La sinodalidad misionera: Una perspectiva salesiana
LA SINODALIDAD EN EL NUEVO TESTAMENTO
En los últimos años, el sustantivo “sinodalidad” se ha vuelto de uso común. Lamentablemente, algunos tienen una comprensión propia del concepto, ya sea ideológica o errónea. Así, No es de extrañar que muchas personas, incluso religiosos y sacerdotes, se pregunten abiertamente: “¿qué significa esto?”. La sinodalidad es, en realidad, una palabra nueva para expresar una realidad antigua. Jesús, el peregrino que anunció la Buena Noticia del Reino de Dios (Lc 4,14-15) compartió con todos la verdad y el amor de la comunión con Dios, y con las hermanas y hermanos. La imagen de los discípulos de Emaús en Lucas 24,18-35 es otro ejemplo de sinodalidad: ellos empezaron recordando los acontecimientos vividos; luego reconocieron la presencia de Dios en esos mismos acontecimientos; y finalmente, se pusieron en marcha volviendo a Jerusalén para anunciar la resurrección de Cristo. Esto significa que, los discípulos de Jesús en la historia, debemos caminar juntos, viviendo nuestra identidad del Pueblo de Dios de la nueva alianza. De hecho, en los Hechos de los Apóstoles el Pueblo de Dios avanzó unido, bajo la guía del Espíritu Santo, durante el Concilio de Jerusalén (Hch 15; Gal 2,1-10).
LA SINODALIDAD EN LA IGLESIA PRIMITIVA
En la Iglesia primitiva, San Ignacio de Antioquía (50-117) recordó a la comunidad cristiana de Éfeso que todos sus miembros son “compañeros de viaje”, en virtud de su bautismo y su amistad con Cristo. Mientras que San Cipriano de Cartago (200-258) insistió en que nada debe hacerse en la iglesia local sin el obispo. Del mismo modo, para San Juan Crisóstomo (347-407) ‘Iglesia’ es un término para ‘caminar juntos’ a través de la relación recíproca y ordenada de los miembros, lo que los lleva a conformar una mentalidad común.
En la Iglesia primitiva, la palabra griega compuesta por dos partes: syn (que significa “con”) y ódós (que significa “camino”), se utilizaba para describir el caminar del Pueblo de Dios por el mismo sendero a la hora de responder a cuestiones tanto disciplinarias, como litúrgicas y doctrinales. Así, en las Iglesias locales y en las diócesis desde mediados del siglo II (año 150 aproximadamente), los sínodos eran celebrados periódicamente. De la igual manera en Nicea, desde el año 325 en adelante, se realizó la reunión de todos los obispos de la Iglesia, llamada “Concilio” en latín, donde se tomaban decisiones en común, manifestándose la comunión con todas las Iglesias.
LA SINODALIDAD EN EL VATICANO II
El Concilio Vaticano II no abordó específicamente el tema de la sinodalidad ni utilizó este término en sus documentos. Ha utilizado, en cambio, el término “colegialidad” para expresar el método de construcción de los procesos conciliares. Sin embargo, la sinodalidad estaba al centro del trabajo de renovación que el Concilio estaba alentando. Mientras que la colegialidad se refiere al proceso de toma de decisiones de los obispos a nivel de la Iglesia universal, la sinodalidad es el fruto de los esfuerzos activos para vivir las perspectivas del Concilio Vaticano II a nivel local. Esta comprensión se concretizó al reconocer la naturaleza de la Iglesia como “comunión”, en la que también ha recibido la “misión” de proclamar y establecer entre todos los pueblos el reino de Dios (Lumen gentium, 5). Esta mentalidad sinodal concibe a la Iglesia caminando juntos y compartiendo “los gozos y las esperanzas, las penas y las angustias” de todos aquellos con los que caminamos (Gaudium et spes, 1).
EL PAPA FRANCISCO Y LA SINODALIDAD
Desde el año 2013 ya el Papa Francisco nos enseña sobre la sinodalidad en todo lo que hace y dice. La sinodalidad no es una simple discusión, ni es como las deliberaciones de los parlamentos que buscando el consenso terminan decidiendo por el voto de la mayoría. No se trata de debatir, argumentar o escuchar para responder. No es un proceso de democratización o de someter la doctrina a votación. No se trata de un plan, ni de un programa a aplicar. Ni siquiera se trata de lo que quieren los obispos u otras partes interesadas, en el mando y el control. La sinodalidad, en cambio, tiene que ver con lo que somos y con lo que aspiramos a ser como comunidad cristiana, como cuerpo de Cristo. Es el estilo de vida que cualifica la vida y la misión de toda la Iglesia. La sinodalidad es la escucha atenta para comprender a un nivel más profundo y personal. Es ser una Iglesia de participación y corresponsabilidad, empezando por el Papa, los obispos e involucrando a todo el pueblo de Dios, para que todos podamos descubrir la voluntad de Dios al enfrentarnos al conjunto de desafíos particulares.
La presencia del Espíritu Santo, recibida por medio del sacramento del Bautismo, permite tener un instinto de fe (sensus fidei) a la totalidad del pueblo de Dios. Éste le ayuda a discernir lo que es verdaderamente de Dios, así como le permite sentir, intuir y percibir en armonía con la Iglesia. La sinodalidad implica el ejercicio del sensus fidei de todo el Pueblo de Dios, el ministerio de guía por parte del colegio de los Obispos con el clero, y el ministerio de unidad del Obispo de Roma.
SINODALIDAD Y DISCERNIMIENTO
La sinodalidad está caracterizada, especialmente, por el constante discernimiento de la presencia del Espíritu Santo. Se trata de una realidad dinámica y en desarrollo, porque no podemos predecir hacia dónde nos puede conducir el Espíritu Santo. La sinodalidad no es un camino marcado de antemano. Es, por el contrario, un encuentro que moldea y transforma. Es un proceso que nos desafía a reconocer la función profética del pueblo de Dios y nos exige estar abiertos a lo inesperado de Dios. A través de la escucha recíproca y el diálogo, viene Dios mismo a tocarnos, a sacudirnos, a cambiarnos interiormente. En definitiva, la sinodalidad es la expresión de la implicancia colectiva y del sentido de corresponsabilidad con la Iglesia por parte de todo el pueblo de Dios.
Esto implica una actitud de escucha atenta con humildad, respeto, apertura, paciencia al afrontar nuestras experiencias y disposición a escuchar incluso las ideas discordantes, a las personas que han abandonado la práctica de la fe, a las personas de otras tradiciones de fe o incluso de ninguna creencia religiosa para poder llegar a discernir los impulsos del Espíritu Santo, que es el principal protagonista, y en consecuencia para promover la acción de Dios en las personas y en la sociedad, actuando con sabiduría y creatividad.
LA IGLESIA ES MISIONERA
La Iglesia existe para difundir la buena noticia de Jesús. Así, su actividad misionera ante todo consiste en anunciar el nombre, las enseñanzas, la vida, las promesas, el reino y el misterio de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14, 22). Puesto que todos los miembros de la Iglesia son agentes de evangelización, en virtud del bautismo recibido, una Iglesia sinodal es, por lo tanto, condición indispensable para desarrollar una nueva energía misionera que implique a todo el Pueblo de Dios. La evangelización sin sinodalidad carece de atención a las estructuras de la Iglesia. A la inversa, la sinodalidad sin evangelización significa que somos tan solo un club social, empresarial o filantrópico más.
SINODALIDAD MISIONERA
La sinodalidad misionera implica un enfoque sistémico de la realidad pastoral. Cada bautizado como lo que es, discípulo misionero enviado a anunciar el Evangelio, necesita aprender a escuchar atenta y respetuosamente, como compañeros de viaje, a la gente del lugar, a los adeptos a otras religiones, a los gritos de los pobres y marginados, a aquellos que no tienen voz en el espacio público, para estar más cerca de Jesús y de su Evangelio y llegar a ser una Iglesia en salida, no encerrada en sí misma.
Si nuestro testimonio público no es siempre evangelizador en sentido amplio, solamente seremos una ONG más, en un mundo cada vez más desigual y aislado. Hoy en día existe una creciente conciencia de que todo lo que hacemos como católicos tiene un punto de contacto con la evangelización. Evangelizamos a través del modo en que acogemos a la gente; el modo en que tratamos a nuestros amigos y familiares; con la manera en que gastamos el dinero como individuos, grupos y comunidades; en el modo en que cuidamos de los pobres y llegamos a los marginados; según cómo utilizamos los medios de comunicación social; cómo escuchamos atentamente los anhelos de los jóvenes y en el modo en que estamos en desacuerdo y dialogamos entre nosotros.
EL PROCESO SINODAL
Para escuchar atentamente el sentido de fe del pueblo de Dios (sensus fidelium), que la Iglesia enseña como auténtico garante de la fe que expresa, el Papa Francisco instituyó el “proceso sinodal”. Caminando juntos, discutiendo y reflexionando como pueblo de Dios, la Iglesia crecerá en su autocomprensión, aprenderá a vivir la comunión, fomentará la participación y se abrirá a la misión de evangelización.
De hecho, el proceso sinodal tiene el objetivo de inspirar esperanza, estimular la confianza, o sanar las heridas para que podamos tejer relaciones nuevas y más profundas, aprender unos de otros e iluminar las mentes para soñar con entusiasmo sobre la Iglesia y nuestra misión común. Es un kairos o “momento de madurez” en la vida de la Iglesia para convertirnos y prepararnos para la evangelización. Entonces ya se trata de un momento de evangelización.
LA SINODALIDAD Y EL CARISMA SALESIANO
De los tesoros pedagógicos y espirituales del carisma salesiano podemos extraer expresiones de sinodalidad misionera.
Nuestro patrono, San Francisco de Sales, hizo de la verdadera amistad el contexto necesario en el que se realiza el camino conjunto a través del acompañamiento espiritual. Él creía que no podía haber un verdadero acompañamiento espiritual sin una verdadera amistad. Dicha amistad implica siempre una mutua comunicación y el enriquecimiento recíproco, lo que permite que la relación sea verdaderamente espiritual.
En el Oratorio de Valdocco, Don Bosco preparaba a sus muchachos para la vida y les hacía tomar conciencia del amor que Dios les tenía, les ayudó a amar su fe católica y a ponerla cotidianamente en práctica. Se preocupaba por mantener una relación individualizada con cada uno para proporcionarles, según las necesidades de cada uno, acompañamiento personal y grupal. Escribió así en su carta de Roma de 1884: “la familiaridad lleva al amor, y el amor lleva a la confianza. Es eso lo que abre los corazones, y los jóvenes lo revelan todo sin temor”. Manteniendo un hermoso equilibrio entre el ambiente sano y maduro, y la responsabilidad individual, el Oratorio se convirtió llegó a ser una casa, una parroquia, una escuela y un patio.
Don Bosco formó a su alrededor una comunidad en la que los propios jóvenes eran protagonistas. Fomentó la participación y el compartir de las responsabilidades entre eclesiásticos, salesianos y laicos. Le ayudaban a impartir el catecismo y otras lecciones, a ayudar en la iglesia, a guiar a los jóvenes en la oración, a prepararlos para la primera comunión y la confirmación, a asistir en el patio donde jugaban con los chicos, y a socorrer a los más necesitados al encontrarles empleo con algún empresario honrado. A cambio, Don Bosco cuidaba diligentemente de su vida espiritual, mediante encuentros personales, conferencias, dirección espiritual y administración de los sacramentos. Este ambiente dio lugar a una nueva cultura en la que existía un profundo amor a Dios y a la Virgen que, a su vez, creó un nuevo estilo de relación entre los jóvenes y los educadores, entre los laicos y los sacerdotes, entre los artesanos y los estudiantes.
Hoy la Comunidad Educativo-Pastoral (CEP), a través del Plan Educativo Pastoral Salesiano (PEPS), es el centro de comunión y de participación en el espíritu y la misión de Don Bosco. En la CEP fomentamos un nuevo modo de pensar, juzgar y actuar, un nuevo modo de afrontar los problemas y un nuevo estilo de relaciones – con los jóvenes, los salesianos y los laicos, de diversas maneras – como líderes y colaboradores.
Un elemento esencial del carisma de Don Bosco es el espíritu misionero que transmitió a sus salesianos y a toda la familia salesiana. Esto se resume en Da mihi animas y se expresa por medio del “corazón oratoriano” en el fervor, el impulso y la pasión por la evangelización, en particular de los jóvenes. Es la capacidad de diálogo intercultural e interreligioso, y la voluntad de ser enviados allí donde hay más necesidades, especialmente en las periferias.
UN TIEMPO DE CONVERSIÓN
La conversión personal y comunitaria será siempre necesaria porque reconocemos humildemente que todavía hay muchos obstáculos en nuestro interior para vivir la sinodalidad misionera: la sensación de que urge más enseñar que escuchar; cierto sentido de derecho a los privilegios; una incapacidad para ser transparentes y responsables; una lentitud para dialogar y una falta de presencia animadora entre los jóvenes; la propensión a controlar y a reclamar el derecho exclusivo en la toma de decisiones; la falta de confianza en la responsabilización de los laicos como compañeros de la misión; y la falta de reconocimiento de la presencia del Espíritu Santo en las culturas y en los pueblos, incluso antes de nuestra llegada.
En efecto, ¡la sinodalidad misionera salesiana es al mismo tiempo un don y una tarea!