Don Bosco y su madre

            En 1965 se conmemoró el 150 aniversario del nacimiento de Don Bosco. Entre las conferencias para la ocasión hubo una pronunciada por Mons. Giuseppe Angrisani, entonces Obispo de Casale, y Presidente Nacional de los Exalumnos Sacerdotes. El orador en su discurso, refiriéndose a Mamá Margarita, dijo de Don Bosco: “Afortunadamente para él esa madre estuvo a su lado durante muchos años, y pienso y creo no equivocarme al decir que el águila de los Becchi no habría volado hasta los confines de la tierra si la golondrina de la Serra di Capriglio no hubiera venido a anidar bajo la viga de la humildísima casa de la familia Bosco” (BS, sept. 1966, p. 10).
            La del ilustre orador era una imagen muy poética que, sin embargo, expresaba una realidad. No en vano, 30 años antes, G. Joergensen, sin querer profanar la Sagrada Escritura, se permitió comenzar su Don Bosco publicado por la SEI con las palabras: “En el principio estaba la madre”.
            La influencia materna en las actitudes religiosas del niño y en la religiosidad del adulto es reconocida por los expertos en psicología religiosa y es, en nuestro caso, más que evidente: San Juan Bosco, que siempre tuvo la mayor veneración por su madre, copió de ella un profundo sentido religioso de la vida. “Dios dominaba la mente de Don Bosco como un sol meridiano” (Pietro Stella).

Dios en la cima de sus pensamientos
            Es un hecho fácil de documentar: Don Bosco siempre tuvo a Dios en la cima de todos sus pensamientos. Hombre de acción, fue ante todo un hombre de oración. Él mismo recuerda que fue su madre quien le enseñó a rezar, es decir, a conversar con Dios:
            – Me hacía arrodillarme con mis hermanos por la mañana y por la noche, y todos juntos rezábamos nuestras oraciones (MO 21-22).
            Cuando Juan tuvo que abandonar el techo materno e ir a trabajar como peón a la granja de Moglia, la oración era ya su alimento y consuelo habituales. En aquella casa de Moncucco “los deberes de buen cristiano se cumplían con la regularidad de inveterados hábitos domésticos, siempre tenaces en las familias campesinas, muy tenaces en aquellos días de sana vida campestre” (E. Ceria). Pero Juan ya hacía algo más: rezaba de rodillas, rezaba a menudo, rezaba largamente. Incluso fuera de casa, mientras llevaba las vacas a pastar, se detenía de vez en cuando a rezar.
            Su mamá también le había inculcado en su corazón una tierna devoción a la Santísima Virgen. Cuando entró en el seminario, ella le dijo:
            – Cuando viniste al mundo, te consagré a la Santísima Virgen; cuando comenzaste tus estudios, te recomendé la devoción a esta nuestra Madre; y si llegas a ser sacerdote, recomienda y propaga siempre la devoción a María (MO, 89).

            Mamá Margarita, después de haber educado a su hijo Juan en la casita de los Becchi, después de haberle seguido maternalmente y de haberle animado en su duro camino vocacional, vivió diez años más a su lado, cubriendo una delicadísima función materna en la educación de aquellos jóvenes que había reunido, con un estilo que pervive en tantos aspectos de la praxis educativa de Don Bosco: conciencia de la presencia de Dios, laboriosidad que es sentido de la dignidad humana y cristiana, valentía que inspira obras, razón que es diálogo y aceptación del otro, amor exigente pero reconfortante.
            Sin duda alguna, por tanto, la madre desempeñó un papel singular en la educación y el apostolado temprano de su hijo, influyendo profundamente en el espíritu y el estilo de su obra futura.
            Don Bosco, hecho sacerdote y dedicado a la juventud, dio a su obra el nombre de Oratorio. No en vano el centro propulsor de todas las obras de Don Bosco se llamaba Oratorio. El título indica la actividad dominante, la finalidad principal de una empresa. Y Don Bosco, como él mismo confesó, dio el nombre de Oratorio a su “casa” para indicar claramente que la oración era el único poder con el que contaba.
            No disponía de ningún otro poder para animar sus oratorios, poner en marcha el hospicio, resolver el problema del pan cotidiano, sentar las bases de su Congregación. Muchos, lo sabemos, llegaron a dudar de su cordura.

            Lo que los grandes no entendían, lo entendían en cambio los pequeños, es decir, los jóvenes que, después de conocerle, ya no podían separarse de él. Veían en él la imagen viva del Señor. Siempre tranquilo y sereno, todo a su disposición, ferviente en la oración, gracioso en el hablar, paternal en guiarles hacia el bien, manteniendo siempre viva en todos la esperanza de la salvación. Si alguien, afirmaba un testigo, le hubiera preguntado a bocajarro: Don Bosco, ¿adónde va? él habría respondido: ¡Vamos al Paraíso!
            Este sentido religioso de la vida, que impregnaba todas las obras y escritos de Don Bosco, era una herencia evidente de su madre. La santidad de Don Bosco procedía de la fuente divina de la Gracia y tenía como modelo a Cristo, maestro de toda perfección, pero estaba enraizada en un valor espiritual materno, la sabiduría cristiana. El árbol bueno produce frutos buenos.

Ella se lo había enseñado
            La madre de Don Bosco, Margarita Occhiena, desde noviembre de 1846, cuando a los 58 años de edad, había dejado su casita de los Becchi, compartía con su hijo en Valdocco una vida de privaciones y sacrificios gastada por los chicos de la periferia de Turín. Habían pasado cuatro años y ahora sentía que sus fuerzas menguaban. Un gran cansancio había penetrado en sus huesos, una fuerte nostalgia en su corazón. Entró en la habitación de Don Bosco y le dijo: “Escúchame, Juan, ya no es posible seguir así. Cada día los chicos me hacen una. Ahora tiran mi ropa limpia tendida al sol en el suelo, ahora pisotean mis verduras en el huerto. Me rompen la ropa de tal manera que no hay forma de remendarla. Pierden calcetines y camisas. Se llevan las herramientas de la casa para sus diversiones y me hacen dar vueltas todo el día para encontrarlas. Yo, en medio de esta confusión, pierdo la cabeza, ¡Ya ves! Casi, casi, me vuelvo a los Becchi”.
            Don Bosco miró fijamente el rostro de su madre, sin hablar. Luego señaló el Crucifijo que colgaba de la pared. Mamá Margarita comprendió. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
            – Tienes razón, tienes razón, exclamó; y volvió a sus quehaceres, durante otros seis años, hasta su muerte (G.B. LEMOYNE, Mamá Margarita, Turín, SEI, 1956, p. 155-156).
            Mamá Margarita alimentaba una profunda devoción a la Pasión de Cristo, a esa Cruz que daba sentido, fuerza y esperanza a todas sus cruces. Así se lo había enseñado a su hijo. Le bastaba una mirada al Crucifijo. Para ella, la vida era una misión que cumplir, el tiempo un don de Dios, el trabajo una contribución humana al plan del Creador, la historia humana algo sagrado porque Dios, nuestro Señor, Padre y Salvador, está en el centro, principio y fin del mundo y del hombre.
            Ella había enseñado todo esto a su hijo con la palabra y el ejemplo. Madre e hijo: una fe y una esperanza puestas sólo en Dios, y una ardiente caridad que ardió en su corazón hasta la muerte.