(continuación del artículo anterior)
Capítulo III. María manifiesta en la boda de Caná su celo y poder junto a su hijo Jesús.
En el Evangelio de s. Juan encontramos un hecho que demuestra claramente el poder y el celo de María al acudir en nuestra ayuda. Relatamos el hecho tal como nos lo cuenta el evangelista s. Juan en el en c. II.
Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí. Y Jesús con sus discípulos también fue invitado a la boda. Cuando se acabó el vino, su madre dijo a Jesús: No tienen más vino. Jesús le dijo: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Mi hora aún no ha llegado. Dijo su madre a los que servían: Haced lo que él os diga. Había seis tinajas de piedra preparadas para la purificación de los judíos, las cuales contenían de dos a tres metros. Jesús les dijo: Llenad de agua esas tinajas. Y las llenaron hasta el borde. Jesús les dijo: Sacad ahora y llevad al maestresala. Y las llevaron. Y en cuanto probó el agua convertida en vino, el maestresala, que no sabía de dónde venía (pero sí lo sabían los criados que habían sacado el agua), el maestresala llamó al novio y le dijo: Todos sirven el mejor vino desde el principio, y cuando la gente está saciada, entonces se ofrece el inferior, pero tú has guardado el mejor hasta ahora. Así comenzó Jesús en Caná de Galilea a hacer milagros y a manifestar su gloria, y en él creyeron sus discípulos.
Aquí s. Juan Crisóstomo pregunta: ¿Por qué María esperó hasta esta ocasión de las bodas de Caná para invitar a Jesús a hacer milagros y no le rogó antes que los hiciera? Y responde que esto lo hizo María por espíritu de sumisión a la providencia divina. Durante treinta años Jesús había llevado una vida oculta. Y María, que atesoraba todos los actos de Jesús, conservabat haec omnia conferens in corde suo (conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón), como dice s. Lucas (Lc 2, 19), veneró con respetuoso silencio aquella humillación de Jesús. Cuando entonces se dio cuenta de que Jesús había comenzado su vida pública, de que s Juan en el desierto ya había comenzado a hablar de él en sus sermones, y de que Jesús ya tenía discípulos, entonces siguió la iniciación de la gracia con aquel mismo espíritu de unión con Jesús con el que durante treinta años había respetado su ocultamiento e interpuesto su oración para instarle a realizar un milagro y manifestarse a los hombres.
S. Bernardo, en las palabras Vinum non habent, non, ten vino, ve una gran delicadeza de María. No hace una oración prolija a Jesús como Señor, ni le manda como a un hijo; sólo le anuncia la necesidad, la falta de vino. Con corazones benéficos e inclinados a la liberalidad, no hay necesidad de arrancarles la gracia con industria y violencia, basta con proponer la ocasión. (S. Bernardo serm. 4 en cant.)
El doctor angélico, s. Tomás, admira la ternura y la misericordia de María en esta breve oración. Porque es propio de la misericordia considerar las necesidades de los demás como propias, ya que la palabra misericordioso casi significa un corazón hecho para los miserables, para levantar a los miserables, y aquí cita el texto de San Pablo a los Corintios: Quis infirmatur et ego non infirmor? ¿Quién está enfermo para que yo no lo esté? Ahora bien, como María estaba llena de misericordia, quiso proveer a las necesidades de estos huéspedes y por eso dice el Evangelio: Faltando el vino, la Madre de Jesús se lo dijo a él. De ahí que s. Bernardo nos anime a dirigirnos a María, porque si ella tuvo tanta compasión de la vergüenza de aquellos pobres y proveyó a ellos, aunque no rezara, ¿cuánto más tendrá piedad de nosotros si la invocamos con confianza? (s. Bernardo serm. 2 dominiate II Èpif.)
S. Tomás alaba de nuevo la solicitud y diligencia de María al no esperar a que el vino faltara por completo y los invitados se dieran cuenta de ello para deshonra de los convidados. En cuanto la necesidad fue inminente, acudió en ayuda, según el dicho del Salmo 9: Adiutor in opportunitatibus, in tribulatione.
La bondad de María hacia nosotros demostrada en este acontecimiento resplandece aún más en la conducta que mantuvo tras la respuesta de su divino hijo. Ante las palabras de Jesús, un alma menos confiada, menos valiente que María, habría desistido de seguir esperando. En cambio, María, nada turbada, se volvió a los criados que estaban a la mesa y les dijo: Haced lo que él os diga. Quodcumque dixerit vobis, facite (cap. II, v. 4). Como si dijera: Aunque parezca negarse a hacer, sin embargo, hará (Beda).
El erudito P. Silbeira enumera un gran complejo de virtudes que resplandecen en estas palabras de María. La Virgen dio (dice este autor) un ejemplo luminoso de fe, pues aunque oyó de su hijo la dura respuesta: Qué tengo yo que ver contigo, no vaciló. Cuando la fe es perfecta, no vacila ante ninguna adversidad.
Ella enseñó la confianza: pues, aunque oyó de su hijo palabras que parecían expresar una negativa, de hecho, como dice el citado Beda, bien podía creer que Cristo rechazaría sus plegarias, sin embargo, actuó contra toda esperanza, confiando plenamente en la misericordia del hijo.
Enseñó el amor a Dios, mientras procuraba que por un milagro se manifestara su gloria. Enseñó la obediencia, mientras persuadía a los siervos a obedecer a Dios no en esto ni en aquello, sino en todo sin distinción; quodcumque dixerit, lo que él os diga. También dio un ejemplo de modestia cuando no aprovechó la ocasión para vanagloriarse de ser la madre de un hijo así, pues no dijo: “Lo que mi hijo os diga”, sino que habló en tercera persona. No obstante, inspiró reverencia a Dios al no pronunciar el santo nombre de Jesús. Nunca he encontrado todavía, dice este autor, en la Escritura que la Santísima Virgen pronunciara este santísimo nombre por la gran reverencia que le profesaba. Daba ejemplo de prontitud, pues no les exhortaba a oír lo que iba a decir, sino a hacerlo. Por último, enseñaba prudencia con misericordia, pues decía a los criados que hiciesen todo lo que les mandase, para que cuando oyesen la orden de Jesús de llenar de agua las tinajas, no la imputasen una ridiculez: era una suprema y prudente misericordia para evitar que otros cayesen en el mal (P. Silveira, tom. 2, lib. 4, quest. 21).
Capítulo IV. María elegida como auxilio de los cristianos en el Calvario por Jesús moribundo.
La prueba más espléndida de que María es la ayuda de los cristianos la encontramos en el monte Calvario. Mientras Jesús agonizaba en la cruz, María, superando su debilidad natural, le ayudó con una fuerza sin precedentes. Parecía que a Jesús ya no le quedaba nada más por hacer para demostrar cuánto nos amaba. Su afecto, sin embargo, todavía le hizo encontrar un regalo que iba a sellar toda la serie de sus bendiciones.
Desde lo alto de la cruz, dirigió su mirada agonizante a su madre, el único tesoro que le quedaba en la tierra. Mujer, dijo Jesús a María, he ahí a tu hijo; luego dijo a su discípulo Juan: he ahí a tu madre. Y a partir de ese momento, concluye el evangelista, el discípulo la tomó entre sus bienes.
Los santos Padres reconocen en estas palabras tres grandes verdades:
1. Que s. Juan sucedió a Jesús en todo como hijo de María;
2. Que, por tanto, todos los oficios de la maternidad que María ejerció sobre Jesús pasaron al nuevo hijo Juan;
3. 3. Que en la persona de Juan Jesús quiso incluir a todo el género humano.
María, dice s. Bernardino de Siena, por su amorosa cooperación en el ministerio de la Redención nos ha engendrado verdaderamente en el Calvario a la vida de la gracia; en el orden de la salud todos nacemos de los dolores de María como del amor del Padre Eterno y de las aflicciones de su Hijo. En aquellos preciosos momentos María se convirtió estrictamente en nuestra Madre.
Las circunstancias que acompañaron este acto solemne de Jesús en el Calvario confirman lo que afirmamos. Las palabras escogidas por Jesús son genéricas y apelativas, observa el ya citado Padre Silveira, pero son suficientes para hacernos saber que estamos ante un misterio universal, que incluye no sólo a un hombre, sino a todos aquellos a quienes corresponde este título de discípulo amado de Jesús. Así, las palabras del Señor son una amplísima y solemne declaración de que la Madre de Jesús se ha convertido en madre de todos los cristianos: Ioannes est nomen particulare, discipulus commune ut denotetur quod Maria omnibus detur in Matrem.
Jesús en la cruz no fue una mera víctima de la malignidad de los judíos, fue un pontífice universal que obraba como reparador de todo el género humano. Así, de la misma manera, que al implorar perdón a los crucificadores lo obtuvo para todos los pecadores; al abrir el Paraíso al buen ladrón, lo abrió para todos los penitentes. Y así como los crucificados en el Calvario, según la enérgica expresión de s. Pablo, representaban a todos los pecadores, y el buen ladrón a todos los verdaderos penitentes, así s. Juan representaba a todos los verdaderos discípulos de Jesús, los cristianos, la Iglesia católica. Y María se convirtió, como dice s. Agustín, la verdadera Eva, la madre de todos los que viven espiritualmente, Mater viventium; o como dice s. Ambrosio, la madre de todos los que creen cristianamente; Mater omnium credentium. María, pues, convirtiéndose en nuestra madre en el Calvario, no sólo tuvo el título de ayudar a los cristianos, sino que adquirió el oficio, el magisterio, el deber. Tenemos, pues, un derecho sagrado de recurrir a la ayuda de María. Este derecho está consagrado por la palabra de Jesús y garantizado por la ternura maternal de María. Ahora bien, que María interpretó en este sentido la intención de Jesucristo en la cruz y que Él la hizo madre y auxiliadora de todos los cristianos, lo prueba su conducta posterior. Sabemos por los escritores de su vida cuánto celo mostró en todo tiempo por la salud del mundo y por el aumento y gloria de la santa Iglesia. Dirigió y aconsejó a los Apóstoles y discípulos, exhortó y animó a todos a conservar la fe, a preservar la gracia y a hacerla activa. Sabemos por los Hechos de los Apóstoles cuán asidua era a todas las reuniones religiosas que celebraban aquellos primeros fieles de Jerusalén, pues nunca se celebraban los divinos misterios sin que ella tomara parte en ellos. Cuando Jesús ascendió al cielo, ella le siguió con los discípulos hasta el monte de los Olivos, al lugar de la Ascensión. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles el día de Pentecostés, ella estaba con ellos en el Cenáculo. Así lo dice s. Lucas que, después de nombrar uno por uno a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, dice: “Todos éstos perseveraban en la oración junto con las mujeres y con María, la madre de Jesús”.
Los Apóstoles y demás discípulos, y cuantos cristianos vivían entonces en Jerusalén y sus alrededores, acudían a María en busca de consejo y dirección.
(continuación)
Maravillas de la Madre de Dios invocadas bajo el título de María Auxiliadora (3/13)
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