El ejercicio de la “buena muerte” en la experiencia educativa de Don Bosco (3/5)
(continuación del artículo anterior)
2. Las letanías de la buena muerte en el contexto de la espiritualidad juvenil promovida por Don Bosco
Las letanías de la buena muerte incluidas en el Joven Instruido merecen un tema aparte, ya que sólo constituían un momento del ejercicio, el emocionalmente más intenso. De hecho, el núcleo de la práctica mensual era el examen de conciencia, la confesión bien hecha, la comunión ferviente, la decisión de entregarse totalmente a Dios y la formulación de proposiciones operativas de carácter moral y espiritual. En los volúmenes de predicación o en los manuales de los siglos anteriores no encontramos textos análogos a la secuencia de letanías de la Joven Instruido, cuya composición Don Bosco atribuye a “una mujer protestante convertida a la religión católica a los 15 años y muerta a los 18 en olor de santidad”.[1] La había extraído de libros piadosos publicados en aquella época en Piamonte.[2] La oración, “dotada de indulgencia por Pío VII, pero que ya circulaba a finales del siglo XVIII”,[3] podía servir de instrumento eficaz para mover los afectos mediante la dramatización imaginativa de los últimos momentos de la vida: situaba a los fieles en su lecho de muerte, invitándoles a repasar las distintas partes del cuerpo y los sentidos correspondientes, considerados en el estado en que se encontrarían en el momento de la agonía, para sacudirlos, estimular la confianza en la misericordia divina y espolearlos a propósitos de conversión y perseverancia. Era un ejercicio en el que el espíritu romántico encontraba gusto y que Don Bosco consideraba especialmente adecuado en el plano emocional y espiritual, como se desprende de algunos de sus textos narrativos. La fórmula tuvo gran fortuna durante el siglo XIX: la encontramos reproducida en diversas colecciones de oraciones incluso fuera del Piamonte.[4] Nos parece interesante reproducirla en su totalidad:
Jesús Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, vengo ante Ti con el corazón humillado y contrito: te encomiendo mi última hora y lo que me espera después de ella.
Cuando mis pies inmóviles me avisan de que mi carrera en este mundo se acerca a su fin, Jesús misericordioso, ten piedad de mí.
Cuando mis manos temblorosas y entumecidas no puedan sostenerte más, Crucificado mi bien, y a mi pesar te dejare caer en el lecho de mi dolor, misericordioso etc.,.
Cuando mis ojos, nublados y distorsionados por el horror de la muerte inminente, fijen su mirada lánguida y moribunda en Ti, misericordioso etc., podré verte.
Cuando mis labios fríos y temblorosos pronuncien por última vez tu adorable y misericordioso Nombre.
Cuando mis mejillas pálidas y lívidas inspiran compasión y terror a los espectadores, y mis cabellos, mojados por el sudor de la muerte, se alzan sobre mi cabeza, anunciando mi fin, misericordioso, etc., mi fin está cerca.
Cuando mis oídos, que están a punto de cerrarse para siempre a las habladurías de los hombres, se abran para oír tu voz, que pronunciará la sentencia irrevocable, por la que mi destino quedará fijado para toda la eternidad, misericordioso etc., podré oír tu voz.
Cuando mi imaginación agitada por horribles y espantosos fantasmas se sumerja en una tristeza mortal, y mi espíritu turbado por la visión de mis iniquidades, por el temor de tu justicia, luche contra el ángel de las tinieblas, que querrá arrebatarme la consoladora visión de tus misericordias y sumirme en el seno de la desesperación, misericordioso, etc.
Cuando mi débil corazón oprimido por el dolor de la enfermedad se vea sorprendido por los horrores de la muerte, y agotado por los esfuerzos que habrá realizado contra los enemigos de mi salud, misericordioso etc., podré aprovechar al máximo mis fuerzas.
Cuando derrame mis últimas lágrimas, síntomas de mi destrucción, recíbalas como sacrificio de expiación, para que expire como víctima de penitencia, y en ese terrible momento, misericordioso, etc., recíbelas como sacrificio de expiación.
Cuando mis parientes y amigos, agrupados a mi alrededor, se conmuevan por mi estado de dolor y te rueguen por mí, misericordioso, etc., entonces podré estar en tu presencia.
Cuando haya perdido el uso de todos mis sentidos, y el mundo entero haya desaparecido de mí, y gima en la angustia de la agonía extrema y en la angustia de la muerte, misericordioso, etc., podré sentir la presencia del mundo.
Cuando los últimos suspiros del corazón obliguen a mi alma a abandonar el cuerpo, acéptalos como hijos de una santa impaciencia por venir a Ti, y Tú misericordioso etc.
Cuando mi alma en el extremo de mis labios abandone este mundo para siempre y deje mi cuerpo pálido, frío y sin vida, acepta la destrucción de mi ser como un homenaje que vengo a rendir a tu divina majestad y entonces, misericordiosamente, etc., podré darte el don de mi alma.
Cuando por fin mi alma comparezca ante ti y vea por primera vez el esplendor inmortal de tu majestad, no la rechaces de tu presencia; dígnate recibirme en el seno amoroso de tu misericordia, para que pueda cantar eternamente tus alabanzas: misericordioso, etc.
Oración: Oh Dios, que al condenarnos a la muerte nos has ocultado su tiempo y su hora, concédeme que, pasando en justicia y santidad todos los días de mi vida, merezca salir de este mundo en tu santo amor, por los méritos de nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo. Que así sea.[5]
El racionalismo del siglo XVIII y el gusto barroco por lo macabro y lo fúnebre, aún presente en la Preparación para la Muerte de San Alfonso María de Ligorio,[6] fue superado en el siglo XIX por la sensibilidad romántica que prefirió seguir el camino del sentimiento, el cual, “para llegar al intelecto, va primero directamente al corazón, y haciendo sentir al corazón la fuerza y la belleza de la religión, fija la atención del intelecto y facilita su consentimiento”, como escribió monseñor Angelo Antonio Scotti.[7] Por lo tanto, incluso en la consideración de la muerte, se consideraba excelente insistir en los resortes emocionales y los afectos para provocar una respuesta generosa al don absoluto de sí mismo hecho por el divino Salvador para la salvación de la humanidad. Los autores espirituales y los predicadores consideraban importante y necesario describir “las aflicciones y las opresiones que son inseparables de los esfuerzos que el alma debe hacer naturalmente para romper los lazos del cuerpo”,[8] junto con la representación de la muerte serena de los justos. Querían llevar la fe a la concreción de la existencia para estimular la reforma de la moral y el propósito de una vida cristiana más genuina y ferviente: “Ciertamente, la esperanza de merecer una buena agonía y una muerte santa ha sido y será siempre el resorte más poderoso para inducir a los hombres a abandonar el vicio; ya que el espectáculo de un malvado, que muere como vivió, es una gran lección para todos los mortales”.[9]
La secuencia de las letanías de la buena muerte incluidas en el Joven Instruido debe considerarse, por tanto, enteramente funcional al éxito del retiro mensual y a los ideales de vida cristiana que el Santo proponía a los jóvenes, además de estar particularmente adaptada a la sensibilidad emocional y cultural de aquel preciso momento histórico. Si hoy la lectura de esas fórmulas genera la sensación de inquietud evocada por Delumeau y ofrece una representación “del todo penosa” de la pedagogía religiosa de Don Bosco,[10] esto sucede sobre todo porque se extrapolan de sus marcos de referencia. En cambio, como se desprende de la práctica educativa del Oratorio y de los testimonios narrativos dejados por Don Bosco, las almas de aquellos jóvenes no sólo encontraban placer y estímulo en recitarlas, sino que contribuían eficazmente a que el ejercicio de la buena muerte fructificara en frutos morales y espirituales. Para sondear su primitiva fecundidad educativa, es necesario anclarlas al conjunto de la propuesta sustancial de vida cristiana presentada por Don Bosco y a la experiencia fervorosa y laboriosa, estimulante, del Oratorio.
El horizonte global de referencia se puede captar ya en las pequeñas meditaciones que introducen al Joven Instruido, donde Don Bosco pretende ante todo presentar “un método de vida breve y fácil, pero suficiente” para que los jóvenes lectores puedan “convertirse en el consuelo de sus familiares, en el honor de su patria, en buenos ciudadanos en la tierra para ser un día habitantes afortunados del Cielo”.[11] Ante todo, les anima a “elevar la mirada”, a contemplar la belleza de la creación y la altísima dignidad del hombre, la más sublime de las criaturas, dotada de un alma espiritual hecha para amar al Señor, para crecer en virtud y santidad, destinada al Paraíso, a la comunión eterna con Dios.[12] La consideración del ilimitado amor divino, que se nos ha revelado en el sacrificio de Cristo por la salvación de la humanidad, y de la especial predilección de Dios por los niños y los jóvenes, debe moverles a corresponder con generosidad, a “orientar toda acción” a la consecución del fin para el que han sido creados, con el firme propósito de hacer todo aquello que pueda agradar al Señor y evitar “aquello que pueda disgustarle”.[13] Y puesto que la salvación de una persona “depende ordinariamente del tiempo de la juventud”, es indispensable comenzar a servir al Señor a una edad temprana: “Si comenzamos una buena vida ahora que somos jóvenes, buenos seremos en nuestros años avanzados, buena nuestra muerte y el comienzo de la felicidad eterna. Por el contrario, si los vicios se apoderan de nosotros en nuestra juventud, continuarán en todas nuestras edades hasta la muerte. Una garantía demasiado fatal de una eternidad de lo más infeliz.[14]
Don Bosco invita pues a los adolescentes a entregarse “a tiempo a Dios”, a comprometerse con alegría a su servicio, superando el prejuicio de que la vida cristiana es triste y melancólica: “No es verdad, será melancólico aquel que sirva al diablo, que por más que intente mostrarse alegre, tendrá siempre un corazón que llora, diciéndole: eres infeliz porque eres enemigo de Dios […]. Ánimo, pues, queridos míos, entregaos a tiempo a la virtud, y os aseguro que siempre tendréis un corazón alegre y contento, y sabréis lo dulce que es servir al Señor.[15]
La vida cristiana consiste esencialmente en servir al Señor con “santa alegría”; ésta es una de las ideas más fecundas y peculiares de la herencia espiritual y pedagógica de Don Bosco: “Si hacéis esto, ¡cuánto consuelo sentiréis a punto de morir! Por el contrario, si no esperas a servir a Dios, cuántos remordimientos sentirás al final de tus días”.[16] El que se retrasa en la conversión, el que consume sus días en la ociosidad o en disipaciones inútiles y perjudiciales, en pecados o en vicios, corre el riesgo de no tener ya la oportunidad, el tiempo y la gracia de volver a Dios con peligro de condenación eterna.[17] En efecto, la muerte puede sorprenderle cuando menos se lo espera: “Ay de aquel que se encuentre en ese momento para desgracia de Dios”.[18] Pero la misericordia divina ofrece al pecador arrepentido el sacramento de la Penitencia, un medio seguro de recuperar la gracia y con ella la paz del corazón. Celebrado regularmente y con las disposiciones adecuadas, el sacramento no sólo se convierte en un instrumento eficaz de salvación, sino también en un momento educativo privilegiado en el que el confesor, el “amigo fiel del alma”, puede dirigir con seguridad al joven por el camino de la salvación y la santidad. La confesión se prepara con un buen examen de conciencia, pidiendo luz al Señor: “Ilumíname con tu gracia, para que conozca mis pecados ahora como tú me los darás a conocer cuando comparezca ante tu juicio. Permíteme, Dios mío, detestarlos con verdadero dolor”.[19] La celebración regular del sacramento garantiza la serenidad necesaria para vivir una vida verdaderamente feliz: “Me parece que es el medio más seguro de vivir días felices en medio de las aflicciones de la vida, al final de la cual también nos acercaremos con calma el momento de la muerte”.[20]
La amistad con Dios recuperada a través de la Confesión encuentra su cumbre en la Comunión eucarística, momento privilegiado en el que el joven ofrece todo de sí mismo para que Dios “tome posesión” de su corazón y se convierta en su dueño indiscutible. En el acto en el que se abre sin reservas a la acción santificadora y transfiguradora de la gracia, experimenta la alegría inefable que acompaña a una auténtica experiencia espiritual y es llevado a desear ardientemente la comunión eterna con Dios: “Si quiero algo grande, voy a recibir la hostia santa en la que se encuentra el corpusquod pro nobis traditum est, ese mismo cuerpo, sangre, alma y divinidad, que Jesucristo ofreció a su Padre eterno por nosotros en la cruz. ¿Qué me falta para ser feliz? Nada en este mundo: sólo me falta poder gozar, revelado en el cielo, de aquel a quien ahora admiro y adoro en el altar con el ojo de la fe”.[21]
A pesar del fuerte acento emocional que connota el sentimiento religioso del siglo XIX, la espiritualidad propuesta por Don Bosco es muy concreta. De hecho, presenta la conversión como un proceso de apropiación de las promesas bautismales, que comienza en el momento en que el joven, de forma “franca y decidida”, decide corresponder a la llamada divina,[22] desprender su corazón del afecto al pecado para amar a Dios por encima de todo y dejarse moldear dócilmente por la gracia. La conversión se traduce así en una vida laboriosa y ardiente, animada por la caridad, en un esfuerzo positivo y alegre por la perfección, empezando por las pequeñas cosas cotidianas. El fervor de la caridad inspira una mortificación “positiva” de los sentidos, centrada en la superación de uno mismo, la reforma de la vida, el cumplimiento puntual de los deberes, la cordialidad y el servicio al prójimo. Tal mortificación no tiene nada de aflictiva, porque es adhesión generosa a la vida con sus imprevistos y dificultades, es capacidad de soportar las adversidades cotidianas, es firmeza en la fatiga, es sobriedad y templanza, es fortaleza. Cada ocasión, por tanto, puede convertirse en una expresión del amor de Dios, un amor que impulsa a la persona a vivir y trabajar “en su presencia”, a hacerlo todo y soportarlo todo por Él.
La caridad anima la oración de un modo especial, ya que, a través de pequeñas prácticas, jaculatorias, visitas y devociones, alimenta el deseo de comunión afectuosa, se traduce en entrega incondicional, adaptación gozosa a la voluntad divina, deseo de unión mística y anhelo de la comunión eterna del Paraíso.
Don Bosco resume su propuesta en fórmulas simplificadoras, pero no baja el nivel, y recuerda constantemente a los jóvenes que es necesario decidirse con decisión: “¿Cuántas cosas, pues, necesitamos para hacernos santos? Sólo una cosa: debes quererlo. Sí; mientras lo desees, puedes ser santo: todo lo que necesitas es voluntad‘. Así lo demuestran los ejemplos de santos “que vivieron en condiciones humildes, y en medio de los afanes de una vida activa”, pero se santificaron, simplemente “haciendo bien todo lo que tenían que hacer”. Cumplieron con todos sus deberes para con Dios, sufriendo todo por su causa, ofreciéndole sus dolores, sus afanes: ésta es la gran ciencia de la salud y la santidad eternas.[23]
La experiencia de Miguel Magone, alumno del Oratorio de Valdoco, es esclarecedora. “Abandonado a sí mismo”, escribió Don Bosco, “corría el peligro de empezar a recorrer el triste camino del mal”; el Señor le invitó a seguirle; “escuchó la amorosa llamada y respondiendo constantemente a la gracia divina llegó a suscitar la admiración de cuantos le conocían, mostrando así cuán maravillosos son los efectos de la gracia de Dios sobre quienes se esfuerzan por corresponder a ella”.[24] Decisivo es el momento en que el muchacho, habiendo tomado conciencia de su situación y superado, con la ayuda de su educador, el profundo sentimiento de angustia y culpa que le atormentaba, sintió que “había llegado el momento de romper con el diablo” y decidió “entregarse a Dios” mediante una buena confesión y una firme resolución.[25] Don Bosco relata las emociones y reflexiones del adolescente la noche siguiente a la confesión: devuelto a la gracia de Dios y seguro de su salvación eterna,[26] experimenta una alegría irreprimible.
“Es difícil”, solía decir, “expresar los afectos que ocuparon mi pobre corazón en aquella noche memorable. La pasé casi enteramente sin dormir. Permanecí dormido unos instantes, y rápidamente mi imaginación me hizo ver un infierno abierto y lleno de demonios. Rápidamente ahuyenté esta sombría imagen, reflexionando que todos mis pecados habían sido perdonados, y en ese momento me pareció ver a un gran número de ángeles que me mostraban el paraíso, y me decían: – ¡Mira qué gran felicidad te espera, si eres constante en tus intenciones!
Cuando llegué a la mitad del tiempo señalado para el descanso, estaba tan lleno de alegría, emoción y afectos diversos, que para dar un poco de desahogo a mi alma, me levanté, me arrodillé y dije repetidamente estas palabras: ¡Oh, qué desgraciados son los que caen en pecado! pero cuánto más desgraciados son los que viven en pecado. Creo que si probaran aunque sólo fuera por un momento el gran consuelo que sienten los que están en gracia de Dios, todos ellos irían a confesarse para aplacar la ira de Dios, dar un respiro al remordimiento de conciencia y disfrutar de la paz del corazón. ¡Oh pecado, pecado! ¡Qué terrible azote eres para quienes te dejan entrar en sus corazones! Dios mío, en el futuro no quiero volver a ofenderte; al contrario, quiero amarte con todas las fuerzas de mi alma; que si por mi desgracia caigo en un pecado, aunque sea pequeño, iré rápidamente a confesarme.[27]
Encontramos aquí las claves para interpretar el horizonte de sentido en el que Don Bosco sitúa la función pedagógica y espiritual del ejercicio de la buena muerte.
[1] Bosco, El Joven Instruido, 140.
[2] Encontramos la misma fórmula, con pequeñas variaciones, en un folleto anónimo titulado Mezzi da praticarsi e risoluzioni da farsi dopo una buona confessione per mantenersi nella grazia di Dio riacquistata, Vigevano, s.e., 1842, 33-36. Cf. también Il cristiano in chiesa, ovvero affettuose orazioni per la Messa, per la Confessione e Comunione e per l’adorazione del Santissimo Sacramento. Operetta spirituale del P. Fulgenzio M. Riccardi di Torino, Min. Oss., Torino, G.B. Paravia 1845, donde la atribución de la secuencia es, en la redacción, similar a la de Don Bosco: “Litanie per ottenere una buona morte composte da una Damigella nata tra i Protestanti, convertasi alla Religione Cattolica all’età di quindici anni, e morta di diciotto in istima universale di santità” (ibíd., 165).
[3] Pietro Stella, Don Bosco nella storia della religiosità cattolica. Vol. II: Mentalità religiosa e spiritualità, Roma, LAS, 1981, 340. Cf. también Michel Bazart, Don Bosco et l’exercice de la bonne mort, en “Chahiers Salésiens” N. 4, Avril 1981, 7-24.
[4] Por ejemplo, puede encontrarse, con algunos retoques estilísticos y pequeñas ampliaciones, bajo el título “Gemidos y súplicas por una buena muerte”, en Giuseppe Riva, Manuale di Filotea. Vigesimoprimera edición de nuevo revisada y aumentada, Milán, Serafino Majocchi, 1874, 926-927.
[5] Bosco, El Joven Instruido, 138-142.
[6] Véase, por ejemplo, la primera consideración “Ritratto d’un uomo da poco tempo morto”, en Alfonso Maria de Liguori, Opere ascetiche, vol. 8, Apparecchio alla morte, Turín, Giacinto Marietti, 1825, 10-19.
[7] Angelo Antonio Scotti, Osservazioni sulle false dottrine e sulle funeste conseguenze dell’opera del Lauvergne intitolata “De l’agonie et de la mort dans toutes les classes de la societé”. Dissertazione letta nell’Accademia di Religione Cattolica in Roma il dì 4 luglio 1844, Roma, Tipografia delle Belle Arti, 1844, 3. Scotti polemiza con el autor francés, médico y científico, que considera falsa la afirmación de que sólo los verdaderos católicos mueren en paz: los ateos o los adeptos de otras religiones o incluso los individuos inmorales y malos también pueden morir serenamente, mientras que no es infrecuente que los santos varones, las personas de gran virtud y los ascetas, especialmente entre los católicos, sufran agonías atroces y desesperantes, ya que todo depende del tipo de enfermedad, de la lucidez cerebral, del estado de debilitamiento fisiológico o psíquico y de las ansiedades inducidas por el fanatismo religioso, cfr. Hubert Lauvergne, De l’agonie et de la mort dans toutes les classes de la societé sour le rapport humanitaire, physiologique et religieux, 2 vols, París, Librairie de J.-B. Baillière et C. Gosselin, 1842.
[8] Juan Bosco, Vita del giovanetto Savio Domenico allievo dell’Oratorio di S. Francesco di Sales, Turín, Tip. G.B. Paravia e Comp., 1859, 116.
[9] Scotti, Observaciones sobre las falsas doctrinas, 14-15.
[10] Stella, Don Bosco en la historia de la religiosidad católica, vol. II. II, 341.
[11] Bosco, El Joven Instruido, 7.
[12] Cf. ibíd., 10.
[13] Ibídem, 10-11.
[14] Ibídem, 6.
[15] Ibídem, 13.
[16] Ibídem, 32.
[17] Cf. ibídem., 32-34.
[18] Ibídem, 38.
[19] Ibídem, 93.
[20] Bosco, Vida del joven Domingo Savio, 136.
[21] Ibídem, 69.
[22] Giovanni Bosco, Cenno biografico sul giovanetto Magone Michele allievo dell’Oratorio di S. Francesco di Sales, Torino, Tip. G.B. Paravia e Comp., 1861, 4-5.
[23] Juan Bosco, Vita di santa Zita serva e di sant’Isidoro contadino. Turín, P. De-Agostini, 1853, 6-7
[24] Bosco, Nota biográfica sobre el joven Magone Michele, 5.
[25] Ibídem, 20-21.
[26] “Terminada [la confesión] antes de salir el confesor le dijo: ¿Te parece que todos mis pecados me son perdonados? Si yo muriera en esta noche, ¿me salvaría? – Ve en paz, se le respondió. El Señor, que en su gran misericordia te ha estado esperando hasta ahora para que tuvieras tiempo de hacer una buena confesión, ciertamente te ha perdonado todos tus pecados; y si en sus adorables decretos te llamara en esta noche a la eternidad, te salvarías” (ibid., 21).
[27] Ibídem, 21-22.