Ciertamente no es ningún misterio para los conocedores más atentos de la “realidad viva” de Valdocco, y no sólo de la “ideal” o “virtual”, que la vida cotidiana en una estructura decididamente restringida para acoger las 24 horas del día y durante muchos meses al año a varios centenares de niños, muchachos y jóvenes de diferentes edades, orígenes, dialectos, intereses, planteaba problemas educativos y disciplinarios no indiferentes a Don Bosco y a sus jóvenes educadores. Presentamos dos episodios significativos en este sentido, en su mayoría desconocidos.
La violenta riña
En otoño de 1861, la viuda del pintor Agostino Cottolengo, hermano del célebre san Benito Cottolengo, teniendo que colocar a sus dos hijos, José y Mateo Luis, en la capital del recién nacido Reino de Italia por motivos de estudio, pidió a su cuñado, canónigo Luis Cottolengo de Chieri, para encontrar un internado adecuado. Este último sugirió el oratorio de Don Bosco y así, el 23 de octubre, los dos hermanos, acompañados por otro tío, Ignacio Cottolengo, fraile dominico, entraron en Valdocco con 50 liras mensuales al internado. Sin embargo, antes de Navidad, Mateo Luis, de 14 años, ya había regresado a casa por motivos de salud, mientras que su hermano mayor, José, que había vuelto a Valdocco tras las vacaciones navideñas, fue expulsado un mes después por motivos de fuerza mayor. ¿Qué había sucedido?
Había sucedido que el 10 de febrero de 1862, José, de 16 años, había llegado a las manos con un tal José Chicco, de nueve años, sobrino del canónigo Simón Chicco di Carmagnola, que probablemente pagaba su pensión.
En la riña, con un palo, el niño se llevó obviamente la peor parte, resultando seriamente herido. Don Bosco se preocupó de hospitalizarlo con la familia Masera de confianza, para evitar que la noticia del desagradable episodio se extendiera dentro y fuera de la casa. El niño fue examinado por un médico, que redactó un informe bastante pesado, útil “para los que tienen razón”.

El alejamiento temporal del matón
Para no correr riesgos y por razones disciplinarias evidentes, Don Bosco se vio obligado el 15 de febrero a alejar por un tiempo al joven Cottolengo, haciéndole acompañar no a Bra a casa de su madre, que habría sufrido demasiado, sino a Chieri, a su tío canónigo. Este, dos semanas más tarde, preguntó a Don Bosco por el estado de salud de Chicco y los gastos médicos ocasionados, para que los pagara de su bolsillo. También le preguntó si estaba dispuesto a aceptar que su sobrino regresara a Valdocco. Don Bosco le contestó que el niño herido ya estaba casi completamente curado y que no había que preocuparse por los gastos médicos porque “tenemos que tratar con gente honrada”. En cuanto a aceptar que su sobrino vuelva con él, “imagínese si puedo negarme”, escribió. Pero con dos condiciones: que el niño reconozca su error y que el canónigo Cottolengo escribiría al canónigo Chicco para disculparse en nombre de su sobrino y rogarle que “dijera una simple palabra” a Don Bosco para que acogiera al joven de nuevo en Valdocco. Don Bosco le aseguró que sí podía. Chicco no sólo aceptó las disculpas -ya le había escrito al respecto- sino que ya había dispuesto el ingreso del sobrino “en casa de un familiar para evitar cualquier publicidad”. A mediados de marzo, ambos hermanos Cottolengo fueron acogidos de nuevo en Valdocco “de manera amable”. Sin embargo, Mateo Luis permaneció allí sólo hasta Pascua debido a los habituales problemas de salud, mientras que José hasta el final de sus estudios.
Una amistad consolidada y una pequeña ganancia
No contentos aún con que el asunto hubiera terminado con satisfacción mutua, al año siguiente el canónigo Cottolengo volvió a insistir a Don Bosco para que pagar el médico y las medicinas del niño herido. El conónigo Chicco, interrogado por Don Bosco, respondió que el gasto total había sido de 100 liras, pero que él y la familia del niño no pedían nada; pero que, si Cottolengo insistía en pagar la cuenta, él cedería esta suma “a favor del Oratorio de San Francisco de Sales”. Así que tenía que ocurrir.
Así pues, un episodio de bullying se había resuelto de manera brillante y educativa: el agresor se había arrepentido, la “víctima” había sido bien asistida, los tíos se habían unido por el bien de sus sobrinos, las madres no habían sufrido, Don Bosco y la obra de Valdocco, tras haber corrido algunos riesgos, habían ganado en amistades, simpatía… y, algo siempre apreciado en aquel internado para chicos pobres, una pequeña contribución económica. Sacar el bien del mal no es para todos, Don Bosco lo consiguió. Hay mucho que aprender.
Una carta muy interesante que abre una mirada al mundo de Valdocco
Ahora bien, presentamos un caso aún más grave, que de nuevo puede ser instructivo para los padres y educadores de hoy en día que lidian con muchachos difíciles y rebeldes.
He aquí el hecho. En 1865, un tal Carlo Boglietti, abofeteado por insubordinación grave por el asistente del taller de encuadernación, el clérigo José Mazzarello, denunció el hecho ante el tribunal de primera instancia urbano de Borgo Dora, que abrió una investigación, citando como testigos al acusado, al acusador y a tres muchachos. Don Bosco, deseoso de zanjar el asunto con menos molestias por parte de las autoridades, pensó que lo mejor era dirigirse directamente y por adelantado por carta al propio magistrado. Como director de un hogar educativo creía que podía y debía hacerlo “en nombre de todos […] dispuesto a dar a quien sea la mayor satisfacción”.
Dos premisas jurídicas importantes
En su carta defiende en primer lugar su derecho y su responsabilidad como padre educador de los niños que le han sido confiados: señala inmediatamente que el artículo 650 del Código Penal, cuestionado por la citación, “parece totalmente ajeno al asunto que nos ocupa, ya que si se interpretara en el sentido exigido por el tribunal urbano, se introduciría en el régimen doméstico de las familias, y los padres y sus tutores ya no podrían corregir a sus hijos ni prevenir la insolencia y la insubordinación, [cosas] que serían gravemente perjudiciales para la moralidad pública y privada”.
En segundo lugar, reiteró que la facultad de “utilizar todos los medios que se juzgaran oportunos […] para mantener a raya a ciertos jóvenes” le había sido concedida por la autoridad gubernamental que le había enviado a los niños; sólo en casos desesperados -de hecho, “varias veces”- había tenido que recurrir “al brazo de la seguridad pública”.
El episodio, los precedentes y las consecuencias educativas
En cuanto al joven Carlos en cuestión, Don Bosco escribió que, ante los continuos gestos y actitudes de rebeldía, “fue paternal e inútilmente amonestado varias veces; que no sólo se mostró incorregible, sino que insultó, amenazó y maldijo al clérigo Mazzarello en la cara de sus compañeros”, hasta el punto de que “aquel asistente de carácter muy suave y manso se asustó tanto por ello, que desde entonces estuvo siempre enfermo sin haber podido reanudar nunca sus funciones y aún vive como un enfermo”.
El chico se había escapado entonces del internado y, a través de su hermana, había informado a sus superiores de su fuga sólo “cuando supo que ya no se podía ocultar la noticia a la policía”, lo que no había hecho antes “para preservar su honor”. Desgraciadamente, sus compañeros habían continuado en su violenta protesta, hasta tal punto que – volvió a escribir Don Bosco – “fue necesario expulsar a algunos de ellos del establecimiento, a otros con dolor entregarlos a las autoridades de seguridad pública que los llevaron a la cárcel”.

Las peticiones de Don Bosco
Frente a un joven “indisciplinado, que insultaba y amenazaba a sus superiores” y que luego tenía “la audacia de citar ante las autoridades a aquellos que por su bien […] consagraron su vida y su dinero”, Don Bosco sostenía en general que “la autoridad pública debe acudir siempre en ayuda de la autoridad privada y no de otro modo”. En el caso concreto no se opuso entonces a un procedimiento penal, pero con dos condiciones precisas: que el muchacho presentara primero a un adulto para pagar “los gastos que pudieran ser necesarios y que asumiera la responsabilidad de las graves consecuencias que pudieran producirse”.
Para evitar un posible juicio, que sin duda sería aprovechado por la prensa contraria, Don Bosco jugó sus cartas: pidió de antemano que “los daños que el asistente había sufrido en su honor y en su persona fueran reparados al menos hasta que pudiera reanudar sus ocupaciones ordinarias”, “que las costas de este caso corrieran a su cargo” y que ni el muchacho ni “su pariente o consejero” el señor Esteban Caneparo vinieran a Valdocco “a renovar los actos de insubordinación y los escándalos ya causados”.
Conclusión
No se sabe cómo llegó a su fin este triste asunto; lo más probable es que se llegara a una conciliación previa entre las partes. Sin embargo, es bueno saber que los muchachos de Valdocco no eran todos Domingo Savio, Francisco Besucco o incluso Miguel Magone. También había jóvenes “presos” que hacían pasar un mal rato a Don Bosco y a sus jóvenes educadores. La educación de los jóvenes siempre ha sido un arte exigente no exento de riesgos; ayer como hoy, es necesaria una estrecha colaboración entre padres, profesores, educadores, agentes de seguridad, todos interesados en el bien exclusivo de los jóvenes.