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(continuación del artículo anterior)

1. El ejercicio de la buena muerte en las instituciones salesianas y la tradición secular de las Praeparationes ad mortem

            Desde los comienzos del Oratorio establecido en Valdoco (1846-47), Don Bosco propuso a los jóvenes el ejercicio mensual de la buena muerte como medio ascético destinado a estimular -a través de una visión cristiana de la muerte- una actitud constante de conversión y superación de las limitaciones personales y a asegurar, mediante una confesión y una comunión bien hechas, las condiciones espirituales y psicológicas favorables para un camino fecundo de vida cristiana y la construcción de las virtudes, en dócil cooperación con la acción de la gracia de Dios. Esta práctica se realizaba entonces en la mayoría de las parroquias, instituciones religiosas y educativas. Era para el pueblo el equivalente del retiro mensual. En los Oratorios Salesianos se celebraba el último domingo de cada mes, y consistía, como leemos en la Regla, “en una cuidadosa preparación, a fin de hacer una buena confesión y comunión, y reparar cosas espirituales y temporales, como si estuviéramos al final de la vida”.[1]
            El ejercicio se convirtió en una práctica común en todas las instituciones educativas salesianas. En los colegios e internados se realizaba el último día del mes, en común entre educadores y muchachos.[2] Las propias Constituciones Salesianas, desde el primer borrador, establecieron su normatividad: “El último día de cada mes será un día de retiro espiritual, en el que, dejando en lo posible los asuntos temporales, cada uno se recogerá en sí mismo, hará el ejercicio de la buena muerte, disponiendo las cosas espirituales y temporales, como si fuera a dejar el mundo y partir hacia la eternidad”.[3]
            El procedimiento era sencillo. Los muchachos, reunidos en la capilla, pronunciaban comunitariamente las fórmulas propuestas en el Joven Instruido, que proporcionaban el significado espiritual y teológico esencial de la práctica. En primer lugar, se recitaba la oración del Papa Benedicto XIII “para implorar a Dios la gracia de no morir de muerte súbita” y obtener, por los méritos de la pasión de Cristo, no ser sacado “tan pronto de este mundo”, para tener aún un suficiente “espacio de penitencia” y prepararse a “un feliz y gracioso tránsito […], para amarte [Señor Jesús] con todo mi corazón, alabarte y bendecirte para siempre”. A continuación se leía la oración a San José para implorar “el pleno perdón” de los propios pecados, la gracia de imitar sus virtudes, de caminar “siempre por el camino que conduce al Cielo” y de ser defendido “de los enemigos del alma en ese último momento de la vida; para que confortado por la dulce esperanza de volar […] a poseer la gloria eterna en el Paraíso, pueda expirar pronunciando los santísimos nombres de Jesús, José y María”. Por último, un lector enunciaba las letanías de la buena muerte, a cada una de las cuales se respondió con la jaculatoria “Jesús misericordioso, ten piedad de mí”.[4] Al ejercicio devocional siguió la confesión personal y la comunión “general”. Para la ocasión se invitaba a confesores “extraordinarios”, de modo que todos tuvieran la oportunidad y la plena libertad de dirimir asuntos de conciencia.
            Los religiosos salesianos, además de las oraciones recitadas en común con los alumnos, hacían un examen de conciencia más articulado. El 18 de septiembre de 1876, Don Bosco explicó a los discípulos cómo hacerlo fructífero:

             “Será útil comparar mes a mes: ¿obtuve beneficios en este mes, o hubo retroceso en mí? Luego pase a los detalles: en esta virtud, en esta virtud, ¿cómo me comporté?
            Y sobre todo repasemos lo que constituye el objeto de los votos y las prácticas de piedad: con respecto a la obediencia, ¿cómo me he comportado? ¿He progresado? Por ejemplo, ¿hice aquella asistencia que se me encomendó? ¿Cómo la hice? ¿En esa escuela cómo me comprometí? En cuanto a la pobreza, ya sea en ropa, comida, celda, ¿tengo algo que no sea pobre? ¿he deseado la glotonería? ¿me he quejado cuando me faltaba algo? Pasemos luego a la castidad: ¿no he dado lugar en mí a malos pensamientos? ¿me he desprendido cada vez más del amor de los parientes? ¿me he mortificado en la gula, la apariencia, etc.?
            Y así revisar las prácticas de piedad y notar especialmente si hubo tibieza ordinaria, si las prácticas se realizaban con calma.
            Este examen, ya sea más largo o más corto, debe hacerse siempre. Puesto que hay varios que tienen ocupaciones de las que no pueden eximirse en ningún día del mes, será lícito mantener estas ocupaciones, pero que cada uno en dicho día haga a su [manera] llevar a cabo estas consideraciones y tomar buenas resoluciones especiales”.[5]

            Se trataba, por tanto, de estimular el seguimiento regular de la propia vida en función perfectiva. Esta función primordial de estímulo y apoyo al crecimiento virtuoso explica por qué Don Bosco, en la introducción a las Constituciones, llegó a afirmar que la práctica mensual de la buena muerte, junto con los ejercicios espirituales anuales, constituye “la parte fundamental de las prácticas de piedad, la que en cierto modo las engloba a todas”, y concluía diciendo: “Creo que puede decirse que la salvación de un religioso está asegurada si cada mes se acerca a los santos sacramentos y ajusta los aspectos de su conciencia, como si tuviera que partir de esta vida para la eternidad”.[6]
            Con el tiempo, el ejercicio mensual se fue perfeccionando, como leemos en una nota insertada en las Constituciones promulgadas por el P. Michael Rua tras el 10º Capítulo General:

“a. El ejercicio de la buena muerte debe hacerse en común, y además de lo que prescriben nuestras Constituciones, deben tenerse en cuenta estas reglas: I) Además de la meditación habitual por la mañana, se ha de hacer otra media hora de meditación por la tarde, y esta meditación ha de tratar sobre algún novísimo; II) Se ha de hacer como una revisión mensual de la conciencia, y la confesión de ese día ha de ser más precisa de lo habitual, como si de hecho fuera la última de la vida, y se ha de recibir la Sagrada Comunión. III) Después de la misa y de las oraciones habituales, se recitarán las oraciones indicadas en el manual de piedad; IV) Se reflexionará durante al menos media hora sobre los progresos o retrocesos que se han hecho en la virtud durante el mes pasado, especialmente en lo que se refiere a las intenciones hechas en los ejercicios espirituales, la observancia de las Reglas, y se tomarán resoluciones firmes para una vida mejor; V) Ese día deberán releerse todas, o al menos parte, de las Constituciones de la Pía Sociedad; VI) También será bueno elegir un santo patrón para el mes que está a punto de comenzar.
            b. Si alguien no puede, debido a sus ocupaciones, hacer el ejercicio de la buena muerte en común, ni realizar todas las obras de piedad mencionadas, deberá, con el permiso del director, realizar sólo aquellas obras que sean compatibles con su empleo, posponiendo las demás para un día más conveniente”.[7]

            Estas indicaciones revelan una continuidad y una armonía sustanciales con la tradición secular de la preparatio ad mortem, ampliamente documentada por la producción de libros desde principios del siglo XVI. Las llamadas evangélicas a una espera vigilante y operativa (cf. Mt 24:44; Lc 12, 40), a mantenerse preparado para el juicio que determinará el destino eterno de cada uno entre los “bienaventurados” o los “malditos” (Mt 25, 31-46), junto con la admonición cuaresmal “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”, a lo largo de los siglos han alimentado constantemente las consideraciones de maestros espirituales y predicadores, han inspirado representaciones artísticas, se han traducido en rituales, prácticas devotas y penitenciales, han sugerido intenciones y anhelos amorosos de comunión eterna con Dios. También han suscitado temores, ansiedades, a veces angustias, según las sensibilidades espirituales y las visiones teológicas de las distintas épocas.
            Las eruditas reflexiones sapienciales del De praeparatione ad mortem de Erasmo y otros humanistas,[8] imbuidas de un genuino espíritu evangélico pero tan eruditas que parecían ejercicios retóricos, habían ido dejando paso entre el siglo XVII y principios del XVIII a las exhortaciones morales de los predicadores y las consideraciones meditativas de los espiritualistas. Un panfleto del cardenal Giovanni Bona afirmaba que es la mejor preparación para la muerte remota, llevada a cabo a través de una vida virtuosa en la que se practica a diario el morir a uno mismo y huir de toda forma de pecado, para vivir según la ley de Dios en comunión orante con él;[9] instaba a la oración constante para obtener la gracia de una muerte feliz; sugirió dedicar un día al mes a prepararse cerca de la muerte en silencio y meditación, purificando el alma con una “confesión muy diligente y dolorosa”, tras un examen preciso del propio estado, y acercándose a la Comunión per modum Viatici, con intensa devoción;[10] invitaba entonces a terminar el día imaginándose en el lecho de muerte, en el momento de su último instante:

“Renovarás más intensamente los actos de amor, de acción de gracias y de deseo de ver a Dios; pedirás perdón por todo; dirás: “Señor Jesucristo, en esta hora de mi muerte, pon tu pasión y tu muerte entre tu juicio y mi alma. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Ayudadme, santos de Dios, apresuraos, oh ángeles, a sostener mi alma y a ofrecerla ante el Altísimo” […]. Entonces te imaginarás que tu alma está siendo conducida al terrible juicio de Dios y que, por las oraciones de los santos, tu vida será prolongada para que puedas hacer penitencia: entonces, proponiéndote a la fuerza vivir más santamente, en el futuro te considerarás y te comportarás como muerto para el mundo y viviendo sólo para Dios y para la penitencia.”[11]

            Juan Bona cerró su Praeparatio ad mortem con una devota aspiración centrada en el anhelo del Paraíso impregnada de un intenso inspiración mística.[12] El cardenal cisterciense había sido alumno de los jesuitas. De ellos había extraído la idea de la jornada mensual de preparación a la muerte.
            La meditación sobre la muerte era parte integrante de los ejercicios espirituales y de las misiones populares: la muerte es cierta, el momento de su llegada es incierto, debemos estar preparados porque cuando llegue, Satanás multiplicará sus asaltos para arruinarnos eternamente: “¿Qué consecuencia entonces? […] Vestirse bien ahora en vida. No os contentéis con vivir en gracia de Dios, ni permanezcáis un solo instante en el pecado; sino vivid habitualmente una vida tal, por el ejercicio continuo de las buenas obras, que en el último momento el Diablo no tenga la tentación de hacerme perder para toda la Eternidad.”[13]
            A partir del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, los predicadores acentuaron la importancia del tema, modulando sus reflexiones según la sensibilidad del gusto barroco, con una fuerte acentuación de los aspectos dramáticos, sin distraer por ello la atención de los oyentes de lo esencial: la aceptación serena de la muerte, la llamada a la conversión del corazón, la vigilancia constante, el fervor en las obras virtuosas, la ofrenda de sí mismo a Dios y el anhelo de la comunión eterna de amor con él. Poco a poco, el ejercicio de la buena muerte fue adquiriendo una importancia cada vez mayor, hasta convertirse en una de las principales prácticas ascéticas del catolicismo. Un modelo de cómo debía llevarse a cabo se ofrece, por ejemplo, en un panfleto del siglo XVII de un jesuita anónimo:

“Escoged un día en cada mes de los más libres de todo otro asunto, en el que debéis dedicaros con particular diligencia a la Oración, Confesión, Comunión y la visita del Santísimo Sacramento.
La Oración de este día deberá ser de dos horas dos veces: y el tema de la misma puede ser el que mencionaremos. En la primera hora, conciba tan vívidamente como pueda el estado en el que se encuentra ya moribundo […]. Considera lo que te gustaría haber hecho cuando estés muriendo, primero hacia Dios, segundo hacia ti mismo, tercero hacia tu prójimo, mezclando en esta meditación varios afectos fervientes, y de arrepentimiento, y de intenciones, y de peticiones al Señor, para implorar de él la virtud de enmendarte. La segunda Oración tendrá como tema los motivos más fuertes que puedan encontrarse para aceptar voluntariamente de Dios la muerte […]. Los afectos de esta Meditación serán una ofrenda de la propia vida al Señor, una protesta, de que si pudiéramos prolongarla, más allá de su divinísima bendición, no lo haríamos; una petición, de ofrecer este sacrificio con ese espíritu de amor, que requiere el respeto debido a su amorosísima Providencia, y disposición.
            La confesión la debe hacer con más particular diligencia, y como si fuera la última vez que va a bañarse en la preciosísima sangre de Jesucristo […].
También la Comunión debe hacerse con una preparación más extraordinaria, y como si comulgarais el Viático, adorando a ese Señor a quien esperáis adorar por toda la Eternidad; dándole gracias por la vida que os ha concedido, pidiéndole perdón por haberla gastado tan mal; ofreciéndoos dispuestos a terminarla, porque Él así lo desea, y pidiendo finalmente su gracia para que os asista en este gran paso, a fin de que vuestra alma, apoyada en su Amado, pueda pasar sana y salva de este Desierto al Reino.”[14]

            El compromiso de difundir la práctica de la buena muerte no limitó las consideraciones de los predicadores y directores espirituales al tema de los novísimos, como si quisieran basar el edificio espiritual únicamente en el miedo a la condena eterna. Estos autores conocían los daños psicológicos y espirituales que la ansiedad y la angustia por la propia salvación producían en las almas más sensibles. Las colecciones de meditaciones producidas entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII no sólo insistían en la misericordia y el abandono de Dios en él, para conducir a los fieles al estado permanente de serenidad espiritual propio de quienes han integrado la conciencia de su propia finitud temporal en una sólida visión de la fe, sino que abarcaban todos los temas de la doctrina y la práctica cristianas, de la moral privada y pública: verdad de la fe y temas evangélicos, vicios y virtudes, sacramentos y oración, obras de caridad espirituales y materiales, ascesis y mística. La consideración del destino eterno del hombre se amplió a la propuesta de una vida cristiana ejemplar y ardiente, que se tradujo en vías espirituales orientadas a la santificación personal y al refinamiento de la vida cotidiana y social, sobre el telón de fondo de una teología sustancial y de una antropología cristiana depurada.
            Uno de los ejemplos más elocuentes lo proporcionan los tres volúmenes del jesuita Giuseppe Antonio Bordoni, que recogen las meditaciones ofrecidas cada semana durante más de veinte años a los hermanos de la Compañia della buena muerte, que él estableció en la iglesia de Santi Martiri de Turín (1719). La obra fue muy apreciada por su solidez teológica, su forma desprovista de adornos retóricas y su riqueza de ejemplos concretos, y se reimprimió decenas de veces hasta el umbral del siglo XX.[15] También vinculados al ambiente religioso turinés están los Discorsi sacri e morali per l’esercizio della buona morte -más marcados por el gusto de la época pero igual de sólidos- predicados en la segunda mitad del siglo XVIII por el sacerdote Giorgio Maria Rulfo, director espiritual de la Compagnia dell’Umiltà formada por damas de la nobleza saboyana.[16]
            La práctica propuesta por San Juan Bosco a los alumnos del Oratorio y de las instituciones educativas salesianas tenía, por tanto, una sólida tradición espiritual de referencia.

(continuación)


[1] Juan Bosco, Regolamento dell’Oratorio di S. Francesco di Sales per gli esterni, Turín, Tipografía Salesiana, 1877, 44.

[2] Cf. Juan Bosco, Reglamento para las casas de la Sociedad de San Francisco de Sales, Turín, Tipografía Salesiana, 1877, 63 (parte II, capítulo II, art. 4): “[…] Una vez al mes se hará por todos el ejercicio de la buena muerte, preparándose para ello con algún sermón u otro ejercicio de piedad”.

[3] [Juan Bosco], Regole o Costituzioni della Società di S. Francesco di Sales secondo il Decreto di approvazione del 3 aprile 1874, Torino, Tipografia Salesiana, 1877, 81 (cap. XIII, art. 6). Lo mismo se estableció en las Constituciones de las Hijas de María Auxiliadora, con una redacción muy similar: “El primer domingo o el primer jueves del mes será un día de retiro espiritual, en el que, dejando en lo posible los asuntos temporales, cada una se recogerá, hará el Ejercicio de la buena muerte, ordenando sus cosas espirituales y temporales, como si tuviera que dejar el mundo e ir a la Eternidad. Que se haga alguna lectura según la necesidad, y cuando sea posible la Superiora procurará del Director un sermón o una conferencia sobre el tema”, Reglas o Constituciones para las Hijas de María Auxiliadora agregadas a la Sociedad Salesiana (ed. 1885), Título XVII, art. 5, en Juan Bosco, Constituciones para el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora (1872-1885). Textos críticos editados por Cecilia Romero, Roma, LAS, 1983, 325.

[4] Giovanni Bosco, Il giovane provveduto per la pratica de’ suoi obblighi degli esercizi di pietà cristiana per la recita dell’uffizio della Beata Vergine e de principali vespri dell’anno coll aggiunta di una scelta di laudi sacre ecc., Torino, Tipografia Paravia e Comp. 1847, 138-142.

[5] Archivo Central Salesiano, A0000409 Sermones de Don Bosco – Ejercicios Lanzo 1876, cuaderno XX, ms de Giulio Barberis, pp. 10-11.

[6] Juan Bosco, Ai Soci Salesiani, en Reglas o Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales (ed. 1877), 38.

[7] Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales precedidas de una introducción escrita por el Fundador San Juan Bosco, Turín, Tipografía Salesiana, 1907, 227- 231.

[8] Des. Erasmi Roterodami liber cum primis pius, de praeparatione ad mortem, nunc primum et conscriptus et aeditus…, Basileae, in officina Frobeniana per Hieronymum Frobenium & Nicolaum Episcopium 1533, 3-80 (Quomodo se quisque debeat praeparare ad mortem). Cf. también Pro salutari hominis ad felicem mortem praeparatione, hinc inde ex Scriptura sacra, et sanctis, doctis, et christianissimis doctoribus, ad cujusdam petitionem, et aliorum etiam utilitatem, a Sacrarum literarum professor Ludovico Bero conscripta et nunc primum edita, Basileae, per Joan. Oporinum, 1549.

[9] Giovanni Bona, De praeparatione ad mortem…, Roma, in Typographia S. Michaelis ad Ripam per Hieronimum Maynardi, 1736, 11-13.

[10] Ibídem, 67-73.

[11] Ibídem, 74-75.

[12] Ibídem, 126-132: “Affectus animae suspirantis ad Paradisum”.

[13] Carlo Ambrogio Cattaneo, Ejercicios espirituales de San Ignacio, Trento, para Gianbatista Monauni, 1744, 74.

[14] Esercizio di preparazione alla morte proposto da un religioso della Compagnia di Gesù per indirizzo di chi desidera far bene un tale passo, Roma, per gl’Eredi del Corbelletti [1650], ff. 3v-6v.

[15] Giuseppe Antonio Bordoni, Discorsi per l’esercizio della buona morte, Venecia, en la imprenta de Andrea Poletti, 1749-1751, 3 vols.; la última edición es la de Turín de Pietro Marietti en 6 volúmenes (1904-1905).

[16] Giorgio Maria Rulfo, Discorsi sacri, e morali per l’esercizio della buona morte, Turín, presso i librai B.A. Re e G. Rameletti, 1783-1784, 5 vols.

P. Aldo GIRAUDO
Salesiano de Don Bosco, experto en espiritualidad salesiana, autor de varios libros. Es profesor emérito de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Salesiana de Roma; también es miembro del Centro de Estudios Don Bosco de la misma Universidad y miembro del Consejo de Administración del Instituto Histórico Salesiano. Más información en AQUÍ.