilia, nos abandonó». Bernabé insistía diciendo que se le podía acoger, y aducía buenas razones. No pudiendo los dos Apóstoles llegar a un acuerdo, decidieron separarse el uno del otro e ir por caminos diferentes.
Así Dios hizo servir esta diversidad de sentimientos a su mayor gloria; porque, separados, llevaban la luz del Evangelio a más lugares, cosa que no habrían hecho yendo ambos juntos.
Bernabé fue con Juan Marcos a la isla de Chipre y visitó aquellas Iglesias donde había predicado con San Pablo en la misión anterior. Este Apóstol trabajó mucho para difundir la fe de Jesucristo y finalmente fue coronado con el martirio en Chipre, su patria. Juan Marcos esta vez fue constante, y lo veremos luego como fiel compañero de San Pablo, quien tuvo que alabar mucho su celo y caridad.
San Pablo tomó consigo a Silas, quien le había sido asignado como compañero para llevar los actos del concilio de Jerusalén a Antioquía, emprendió su cuarto viaje y fue a visitar varias Iglesias que él había fundado. Se dirigió primero a Derbe, luego a Listra, donde algún tiempo atrás el Santo Apóstol había sido dejado por muerto. Pero Dios quiso esta vez compensarlo por lo que había sufrido antes.
Allí encontró a un joven que él había convertido en la otra misión, llamado Timoteo. Pablo ya había conocido el buen carácter de este discípulo y en su corazón había decidido hacer de él un colaborador del Evangelio, es decir, consagrarlo sacerdote y tomarlo como compañero en sus trabajos apostólicos. Sin embargo, antes de conferírsele la sagrada ordenación, Pablo pidió información a los fieles de Listra y encontró que todos elogiaban a este buen joven magnificando su virtud, modestia y su espíritu de oración; y esto lo decían no solo los de Listra, sino incluso los de Iconio y de otras ciudades cercanas, y todos presagiaban en Timoteo un sacerdote celoso y un santo obispo.
A estos luminosos testimonios, Pablo no tuvo más dificultad en consagrarlo sacerdote. Pablo, por lo tanto, tomando consigo a Timoteo y Silas, continuó la visita de las Iglesias, recomendando a todos observar y mantenerse firmes en las decisiones del concilio de Jerusalén. Así lo habían hecho los de Antioquía, y así lo hicieron en todo momento los predicadores del Evangelio para asegurar a los fieles de no caer en error: atenerse a los decretos, a las órdenes de los concilios y del Romano Pontífice sucesor de San Pedro.
Pablo con sus compañeros atravesó Galacia y Frigia para llevar el Evangelio a Asia, pero el Espíritu Santo se lo prohibió.
Para facilitar la comprensión de las cosas que estamos a punto de contar, es bueno aquí notar de paso cómo por la palabra Asia en sentido amplio se entiende una de las tres partes del mundo. Se suele llamar Asia Menor a toda la extensión de Asia, excepto aquella parte que se llama Asia Menor, hoy Anatolia, que es la península comprendida entre el Mar de Chipre, el Egeo y el Mar Negro. También se llamó Asia Proconsular a una parte de Asia Menor más o menos extensa según el número de provincias confiadas al gobierno del procónsul romano. Aquí por Asia, a donde San Pablo proyectaba ir, se entiende una porción de Asia Proconsular, situada alrededor de Éfeso y comprendida entre el monte Tauro, el Mar Negro y Frigia.
San Pablo entonces pensó en ir a Bitinia, que es otra provincia de Asia Menor un poco más hacia el Mar Negro; pero tampoco eso le fue permitido por Dios. Por lo tanto, regresó y fue a Troade, que es una ciudad y provincia donde antiguamente había una famosa ciudad llamada Troya. Dios había reservado para otro tiempo la predicación del Evangelio a esos pueblos; por ahora quería enviarlo a otros países.
Mientras San Pablo estaba en Troade, le apareció un ángel vestido de hombre según el uso de los macedonios, quien, estando de pie delante de él, comenzó a rogarle así: «¡Oh! ten piedad de nosotros; pasa a Macedonia y ven en nuestro auxilio». De esta visión, San Pablo conoció la voluntad del Señor y sin dudarlo se preparó para cruzar el mar y dirigirse a Macedonia.
En Troade se unió a San Pablo un primo suyo llamado Lucas, quien le resultó de gran ayuda en sus fatigas apostólicas. Era un médico de Antioquía, de gran ingenio, que escribía con pureza y elegancia en griego. Él fue para Pablo lo que San Marcos fue para San Pedro; y al igual que él escribió el Evangelio que leemos bajo el nombre de Evangelio según Lucas. También el libro titulado Hechos de los Apóstoles, del cual extraemos casi todas las cosas que decimos de San Pablo, es obra de San Lucas. Desde que se unió como compañero de nuestro Apóstol, no hubo más peligro, ni fatiga, ni sufrimiento que pudiera sacudir su constancia.
Pablo, por lo tanto, según el aviso del ángel, junto con Silas, Timoteo y Lucas, se embarcó de Troade, navegó el Egeo (que separa Europa de Asia) y con próspera navegación llegó a la isla de Samotracia, luego a Neápolis, no la capital del Reino de Nápoles, sino una pequeña ciudad en la frontera de Tracia y Macedonia. Sin detenerse, el Apóstol fue directamente a Filipos, ciudad principal, así llamada porque fue edificada por un rey de ese país llamado Filipo. Allí se detuvieron por algún tiempo.
En esa ciudad los judíos no tenían sinagoga, ya sea porque les estaba prohibido, ya sea porque eran demasiado pocos en número. Solo tenían una proseuca, o lugar de oración, que nosotros llamamos oratorio. En el día de sábado, Pablo con sus compañeros salió de la ciudad a la orilla de un río donde encontraron una sinagoga con algunas mujeres dentro. Se pusieron de inmediato a predicar el reino de Dios a esa sencilla audiencia. Una comerciante llamada Lidia fue la primera en ser llamada por Dios; así ella y su familia recibieron el Bautismo.
Esta piadosa mujer, agradecida por los beneficios recibidos, así rogó a los maestros y padres de su alma: «Si ustedes me juzgan fiel a Dios, no me nieguen una gracia después de la del Bautismo que de ustedes reconozco. Vengan a mi casa, quédense tanto como deseen y considérenla como suya». Pablo no quería consentir; pero ella hizo tales insistencias que él tuvo que aceptar. He aquí el fruto que produce la palabra de Dios, cuando es bien escuchada. Ella genera la fe; pero debe ser oída y explicada por los sagrados ministros, como decía el mismo San Pablo: «Fides ex auditu, auditus autem per verbum Christi» (La fe viene del escuchar, y el escuchar se refiere a la palabra de Cristo).
CAPÍTULO X. San Pablo libera a una joven del demonio — Es golpeado con varas — Es encarcelado — Conversión del carcelero y de su familia — Año de Cristo 51
San Pablo con sus compañeros iban de aquí para allá esparciendo la semilla de la palabra de Dios por la ciudad de Filipos. Un día, yendo a la sinagoga, encontraron a una pitonisa, que nosotros diríamos maga o bruja. Ella tenía un demonio que hablaba por su boca y adivinaba muchas cosas extraordinarias; lo que daba mucho beneficio a sus amos, ya que la gente ignorante iba a consultarla y para hacerse predecir el futuro debía pagar bien los consultorios. Esta, por lo tanto, se puso a seguir a San Pablo y a sus compañeros, gritando detrás de ellos así: “Estos hombres son siervos de Dios Altísimo; ellos les muestran el camino de la salvación.” San Pablo la dejó hablar sin decir nada, hasta que, aburrido y disgustado, se volvió hacia ese espíritu maligno que hablaba por su boca y dijo en tono amenazante: “En el nombre de Jesucristo te mando que salgas inmediatamente de esta joven.” Decir y hacer fue una sola cosa, porque, obligado por la poderosa virtud del nombre de Jesucristo, tuvo que salir de ese cuerpo, y por su partida la maga quedó sin magia.
Ustedes, oh lectores, comprenderán la razón por la cual el demonio alababa a San Pablo, y este santo Apóstol rechazó sus alabanzas. El espíritu maligno quería que San Pablo lo dejara en paz, y así la gente creyera que la misma doctrina era la de San Pablo y las adivinaciones de esa endemoniada. El santo Apóstol quiso demostrar que no había ningún acuerdo entre Cristo y el demonio, y rechazando sus adulaciones demostró cuán grande era el poder del nombre de Jesucristo sobre todos los espíritus del infierno.
Los amos de esa joven, al ver que con el demonio se había ido toda esperanza de ganancia, se indignaron fuertemente contra San Pablo y, sin esperar sentencia alguna, tomaron a él y a sus compañeros y los condujeron al Palacio de Justicia. Llegados ante los jueces, dijeron: “Estos hombres de raza judía trastornan nuestra ciudad para introducir una religión nueva, que ciertamente es un sacrilegio.” El pueblo, al oír que se ofendía la religión, se enfureció y se lanzó contra ellos por todas partes.
Los jueces se mostraron llenos de indignación y, desgarrándose las vestiduras, sin hacer ningún juicio, sin examinar si había delito o no, los hicieron golpear ferozmente con varas y, cuando estuvieron saciados o cansados de golpearlos, ordenaron que Pablo y Silas fueran conducidos a la prisión, imponiendo al carcelero que los vigilara con la máxima diligencia. Este no solo los encerró en la prisión, sino que para mayor seguridad les puso los pies en los cepos. Aquellos santos hombres, en el horror de la cárcel, cubiertos de llagas, lejos de quejarse, jubilaban de alegría y durante la noche iban cantando alabanzas a Dios. Los otros prisioneros se maravillaban.
Era la medianoche y aún cantaban y bendecían a Dios, cuando de repente se sintió un fortísimo terremoto, que con horrible estruendo hizo temblar hasta los cimientos de ese edificio. A esta sacudida caen las cadenas de los prisioneros, se rompen sus cepos, se abren las puertas de las prisiones y todos los detenidos se encuentran en libertad. Se despertó el carcelero y, corriendo para saber qué había sucedido, encontró abiertas las puertas. Entonces él, sin dudar que los prisioneros se habían escapado, y por lo tanto quizás él mismo debía pagarlo con la cabeza, en el exceso de la desesperación corre, saca una espada, la apunta a su pecho y ya está por matarse. Pablo, ya sea por el claro de luna o a la luz de alguna lámpara, al ver a ese hombre en tal acto de desesperación, “¡Detente!”, se puso a gritar, “No te hagas ningún daño, aquí estamos todos.” Asegurado por estas palabras, se tranquiliza un poco y, haciéndose traer luz, entró en la cárcel y encuentra a los prisioneros cada uno en su lugar. Tomado de maravilla y movido por una luz interior de la gracia de Dios, todo tembloroso se lanza a los pies de Pablo y de Silas diciendo: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?”
¡Cualquiera puede imaginar cuánta alegría sintió Pablo en su corazón al oír tales palabras! Se volvió hacia él y respondió: “Cree en el Hijo de Dios Jesucristo, y serás salvo tú y toda tu familia.”
Ese buen hombre, sin dudarlo, llevó a casa a los santos prisioneros, lavó sus llagas con ese amor y reverencia que habría hecho a su padre. Luego, reunida su familia, fueron instruidos en la verdad de la fe. Escuchando ellos con humildad de corazón la palabra de Dios, aprendieron en breve lo que era necesario para convertirse en cristianos. Así San Pablo, viéndolos llenos de fe y de la gracia del Espíritu Santo, los bautizó a todos. Luego se pusieron a agradecer a Dios por los beneficios recibidos. Esos nuevos fieles, al ver a Pablo y Silas exhaustos y caídos por los golpes y por el largo ayuno, corrieron de inmediato a prepararles la cena con la cual fueron restaurados. Los dos Apóstoles sintieron mayor consuelo por las almas que habían ganado para Jesucristo; por lo tanto, llenos de gratitud hacia Dios, regresaron a la prisión esperando aquellas disposiciones que la divina Providencia habría de hacerles conocer respecto a ellos.
Mientras tanto, los magistrados se arrepintieron de haber hecho golpear y encerrar en prisión a aquellos a quienes no habían podido encontrar culpa alguna, y enviaron a algunos alguaciles a decir al carcelero que dejara en libertad a los dos prisioneros. Muy contento de tal noticia, el carcelero corrió de inmediato a comunicarla a los Apóstoles. “Ustedes”, dijo, “pueden irse en paz.” Pero a Pablo le pareció que debía hacerse de otro modo. Si se hubieran escapado así a escondidas, se habría creído que eran culpables de un grave delito, y eso en detrimento del Evangelio. Por lo tanto, llamó a los alguaciles y les dijo: “Sus magistrados, sin tener conocimiento de esta causa, sin ninguna forma de juicio, han hecho públicamente golpearnos a nosotros que somos ciudadanos romanos; y ahora a escondidas quieren enviarnos. Ciertamente no será así: que vengan ellos mismos y nos saquen de la prisión.” Esos mensajeros llevaron esta respuesta a los magistrados; quienes, al enterarse de que eran ciudadanos romanos, se llenaron de gran temor, porque golpear a un ciudadano romano era un delito capital. Por lo cual vinieron de inmediato a la prisión y con amables palabras se disculparon por lo que habían hecho y, sacándolos honrosamente de la prisión, les rogaron que quisieran salir de la ciudad. Los Apóstoles se dirigieron de inmediato a la casa de Lidia, donde encontraron a los compañeros sumidos en la consternación a causa de ellos; y se sintieron grandemente consolados al verlos puestos en libertad. Después de esto, partieron de la ciudad de Filipos. Así esos ciudadanos rechazaron las gracias del Señor por las gracias de los hombres.
CAPÍTULO XI. San Pablo predica en Tesalónica — Asunto de Jasón — Va a Berea donde es nuevamente perturbado por los judíos — Año de Cristo 52
Pablo, con sus compañeros, partió de Filipos dejando allí las dos familias de Lidia y del carcelero ganadas para Jesucristo. Pasando por las ciudades de Anfípolis y Apolonia, llegó a Tesalónica, ciudad principal de Macedonia, muy famosa por su comercio y por su puerto en el Egeo. Hoy en día se llama Salónica.
Allí Dios había preparado al santo Apóstol muchos sufrimientos y muchas almas para ganar a Cristo. Él comenzó a predicar y durante tres sábados continuó demostrando con las Sagradas Escrituras que Jesucristo era el Mesías, el Hijo de Dios, que las cosas que le sucedieron habían sido anunciadas por los Profetas; por lo tanto, debía o renunciar a las profecías o creer en la venida del Mesías. A tal predicación algunos creyeron y abrazaron la fe; pero otros, especialmente judíos, se mostraron obstinados y con gran odio se levantaron contra San Pablo. Poniéndose a la cabeza de algunos malvados de la chusma del pueblo, se reunieron y, en grupos, alborotaron toda la ciudad. Y como Silas y Pablo se habían alojado en casa de un tal Jasón, corrieron tumultuosamente a su casa para sacarlos y llevarlos ante el pueblo. Los fieles se dieron cuenta a tiempo y lograron hacerlos huir. No pudiendo encontrarlos, tomaron a Jasón junto con algunos fieles y los arrastraron ante los magistrados de la ciudad, gritando a gran voz: “Estos perturbadores de la humanidad han venido también aquí desde Filipos; y Jasón los ha acogido en su casa; ahora estos transgreden los decretos y violan la majestad de César afirmando que hay otro Rey, es decir, Jesús Nazareno.” Estas palabras encendieron a los tesalonicenses y hicieron que los mismos magistrados se llenaran de furia. Pero Jasón, asegurándoles que no querían hacer tumultos y que, si pedían a esos forasteros, él los presentaría, se mostraron satisfechos y se calmó el tumulto. Pero Silas y Pablo, viendo inútil todo esfuerzo en esa ciudad, siguieron los consejos de los hermanos y se dirigieron a Berea, otra ciudad de esa provincia.
En Berea, Pablo comenzó a predicar en la sinagoga de los judíos, es decir, se expuso al mismo peligro del que poco antes había sido casi milagrosamente liberado. Pero esta vez su valentía fue ampliamente recompensada. Los bereanos escucharon la palabra de Dios con gran avidez. Pablo siempre citaba aquellos pasajes de la Biblia que se referían a Jesucristo, y los oyentes corrían de inmediato a verificarlos y a comprobar los textos que él citaba; y al encontrarlos coincidir con exactitud, se inclinaban a la verdad y creían en el Evangelio. Así hacía el Salvador con los judíos de Palestina cuando los invitaba a leer atentamente las Sagradas Escrituras: Scrutamini Scripturas, et ipsae testimonium perhibent de me. (Examinad las Escrituras y las mismas dan testimonio de mí)
Sin embargo, las conversiones ocurridas en Berea no pudieron permanecer ocultas tanto que no llegara noticia a los de Tesalónica. Los obstinados judíos de esta ciudad corrieron en gran número a Berea para arruinar la obra de Dios e impedir la conversión de los gentiles. San Pablo era principalmente buscado como aquel que sostenía en particular la predicación. Los hermanos, viéndolo en peligro, lo hicieron acompañar secretamente fuera de la ciudad por personas de confianza y, por caminos seguros, lo llevaron a Atenas. Sin embargo, Silas y Timoteo permanecieron en Berea. Pero Pablo, al despedir a aquellos que lo habían acompañado, les recomendó con insistencia que dijeran a Silas y a Timoteo que lo alcanzaran lo más pronto posible. Los santos Padres, en la obstinación de los judíos de Tesalónica, ven a esos cristianos que, no contentos con no aprovechar ellos mismos de los beneficios de la religión, buscan alejar a los demás, cosa que hacen o calumniando a los sagrados ministros o despreciando las cosas de la misma religión. El Salvador les dice a estos: “A ustedes les será quitada mi viña”, es decir, mi religión, “y será dada a otros pueblos que la cultivarán mejor que ustedes y darán frutos a su tiempo.” Amenaza terrible, pero que, lamentablemente, ya se ha cumplido y se está cumpliendo en muchos países, donde un tiempo florecía la religión cristiana, los cuales actualmente vemos sumidos en las densas tinieblas del error, del vicio y del desorden. — ¡Dios nos libre de este flagelo!
CAPÍTULO XII. Estado religioso de los atenienses — San Pablo en el Areópago — Conversión de San Dionisio — Año de Cristo 52
Atenas era una de las ciudades más antiguas, más ricas y más comerciales del mundo. Allí la ciencia, el valor militar, los filósofos, los oradores, los poetas siempre fueron los maestros de la humanidad. Los mismos romanos habían enviado a Atenas para recoger leyes que llevaron a Roma como oráculos de sabiduría. Además, había un senado de hombres considerados espejo de virtud, justicia y prudencia; ellos eran llamados areopagitas, del Areópago, lugar donde tenían el tribunal. Pero con tanta ciencia yacían sumidos en la vergonzosa ignorancia de las cosas de religión. Las sectas dominantes eran las de los epicúreos y la de los estoicos. Los epicúreos negaban a Dios la creación del mundo y la providencia, ni admitían premio o pena en la otra vida, por lo tanto, ponían la beatitud en los placeres de la tierra. Los estoicos ponían el sumo bien en la sola virtud y hacían al hombre en algunas cosas mayor que el mismo Dios, porque creían tener la virtud y la sabiduría por sí mismos. Todos adoraban más dioses, y no había delito que no fuera favorecido por alguna insensata divinidad.
San Pablo, hombre oscuro, considerado vil porque judío, debía a estos predicar a Jesucristo, también judío muerto en la cruz, y reducirlos a adorarlo como verdadero Dios. Por lo tanto, solo Dios podía hacer que las palabras de San Pablo pudieran cambiar corazones tan inveterados en el vicio y ajenos a la verdadera virtud, y hacer que abrazaran y profesaran la santa religión cristiana.
Mientras Pablo esperaba a Silas y Timoteo, sentía en su corazón compasión por esos miserables engañados y, como de costumbre, se ponía a discutir con los judíos y con todos los que se le acercaban, ahora en las sinagogas, ahora en las plazas. Los epicúreos y los estoicos también vinieron a discutir con él y, no pudiendo resistir a las razones, iban diciendo: “¿Qué querrá decir este charlatán?” Otros decían: “Parece que este quiere mostrarnos algún nuevo Dios.” Lo decían porque oían nombrar a Jesucristo y la resurrección. Algunos otros, queriendo actuar con mayor prudencia, invitaron a Pablo a ir al Areópago. Cuando llegó a ese magnífico senado, le dijeron: “¿Se podría saber algo de esta tu nueva doctrina? Porque tú nos suenas al oído cosas nunca antes oídas por nosotros. Deseamos saber la realidad de lo que enseñas.”
Al enterarse de que un forastero debía hablar en el Areópago, acudió gran multitud de gente.
Conviene aquí notar que entre los atenienses estaba severamente prohibido decir la mínima palabra contra sus innumerables y estúpidas divinidades, y consideraban delito capital recibir o añadir entre ellos algún dios forastero, que no fuera cuidadosamente examinado y propuesto por el senado. Dos filósofos, de nombre Anaxágoras uno, Sócrates el otro, solo por haber dejado entrever que no podían admitir tantas ridículas divinidades, debieron perder la vida. De estas cosas se entiende fácilmente el peligro en el que estaba San Pablo predicando al verdadero Dios a esa terrible asamblea y tratando de derribar todos sus dioses.
El santo Apóstol, por lo tanto, viéndose en ese augusto senado y debiendo hablar a los más sabios de los hombres, juzgó bien tomar un estilo y una manera de razonar mucho más elegante que la que solía. Y como esos senadores no admitían el argumento de las Escrituras, pensó en abrirse camino para hablar con la fuerza de la razón. Levantándose, por lo tanto, y haciendo silencio entre todos, comenzó:
«Hombres atenienses, yo los veo en todas las cosas religiosos hasta el escrúpulo. Porque, pasando por esta ciudad y considerando sus ídolos, he encontrado también un altar con esta inscripción: Al Dios Ignoto. Yo, por lo tanto, vengo a anunciarles a ese Dios que ustedes adoran sin conocer. Él es ese Dios que ha hecho el mundo y todas las cosas que en él existen. Él es el dueño del cielo y de la tierra, por lo tanto, no habita en templos hechos por hombres. Ni él es servido por manos mortales como si tuviera necesidad de ellos; que, por el contrario, él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo que de un solo hombre descendieran todos los demás, cuya descendencia se extendió para habitar toda la tierra; Él fijó los tiempos y los límites de su habitación, para que buscaran a Dios si acaso pudieran encontrarlo, aunque Él no esté lejos de nosotros.
«Porque en él vivimos, nos movemos y somos, como también alguno de sus poetas (Arato, famoso poeta de Cilicia) ha dicho: “Porque somos también su descendencia”. Siendo, por lo tanto, nosotros descendencia de Dios, no debemos estimar que Él sea similar al oro o a la plata o a la piedra esculpida por el arte o la invención de los hombres. Dios, sin embargo, en su misericordia cerró los ojos en el pasado sobre tal ignorancia; pero ahora intimida que hagamos penitencia. Porque Él ha fijado un día en el que juzgará con justicia todo el mundo por medio de un hombre establecido por Él, como ha dado prueba a todos resucitándolo de los muertos».
Hasta este punto esos oyentes ligeros, cuyos vicios y errores habían sido atacados con mucha sutileza, habían mantenido buen comportamiento. Pero al primer anuncio del dogma extraordinario de la resurrección, los epicúreos se levantaron y en gran parte salieron burlándose de esa doctrina que ciertamente les infundía terror. Otros más discretos le dijeron que por ese día era suficiente, y que lo escucharían otra vez sobre el mismo tema. Así fue recibido el más elocuente de los Apóstoles por esa soberbia asamblea. Diferían en aprovechar la gracia de Dios; esta gracia no leemos que luego haya sido concedida por Dios a ellos otra vez.
Sin embargo, Dios no dejó de consolar a su siervo con la ganancia de algunas almas privilegiadas. Entre otras fue Dionisio, uno de los jueces del Areópago, y una mujer de nombre Damaris que se cree que era su esposa. De este Dionisio se cuenta que, a la muerte del Salvador, mirando aquel eclipse por el cual las tinieblas se habían extendido sobre toda la tierra, exclamó: “O el mundo se desmorona, o el autor de la naturaleza sufre violencia.” Apenas pudo conocer la causa de aquel acontecimiento, se rindió de inmediato a las palabras de San Pablo. Se cuenta también que, habiendo ido a visitar a la Madre de Dios, se sorprendió tanto por tanta belleza y majestad, que se postró en tierra para venerarla, afirmando que la adoraría como una divinidad si la fe no lo hubiera convencido de que hay un solo Dios. Luego fue consagrado por San Pablo como obispo de Atenas y murió coronado de martirio.
CAPÍTULO XIII. San Pablo en Corinto — Su estancia en casa de Aquila — Bautismo de Crispo y de Sostene — Escribe a los Tesalonicenses — Regreso a Antioquía — Año de Jesucristo 53-54
Si Atenas era la ciudad más célebre por la ciencia, Corinto era considerada la primera por el comercio. Allí convergían mercaderes de todas partes. Tenía dos puertos en el istmo del Peloponeso: uno llamado Céncrea que miraba al Egeo, el otro llamado Lequeo que se asomaba al Adriático. El desorden y la inmoralidad allí eran llevados al triunfo. A pesar de tales obstáculos, San Pablo, apenas llegó a esta ciudad, comenzó a predicar en público y en privado.
Él se alojó en casa de un judío llamado Aquila. Este era un ferviente cristiano que, para evitar la persecución publicada por el emperador Claudio contra los cristianos, había huido de Italia con su esposa llamada Priscila y había venido a Corinto. Ejercían el mismo oficio que Pablo había aprendido de joven, es decir, fabricaban tiendas para uso de los soldados. Para no ser de nuevo una carga para sus anfitriones, el santo Apóstol también se dedicaba al trabajo y pasaba en la tienda todo el tiempo que le quedaba libre del sagrado ministerio. Sin embargo, cada sábado iba a la sinagoga y se esforzaba por hacer conocer a los judíos que las profecías referentes al Mesías se habían cumplido en la persona de Jesucristo.
Mientras tanto, Silas y Timoteo llegaron de Berea. Ellos habían partido hacia Atenas, donde habían aprendido que Pablo ya se había ido, y lo alcanzaron en Corinto. A su llegada, Pablo se dedicó con mayor valentía a predicar a los judíos; pero al aumentar cada día su obstinación, Pablo, no pudiendo soportar tantas blasfemias y tal abuso de gracias, así movido por Dios, les anunció inminentes los divinos flagelos con estas palabras: «¡Que su sangre recaiga sobre ustedes; yo soy inocente! He aquí que me dirijo a los gentiles, y en adelante seré todo para ellos».
Entre los judíos que blasfemaban a Jesucristo, quizás había algunos que trabajaban en la tienda de Aquila; por lo tanto, el Apóstol, con el fin de evitar la compañía de los malvados, abandonó su casa y se trasladó a casa de un tal Tito Justo, recién convertido del paganismo a la fe. Cerca de Tito residía un tal Crispo, jefe de la sinagoga. Este, instruido por el Apóstol, abrazó la fe con toda su familia.
Las grandes ocupaciones de Pablo en Corinto no le hicieron olvidar a sus amados fieles de Tesalónica. Cuando Timoteo llegó de allí, le había contado grandes cosas del fervor de esos cristianos, de su gran caridad, de la buena memoria que conservaban de él y del ardiente deseo de volver a verlo. No pudiendo Pablo ir en persona, como deseaba, les escribió una carta, que se cree que es la primera carta escrita por San Pablo.
En esta carta se alegra mucho con los tesalonicenses por su fe y su caridad, luego los exhorta a cuidarse de los desórdenes sensuales y de todo fraude. Y así como la ociosidad es la fuente de todos los vicios, así los anima a dedicarse seriamente al trabajo, considerando indigno de comer a quien no quiere trabajar: «Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma». Luego concluye recordándoles el gran premio que Dios tiene preparado en el cielo por el mínimo esfuerzo soportado en la vida presente por amor a Él.
Poco después de esta carta tuvo otras noticias de los mismos fieles de Tesalónica. Estaban grandemente inquietos por algunos impostores que iban predicando inminente el juicio universal. El Apóstol les escribió una segunda carta, advirtiéndoles que no se dejaran engañar por sus falaces discursos. Nota que es cierto el día del juicio universal, pero antes deben aparecer muchísimos signos, entre los cuales la predicación del Evangelio en toda la tierra. Los exhorta a mantenerse firmes en las tradiciones que les había comunicado por carta y de viva voz. Finalmente se encomienda a sus oraciones e insiste mucho en huir de los curiosos y los ociosos, que son considerados como la peste de la religión y de la sociedad.
Mientras San Pablo confortaba a los fieles de Tesalónica, surgieron contra él tales persecuciones que se habría visto inducido a huir de esa ciudad si no hubiera sido confortado por Dios con una visión. Le apareció Jesucristo y le dijo: «No temas, yo estoy contigo, nadie podrá hacerte ningún mal; en esta ciudad es grande el número de aquellos que por tu medio se convertirán a la fe». Animado por tales palabras, el Apóstol permaneció en Corinto dieciocho meses.
La conversión de Sostenes fue entre aquellas que trajeron gran consolación al alma de Pablo. Él había sucedido a Crispo en el cargo de jefe de la sinagoga. La conversión de estos dos principales exponentes de su secta irritó ferozmente a los judíos, y en su furia tomaron al Apóstol y lo condujeron ante el procónsul, acusándolo de enseñar una religión contraria a la de los judíos. Galión, tal es el nombre de ese gobernador, al oír que se trataba de cosas de religión, no quiso mezclarse en hacer de juez. Se limitó a responder así: «Si se tratara de alguna injusticia o de algún delito público, los escucharía gustosamente; pero tratándose de cuestiones pertenecientes a la religión, piensen ustedes en ello, yo no tengo intención de juzgar en estas materias». Ese procónsul consideraba que las cuestiones y diferencias relacionadas con la religión debían ser discutidas por los sacerdotes y no por las autoridades civiles, y por eso fue sabia su respuesta.
Indignados los judíos por tal rechazo, se volvieron contra Sostene, incitaron también a los ministros del tribunal a unirse con ellos para golpearlo ante los ojos del mismo Galión, sin que él los prohibiera. Sostene soportó con invicta paciencia ese agravio y, apenas liberado, se unió a Pablo y le se convirtió en compañero fiel en sus viajes.
Viéndose Pablo como por milagro liberado de tan grave tempestad, hizo a Dios un voto en acción de gracias. Ese voto era similar al de los nazareos, el cual consistía particularmente en abstenerse por un tiempo determinado del vino y de cualquier otra cosa que embriagara, y en dejarse crecer el cabello, lo cual entre los antiguos era signo de luto y de penitencia. Cuando estaba por terminar el tiempo del voto, se debía hacer un sacrificio en el templo con varias ceremonias prescritas por la ley de Moisés.
Cumplida una parte de su voto, San Pablo, en compañía de Aquila y Priscila, se embarcó rumbo a Éfeso, ciudad de Asia Menor. Según su costumbre, Pablo fue a visitar la sinagoga y disputó varias veces con los judíos. Pacíficas fueron estas disputas, de hecho, los judíos lo invitaron a quedarse más tiempo; pero Pablo quería continuar su viaje para encontrarse en Jerusalén y cumplir su voto. Sin embargo, les prometió a esos fieles regresar, y casi como garantía de su regreso dejó con ellos a Aquila y Priscila. Desde Éfeso, San Pablo se embarcó hacia Palestina y llegó a Cesarea, donde desembarcando se encaminó a pie hacia Jerusalén. Fue a visitar a los fieles de esta Iglesia y, cumplidas las cosas por las cuales había emprendido el viaje, llegó a Antioquía, donde permaneció algún tiempo.
Todo es digno de admiración en este gran Apóstol. Notemos aquí solamente una cosa que él calurosamente recomienda a los fieles de Corinto. Para darles un importante aviso sobre cómo mantenerse firmes en la fe, escribe: «Hermanos, para no caer en el error, manténganse a las tradiciones aprendidas de mi discurso y de mi carta». Con estas palabras, San Pablo mandaba tener la misma reverencia por la palabra de Dios escrita y por la palabra de Dios transmitida por tradición, como enseña la Iglesia Católica.
CAPÍTULO XIV. Apolo en Éfeso — El sacramento de la Confirmación — San Pablo realiza muchos milagros — Hecho de dos exorcistas judíos — Año de Cristo 55
San Pablo permaneció algún tiempo en Antioquía, pero viendo que esos fieles estaban bastante provistos de sagrados pastores, decidió partir para visitar de nuevo los países donde ya había predicado. Este es el quinto viaje de nuestro santo Apóstol. Fue a Galacia, al Ponto, a Frigia y a Bitinia; luego, según la promesa hecha, regresó a Éfeso donde Aquila y Priscila lo esperaban. En todas partes fue recibido, como él mismo escribe, como un ángel de paz.
Entre la partida y el regreso de Pablo a Éfeso, se trasladó a esta ciudad un judío llamado Apolo. Él era un hombre elocuente y profundamente instruido en la Sagrada Escritura. Adoraba al Salvador y lo predicaba también con celo, pero no conocía otro bautismo que no fuera el predicado por San Juan Bautista. Aquila y Priscila se dieron cuenta de que tenía una idea muy confusa de los Misterios de la Fe y, llamándolo a sí, lo instruyeron mejor en la doctrina, vida, muerte y resurrección de Jesucristo.
Deseoso de llevar la palabra de salvación a otros pueblos, decidió pasar a Acaya, es decir, a Grecia. Los efesios, que desde hacía algún tiempo admiraban sus virtudes y comenzaban a amarlo como padre, quisieron acompañarlo con una carta en la que alababan mucho su celo y lo recomendaban a los corintios. De hecho, él hizo mucho bien a esos cristianos. Cuando el Apóstol llegó a Éfeso, encontró a varios fieles instruidos por Apolo y, queriendo conocer el estado de estas almas, preguntó si habían recibido el Espíritu Santo; es decir, si habían recibido el sacramento de la Confirmación, que se solía administrar en esos tiempos después del bautismo, y en el que se confería la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Pero esa buena gente respondió: «No sabemos ni siquiera que haya un Espíritu Santo». Maravillado el Apóstol de tal respuesta y, habiendo entendido que solo habían recibido el bautismo de San Juan Bautista, ordenó que fueran nuevamente bautizados con el bautismo de Jesucristo, es decir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Después de eso, Pablo, imponiendo las manos, les administró el sacramento de la Confirmación, y esos nuevos fieles recibieron no solo los efectos invisibles de la gracia, sino también signos particulares y manifiestos de la omnipotencia divina, lo que les hacía manifestar hablando con fluidez las lenguas que antes no entendían, prediciendo las cosas futuras e interpretando la Sagrada Escritura.
San Pablo predicó durante tres meses en la sinagoga, exhortando a los judíos a creer en Jesucristo. Muchos creyeron, pero varios, mostrándose obstinados, blasfemaban incluso el santo nombre de Jesucristo. Pablo, por el honor del Evangelio ridiculizado por estos impíos y para huir de la compañía de los malvados, cesó de predicar en la sinagoga, rompió toda comunicación con ellos y se retiró a casa de un gentil cristiano llamado Tirón, que era maestro de escuela. San Pablo hizo de esa escuela una Iglesia de Jesucristo, donde, predicando y explicando las verdades de la fe, atraía a gentiles y judíos de todas partes de Asia.
Dios ayudaba su obra confirmando con prodigios inauditos la doctrina predicada por su siervo. Los paños, los pañuelos y las vendas que habían tocado el cuerpo de Pablo eran llevados de aquí para allá y puestos sobre los enfermos y los endemoniados, y eso bastaba para que inmediatamente huyeran las enfermedades y los espíritus inmundos. Fue esta una maravilla nunca oída, y Dios quiso ciertamente que tal hecho fuera registrado en la Biblia para confundir a aquellos que han tanto declamado y todavía declaman contra la veneración que los católicos prestan a las sagradas reliquias. ¿Quizás quieren condenar de superstición a esos primeros cristianos, que aplicaban sobre los enfermos los pañuelos que habían tocado el cuerpo de Pablo? Cosas que San Pablo nunca había prohibido y que Dios demostraba aprobar con milagros.
A propósito de la invocación del nombre de Jesucristo para hacer milagros, ocurrió un hecho muy curioso. Entre los efesios había muchos que pretendían expulsar a los demonios de los cuerpos con ciertas palabras mágicas o usando raíces de hierbas o perfumes. Pero sus resultados siempre eran poco favorables. También algunos exorcistas judíos, viendo que incluso las vestiduras de Pablo expulsaban a los demonios, se sintieron llenos de envidia y trataron, como hacía San Pablo, de usar el nombre de Jesucristo para expulsar al demonio de un hombre. «Te conjuro», iban diciendo, «y te ordeno que salgas de este cuerpo por ese Jesús que es predicado por Pablo». El demonio, que sabía las cosas mejor que ellos, por boca del endemoniado respondió: «Yo conozco a Jesús y sé también quién es Pablo; pero ustedes son impostores. ¿Qué derecho tienen ustedes sobre mí?» Dicho esto, se lanzó sobre ellos, los golpeó y los hirió de tal manera que dos de ellos apenas pudieron huir, todos heridos y con las ropas hechas trizas. Este hecho estruendoso, al difundirse por toda la ciudad, causó gran temor, y nadie más se atrevía a nombrar el santo nombre de Jesucristo sino con respeto y veneración.
CAPÍTULO XV. Sacramento de la Confesión — Libros perversos quemados — Carta a los Corintios — Levantamiento por la diosa Diana — Carta a los Gálatas — Año de Cristo 56-57
Dios, siempre misericordioso, sabe sacar el bien incluso de los pecados mismos. El hecho de los dos exorcistas tan maltratados por aquel endemoniado, causó gran miedo en todos los efesios, y tanto los judíos como los gentiles se apresuraron a renunciar al demonio y a abrazar la fe. Fue entonces cuando muchos de los que habían creído venían en gran número a confesar y a declarar el mal cometido en su vida para obtener el perdón: «Venían confesando y declarando sus actos». Esta es una clara testimonio de la confesión sacramental ordenada por el Salvador y practicada desde los tiempos apostólicos.
El primer fruto de la confesión y del arrepentimiento de esos fieles fue alejar de sí las ocasiones de pecado. Por eso, todos los que poseían libros perversos, es decir, contrarios a las buenas costumbres o a la religión, los entregaban para que fueran quemados. Tanto llevaron que, haciendo un montón en la plaza, hicieron una hoguera ante la presencia de todo el pueblo, considerando que era mejor quemar esos libros en la vida presente para evitar el fuego eterno del infierno. El valor de esos libros formaba una suma que correspondía casi a cien mil francos. Sin embargo, nadie intentó venderlos, porque sería ofrecer a otros la ocasión de hacer el mal, cosa que nunca está permitida. Mientras sucedían estas cosas, llegó de Corinto a Éfeso Apolo con otros, anunciando que habían surgido discordias entre esos fieles. El santo Apóstol se esforzó por remediarlo con una carta, en la que les recomienda la unidad de fe, la obediencia a sus pastores, la caridad mutua y especialmente hacia los pobres; inculca a los ricos que no preparen banquetes lujosos y abandonen a los pobres en la miseria. Luego insiste en que cada uno purifique su conciencia antes de acercarse al Cuerpo y a la Sangre de Jesucristo, diciendo: «El que come ese Cuerpo y bebe esa Sangre indignamente, come su propio juicio y su propia condena». También había ocurrido que un joven había cometido un grave pecado con su madrastra. El santo, para hacerle comprender el debido horror, ordenó que fuera separado por algún tiempo de los otros fieles para que volviera en sí mismo. Este es un verdadero ejemplo de excomunión, como precisamente practica aún la Iglesia Católica, cuando por graves delitos excomulga, es decir, declara separados de los demás a aquellos cristianos que son culpables. Pablo envió a su discípulo Tito a llevar esta carta a Corinto. El fruto parece que fue muy copioso.
Él estaba en Éfeso cuando se desató contra él una terrible persecución por obra de un orfebre llamado Demetrio. Este fabricaba pequeños templos de plata dentro de los cuales se colocaba una estatuilla de la diosa Diana, deidad venerada en Éfeso y en toda Asia. Esto le producía comercio y gran ganancia, ya que la mayoría de los forasteros que venían a las fiestas de Diana llevaban consigo estos signos de devoción. Demetrio era el artífice principal y con ello proporcionaba trabajo y sustento a las familias de muchos obreros.
A medida que crecía el número de cristianos, disminuía el de compradores de las estatuillas de Diana. Así, un día, Demetrio reunió a un gran número de ciudadanos y demostró cómo, al no tener ellos otros medios para vivir, Pablo los haría morir de hambre. «Al menos», añadía, «no se tratará solo de nuestro interés privado; pero el templo de nuestra gran diosa, tan celebrado en todo el mundo, está por ser abandonado». A estas palabras fue interrumpido por mil voces diferentes que gritaban con la más furiosa confusión: «¡La gran Diana de los efesios! ¡La gran Diana de los efesios!» Toda la ciudad se puso patas arriba; corrieron gritando en busca de Pablo y, al no poder encontrarlo de inmediato, arrastraron consigo a dos de sus compañeros llamados Gayo y Aristarco. Un judío llamado Alejandro quiso hablar. Pero apenas pudo abrir la boca, de todas partes comenzaron a gritar con voz aún más fuerte: «¡La gran Diana de los efesios! ¡Cuán grande es la Diana de los efesios!» Este grito fue repetido durante dos horas enteras.
Pablo quería avanzar en medio del tumulto para hablar, pero algunos hermanos, sabiendo que se expondría a muerte cierta, se lo impidieron. Dios, sin embargo, que tiene en su mano el corazón de los hombres, devolvió plena calma entre ese pueblo de una manera inesperada. Un hombre sabio, un simple secretario y, por lo que parece, amigo de Pablo, logró calmar esa furia. Apenas pudo hablar, dijo: «¿Y quién no sabe que la ciudad de Éfeso tiene una devoción y un culto particular hacia la gran Diana, hija de Júpiter? Siendo tal cosa creída por todos, no debéis perturbaros ni aferraros a un remedio tan temerario, como si pudiera caer en duda tal devoción establecida desde todos los siglos. En cuanto a Gayo y Aristarco, les diré que no están convencidos de ninguna blasfemia contra Diana. Si Demetrio y sus compañeros tienen algo contra ellos, lleven la causa ante el tribunal. Si continuamos en estas demostraciones públicas, seremos acusados de sedición». A esas palabras el tumulto se calmó y cada uno volvió a sus ocupaciones.
Después de esta conmoción, Pablo quería partir de inmediato hacia Macedonia, pero tuvo que suspender su partida debido a algunos desórdenes ocurridos entre los fieles de Galacia. Algunos falsos predicadores se dedicaron a desacreditar a San Pablo y sus predicaciones, afirmando que su doctrina era diferente de la de los otros Apóstoles y que la circuncisión y las ceremonias de la ley de Moisés eran absolutamente necesarias.
El santo Apóstol escribió una carta en la que demuestra la conformidad de doctrina entre él y los Apóstoles; prueba que muchas cosas de la ley de Moisés ya no eran necesarias para salvarse; recomienda cuidarse bien de los falsos predicadores y gloriarse solamente en Jesús, en cuyo nombre desea paz y bendiciones.
Enviada la carta a los fieles de Galacia, partió hacia Macedonia después de haber permanecido tres años en Éfeso, es decir, desde el año cincuenta y cuatro hasta el año cincuenta y siete de Jesucristo. Durante la estancia de San Pablo en Éfeso, Dios le hizo conocer en espíritu que lo llamaba a Macedonia, a Grecia, a Jerusalén y a Roma.
CAPÍTULO XVI. San Pablo regresa a Filipos — Segunda Carta a los fieles de Corinto — Va a esta ciudad — Carta a los Romanos — Su predicación prolongada en Troade — Resucita a un muerto — Año de Cristo 58
Antes de partir de Éfeso, Pablo convocó a los discípulos y, haciéndoles una paterna exhortación, los abrazó tiernamente; luego se puso en camino hacia Macedonia. Deseaba quedarse algún tiempo en Troade, donde esperaba encontrar a su discípulo Tito; pero, al no haberlo encontrado y deseando saber pronto el estado de la Iglesia de Corinto, partió de Troade, cruzó el Helesponto, que hoy se llama estrecho de los Dardanelos, y pasó a Macedonia, donde tuvo que sufrir mucho por la fe.
Pero Dios le preparó una gran consolación con la llegada de Tito, que lo alcanzó en la ciudad de Filipos. Ese discípulo expuso al santo Apóstol cómo su carta había producido efectos salutíferos entre los cristianos de Corinto, que el nombre de Pablo era muy querido por todos y que cada uno ardía en el deseo de volver a verlo pronto.
Para dar rienda suelta a los sentimientos paternos de su corazón, el Apóstol escribió desde Filipos una segunda carta en la que se muestra todo ternura hacia aquellos que se mantenían fieles y reprende a algunos que intentaban pervertir la doctrina de Jesucristo. Habiendo luego entendido que aquel joven, excomulgado en su primera carta, se había sinceramente convertido, más aún, oyendo de Tito que el dolor lo había casi llevado a la desesperación, el santo Apóstol recomendó que se le tratara con consideración, lo absolvió de la excomunión y lo restituyó a la comunión de los fieles. Con la carta recomendó muchas cosas de viva voz que debían comunicarse por medio de Tito, que era el portador. Acompañaron a Tito en este viaje otros discípulos, entre los cuales estaba San Lucas, que desde hacía algunos años era obispo de Filipos. San Pablo consagró a San Epafrodito como obispo para esa ciudad y así San Lucas se convirtió nuevamente en compañero del santo maestro en las fatigas del apostolado.
Desde Macedonia, Pablo se dirigió a Corinto, donde ordenó lo que respecta a la celebración de los santos misterios, como había prometido en su primera carta, lo que debe entenderse de esos ritos que en todas las Iglesias comúnmente se observan, como sería el ayuno antes de la Santa Comunión y otras cosas similares que conciernen a la administración de los Sacramentos.
El Apóstol pasó el invierno en esta ciudad, esforzándose por consolar a sus hijos en Jesucristo, que no se saciaban de escucharlo y admirar en él a un celoso pastor y un tierno padre.
Desde Corinto extendió también sus solicitudes a otros pueblos y especialmente a los romanos, ya convertidos a la fe por San Pedro tras años de fatigas y sufrimientos. Aquila, con otros amigos suyos, habiendo entendido que había cesado la persecución, se había vuelto a Roma. Pablo supo de ellos que en esa metrópoli del imperio habían surgido disensiones entre gentiles y judíos. Los gentiles reprochaban a los judíos porque no habían correspondido a los beneficios recibidos de Dios, habiendo ingratamente crucificado al Salvador; los judíos, por su parte, hacían reproches a los gentiles porque habían seguido la idolatría y venerado a las divinidades más infames. El santo Apóstol escribió su famosa Carta a los Romanos, llena de argumentos sublimes, que él trata con esa agudeza de ingenio propia de un hombre docto y santo, que escribe inspirado por Dios. No es posible abreviarla sin peligro de variar su sentido. Es la más larga, la más elegante de todas las demás y la más llena de erudición. Te exhorto, oh lector, a leerla atentamente, pero con las debidas interpretaciones que suelen unirse a la Vulgata. Es la sexta carta de San Pablo y fue escrita desde la ciudad de Corinto en el año 58 de Jesucristo. Pero, por el gran respeto que en todo tiempo se tuvo por la dignidad de la Iglesia de Roma, es considerada la primera entre las catorce cartas de este santo Apóstol. En esta carta San Pablo no habla de San Pedro, porque él estaba ocupado en la fundación de otras Iglesias. Esta fue llevada por una diaconisa, o monja, llamada Febe, a quien el Apóstol recomienda mucho ante los hermanos de Roma.
Deseando San Pablo partir de Corinto para dirigirse a Jerusalén, se enteró de que los judíos estaban tramando tenderle emboscadas a lo largo del camino; por lo tanto, en lugar de embarcarse en el puerto de Cencrea hacia Jerusalén, Pablo regresó y continuó el viaje por Macedonia. Lo acompañaron Sosípatro, hijo de Pirro de Berea, Aristarco y Segundo de Tesalónica, Gayo de Derbe y Timoteo de Listra, Tíquico y Trófimo de Asia. Estos vinieron en compañía de él hasta Filipos; luego, a excepción de Lucas, pasaron a Troade con orden de esperarlo allí, mientras él se quedaría en esta ciudad hasta después de las fiestas pascuales. Pasada tal solemnidad, Pablo y Lucas en cinco días de navegación llegaron a Troade y se quedaron allí siete días.
Sucedió que, en la víspera de la partida de Pablo, era el primer día de la semana, es decir, día domingo, en el que los fieles solían reunirse para escuchar la palabra de Dios y asistir a los sacrificios divinos. Entre otras cosas hacían la fracción del pan, es decir, celebraban la Santa Misa, a la que participaban los fieles, recibiendo el Cuerpo del Señor bajo la especie del pan. Desde entonces, la Misa se consideraba el acto más sagrado y solemne para la santificación del día festivo.
Pablo, que estaba por partir al día siguiente, prolongó el discurso hasta avanzada la noche y, para iluminar el cenáculo, se habían encendido muchas lámparas. El día domingo, la hora nocturna, el cenáculo en el tercer piso de la casa, las muchas lámparas encendidas, atrajeron una inmensa multitud de gente. Mientras todos estaban atentos al razonamiento de Pablo, un joven llamado Eutico, ya sea por el deseo de ver al Apóstol o para poder escucharlo mejor, había subido sobre una ventana y se había sentado en el alféizar. Ahora, ya sea por el calor que hacía, ya sea por la hora tardía o quizás por el cansancio, lo cierto es que aquel jovencito se quedó dormido; y en el sueño, abandonándose al peso de su propio cuerpo, cayó al pavimento de la calle pública. Se oye un lamento resonar por la asamblea; corren y encuentran al joven sin vida.
Pablo baja de inmediato, y, colocándose con el cuerpo sobre el cadáver, lo bendice, lo abraza y, con su aliento o más bien con la viva fe en Dios, lo devuelve a nueva vida. Realizado este milagro, sin prestar atención a los aplausos que se hacían por todas partes, subió de nuevo al cenáculo y continuó predicando hasta la mañana.
La gran solicitud de los fieles de Troade por asistir a las sagradas funciones debe servir de estímulo a todos los cristianos para santificar los días festivos con obras de piedad, especialmente con el escuchar devotamente la Santa Misa y con el escuchar la palabra de Dios, incluso con algún inconveniente.
CAPÍTULO XVII. Predicación de San Pablo en Mileto — Su viaje hasta Cesarea — Profecía de Agabo — Año de Cristo 58
Terminada aquella reunión, que había durado aproximadamente veinticuatro horas, el incansable Apóstol partió con sus compañeros hacia Mitilene, noble ciudad de la isla de Lesbos. Desde allí, continuando el viaje, en pocos días llegó a Mileto, ciudad de Caria, provincia de Asia Menor. El Apóstol no había querido detenerse en Éfeso para no verse obligado por aquellos cristianos, que lo amaban tiernamente, a suspender demasiado su camino. Se apresuraba con el fin de llegar a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés. Desde Mileto, Pablo envió a Éfeso para comunicar su llegada a los obispos y a los sacerdotes de esa ciudad y de las provincias cercanas, invitándolos a venir a visitarlo y también a conferenciar con él sobre las cosas de la fe, si fuera necesario. Vinieron en gran número.
Cuando San Pablo se vio rodeado por aquellos venerables predicadores del Evangelio, comenzó a exponerles las tribulaciones sufridas día y noche por las acechanzas de los judíos. «Ahora voy a Jerusalén», decía, «guiado por el Espíritu Santo, el cual, en todos los lugares donde paso, me hace conocer las cadenas y las tribulaciones que en esa ciudad me esperan. Pero nada de esto me asusta, ni valoro mi vida más que mi deber. Me importa poco vivir o morir, siempre que termine mi carrera dando glorioso testimonio del Evangelio que Jesucristo me ha encomendado. No veréis más mi rostro, pero cuidaos de vosotros mismos y de todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para gobernar la Iglesia de Dios, adquirida por su precioso sangre». Luego pasó a advertirles que después de su partida surgirían lobos rapaces y hombres perversos para corromper la doctrina de Jesucristo. Dichas estas palabras, todos se pusieron de rodillas y oraron juntos. Nadie podía contener las lágrimas, y todos se echaban al cuello de Pablo, dándole mil besos. Estaban especialmente inconsolables por aquellas palabras de que no volverían a ver su rostro. Para disfrutar aún algunos momentos de su dulce compañía, lo acompañaron hasta el barco y no sin una especie de violencia se separaron de su querido maestro.
Pablo, junto a sus compañeros, de Mileto pasó a la isla de Cos, muy renombrada por un templo de los gentiles dedicado a Juno y a Esculapio. Al día siguiente llegaron a Rodas, isla muy célebre especialmente por su Coloso, que era una estatua de extraordinaria altura y grandeza. De allí vinieron a Patara, ciudad capital de Licia, muy renombrada por un gran templo dedicado al dios Apolo. Desde aquí navegaron hasta Tiro, donde el barco debía dejar su carga.
Tiro es la ciudad principal de Fenicia, ahora llamada Sur, a orillas del Mediterráneo. Apenas desembarcaron, encontraron a algunos profetas que iban publicando los males que sobre el santo Apóstol sobrevenían en Jerusalén, y querían disuadirlo de ese viaje. Pero él, después de siete días, quiso partir. Aquellos buenos cristianos, con sus esposas y sus niños, lo acompañaron fuera de la ciudad, donde, doblando las rodillas en la playa, oraron con él. Luego, intercambiados los más cordiales saludos, se embarcaron y fueron acompañados por las miradas de los sidonios hasta que la lejanía del barco los ocultó de vista. Al llegar a Tolemaida se detuvieron un día para saludar y confortar a aquellos cristianos en la fe; continuando luego su camino, llegaron a Cesarea.
Allí Pablo fue recibido con júbilo por el diácono Felipe. Este santo discípulo, después de haber predicado a los samaritanos, al eunuco de la reina Candace y en muchas ciudades de Palestina, había fijado su domicilio en Cesarea para atender a la cura de aquellas almas que él había regenerado en Jesucristo.
Vino en esos tiempos a Cesarea el profeta Agabo y, habiendo ido a visitar al santo Apóstol, le quitó del hombro el cinturón y, atándose con él los pies y las manos, dijo: «He aquí cuánto me dice el Espíritu Santo abiertamente: el hombre a quien pertenece este cinturón será así atado por los judíos en Jerusalén».
La profecía de Agabo conmovió a todos los presentes, pues se hacían cada vez más manifiestos los males que estaban preparados para el santo Apóstol en Jerusalén; por lo tanto, los mismos compañeros de Pablo, llorando, le rogaban que no fuera allí. Pero Pablo valientemente respondía: «¡Oh! Les ruego, no lloren. Con estas lágrimas no hacen más que aumentar la aflicción en mi corazón. Sepan que estoy dispuesto no solo a sufrir las cadenas, sino a enfrentar también la muerte por el nombre de Jesucristo».
Entonces todos, reconociendo la voluntad de Dios en la firmeza del santo Apóstol, dijeron a una voz: «Hágase la voluntad del Señor». Dicho esto, partieron rumbo a Jerusalén con un cierto Mnasón, que había sido discípulo y seguidor de Jesucristo. Él tenía residencia fija en Jerusalén y iba con ellos para hospedarlos en su casa.
CAPÍTULO XVIII. San Pablo se presenta a San Jacobo — Los judíos le tienden emboscadas — Habla al pueblo — Reprende al sumo sacerdote — Año de Cristo 59
Nos disponemos ahora a contar una larga serie de sufrimientos y de persecuciones que el santo Apóstol toleró en cuatro años de prisión. Dios quiso preparar a su siervo para estos combates haciéndolos conocer mucho antes; de hecho, los males previstos causan menor temor, y el hombre está más dispuesto a soportarlos. Al llegar Pablo con sus compañeros a Jerusalén, fueron recibidos por los cristianos de esta ciudad con los signos de la mayor benevolencia. Al día siguiente fueron a visitar al obispo de la ciudad, que era San Jacobo el Menor, ante quien también se habían reunido los principales sacerdotes de la diócesis. Pablo contó las maravillas que Dios había obrado por su ministerio entre los gentiles, de lo cual todos agradecieron de corazón al Señor.
Sin embargo, se apresuraron a avisar a Pablo del peligro que le sobrevenía. «Muchos judíos», le dijeron, «se han convertido a la fe y varios de ellos son tenaces en la circuncisión y en las ceremonias legales. Ahora, sabiendo que tú dispensas a los gentiles de estas observancias, hay un terrible odio contra ti. Es necesario, por lo tanto, que demuestres no ser enemigo de los judíos. Haz de esta manera: en la ocasión en que cuatro judíos deben en estos días cumplir un voto, tú participarás en la función y harás por ellos los gastos que corresponden a esta solemnidad».
Pablo aceptó prontamente el sabio consejo y participó en aquella obra de piedad. Se dirigió al templo y la función estaba por concluir, cuando algunos judíos venidos de Asia excitaban al pueblo contra él gritando: «¡Ayuda, israelitas, ayuda! Este hombre es quien va por todo el mundo predicando contra el pueblo, contra la ley y contra este mismo templo. No ha dudado en violar su santidad introduciendo dentro a gentiles».
Aunque tales acusaciones eran calumnias, sin embargo, se alborotó toda la ciudad y, haciéndose un gran concurso de pueblo, tomaron a San Pablo, lo arrastraron fuera del templo para matarlo como blasfemo. Pero el ruido del tumulto llegó al tribuno romano, quien acudió de inmediato con las guardias. Los sediciosos, al ver las guardias, cesaron de golpear a Pablo y lo entregaron al tribuno, quien, haciéndolo atar, ordenó que fuera conducido a la torre Antonia, que era una fortaleza y un cuartel de soldados cerca del templo. Lisias, tal era el nombre del tribuno, deseaba saber el motivo de aquel tumulto, pero no pudo averiguarlo, porque los gritos y alborotos del pueblo ahogaban toda voz. Mientras Pablo subía los escalones de la fortaleza, fue necesario que los soldados lo llevaran en brazos para sacarlo de las manos de los judíos, quienes, al no poder tenerlo en su poder, gritaban: «¡Mátalo, quítalo del mundo!».
Cuando estaba a punto de entrar en la torre, habló así en griego al tribuno: «¿Me es permitido decirte una palabra?» El tribuno se maravilló de que hablara griego y le dijo: «¿Sabes tú el griego? ¿No eres tú ese egipcio que poco antes excitaste una rebelión y llevaste contigo al desierto a cuatro mil asesinos?» «No, ciertamente», respondió Pablo, «yo soy judío, ciudadano de Tarso, ciudad de Cilicia. Pero, por favor, ¿me permites hablar al pueblo?» Lo cual le fue concedido, Pablo, desde los escalones de la torre, levantó un poco la mano, agobiada por el peso de las cadenas, dio señal al pueblo de callar y comenzó a exponer lo que concernía a su patria, su conversión y su predicación, y cómo Dios lo había destinado a llevar la fe entre los gentiles.
El pueblo lo había escuchado en profundo silencio hasta estas últimas palabras; pero cuando oyó hablar de los gentiles, como agitado por mil furias, estalló en gritos desenfrenados, y unos por desdén arrojaban al suelo sus vestiduras, otros esparcían en el aire el polvo, y todos gritaban: «¡Este es indigno de vivir, que sea quitado del mundo!».
El tribuno, que nada había entendido del discurso de San Pablo, porque había hablado en lengua hebrea, temiendo que el pueblo viniera a graves excesos, ordenó a sus hombres que llevaran a Pablo a la fortaleza, y luego lo azotaran y lo sometieran a tortura para obligarlo así a revelar la causa de la sedición. Pero Pablo, que sabía que aún no había llegado la hora en que debía sufrir tales males por Jesucristo, se volvió al centurión encargado de hacer ejecutar aquella orden injusta y le dijo: «¿Te parece que es lícito azotar a un ciudadano romano, sin que sea condenado?» Al oír esto, el centurión corrió hacia el tribuno diciéndole: «¿Qué vas a hacer? ¿No sabes que este hombre es ciudadano romano?».
El tribuno tuvo miedo, porque había hecho atar a Pablo, lo cual conllevaba pena de muerte. Se acercó él mismo a Pablo y le dijo: «¿Eres tú realmente ciudadano romano?» Él respondió: «Lo soy verdaderamente». «Yo», añadió el tribuno, «he adquirido a caro precio tal derecho de ciudadanía romana». «Y yo», replicó Pablo, «lo disfruto por mi nacimiento». Sabiendo esto, hizo suspender la orden de someter a Pablo a tortura, y el tribuno mismo se preocupó, y buscó otro medio para saber las acusaciones que los judíos hacían contra él. Ordenó que al día siguiente se reunieran el Sanedrín y todos los sacerdotes judíos; luego, hechas quitar las cadenas a Pablo, lo hizo venir en medio del concilio.
El Apóstol, fijando los ojos en aquella asamblea, dijo: «Yo, hermanos, hasta este día he caminado delante de Dios con buena conciencia». Apenas oídas estas palabras, el sumo sacerdote, de nombre Ananías, ordenó a uno de los presentes que le diera a Pablo un fuerte golpe. El Apóstol no consideró tolerar tal grave injuria y, con la libertad y el celo que usaban los antiguos profetas, dijo: «¡Muralla blanqueada, ¡Dios te golpeará, así como tú has hecho golpearme, porque, fingiendo juzgar según la ley, me haces golpear contra la misma ley!». Al oír estas palabras, todos se indignaron: «¡Oh!», le dijeron, «¿tienes el atrevimiento de insultar al sumo sacerdote?» «Perdónenme, hermanos», respondió Pablo, «no sabía que este fuera el príncipe de los sacerdotes, pues bien conozco la ley que prohíbe maldecir al príncipe del pueblo».
Pablo no había reconocido al sumo sacerdote o porque él no tenía las insignias de su grado, o no hablaba y no actuaba con la dignidad que a tal persona le convenía. Ni San Pablo maldecía a Ananías, sino que predecía los males que le sobrevendrían, como de hecho ocurrió. Para zafarse de alguna manera de las manos de sus enemigos, Pablo unió la sencillez de la paloma a la prudencia de la serpiente y, sabiendo que la asamblea estaba compuesta de saduceos y de fariseos, pensó en sembrar división entre ellos exclamando: «Yo, hermanos, soy fariseo, hijo y discípulo de fariseos. La razón por la cual soy llamado a juicio es mi esperanza en la resurrección de los muertos». Estas palabras hicieron nacer graves disensiones entre los oyentes; unos estaban en contra de Pablo, otros a favor de él.
Mientras tanto, se levantó un clamor que hacía temer graves desórdenes. El tribuno, temiendo que los más encolerizados se lanzaran contra Pablo y lo despedazaran, ordenó a los soldados que lo sacaran de sus manos y lo condujeran de nuevo a la torre. Dios, sin embargo, quiso consolar a su siervo por lo que había padecido en aquel día. En la noche le apareció y le dijo: «¡Ánimo! Después de haberme dado testimonio en Jerusalén, harás lo mismo en Roma».
CAPÍTULO XIX. Cuarenta judíos se comprometen con un voto a matar a San Pablo — Un sobrino suyo descubre la trama — Es trasladado a Cesarea — Año de Cristo 59
Los judíos, al ver fallido su plan, pasaron la noche siguiente elaborando varios proyectos. Cuarenta de ellos tomaron la desesperada resolución de comprometerse con un voto a no comer ni beber antes de haber matado a Pablo. Una vez urdida esta conspiración, se dirigieron a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos, contándoles su propósito. «Para tener a ese rebelde en nuestras manos», añadieron, «hemos encontrado un camino seguro; solo queda que ustedes nos den una mano. Hagan saber al tribuno, en nombre del Sanedrín, que desean examinar más a fondo algunos puntos del caso de Pablo y que, por lo tanto, lo presenten nuevamente mañana. Él ciertamente aceptará la solicitud. Pero estén seguros de que, antes de que Pablo sea conducido ante ustedes, nosotros lo haremos pedazos con estas manos». Los ancianos alabaron el plan y prometieron colaborar.
O porque alguno de los conspiradores no mantuvo el secreto, o porque no se preocuparon de cerrar la puerta cuando urdieron su plan, lo cierto es que fueron descubiertos. Un hijo de la hermana de Pablo supo todo y, corriendo a la torre, logró pasar entre las guardias, presentarse ante su tío y contarle toda la trama. Pablo instruyó bien al sobrino sobre cómo actuar. Luego, llamando a un oficial que estaba de guardia, le dijo: «Te ruego que lleves a este joven al capitán; tiene algo que comunicarle».
El centurión lo llevó ante el capitán y le dijo: «Ese Pablo que está en prisión me ha pedido que te traiga a este joven, porque tiene algo que decirte». El capitán tomó de la mano al joven y, llevándolo a un lado, le preguntó qué tenía que referir. «Los judíos», respondió, «se han puesto de acuerdo para pedirte mañana que lleves a Pablo al Sanedrín, bajo el pretexto de querer examinar más a fondo su causa. Pero no les hagas caso: debes saber que le tienden una emboscada y cuarenta de ellos se han comprometido con un voto terrible a no comer ni beber hasta que lo hayan matado. Ahora están listos para actuar, esperando solo tu consentimiento». «Bien hecho», dijo el capitán, «has hecho bien en decirme estas cosas. Ahora puedes ir, pero no le digas a nadie que me lo has revelado».
De esta desesperada resolución, Lisias comprendió que retener a Pablo más tiempo en Jerusalén equivalía a dejarlo en peligro, del cual quizás no podría salvarlo. Por lo tanto, sin dudarlo, llamó a dos centuriones y les dijo: «Pongan en orden doscientos soldados de infantería y otros tantos armados de lanza, con setenta hombres a caballo, y acompañen a Pablo hasta Cesarea. Prepárense también un caballo para él, para que sea llevado allí sano y salvo y se presente al gobernador Félix». El tribuno acompañó a Pablo con una carta al gobernador, que decía:
«Claudio Lisias al excelentísimo gobernador Félix, saludos. Te envío a este hombre que, apresado por los judíos, estaba a punto de ser asesinado por ellos. Al llegar con mis soldados, lo saqué de sus manos, habiendo sabido que es ciudadano romano. Queriendo luego informarme de qué delito se le acusaba, lo llevé al Sanedrín y encontré que se le acusaba por cuestiones relacionadas con su ley, pero sin ninguna culpa que mereciera muerte o prisión. Pero habiéndome sido informado de que le tienden una trama de muerte, he decidido enviártelo, invitando al mismo tiempo a sus acusadores a presentarse ante tu tribunal para exponer sus acusaciones contra él. Cuídate bien».
En ejecución de las órdenes recibidas, esa misma noche los soldados partieron con Pablo y lo llevaron a Antipatride, ciudad situada a medio camino entre Jerusalén y Cesarea. En ese punto del trayecto, no temiendo más ser asaltados por los judíos, enviaron de regreso a los cuatrocientos soldados a Jerusalén, y Pablo, acompañado solo por los setenta jinetes, llegó al día siguiente a Cesarea.
Así Dios, de la manera más sencilla, liberaba a su Apóstol de un grave peligro y hacía conocer que los planes de los hombres siempre resultan vanos cuando son contrarios a la voluntad divina.
CAPÍTULO XX. Pablo ante el gobernador — Sus acusadores y su defensa — Año de Cristo 59
Al día siguiente, Pablo llegó a Cesarea y fue presentado al gobernador con la carta del capitán Lisias. Leída la carta, el gobernador llamó a Pablo a un lado y, al saber que era de Tarso, le dijo: «Te escucharé cuando lleguen tus acusadores». Mientras tanto, lo hizo custodiar en la prisión de su palacio.
Los cuarenta conspiradores, al verse fallar el golpe, quedaron atónitos. Se puede creer que, sin prestar atención al voto hecho, se pusieron a comer y beber para continuar su trama. De acuerdo con el sumo sacerdote, con los ancianos y con un tal Tertulio, famoso orador, partieron hacia Cesarea, donde llegaron cinco días después de la llegada de Pablo. Todos se presentaron ante el gobernador, y Tertulio comenzó a hablar así contra Pablo: «Hemos encontrado a este hombre pestilente, que suscita revueltas entre todos los judíos del mundo. Él es jefe de la secta de los nazarenos. También ha intentado profanar nuestro templo, y nosotros lo hemos arrestado. Queríamos juzgarlo según nuestra ley, pero intervino el capitán Lisias, que nos lo quitó por la fuerza. Él ha ordenado que sus acusadores se presenten ante ti. Ahora estamos aquí. Examinándolo, podrás tú mismo comprobar las culpas de las que lo acusamos». Lo que había afirmado Tertulio fue confirmado por los judíos presentes.
Pablo, habiendo recibido del gobernador la posibilidad de responder, comenzó a defenderse así: «Puesto que, excelentísimo Félix, desde hace muchos años gobiernas este país, eres ciertamente capaz de conocer las cosas que aquí han sucedido. De buena gana me defiendo ante ti. Como puedes comprobar, no han pasado más de doce días desde que subí a Jerusalén para adorar. En este breve tiempo, nadie puede decir que me haya encontrado en el templo o en las sinagogas o en otro lugar público o privado discutiendo con alguien, ni reuniendo multitudes o fomentando desórdenes. No pueden probar ninguna de las acusaciones que me hacen. Pero te confieso que sigo el Camino que ellos llaman secta, sirviendo así al Dios de nuestros padres, creyendo en todo lo que es conforme a la Ley y está escrito en los Profetas. Tengo en Dios la misma esperanza que ellos, que habrá una resurrección de los justos y de los injustos. Por esto también me esfuerzo por tener siempre una conciencia irreprensible ante Dios y ante los hombres. Después de muchos años he venido a traer limosnas a mi nación y a presentar ofrendas. Mientras estaba ocupado en estos ritos de purificación, sin multitud ni tumulto, algunos judíos de Asia me encontraron en el templo. Ellos debieron comparecer ante ti para acusarme, si tuvieran algo contra mí. O que digan estos mismos si han encontrado alguna culpa en mí, cuando comparecí ante el Sanedrín, aparte de esta sola declaración que hice en voz alta en medio de ellos: “Es a causa de la resurrección de los muertos que yo soy juzgado hoy ante ustedes”».
Sus acusadores quedaron confundidos y, mirándose unos a otros, no encontraban palabras que proferir. El mismo gobernador, ya inclinado a favor de los cristianos, sabía que ellos, lejos de ser sediciosos, eran los más dóciles y fieles entre sus súbditos. Pero no quiso pronunciar sentencia y se reservó para oírlo nuevamente cuando el capitán Lisias viniera de Jerusalén a Cesarea. Mientras tanto, ordenó que Pablo fuera custodiado, pero concediéndole cierta libertad y permitiendo a sus amigos que lo sirvieran.
Algún tiempo después, el gobernador, quizás para complacer a su esposa, que era judía, hizo venir a Pablo a su presencia para oírlo hablar de religión. El Apóstol expuso con viveza las verdades de la fe, el rigor de los juicios que Dios reservará a los impíos en la otra vida, tanto que Félix, asustado y turbado, dijo: «Por ahora basta; te escucharé de nuevo cuando tenga la oportunidad». En realidad, lo hizo llamar más veces, pero no para instruirse en la fe, sino esperando que Pablo le ofreciera dinero a cambio de la libertad. Por lo tanto, aunque conocía la inocencia de Pablo, lo mantuvo en prisión en Cesarea durante dos años. Así hacen esos cristianos que, por ganancia temporal o para agradar a los hombres, venden la justicia y violan los más sagrados deberes de la conciencia y de la religión.
CAPÍTULO XXI. Pablo ante Festo — Sus palabras al rey Agripa — Año de Cristo 60
Ya habían pasado dos años desde que el santo Apóstol estaba prisionero, cuando a Félix le sucedió otro gobernador llamado Festo. Tres días después de asumir el cargo, el nuevo gobernador fue a Jerusalén y de inmediato los jefes de los sacerdotes y los principales judíos se presentaron ante él para renovar las acusaciones contra el santo Apóstol. Le pidieron como un favor especial que llevara a Pablo a Jerusalén para ser juzgado en el Sanedrín; pero en realidad tenían la intención de asesinarlo en el camino. Festo, quizás ya advertido de no confiar en ellos, respondió que pronto regresaría a Cesarea; «Los que de ustedes», dijo, «tengan algo contra Pablo, vengan conmigo y escucharé sus acusaciones».
Después de algunos días, Festo regresó a Cesarea y con él los judíos acusadores de Pablo. Al día siguiente hizo llamar al santo Apóstol ante su tribunal, y los judíos le hicieron muchas graves acusaciones, sin poder probarlas. Pablo les respondió con pocas palabras, y sus acusadores guardaron silencio. Sin embargo, Festo, deseando ganar la benevolencia de los judíos, le preguntó si quería ir a Jerusalén para ser juzgado en el Sanedrín, en su presencia. Al darse cuenta Pablo de que Festo se inclinaba a entregarlo a los judíos, respondió: «Estoy ante el tribunal de César, donde debo ser juzgado. No he hecho ningún agravio a los judíos, como bien sabes. Si, por tanto, soy culpable y he cometido algo que merece la muerte, no me niego a morir; pero si no hay nada de cierto en las acusaciones que estos presentan contra mí, nadie tiene derecho a entregarme a ellos. Apelo a César». Esta apelación de nuestro Apóstol era justa y conforme a las leyes romanas, ya que el gobernador se mostraba dispuesto a entregar a un ciudadano romano, reconocido inocente, al poder de los judíos que querían su muerte a toda costa. Los santos Padres reflexionan que no el deseo de la vida, sino el bien de la Iglesia lo impulsó a apelar a Roma, donde por divina revelación sabía cuánto debía trabajar para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Festo, después de consultar a su consejo, respondió: «Tú has apelado al César, a César irás».
No muchos días después llegó a Cesarea el rey Agripa, hijo de aquel Agripa que había hecho morir a San Santiago el Mayor y encarcelar a San Pedro. Había venido con su hermana Berenice para rendir los debidos homenajes al nuevo gobernador de Judea. Habiéndose quedado varios días, Festo les habló del proceso de Pablo. Agripa manifestó el deseo de oírlo. Para complacerlo, Festo hizo preparar una sala con gran pompa e, invitando a la audiencia a los tribunos y otros magistrados, hizo llevar a Pablo ante la presencia de Agripa y Berenice. «He aquí», dijo Festo, «aquel hombre contra quien ha recurrido a mí toda la multitud de los judíos, protestando con grandes clamores que no debía vivir más. Yo, sin embargo, no he encontrado en él nada que merezca la muerte. No obstante, habiéndose apelado al tribunal del emperador, debo enviarlo a Roma. Pero como no tengo nada cierto que escribir a nuestro soberano, he considerado oportuno presentarlo ante ustedes y especialmente ante ti, oh rey Agripa, para que, después de interrogarlo, me digan qué debo escribir, no pareciéndome conveniente enviar a un prisionero sin especificar las acusaciones contra él».
Agripa, dirigiéndose a Pablo, dijo: «Te es permitido hablar en tu defensa». Pablo comenzó a hablar así: «Me considero afortunado, oh rey Agripa, de poder hoy defenderme ante ti contra todas las acusaciones de los judíos, sobre todo porque eres experto en todas las costumbres y cuestiones que les conciernen. Te ruego, por tanto, que me escuches con paciencia. Todos los judíos conocen mi vida desde mi juventud, transcurrida entre mi pueblo y en Jerusalén. Saben que he vivido según la secta más rigurosa de nuestra religión, la de los fariseos. Y ahora soy llamado a juicio a causa de la esperanza en la promesa hecha por Dios a nuestros padres, la que nuestras doce tribus esperan ver cumplida sirviendo a Dios noche y día. Es por esta esperanza, oh rey, que soy acusado por los judíos. ¿Por qué se considera inconcebible entre ustedes que Dios resucite a los muertos?
Yo también consideraba mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús Nazareno. Así lo hice en Jerusalén: obtuve de los jefes de los sacerdotes la autorización para encarcelar a muchos santos y, cuando eran condenados a muerte, expresaba mi voto. A menudo, yendo de sinagoga en sinagoga, trataba de obligarlos a blasfemar; y en mi furia acérrima los perseguía hasta en las ciudades extranjeras.
En tales circunstancias, mientras iba a Damasco con la autorización y el mandato de los jefes de los sacerdotes, al mediodía, oh rey, vi en el camino una luz del cielo, más brillante que el sol, que envolvió a mí y a los que estaban conmigo. Todos cayeron a tierra y yo oí una voz que me decía en lengua hebrea: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Es duro para ti recalcitrar contra el aguijón”. Yo dije: “¿Quién eres, Señor?” Y el Señor respondió: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte en pie; porque te he aparecido para constituirte ministro y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te mostraré. Te libraré del pueblo y de los paganos, a quienes te envío para abrirles los ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y obtengan, mediante la fe en mí, la remisión de los pecados y la suerte entre los santificados”.
Por lo tanto, oh rey Agripa, no he desobedecido a la visión celestial; sino que primero a los de Damasco, luego a Jerusalén y en toda Judea, y finalmente a los paganos, he anunciado que se arrepientan y se conviertan a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento. Por esto los judíos, habiéndome apresado en el templo, intentaron matarme. Pero, gracias a la ayuda de Dios, hasta este día estoy aquí para testificar ante los pequeños y los grandes, no diciendo otra cosa sino lo que los profetas y Moisés declararon que debía suceder: que el Cristo habría de sufrir y, como primero entre los resucitados de los muertos, anunciaría la luz al pueblo y a los paganos».
Festo interrumpió el discurso del Apóstol y a gran voz exclamó: «Estás loco, Pablo; el mucho saber te ha vuelto loco». A lo que Pablo respondió: «No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que estoy diciendo palabras de verdad y de buen sentido. El rey, al que hablo con franqueza, conoce estas cosas; creo, de hecho, que nada de esto le es desconocido, pues no son hechos ocurridos en secreto. ¿Crees tú en los profetas, oh rey Agripa? Sé que crees». Agripa dijo a Pablo: «Aún un poco y me convences a hacerme cristiano». Y Pablo replicó: «Que le plazca a Dios que, sea en poco tiempo sea en mucho, no solo tú, sino también todos los que hoy me escuchan, se conviertan en tales como yo soy, excepto estas cadenas».
Entonces el rey, el gobernador, Berenice y los demás se levantaron y, retirándose a un lado, se dijeron unos a otros: «Este hombre no ha hecho nada que merezca muerte o prisión». Y Agripa dijo a Festo: «Este hombre podría haber sido liberado, si no se hubiera apelado a César».
Así, el discurso de Pablo, que debería haber convertido a todos esos jueces, no sirvió de nada, porque ellos cerraron el corazón a las gracias que Dios quería concederles. Esta es una imagen de aquellos cristianos que escuchan la palabra de Dios, pero no se resuelven a poner en práctica las buenas inspiraciones que a veces sienten nacer en el corazón.
CAPÍTULO XXII. San Pablo es embarcado hacia Roma — Sufre una terrible tormenta, de la cual es salvado con sus compañeros — Año de Jesús Cristo 60
Cuando Festo decidió que Pablo sería conducido a Roma por mar, él, junto con muchos otros prisioneros, fue confiado a un centurión llamado Julio. Con él estaban sus dos fieles discípulos Aristarco y Lucas. Se embarcaron en un barco proveniente de Adramitio, ciudad marítima de África. Costeando Palestina, llegaron a Sidón al día siguiente. El centurión, que los acompañaba, pronto se dio cuenta de que Pablo no era un hombre común y, admirando sus virtudes, comenzó a tratarlo con respeto. Desembarcados en Sidón, le dio plena libertad para visitar a los amigos, quedarse con ellos y recibir algún alivio.
Desde Sidón navegaron a lo largo de las costas de la isla de Chipre y, como el viento era algo contrario, atravesaron el mar de Cilicia y de Panfilia, que es una parte del Mediterráneo, y llegaron a Mira, ciudad de Licia. Aquí el centurión, habiendo encontrado un barco que de Alejandría iba a Italia con carga de trigo, transfirió a sus pasajeros a él. Pero navegando muy lentamente, tuvieron muchas dificultades para llegar a la isla de Creta, hoy llamada Candia. Se detuvieron en un lugar llamado Puertos Buenos, cerca de Salmón, ciudad de esa isla.
Siendo la temporada muy avanzada, Pablo, ciertamente inspirado por Dios, exhortaba a los marineros a no arriesgarse a continuar la navegación en un tiempo tan peligroso. Pero el piloto y el dueño del barco, sin dar importancia a las palabras de Pablo, afirmaban que no había nada que temer. Partieron, por tanto, con la intención de alcanzar otro puerto de esa isla llamado Fenicia, esperando poder pasar allí el invierno con mayor seguridad. Pero después de un breve trayecto, el barco fue sacudido por un fuerte viento, al cual no pudiendo resistir, los navegantes se vieron obligados a abandonar a sí mismos y al barco a merced de las olas. Llegados a Cauda, una islita poco distante de Creta, se dieron cuenta de que estaban cerca de un banco de arena y, temiendo romper el barco contra él, se esforzaron por tomar otra dirección. Pero la tempestad enfureciendo cada vez más y agitando cada vez más el barco, se encontraron todos en gran peligro. Arrojaron al mar las mercancías, luego los muebles y los armamentos del barco para aligerarlo. Sin embargo, después de varios días, no apareciendo más ni sol ni estrellas y con la tempestad que se intensificaba, parecía perdida toda esperanza de salvación. A estos males se añadía que, o por la náusea del mar en tempestad, o por el miedo a la muerte, nadie pensaba en comer, lo cual era dañino ya que a los marineros les faltaban fuerzas para gobernar el barco. Se arrepintieron entonces de no haber seguido el consejo de Pablo, pero era tarde.
Pablo, viendo el desánimo entre los marineros y los pasajeros, animado por la confianza en Dios, los confortó diciendo: «Hermanos, debieron haberme creído y no partir de Creta; así habríamos evitado estas pérdidas y estas desgracias. Sin embargo, anímense; créanme, en nombre de Dios les aseguro que ninguno de nosotros se perderá; solo el barco se hará pedazos. Esta noche me ha aparecido el ángel del Señor y me ha dicho: “No temas, Pablo, debes comparecer ante César; y he aquí, Dios te concede la vida de todos los que navegan contigo”. Por lo tanto, anímense, hermanos, todo sucederá como me ha sido dicho».
Mientras tanto, ya habían transcurrido catorce días desde que sufrían esa tempestad, y cada uno pensaba que iba a ser tragado por las olas en cualquier momento. Era medianoche cuando, en la oscuridad de las tinieblas, pareció a los marineros que se acercaban a tierra. Para asegurarse, arrojaron el sondeo y encontraron el agua a veinte brazas de profundidad, luego a quince. Temiendo entonces terminar contra algún escollo, arrojaron cuatro anclas para detener el barco, esperando la luz del día que les hiciera ver dónde se encontraban.
En ese momento a los marineros les vino la idea de huir del barco y tratar de salvarse en esa tierra que parecía cercana. Pablo, siempre guiado por la luz divina, se dirigió al centurión y a los soldados diciendo: «Si estos no permanecen a bordo, ustedes no podrán ser salvos, porque Dios no quiere ser tentado a hacer milagros». A estas palabras todos guardaron silencio y siguieron el consejo de Pablo. Al amanecer, el santo Apóstol echó un vistazo a los que estaban en el barco y, viéndolos todos agotados por las fatigas y desmayados por el ayuno, les dijo: «Hermanos, es el decimocuarto día que, esperando una mejora, no han comido nada. Ahora les ruego que no se dejen morir de inanición. Ya les he asegurado, y les aseguro nuevamente, que ni un solo cabello de ustedes perecerá. Así que, ánimo». Dicho esto, Pablo tomó pan, dio gracias a Dios, lo partió y, a la vista de todos, comenzó a comer. Entonces todos se recuperaron y comieron juntos con él; eran un total de 276 personas.
Pero, continuando la furia de los vientos y de las olas, se vieron obligados a arrojar al mar también el trigo que habían guardado para su uso. Al amanecer, les pareció ver una ensenada y se esforzaron por llevar el barco allí y buscar salvación. Pero, impulsada por la fuerza de los vientos, la nave encalló en un banco de arena, comenzando a romperse y deshacerse. Al ver el agua penetrar por varias rendijas, los soldados querían tomar el cruel partido de matar a todos los prisioneros, tanto para aligerar el barco como porque no escaparan después de haberse salvado a nado.
Pero el centurión, que amaba a Pablo y quería salvarlo, no aprobó tal consejo, sino que ordenó que aquellos que sabían nadar se arrojaran al mar para alcanzar la tierra; a los demás se les dijo que se aferraran a tablas o a restos del barco; y así llegaron todos sanos y salvos a la orilla.
CAPÍTULO XXIII. San Pablo en la isla de Malta — Es liberado de la mordedura de una víbora — Es acogido en casa de Publio, a quien sana — Año de Cristo 60
Ni Pablo ni sus compañeros conocían la tierra en la que habían desembarcado después de salir de las olas. Informándose de los primeros habitantes que encontraron, supieron que aquel lugar se llamaba Melita, hoy Malta, una isla del Mediterráneo situada entre África y Sicilia. Al enterarse de aquel gran número de náufragos que habían salido de las olas como tantos peces, los isleños acudieron y, aunque eran bárbaros, se conmovieron al verlos tan cansados, exhaustos y temblando de frío. Para calentarlos encendieron un gran fuego.
Pablo, siempre atento a ejercer obras de caridad, fue a recoger un manojo de ramas secas. Mientras las ponía en el fuego, una víbora que estaba entre ellas, entumecida por el frío, despertada por el calor, saltó y se agarró a la mano de Pablo. Aquellos bárbaros, al ver la serpiente colgando de su mano, pensaron mal de él y decían unos a otros: «Este hombre debe ser un asesino o algún gran criminal; ha escapado del mar, pero la venganza divina lo golpea en la tierra». ¡Pero cuánto debemos cuidarnos de juzgar temerariamente a nuestro prójimo!
Pablo, avivando la fe en Jesucristo, que había asegurado a sus Apóstoles que ni serpientes ni venenos les harían daño, sacudió la mano, arrojó la víbora al fuego y no sufrió ningún mal. Aquella buena gente esperaba que, una vez entrado el veneno en la sangre de Pablo, él debía hincharse y caer muerto después de unos instantes, como sucedía a cualquiera que tuviera la desgracia de ser mordido por esos animales. Esperaron mucho tiempo y, al ver que nada le sucedía, cambiaron de opinión y decían que Pablo era un gran dios descendido del cielo. Quizás creían que era Hércules, considerado dios y protector de Malta. Según las leyendas, Hércules, siendo aún niño, habría matado a una serpiente, por lo que se le llamó ofiotoco, es decir, matador de serpientes.
Dios confirmó este primer prodigio con otro aún más asombroso y permanente: de hecho, se le quitó toda fuerza venenosa a las serpientes de aquella isla, de modo que desde entonces no se tuvo más que temer la mordedura de las víboras. ¿Qué más? Se dice que la misma tierra de la isla de Malta, llevada a otros lugares, es un remedio seguro contra las mordeduras de las víboras y serpientes.
El gobernador de la isla, un príncipe llamado Publio, hombre muy rico, al enterarse del modo milagroso con que aquellos náufragos habían sido salvados de las aguas e informado, o siendo testigo, del milagro de la víbora, envió a invitar a Pablo y a sus compañeros, que habían llegado en número de 276. Los acogió en su casa y los honró durante tres días, ofreciéndoles alojamiento y comida a su costa. Dios no dejó sin recompensa la generosidad y cortesía de Publio. Él tenía a su padre en la cama, afligido por fiebre y grave disentería que lo habían llevado al borde de la muerte. Pablo fue a ver al enfermo y, después de dirigirle palabras de caridad y consuelo, se puso a orar. Luego, levantándose, se acercó a la cama, impuso las manos sobre el enfermo, quien inmediatamente sanó. Así, el buen anciano, libre de todo mal y completamente restablecido, corrió a abrazar a su hijo, bendiciendo a Pablo y al Dios que él predicaba. Publio, su padre y su familia (así asegura San Juan Crisóstomo), llenos de gratitud hacia el gran Apóstol, se hicieron instruir en la fe y recibieron de mano de Pablo el bautismo.
Al difundirse la noticia de la curación milagrosa del padre de Publio, todos aquellos que estaban enfermos o tenían enfermos de cualquier enfermedad iban o se hacían llevar a los pies de Pablo, y él, bendiciéndolos en nombre de Jesucristo, los enviaba a todos sanos, bendiciendo a Dios y creyendo en el Evangelio. En poco tiempo toda aquella isla recibió el bautismo y, derribados los templos de los ídolos, levantaron otros dedicados al culto del verdadero Dios.
CAPÍTULO XXIV. Viaje de San Pablo de Malta a Siracusa — Predica en Reggio — Su llegada a Roma — Año de Cristo 60
Los malteses estaban llenos de entusiasmo por Pablo y por la doctrina que él predicaba, tanto que, además de abrazar en masa la fe, competían en suministrarle a él y a sus compañeros lo que necesitaban para el tiempo que permanecieron en Malta y para el viaje hasta Roma. Pablo permaneció en Malta tres meses, debido al invierno en el que el mar no es navegable. Se cree comúnmente que en ese tiempo guió a Publio en la perfección cristiana y que, antes de partir, lo ordenó obispo de aquella isla; lo cual ciertamente fue de gran consuelo para aquellos fieles.
Llegada la primavera y decidida la partida hacia Roma, el centurión Julio se acordó de un barco que de Alejandría iba hacia Italia y que tenía como insignia a dos dioses llamados Castor y Pólux, que los idólatras creían protectores de la navegación. Con gran pesar de los malteses, se embarcaron hacia Sicilia, una isla muy cercana a Italia, y favorecidos por el viento llegaron pronto a Siracusa, ciudad principal de esta isla. Allí el Evangelio ya había sido predicado por San Pedro, quien había ordenado obispo a San Marciano. Este digno pastor quiso hospedar en su casa al santo Apóstol y le hizo celebrar los santos misterios en una cueva, con gran alegría suya y de aquellos fieles. Una iglesia antiquísima, que aún existe hoy en esa ciudad, está dedicada a nuestro santo Apóstol, y se cree que fue edificada sobre la misma cueva donde San Pablo había predicado la palabra de Dios y celebrado los divinos misterios.
Partiendo de Siracusa, costearon la isla de Sicilia, pasaron por el puerto de Messina y llegaron con sus compañeros a Reggio, ciudad y puerto de Calabria, muy cerca de Sicilia. Allí se detuvieron un día.
Historiadores acreditados de aquel país cuentan muchas cosas maravillosas realizadas por San Pablo en esa breve estancia; entre ellas elegimos el siguiente hecho. Los regianos, que eran idólatras, al oír que en su puerto había desembarcado un barco con la insignia de Castor y Pólux, muy honrados por ellos, acudieron en masa a verlo. Pablo quiso aprovechar esa concurrencia para predicar a Jesucristo, pero ellos no querían escucharlo. Entonces él, movido por la fe en ese Jesús que por su mano había realizado tantas maravillas, sacó un trozo de vela y dijo: «Les ruego que me dejen hablar al menos durante el tiempo que este pedacito de vela tardará en consumirse». Aceptaron la condición entre risas y se aquietaron.
Pablo puso esa cerilla sobre una columna de piedra situada en la orilla. Inmediatamente toda la columna tomó fuego y apareció una gran llama, que le sirvió de antorcha ardiente. Tuvo tiempo abundante para instruirlos, ya que aquellos bárbaros, atónitos por tal milagro, se quedaron escuchando a Pablo mansamente cuanto él quiso hablar; y nadie se atrevió a interrumpirlo. La fe fue aceptada, y en el lugar del milagro se erigió una magnífica iglesia al verdadero Dios. En el altar mayor se colocó esa columna y, para conservar la memoria de aquel prodigio, se estableció una solemnidad con oficio propio. En la misa se lee una oración que se traduce así: «Oh Dios, que, a la predicación del Apóstol Pablo, haciendo brillar milagrosamente una columna de piedra, os habéis dignado instruir a los pueblos de Reggio con la luz de la fe, concedednos, os lo pedimos, merecer tener en el cielo como intercesor a aquel que hemos tenido como predicador del Evangelio en la tierra» (Cesari, Hechos de los Apóstoles, vol. 2).
Después de aquel día, invitados por un tiempo favorable, Pablo y sus compañeros se embarcaron hacia Pozzuoli, ciudad de Campania distante nueve millas de Nápoles. Allí fue grandemente consolado por el encuentro con varios que ya habían abrazado la fe, predicada por San Pedro algunos años antes.
Esos buenos cristianos también experimentaron gran consuelo y rogaron a Pablo que permaneciera con ellos siete días. Pablo, obtenida licencia del centurión, se quedó ese tiempo y, en día festivo, habló a la numerosa asamblea de aquellos fieles.
Las noticias de la llegada del gran Apóstol a Italia ya habían llegado a Roma, y los fieles de esa ciudad, deseosos de conocer en persona al autor de la famosa carta desde Corinto, vinieron a encontrarlo en el Foro de Apio, hoy llamado Fossa Nuova, que es una ciudad distante aproximadamente 50 millas de Roma. Continuando el camino, llegaron a las Tres Tabernas, lugar distante aproximadamente 30 millas de Roma, donde encontró a muchos otros que habían venido hasta allí para darle una acogida festiva.
Acompañado por aquel gran número de fieles, que no se saciaban de admirar a aquel gran ministro de Jesucristo, llegó a Roma como si fuera conducido en triunfo. Allí la fe cristiana, como se ha dicho, ya había sido predicada por San Pedro, quien desde hacía dieciocho años tenía la sede pontificia.
CAPÍTULO XXV. Pablo habla a los judíos y les predica a Jesucristo — Progreso del Evangelio en Roma — Año de Cristo 61
Llegado a Roma, Pablo fue entregado al prefecto del pretorio, es decir, al general de las guardias pretorianas, así llamadas porque tenían el cuidado especial de custodiar la persona del emperador. El nombre de aquel ilustre romano era Afranio Burro, de quien la historia hace mención muy honorable.
El centurión Julio se preocupó de recomendar a Pablo a ese prefecto, quien lo trató con singularísima benignidad. Las cartas de los gobernadores Félix y Festo, que ciertamente debieron haber dado a conocer la inocencia de Pablo, y el buen testimonio dado por el centurión Julio, lo pusieron en buena luz y reverencia ante Burro, quien le dio plena libertad de vivir solo donde le placiera, con la condición de que fuera vigilado por un soldado cuando salía de casa. Sin embargo, Pablo siempre tenía una cadena en el brazo cuando estaba en casa; si salía, la cadena que le ataba el brazo pasaba por detrás para mantenerlo conectado con el soldado que lo acompañaba, de modo que ese soldado estaba siempre atado a Pablo a través de la misma cadena. El santo Apóstol alquiló una casa, en la que se alojó con sus compañeros, entre los cuales se mencionan especialmente a Lucas, Aristarco y Timoteo, ese fiel discípulo suyo de Listra.
Tres días después de su llegada, envió a invitar a los principales judíos que residían en Roma, pidiéndoles que vinieran a verlo en su alojamiento. Reunidos en buen número, les habló así: «No quisiera que el estado en que me ven y las cadenas de las que estoy atado les pusieran una mala opinión de mí. Dios sabe que no he hecho nada contra mi pueblo, ni contra las costumbres y leyes de mi patria. Fui encadenado en Jerusalén y luego entregado a los romanos. Estos me examinaron y, no habiendo encontrado en mí nada que mereciera castigo, querían devolverme libre; pero oponiéndose fuertemente los judíos, me vi obligado a apelar a César.
«Esta es la única razón por la que he sido conducido a Roma. No quiero aquí acusar a mis hermanos, pero deseo hacerles saber el motivo de mi venida y, al mismo tiempo, hablarles del Mesías y de la resurrección, que es precisamente el motivo de estas cadenas. Sobre este tema deseo mucho poder abrirles mi corazón».
A tales palabras, los judíos respondieron: «En verdad, a nosotros no nos han llegado cartas de Judea, ni nadie ha venido a referirnos algo contra ti. También nosotros estamos en el vivo deseo de conocer tus sentimientos, pues sabemos que la secta de los cristianos es contraria en todo el mundo».
Pablo aceptó gustosamente la invitación y, asignándoles un día, se reunió un gran número de judíos en su casa. Entonces comenzó a exponer la doctrina de Jesucristo, la divinidad de su persona, la necesidad de la fe en él, confirmando todo con las palabras de los Profetas y de Moisés. Tal era el deseo de escuchar y tal la ansiedad de predicar, que el discurso de Pablo se prolongó desde la mañana hasta la noche. Entre los judíos que lo escuchaban, muchos creyeron y abrazaron la fe, pero varios se opusieron fuertemente.
El santo Apóstol, viendo tanta obstinación por parte de aquellos que debían ser los primeros en creer, les dijo estas duras palabras: «De esta inflexible obstinación que veo aquí entre ustedes en Roma, como también he encontrado en todas partes del mundo, la culpa es suya. Esta dureza suya ya fue predicha por el profeta Isaías, cuando dijo: “Ve a este pueblo y dirás: Oirán con los oídos, pero no entenderán; verán con los ojos, pero no comprenderán nada; porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, han tapado los oídos y cerrado los ojos”.
«Estén seguros», continuaba Pablo, «que la salvación que ustedes no quieren, Dios no se la dará; más bien, la llevará a los gentiles, que la acogerán».
Las palabras de Pablo fueron casi inútiles para los judíos. Ellos se marcharon de él continuando las disputas y las vanas discusiones sobre lo que habían oído, sin abrir el corazón a la gracia que les estaba siendo ofrecida. Por lo tanto, profundamente apenado, Pablo se dirigió a los gentiles, que con humildad de corazón iban a escucharlo y en gran número abrazaban la fe.
El santo Apóstol expresa él mismo la gran consolación por el progreso que hacía el Evangelio durante su prisión, escribiendo a los fieles de Filipos: «Cuando ustedes, oh hermanos, supieron que estaba preso en Roma, sintieron pena, no tanto por mi persona, sino por la predicación del Evangelio. Sepan, por lo tanto, que es bien al contrario. Mis cadenas han vuelto a honor de Jesucristo y han servido para hacerlo mejor conocer no solo a los de la ciudad que venían a mí para hacerse instruir en la fe, sino también en la corte y en el palacio del mismo emperador. De esto deben alegrarse conmigo y agradecer a Dios».
CAPÍTULO XXVI. San Lucas — Los filipenses envían ayuda a San Pablo — Enfermedad y curación de Epafrodito — Carta a los filipenses — Conversión de Onésimo — Año de Jesucristo 61
Lo que hemos dicho hasta ahora sobre las acciones de San Pablo fue casi literalmente extraído del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por San Lucas. Este predicador del Evangelio continuó siendo fiel compañero de San Pablo; predicó el Evangelio en Italia, en Dalmacia, en Macedonia y terminó su vida con el martirio en Patras, ciudad de Acaya. Era médico, pintor y escultor. Hay muchas estatuas y pinturas de la Beata Virgen veneradas en diferentes países que se atribuyen a San Lucas. Regresamos a San Pablo.
Dos hechos son especialmente memorables en la vida de este santo Apóstol mientras estaba encarcelado en Roma: uno se refiere a los fieles de Filipos, el otro a la conversión de Onésimo.
Entre los muchos pueblos a los que el santo Apóstol predicó el Evangelio, ninguno le mostró mayores signos de afecto que los filipenses. Ellos ya le habían proporcionado abundantes limosnas cuando predicaba en su ciudad, en Tesalónica y en Corinto.
Cuando supieron que Pablo estaba prisionero en Roma, imaginaron que estaba en necesidad; por lo tanto, hicieron una considerable colecta y, para que resultara más valiosa y honorable, la enviaron por mano de San Epafrodito, su obispo.
Este santo prelado, al llegar a Roma, encontró a Pablo que no solo necesitaba ayuda económica, sino también asistencia personal, ya que estaba afligido por una grave enfermedad causada por la prisión. Epafrodito se dedicó a servirlo con tanto esmero, caridad y fervor, que, al enfermar él mismo, se encontraba al borde de la muerte. Pero Dios quiso recompensar la caridad del santo y evitar que se añadiera aflicción sobre aflicción al corazón de Pablo, y le devolvió la salud.
Los filipenses, al enterarse de que Epafrodito estaba mortalmente enfermo, se sumieron en la más profunda consternación. Por lo tanto, Pablo consideró bien devolverlo a Filipos con una carta, en la cual explica el motivo que lo ha llevado a devolverles a Epafrodito, a quien llama su hermano, colaborador, colega y su apóstol. Luego les exhorta a recibirlo con toda alegría y a honrar a cada persona de similar mérito, que, a imitación de él, esté dispuesta a dar su vida por el servicio de Cristo. También les dice a los filipenses que pronto enviará a Timoteo, para que les traiga noticias precisas de esa comunidad; además, afirma que espera ser puesto en libertad y poder verlos una vez más.
Epafrodito fue recibido por los filipenses como un ángel enviado por el Señor, y la carta de Pablo llenó el corazón de esos fieles de la mayor consolación.
El otro hecho que hace célebre la prisión de San Pablo fue la conversión de Onésimo, siervo de Filemón, un rico ciudadano de Colosas, ciudad de Frigia. Este Filemón había sido ganado a la fe por San Pablo y correspondió tan bien a la gracia del Señor que era considerado como un modelo de cristianos, y su casa era llamada iglesia porque siempre estaba abierta para las prácticas de piedad y para el ejercicio de la caridad hacia los pobres. Tenía muchos esclavos que lo servían, y entre ellos uno llamado Onésimo. Este, habiéndose entregado desafortunadamente a los vicios, esperó la ocasión para huir, y robando una gran suma de dinero a su amo, escapó a Roma. Allí, entregándose a la juerga y a otros excesos, consumió el dinero robado y en breve se encontró en la mayor miseria. Por casualidad oyó hablar de San Pablo, a quien quizás había visto y servido en casa de su amo. La caridad y benignidad del santo Apóstol le inspiraron confianza, y decidió presentarse ante él. Fue y se arrodilló a sus pies, le manifestó su error y el estado infeliz de su alma, y se entregó completamente a él. Pablo reconoció en ese esclavo a un verdadero hijo pródigo. Lo recibió con bondad, como hacía con todos, y después de hacerle conocer la gravedad de su falta y el infeliz estado de su alma, se dedicó a instruirlo en la fe. Cuando vio en él las disposiciones necesarias para convertirse en un buen cristiano, lo bautizó en la misma prisión. El buen Onésimo, después de haber recibido la gracia del bautismo, permaneció lleno de gratitud y afecto hacia su padre y maestro, y comenzó a dárselo a conocer sirviéndolo lealmente en las necesidades de su prisión. Pablo deseaba tenerlo cerca de sí, pero no quería hacerlo sin el permiso de Filemón. Por lo tanto, pensó en enviar al propio Onésimo a su amo. Y como él no se atrevía a presentarse ante él, Pablo quiso acompañarlo con una carta, diciéndole: «Toma esta carta y ve a tu amo, y ten la seguridad de que obtendrás más de lo que deseas».
CAPÍTULO XXVII. Carta de San Pablo a Filemón — Año de Jesucristo 62
La carta de San Pablo a Filemón es la más fácil y breve de sus cartas, y dado que por la belleza de los sentimientos puede servir de modelo a cualquier cristiano, la ofrecemos completa al benevolente lector. Tiene el siguiente tenor:
«Pablo, prisionero por la fe de Jesucristo, y el hermano Timoteo a nuestro querido Filemón, nuestro colaborador, a Apia, nuestra hermana queridísima, a Aristarco, compañero de nuestras fatigas y a todos los fieles que se reúnen en tu casa. Dios Padre y Jesucristo nuestro Señor les concedan gracia y paz.
«Recordándome continuamente de ti en mis oraciones, oh Filemón, doy gracias a mi Dios al oír hablar de tu fe y de tu gran caridad hacia todos los fieles. También agradezco a Dios al sentir la liberalidad proveniente de tu fe, tan manifiesta a los ojos de todos, por las buenas obras que se practican en tu casa por amor a Jesucristo. Nosotros, oh hermano queridísimo, hemos sido colmados de alegría y de consolación al saber que los fieles han encontrado tanto alivio por tu bondad. Por lo tanto, aunque pueda tomar en Cristo plena libertad para ordenarte algo que es tu deber, sin embargo, en nombre del amor que te tengo, quiero más bien suplicarte, aunque yo sea lo que soy respecto a ti, es decir, aunque sea Pablo ya viejo y actualmente prisionero por la fe de Jesucristo.
«La oración que te hago es por Onésimo, mi hijo, que he engendrado en mis cadenas, quien en otro tiempo te fue inútil, pero que ahora será muy útil tanto a ti como a mí. Te lo envío y te ruego que lo recibas como a mis entrañas. Hubiera querido retenerlo cerca de mí, para que me sirviera en tu lugar, encontrándome en las cadenas que llevo por amor al Evangelio; pero no quise hacer nada sin tu consentimiento, porque deseo que el bien que te propongo sea plenamente voluntario, no forzado. Quizás él ha sido separado de ti por algún tiempo, para que tú lo recuperes para siempre, no más como esclavo, sino como alguien que de esclavo se ha convertido en uno de nuestros amados hermanos. Si, por tanto, él es querido para mí, cuánto más lo será para ti, tanto como hombre como hermano en el Señor.
«Si, por tanto, me consideras como unido a ti, recíbelo como recibirías a mí mismo. Si te ha causado algún daño o te debe algo, cárgalo a mí. Yo, Pablo, lo escribo de mi puño: yo te restituiré todo, para no decirte que tú me eres deudor a ti mismo. Sí, oh hermano, espero recibir de ti esta alegría en el Señor. ¡Dame esta consolación en Cristo! Te escribo confiando en tu obediencia, sabiendo que harás aún más de lo que te pido. Te ruego también que me prepares un alojamiento, porque espero que, gracias a sus oraciones, Dios me concederá volver a ustedes.
«Epafras, que es prisionero conmigo por Cristo Jesús, te saluda junto con Marcos, Aristarco, Dema y Lucas, mis colaboradores. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con su espíritu. Amén».
Epafras, de quien habla aquí San Pablo, había sido convertido a la fe por él cuando predicaba en Frigia. Luego, convertido en apóstol de su patria, fue nombrado obispo de Colosas. Fue a Roma para visitar a San Pablo y fue encarcelado con él. Después de ser liberado, regresó a gobernar su Iglesia de Colosas, donde concluyó su vida con la corona del martirio.
Marcos, de quien se habla aquí, es Juan Marcos, que después de haber trabajado mucho con San Bernabé en la predicación del Evangelio, se unió a San Pablo, reparando así la debilidad demostrada cuando abandonó a San Pablo y a San Bernabé para regresar a casa.
Al llegar Onésimo a Colosas, se presentó con la carta a su amo, quien lo recibió con la mayor amabilidad, contento de recuperar no a un esclavo, sino a un cristiano. Le dio pleno perdón y, ya que había entendido por la carta del santo Apóstol que Onésimo podría prestar algún servicio, lo devolvió a él con mil saludos y bendiciones.
Este siervo se mostró verdaderamente fiel a la vocación de cristiano. San Pablo, al verlo adornado con las virtudes y el conocimiento necesario para ser un predicador del Evangelio, lo ordenó sacerdote y más tarde lo consagró obispo de Éfeso. Él recibió la corona del martirio, y la Iglesia católica lo recuerda el 16 de febrero.
CAPÍTULO XXVIII. San Pablo escribe a los colosenses, a los efesios y a los hebreos — Año de Cristo 62
El celo de nuestro Apóstol era incansable y, dado que sus cadenas lo mantenían en Roma, se ingeniaba para enviar a sus discípulos o escribir cartas donde conocía la necesidad. Entre otras cosas, le informaron que en Colosas, donde habitaba Filemón, habían surgido cuestiones a causa de algunos falsos predicadores que querían obligar a la circuncisión y a las ceremonias legales a todos los gentiles que venían a la fe. Además, habían llegado a introducir un culto supersticioso de los ángeles. Pablo, como Apóstol de los gentiles, informado de estas peligrosas novedades, escribió una carta que debería leerse en su totalidad para saborear la belleza y la sublimidad de los sentimientos. Sin embargo, merecen ser notadas las palabras que se refieren a la tradición: «Las cosas», dice, «que me importan más, serán dichas verbalmente por Tíquico y Onésimo, que para tal fin son enviados a ustedes». Estas palabras demuestran cómo el Apóstol tenía cosas de gran importancia no escritas, sino que enviaba a comunicar verbalmente en forma de tradición.
Una cosa que causó no poca inquietud a nuestro Apóstol fueron las noticias de Éfeso. Cuando se encontraba en Mileto y convocó a los principales pastores, les había dicho que, a causa de los males que debía soportar, creía que no volverían a ver su rostro. Esto dejó a esos fieles afligidos en la mayor consternación. El santo Apóstol, al darse cuenta de la tristeza que afligía a los efesios, escribió una carta para consolarlos.
Entre otras cosas, recomienda considerar a Jesucristo como cabeza de la Iglesia y mantenerse unidos a él en la persona de sus Apóstoles. Recomienda encarecidamente mantenerse alejados de ciertos pecados que no deben ni siquiera nombrarse entre los cristianos: «La fornicación», dice, «la impureza y la avaricia no sean ni siquiera nombradas entre ustedes» (capítulo 5, versículo 5).
Luego se dirige a los jóvenes y dice estas afectuosas palabras: «Hijos, se los recomiendo en el Señor, sean obedientes a sus padres, porque es cosa justa. Honra a tu padre y a tu madre, dice el Señor. Si observas este mandamiento, serás feliz y vivirás mucho tiempo en la tierra».
Luego habla así a los padres: «Y ustedes, padres, no irriten a sus hijos, sino críenlos en la disciplina y la instrucción del Señor. Ustedes, siervos, obedezcan a sus amos como a Cristo, no para ser vistos por los hombres, sino como siervos de Cristo, haciendo la voluntad de Dios de corazón. Ustedes, amos, hagan lo mismo hacia ellos, dejando de lado las amenazas, sabiendo que el Señor de ellos y de ustedes está en los cielos, y que ante él no hay preferencia de personas».
Esta carta fue llevada a Éfeso por Tíquico, ese fiel discípulo que, junto con Onésimo, había llevado la carta escrita a los colosenses.
Desde Roma también escribió su carta a los hebreos, es decir, a los judíos de Palestina convertidos a la fe. Su objetivo era consolarlos y prevenirlos contra las seducciones de algunos otros judíos. Demuestra cómo los sacrificios, las profecías y la antigua ley se han realizado en Jesucristo y que a él solo se le debe rendir honor y gloria por todos los siglos. Insiste en que permanezcan constantemente unidos al Salvador con la fe, sin la cual nadie puede agradar a Dios; pero subraya que esta fe no justifica sin las obras.
CAPÍTULO XXIX. San Pablo es liberado — Martirio de San Santiago el Menor — Año de Cristo 63
Ya habían pasado cuatro años desde que el santo Apóstol estaba prisionero: dos los había pasado en Cesarea y dos en Roma. Nerón lo había hecho comparecer ante su tribunal y había reconocido su inocencia; pero, ya fuera por odio hacia la religión cristiana o por la desidia de ese cruel emperador, había continuado enviando a Pablo de nuevo a prisión. Finalmente se resolvió a concederle plena libertad. Comúnmente se atribuye esta decisión a los grandes remordimientos que ese tirano sentía por las atrocidades cometidas. Había llegado incluso a hacer asesinar a su madre. Después de tales fechorías, sentía los más agudos remordimientos, ya que los hombres, por malvados que sean, no pueden evitar sentir en sí mismos los tormentos de la conciencia.
Nerón, por lo tanto, para apaciguar de alguna manera su alma, pensó en realizar algunas obras buenas y, entre otras, en otorgar la libertad a Pablo. Hecho así dueño de sí mismo, el gran Apóstol utilizó la libertad para llevar con mayor ardor la luz del Evangelio a otras naciones más remotas.
Quizás alguien se preguntará qué hicieron los judíos de Jerusalén cuando vieron a Pablo arrebatado de sus manos. Lo diré brevemente. Dirigieron toda su furia contra San Santiago, llamado el Menor, obispo de esa ciudad. Había muerto el gobernador Festo; su sucesor aún no había asumido el cargo. Los judíos aprovecharon esa ocasión para presentarse en masa ante el sumo sacerdote, llamado Anás, hijo de ese Anás y cuñado de Caifás, que habían hecho condenar al Salvador.
Decididos a hacerlo condenar, temían grandemente al pueblo que lo amaba como a un tierno padre y se reflejaba en sus virtudes; era llamado por todos el Justo. La historia nos dice que oraba con tal asiduidad que la piel de sus rodillas se había vuelto como la del camello. No bebía ni vino ni otros líquidos embriagantes; era muy estricto en ayunar, moderado en comer, beber y vestirse. Todo lo superfluo lo donaba a los pobres.
A pesar de estas bellas cualidades, esos obstinados encontraron la manera de dar a la sentencia al menos una apariencia de justicia con una astucia digna de ellos. De acuerdo con el sumo sacerdote, los saduceos, los fariseos y los escribas organizaron un tumulto y corrieron hacia Santiago, diciendo entre mil gritos: «Debes inmediatamente sacar de su error a este innumerable pueblo, que cree que Jesús es el Mesías prometido. Como tú eres llamado el Justo, todos creen en ti; por lo tanto, sube a la cima de este templo, para que todos puedan verte y oírte, y da testimonio de la verdad».
Lo llevaron, por lo tanto, a un alto balcón en el exterior del templo y, cuando lo vieron allí arriba, exclamaron fingiendo: «Oh hombre justo, díganos qué se debe creer de Jesús crucificado». El lugar no podía ser más solemne. O renegar de la fe, o, pronunciando una palabra a favor de Jesucristo, ser inmediatamente condenado a muerte. Pero el celo del santo Apóstol supo sacar todo el provecho de esa ocasión.
«¿Y por qué», exclamó en voz alta, «por qué me interrogáis sobre Jesús, Hijo del hombre y al mismo tiempo Hijo de Dios? En vano fingís poner en duda mi fe en este verdadero Redentor. Yo declaro ante vosotros que él está en el cielo, sentado a la derecha de Dios Todopoderoso, de donde vendrá a juzgar a todo el mundo». Muchos creyeron en Jesucristo y, en la simplicidad de su alma, comenzaron a exclamar: «Gloria al Hijo de David».
Los judíos, decepcionados en sus expectativas, comenzaron a gritar furiosamente: «¡Ha blasfemado! ¡Sea inmediatamente precipitado y despojado de la vida!». Corrieron de inmediato y lo empujaron hacia abajo sobre la losa de la plaza.
No murió al instante y, logrando levantarse, se puso de rodillas y, a ejemplo del Salvador, invocaba la divina misericordia sobre sus enemigos, diciendo: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».
Entonces los furiosos enemigos, instigados por el pontífice, le lanzaron una lluvia de piedras hasta que uno, dándole un golpe de maza en la cabeza, lo dejó muerto. Muchos fieles fueron masacrados junto a este Apóstol, siempre por la misma causa, es decir, por odio al cristianismo (cf. Eusebio, Historia Eclesiástica).
CAPÍTULO XXX. Otros viajes de San Pablo — Escribe a Timoteo y a Tito — Su regreso a Roma — Año de Cristo 68
Liberado de las cadenas de la prisión, San Pablo se dirigió hacia aquellos lugares donde tenía intención de ir. Se fue, por lo tanto, a Judea a visitar a los judíos, pero se detuvo poco, porque esos obstinados ya estaban reavivando la primitiva persecución. Fue a Colosas, según la promesa hecha a Filemón. Se dirigió a Creta, donde predicó el Evangelio y donde ordenó a Tito obispo de esa isla. Regresó a Asia para visitar las Iglesias de Troas, Iconio, Listra, Mileto, Corinto, Nicópolis y Filipos. Desde esta ciudad escribió una carta a su Timoteo, a quien había ordenado obispo de Éfeso.
En esta carta, el Apóstol le da diversas reglas para la consagración de obispos y sacerdotes y para el ejercicio de muchas cosas relacionadas con la disciplina eclesiástica. Casi al mismo tiempo escribió una carta a Tito, obispo de Creta, dándole casi los mismos consejos que a Timoteo e invitándolo a venir pronto a verlo.
Se cree comúnmente que él fue a predicar en España y en muchos otros lugares. Pasó cinco años en misiones y fatigas apostólicas. Pero los hechos particulares de estos viajes, las conversiones realizadas por su cuidado en los diversos países, no nos son conocidos. Solo decimos con San Anselmo que «el santo Apóstol corrió desde el Mar Rojo hasta el Océano, llevando por todas partes la luz de la verdad. Él fue como el sol que ilumina todo el mundo desde Oriente hasta Occidente, de modo que fue más el mundo y los pueblos los que faltaron a Pablo, que no Pablo a faltar a alguno de los hombres. Esta es la medida de su celo y de su caridad».
Mientras Pablo estaba ocupado en las fatigas del apostolado, supo que en Roma había estallado una feroz persecución bajo el imperio de Nerón. Pablo imaginó de inmediato la grave necesidad de sostener la fe en tales ocasiones y tomó inmediatamente el camino hacia Roma.
Al llegar a Italia, encontró por todas partes publicados los edictos de Nerón contra los fieles. Sentía los delitos y las calumnias que se les imputaban; por todas partes veía cruces, hogueras y otros géneros de suplicios preparados para los confesores de la fe, y esto duplicaba en Pablo el deseo de encontrarse pronto entre esos fieles. Apenas llegó, como quien ofrecía a Dios a sí mismo, se dedicó a predicar en las plazas públicas, en las sinagogas, tanto a los gentiles como a los judíos. A estos últimos, que casi siempre se habían mostrado obstinados, les predicaba el inminente cumplimiento de las profecías del Salvador, que predecían la destrucción de la ciudad y del templo de Jerusalén con la dispersión de toda esa nación. Sin embargo, sugería un medio para evitar los flagelos divinos: convertirse de corazón y reconocer a su Salvador en ese Jesús que habían crucificado.
A los gentiles les predicaba la bondad y la misericordia de Dios, que los invitaba a la penitencia; por lo tanto, los exhortaba a abandonar el pecado, a mortificar las pasiones y a abrazar el Evangelio. A tal predicación, confirmada por continuos milagros, los oyentes acudían en masa a pedir el bautismo. Así, la Iglesia, perseguida con el hierro, el fuego y mil terrores, aparecía más bella y floreciente y aumentaba cada día el número de sus elegidos.
¿Qué más decir? San Pablo llevó su celo y su caridad tan lejos que logró ganar a un tal Proclo, intendente del palacio imperial, y a la misma esposa del emperador. Estos abrazaron con ardor la fe y murieron mártires.
CAPÍTULO XXXI. San Pablo es de nuevo encarcelado — Escribe la segunda carta a Timoteo — Su martirio — Año de Cristo 69-70
Con San Pablo había llegado a Roma también San Pedro, que desde hacía 25 años tenía allí la sede de la cristiandad. Él también había ido a otros lugares a predicar la fe y, al enterarse de la persecución suscitada contra los cristianos, regresó de inmediato a Roma. Trabajaron de común acuerdo los dos príncipes de los Apóstoles hasta que Nerón, irritado por las conversiones que se habían hecho en su corte y más aún por la muerte ignominiosa que le tocó al mago Simón (como se relata en la vida de San Pedro), ordenó que fueran buscados con el máximo rigor San Pedro y San Pablo y conducidos a la prisión Mamertina, a los pies del monte Capitolino. Nerón tenía en mente hacer llevar a los dos Apóstoles al suplicio de inmediato, pero fue disuadido por asuntos políticos y por una conspiración tramada contra él. Además, había decidido hacer glorioso su nombre cortando el istmo de Corinto, una lengua de tierra de aproximadamente nueve millas de ancho. Esta empresa no pudo realizarse, pero dejó un año de tiempo a Pablo para ganar aún más almas para Jesucristo.
Él logró convertir a muchos prisioneros, algunas guardias y otros personajes notables, que por deseo de instruirse o por curiosidad iban a escucharlo, ya que San Pablo durante su prisión podía ser visitado libremente y escribía cartas donde conocía la necesidad. Es desde la prisión de Roma que escribió la segunda carta a Timoteo.
En esta carta, el Apóstol anuncia cercana su muerte, demuestra vivo deseo de que el mismo Timoteo viniera a él para asistirlo, estando casi abandonado por todos. Esta carta puede llamarse el testamento de San Pablo; y, entre muchas cosas, también proporciona una de las mayores pruebas a favor de la tradición. «Lo que has oído de mí», le dice, «procura transmitirlo a hombres fieles y capaces de enseñarlo a otros después de ti». De estas palabras aprendemos que, además de la doctrina escrita, hay otras verdades no menos útiles y ciertas que deben ser transmitidas oralmente, en forma de tradición, con una sucesión ininterrumpida para todos los tiempos futuros.
Luego da muchos consejos útiles a Timoteo para la disciplina de la Iglesia, para reconocer varias herejías que se estaban difundiendo entre los cristianos. Y, para mitigar la herida que la noticia de su inminente muerte le habría causado, lo anima así: «No te entristezcas por mí, más bien, si me quieres bien, alégrate en el Señor. He peleado la buena batalla, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Ahora no me queda más que recibir la corona de justicia que el Señor, justo juez, me entregará en aquel día, cuando, habiendo ofrecido en sacrificio mi vida, me presente a él. Tal corona no la dará solo a mí, sino a todos aquellos que, con buenas obras, se preparan para recibirla en su venida».
Pablo tuvo en su prisión un consuelo de un tal Onesíforo. Este, al haber llegado a Roma y haber sabido que Pablo, su antiguo maestro y padre en Jesucristo, estaba en prisión, fue a visitarlo y se ofreció a servirlo. El Apóstol sintió gran consolación por una tan tierna caridad y, escribiendo a Timoteo, le hace muchos elogios y ora a Dios por él.
«Haga Dios», le escribe, «misericordia a la familia de Onesíforo, quien a menudo me ha confortado y no se ha avergonzado de mis cadenas; al contrario, al llegar a Roma, me buscó con solicitud y me encontró. El Señor le conceda encontrar misericordia ante él en aquel día. Y tú sabes bien cuántos servicios me ha prestado en Éfeso».
Mientras tanto, Nerón regresó de Corinto todo irritado porque la empresa del istmo no había tenido éxito. Se puso con mayor rabia a perseguir a los cristianos; y su primer acto fue hacer ejecutar la sentencia de muerte contra San Pablo. Primero fue azotado con varas, y aún se muestra en Roma la columna a la que estaba atado cuando sufrió esa flagelación. Es cierto que con ello perdía el privilegio de ciudadanía romana, pero adquiría el derecho de ciudadano del cielo; por lo tanto, sentía la mayor alegría al verse parecido a su divino Maestro. Esta flagelación era el preludio de ser luego decapitado.
Pablo fue condenado a muerte porque había ultrajado a los dioses; por este solo título se le permitía cortar la cabeza a un ciudadano romano. ¡Bella culpa! Ser considerado impío porque, en lugar de adorar piedras y demonios, se quiere adorar al único Dios verdadero y a su Hijo Jesucristo. Dios ya le había revelado el día y la hora de su muerte; por lo tanto, sentía una alegría ya toda celestial. «Deseo», exclamaba, «ser liberado de este cuerpo para estar con Cristo». Finalmente, de una pandilla de esbirros fue sacado de prisión y conducido fuera de Roma por la puerta que se llama Ostiense, haciéndolo caminar hacia una ciénaga a lo largo del Tíber, llegaron a un lugar llamado Aguas Salvia, a unas tres millas de Roma.
Cuentan que una matrona, llamada Plautilla, esposa de un senador romano, al ver al santo Apóstol maltratado en el cuerpo y conducido a muerte, comenzó a llorar desconsoladamente. San Pablo la consoló diciéndole: «No llores, te dejaré un recuerdo de mí que te será muy querido. Dame tu velo». Ella se lo dio. Con este velo fueron vendados los ojos del santo antes de ser decapitado. Y, por orden del santo, fue devuelto a una persona piadosa, ensangrentado, a Plautilla, quien lo conservó como reliquia.
Llegado Pablo al lugar del suplicio, se arrodilló y, con el rostro vuelto al cielo, recomendó a Dios su alma y la Iglesia; luego inclinó la cabeza y recibió el golpe de la espada que le cortó la cabeza del torso. Su alma voló a encontrar a ese Jesús que tanto tiempo había deseado ver.
Los ángeles lo recibieron y lo introdujeron entre inmenso júbilo para participar de la felicidad del cielo. Es cierto que el primero a quien debió dar gracias fue Santo Esteban, a quien, después de Jesús, era deudor de su conversión y de su salvación.
CAPÍTULO XXXII. Sepultura de San Pablo — Maravillas realizadas en su tumba — Basílica dedicada a él
El día en que San Pablo fue ejecutado fuera de Roma, en las Aguas Salvias, fue el mismo en que San Pedro obtuvo la palma del martirio a los pies del monte Vaticano, el 29 de junio, siendo San Pablo de 65 años. El Baronio, que es llamado padre de la historia eclesiástica, cuenta cómo la cabeza de San Pablo, recién cortada del cuerpo, manó leche en lugar de sangre. Dos soldados, al ver tal milagro, se convirtieron a Jesucristo. Su cabeza luego, al caer al suelo, dio tres saltos, y donde tocó tierra brotaron tres fuentes de agua viva. Para conservar la memoria de este glorioso acontecimiento, se erigió una iglesia cuyas paredes encierran estas fuentes, que aún hoy se llaman Fuentes de San Pablo (cfr. F. Baronio, año 69-70).
Muchos viajeros (cfr. Cesari y Tillemont) se dirigieron al lugar para ser testigos de este hecho y nos aseguran que esas tres fuentes que vieron y probaron tienen un sabor como a leche. En aquellos primeros tiempos, la solicitud de los cristianos por recoger y enterrar los cuerpos de aquellos que daban la vida por la fe era grandísima. Dos mujeres, llamadas una Basilissa y la otra Anastasia, estudiaron la manera y el momento para recuperar el cadáver del santo Apóstol y, de noche, le dieron sepultura a dos millas del lugar donde había sufrido el martirio, a una milla de Roma. Nerón, a través de sus espías, se enteró de la obra de aquellas piadosas mujeres y eso fue suficiente para que las hiciera morir, cortándoles las manos, los pies y luego la cabeza.
Aunque los Gentiles sabían que el cuerpo de Pablo había sido enterrado por los fieles, nunca pudieron saber el lugar exacto. Esto era conocido solo por los cristianos, que lo mantenían en secreto como el tesoro más querido y le rendían el mayor honor posible. Pero la estima que los fieles tenían por esas reliquias llegó a tal punto que algunos mercaderes de Oriente, llegados a Roma, intentaron robárselas y llevarlas a su país. Secretamente lo desenterraron en las catacumbas, a dos millas de Roma, esperando el momento propicio para transportarlo. Pero en el acto de llevar a cabo su plan, se levantó una horrible tormenta con relámpagos y truenos terribles, de modo que se vieron obligados a abandonar la empresa. Al saberse esto, los cristianos de Roma fueron a buscar el cuerpo de Pablo y lo llevaron de regreso a su primer lugar a lo largo de la vía Ostiense.
En tiempos de Constantino el Grande se edificó una basílica espléndida en honor y sobre la tumba de nuestro Apóstol. En todo tiempo, reyes e imperadores, olvidando su grandeza, llenos de temor y veneración, se dirigieron a esa tumba para besar el ataúd que custodia los huesos del santo Apóstol.
Los mismos Romanos Pontífices no se acercaban, ni se acercan, al lugar de su sepultura si no es llenos de veneración, y nunca han permitido que nadie tomara una partícula de esos huesos venerables. Varios príncipes y reyes hicieron solicitudes vivas, pero ningún Papa consideró que pudiera complacerlos. Este gran respeto se vio muy incrementado por los continuos milagros que se realizaban en esa tumba. San Gregorio Magno refiere muchos y asegura que nadie entraba en ese templo a orar sin temblar. Aquellos que se atrevieran a profanarlo o intentaran llevarse incluso una pequeña partícula eran castigados por Dios con manifiesta venganza.
Gregorio XI fue el primero que, en una calamidad pública, casi obligado por las oraciones y súplicas del pueblo de Roma, tomó la cabeza del Santo, la levantó en alto, la mostró a la multitud que lloraba de ternura y devoción y, inmediatamente, la volvió a colocar de donde la había tomado.
Ahora, la cabeza de este gran Apóstol está en la iglesia de San Juan de Letrán; el resto del cuerpo siempre se ha conservado en la basílica de San Pablo fuera de las murallas, a lo largo de la vía Ostiense, a una milla de Roma.
También sus cadenas fueron objeto de devoción entre los fieles cristianos. Por contacto con esos gloriosos hierros se realizaron muchos milagros, y los más grandes personajes del mundo siempre consideraron una reliquia preciosa poder tener un poco de limadura de ellas.
CAPÍTULO XXXIII. Retrato de San Pablo — Imagen de su espíritu — Conclusión
Para que quede mejor impresa la devoción hacia este príncipe de los Apóstoles, es útil dar una idea de su aspecto físico y de su espíritu.
Pablo no tenía un aspecto muy atractivo, como él mismo afirma. Era de estatura pequeña, de constitución fuerte y robusta, y lo demostró con las largas y graves fatigas que soportó en su carrera, sin haber estado nunca enfermo, excepto por los males causados por las cadenas y la prisión. Solo hacia el final de sus días caminaba un poco encorvado. Tenía el rostro claro, la cabeza pequeña y casi completamente calva, lo que denotaba un carácter sanguíneo y fogoso. Tenía la frente amplia, cejas negras y bajas, nariz aguileña, barba larga y espesa. Pero sus ojos eran extremadamente vivos y brillantes, con un aire dulce que templaba el ímpetu de sus miradas. Este es el retrato de su aspecto físico.
Pero, ¿qué decir de su espíritu? Lo conocemos por sus propios escritos. Tenía un ingenio agudo y sublime, ánimo noble, corazón generoso. Tal era su coraje y firmeza que extraía fuerza y vigor de las mismas dificultades y peligros. Era muy experto en la ciencia de la religión judía. Estaba profundamente erudito en las Sagradas Escrituras y tal ciencia, ayudada por las luces del Espíritu Santo y por la caridad de Jesucristo, lo convirtió en ese gran Apóstol que fue apodado el Doctor de los Gentiles. San Juan Crisóstomo, devotísimo de nuestro santo, deseaba grandemente poder ver a San Pablo desde el púlpito, porque, decía, los más grandes oradores de la antigüedad parecerían lánguidos y fríos en comparación con él. No es necesario decir más sobre sus virtudes, ya que lo que hemos expuesto hasta ahora no es más que una trama de las virtudes heroicas que él hizo brillar en todo lugar, en todo tiempo y con toda clase de personas.
Para concluir lo dicho sobre este gran santo, merece ser notada una virtud que él hizo brillar sobre todas las demás: la caridad hacia el prójimo y el amor hacia Dios. Él desafiaba a todas las criaturas a separarlo del amor de su divino Maestro. «¿Quién me separará», exclamaba, «del amor de Jesucristo? ¿Quizás las tribulaciones o las angustias, o el hambre, o la desnudez, o los peligros, o las persecuciones? No, ciertamente. Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados, ni potestades, ni cosas presentes ni futuras, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor». Este es el carácter del verdadero cristiano: estar dispuesto a perderlo todo, a sufrirlo todo, antes que decir o hacer la mínima cosa contraria al amor de Dios.
San Pablo pasó más de treinta años de su vida como enemigo de Jesucristo; pero apenas fue iluminado por su gracia celestial, se entregó por completo a él, ni nunca más se separó de él. Luego empleó más de treinta y seis años en las más austeras penitencias, en las más duras fatigas, y esto para glorificar a ese Jesús que había perseguido.
Cristiano lector, quizás tú que lees y yo que escribo hayamos pasado una parte de la vida ofendiendo al Señor. ¡Pero no perdamos el ánimo: aún hay tiempo para nosotros; la misericordia de Dios nos espera!
Pero no posterguemos la conversión, porque si esperamos hasta mañana para arreglar las cosas del alma, corremos el grave riesgo de no tener más tiempo. San Pablo trabajó treinta y seis años al servicio del Señor; ahora, desde hace 1800 años, goza de la inmensa gloria del cielo y la gozará por todos los siglos. La misma felicidad está preparada también para nosotros, siempre que nos entreguemos a Dios mientras tengamos tiempo y perseveremos en el santo servicio hasta el final. Es nada lo que se sufre en este mundo, pero es eterno lo que disfrutaremos en el otro. Así nos asegura el mismo San Pablo.
Tercera edición
Libreria Salesiana Editrice
1899
Propiedad del editor
S. Pier d’Arena, Escuela Tipográfica Salesiana
Hospicio S. Vicente de Paúl
(N. 1267 — M)