Nuevos misioneros
El mensaje del rector mayor P. Ángel FERNÁNDEZ ARTIME
La primera expedición misionera fue bendecida por las lágrimas de Don Bosco que dijo:
«Estamos comenzando una gran obra. ¿Quién sabe si esta partida no será como una semilla de la que surgirá una gran planta?»
La profecía se ha hecho realidad.
La primera expedición misionera fue bendecida por las lágrimas de Don Bosco que dijo: «Estamos comenzando una gran obra. ¿Quién sabe si esta partida no será como una semilla de la que surgirá una gran planta?». La profecía se ha hecho realidad.
La primera vez fue inolvidable. Era la fiesta de San Martín en 1875. El mundo no lo sabía, pero en aquel rincón de Turín llamado Valdocco comenzaba una empresa extraordinaria: diez jóvenes salesianos partían hacia Argentina. Fueron los primeros misioneros salesianos.
Las Memorias Biográficas relatan ese momento con acentos épicos: «Eran las 4 y sonaban las primeras notas de las campanas cuando se sintió un impetuoso ruido en la casa con un violento golpeteo de puertas y ventanas. Se había levantado un viento tan fuerte que parecía que iba a derribar el oratorio. Puede que haya sido una casualidad, pero el hecho es que un viento similar sopló a la hora en que se colocó la primera piedra de la Iglesia de María Auxiliadora y un viento parecido se repitió en la consagración del santuario».
La basílica estaba llena de gente. Don Bosco subió al púlpito. «Cuando apareció se produjo un profundo silencio en aquel mar de gente; un temblor de emoción recorrió todo el auditorio, que bebió con avidez sus palabras. Cada vez que mencionaba directamente a los misioneros, su voz se velaba hasta casi morir en sus labios. Con esfuerzos varoniles contuvo las lágrimas, pero el público lloró».
«La voz me falla, las lágrimas ahogan las palabras. Solo puedo deciros que, aunque en este momento mi alma se conmueve por vuestra partida, mi corazón goza de un gran consuelo al ver a nuestra congregación fortalecida; al ver que en nuestra insignificancia también nosotros ponemos en este momento nuestra piedrecita en el gran edificio de la Iglesia. Sí, salid con valor, pero recordad que existe una sola Iglesia que se extiende por Europa y América y por todo el mundo y que recibe a los habitantes de todas las naciones que quieren venir a refugiarse en su abrazo materno. Como salesianos, en cualquier parte remota del mundo en que os encontréis, no olvidéis que aquí en Italia tenéis un padre que os ama en el Señor y una congregación que piensa en vosotros y se ocupa de vosotros y que os acogerá siempre como hermanos. Así que adelante. Tendréis que enfrentaros a toda clase de dificultades, penurias y peligros, pero no temáis: Dios está con vosotros. Iréis, pero no iréis solos; todos os acompañarán. ¡Adiós! Tal vez no podamos volver a vernos todos en esta tierra» (MB XI, 381-390). Abrazándolos, Don Bosco entregó a cada uno una hojita de papel con veinte recuerdos especiales, algo así como un testamento paterno para los niños que tal vez nunca volvería a ver. Los había escrito a lápiz en su cuaderno durante un reciente viaje en tren.
El árbol crece

El 25 de septiembre hemos revivido ese momento de gracia por 153.ª vez. Hoy se llaman Oscar, Sébastien, Jean-Marie, Tony, Carlos… Son 25, jóvenes, preparados, y llevan en sus ojos y en sus corazones la conciencia y el coraje de los primeros. Ellos son la vanguardia de lo que se ha pedido a toda la Familia Salesiana para este sexenio: audacia, profecía y fidelidad.
Don Bosco había hecho una pequeña profecía: «Estamos comenzando una gran obra, no porque pretendamos o creamos que vamos a convertir a todo el universo en pocos días, no. Pero, ¿quién sabe? ¿Quién sabe si esta partida y este pequeño gesto no serán como una semilla de la que surgirá una gran planta? ¿Quién puede decir que no será como un grano de mijo o de mostaza que va creciendo poco a poco, para hacer mucho bien? ¿Quién sabe si esta partida no ha despertado en los corazones de muchos el deseo de consagrarse a Dios en las misiones, uniéndose a nosotros y fortaleciendo nuestras filas? Eso espero. He visto el altísimo número de los que pidieron ser elegidos» (MB XI, 385).
«Ser misionero’. ¡Qué palabra!», declara un salesiano después de cuarenta años de vida misionera. «Una persona mayor me dijo: “No me hables de Cristo: siéntate aquí a mi lado, quiero sentir tu olor y, si es el suyo, entonces podrás bautizarme».
El quinto consejo de Don Bosco a los misioneros fue: «Cuiden especialmente a los enfermos, a los niños, a los ancianos y a los pobres».
Vivimos una época que debe ser afrontada con una mentalidad renovada, que «sepa superar las fronteras». En un mundo en el que las fronteras corren el riesgo de cerrarse cada vez más, la profecía de nuestra vida consiste también en esto: en mostrar que para nosotros no hay fronteras. La única realidad que tenemos es Dios, el Evangelio y la misión.
Mi sueño es que hoy y en los próximos años decir «Salesianos de Don Bosco» signifique, para la gente que escucha nuestro nombre, que somos unos consagrados un poco «locos», es decir, «locos» porque amamos a los jóvenes, especialmente a los más pobres, a los más abandonados e indefensos, con un verdadero corazón salesiano. Esta me parece la más bella definición que se puede dar hoy de los Hijos de Don Bosco. Estoy convencido de que nuestro padre querría precisamente esto.
Siguen partiendo para entregar su vida a Dios. No solo con palabras. La Congregación también ha pagado el tributo de la sangre. El lema sacerdotal que el mártir Rudolf Lunkenbein eligió para su ordenación fue: «He venido a servir y a dar mi vida». En su última visita a Alemania, en 1974, su madre le rogó que tuviera cuidado, porque le habían informado de los riesgos que corría su hijo. Él respondió: «Madre, ¿por qué te preocupas? No hay nada más hermoso que morir por la causa de Dios. Ese sería mi sueño».
Tengo la firme convicción de que nuestra familia debe caminar en los próximos seis años hacia una mayor universalidad y sin fronteras. Las naciones tienen fronteras. Nuestra generosidad, que sostiene la misión, no puede ni debe conocer límites. La profecía de la que debemos ser testigos como congregación no incluye fronteras.
Un misionero contó que había celebrado una misa para los indígenas de las montañas cerca de Cochabamba, Bolivia. Era un sacerdote joven y apenas conocía la lengua quechua y al final, mientras caminaba hacia su casa, sintió que había sido un fiasco y que no había logrado comunicarse en absoluto. Pero un viejo campesino, mal vestido, se presentó y dio las gracias al joven misionero por haber ido.
Entonces hizo algo increíble: «Antes de que pueda abrir la boca, el viejo campesino mete la mano en los bolsillos de su capa y saca dos puñados de pétalos de rosa de varios colores. Se pone de puntillas y, con gestos, me pide que lo ayude bajando la cabeza. Entonces deja caer los pétalos sobre mi cabeza y yo me quedo sin palabras. Vuelve a rebuscar en sus bolsillos y consigue extraer otros dos puñados de pétalos. Sigue repitiendo el gesto, y sus provisiones de pétalos de rosa rojos, rosa y amarillos parecen interminables. Me quedo parado y dejo que lo haga, mirando mis huaraches (sandalias de cuero) mojados por mis lágrimas y cubiertos de pétalos de rosa. Al final se despide y me quedo solo. A solas con la fresca fragancia de las rosas». Puedo decir por experiencia que millones de familias de todo el mundo están llenas de gratitud hacia los salesianos que se han convertido en «evangelio» en medio de ellos.