Tras diez años de estudios en París y tres en la Universidad de Padua, Francisco de Sales regresó a Saboya poco antes del comienzo de la primavera de 1592. Confió a su primo Luis que estaba “cada vez más decidido a abrazar el estado eclesiástico, a pesar de la resistencia de sus padres”. No obstante, aceptó ir a Chambéry para inscribirse en el colegio de abogados del Senado de Saboya.
En realidad, estaba en juego todo el rumbo de su vida. Por un lado, la autoridad de su padre le ordenaba, ya que Francisco era el hijo mayor, que se planteara una carrera en el mundo; por otro, estaban sus inclinaciones y la creciente conciencia de que debía seguir una vocación particular: “ser de la Iglesia”. Si es cierto que “los padres lo hacen todo por el bien de sus hijos”, no es menos cierto que los puntos de vista de unos y otros no siempre coinciden. Su padre, el señor de Boisy, soñaba con una magnífica carrera para Francisco: senador del ducado y (¿por qué no?) presidente del Senado soberano de Saboya. Francisco de Sales escribiría un día que los padres “nunca están satisfechos y nunca saben dejar de hablar a sus hijos de los medios que pueden engrandecerlos”.
Ahora bien, para él la obediencia era un imperativo fundamental y lo que más tarde dirá a Filotea era una regla de vida que ciertamente siguió desde la infancia: “Debes obedecer humildemente a tus superiores eclesiásticos, como el Papa y el obispo, el párroco y sus representantes; debes obedecer después a tus superiores políticos, es decir, a tu príncipe y a los magistrados que instituyó en tu país; debes obedecer finalmente a los superiores de tu casa, es decir, a tu padre, a tu madre”. El problema surgía de la imposibilidad de conciliar las distintas obediencias. Entre la voluntad de su padre y la suya propia (que cada vez percibía más como la de Dios) la oposición se hizo inevitable. Sigamos las etapas de la maduración vocacional de un “dulce rebelde”.
Mirada retrospectiva
Para comprender el drama vivido por Francisco es necesario volver al pasado, porque este drama marcó toda su juventud y se resolvió en 1593. Desde que tenía unos diez años, Francisco cultivó en su interior su propio proyecto de vida. No pocos acontecimientos que vivió o provocó dan testimonio de ello. A los once años, antes de partir para París, había pedido permiso a su padre para recibir la tonsura. Esta ceremonia, durante la cual el obispo colocaba al candidato en el primer peldaño de una carrera eclesiástica, tuvo lugar realmente el 20 de septiembre de 1578 Clermont-en-Genevois. Su padre, que al principio se opuso, acabó cediendo, porque consideraba que no era más que un capricho infantil. Durante el examen preliminar, asombrado por la exactitud de las respuestas y la modestia del candidato, el obispo le dijo supuestamente: “Muchacho, anímate, serás un buen siervo de Dios”. En el momento de sacrificar su rubia cabellera, Francisco confesó que sentía cierto pesar. Sin embargo, el compromiso que contrajo quedará siempre fijado en su memoria. En efecto, confió un día a la Madre Angélique Arnauld: “Desde hace doce años, estoy tan decidido a ser de la Iglesia, que ni por ningún reino habría cambiado de intención”.
Cuando su padre, que no le era indiferente, decidió enviarle a París para que completara allí sus estudios, debió de sentir en su alma sentimientos contradictorios, descritos en el Tratado del amor de Dios: “Cuando un padre envía a su hijo a la corte o a sus estudios -escribió-, no llora al saludarle, lo que demuestra que, aunque quiere hacerlo según la parte superior, por el bien de su hijo, sin embargo, esa partida causa disgusto a la parte inferior, por lo que no le gustaría dejarle marchar”. Recordemos también la elección del colegio jesuita de París, preferido al de Navarra, el comportamiento de Francisco durante su formación, la influencia de la dirección espiritual del padre Possevino en Padua y todos los demás factores que podrían haber jugado a favor de la consolidación de su vocación eclesiástica.
Pero ante él se alzaba un obstáculo rocoso: la voluntad de su padre, a la que debía no sólo una humilde sumisión, según la costumbre de la época, sino algo más y mejor, pues “el amor y el respeto que un hijo profesa a su padre hacen que se decida no sólo a vivir según sus mandatos, sino también según los deseos y preferencias que expresa”. En París, hacia el final de su estancia, le impresionó profundamente la decisión del duque de Joyeuse, antiguo favorito de Enrique III, que se había hecho capuchino tras la muerte de su esposa. Según su amigo Jean Pasquelet, “si no hubiera temido contrariar el alma del señor de Boisy, su padre, siendo su hijo mayor, se habría hecho capuchino sin falta”.
Estudiaba por obediencia, pero también para ser útil a su prójimo. “Y sigue siendo cierto -declara el padre de Quoex- lo que me dijo cuando estuvo en París y en Padua: que no le interesaba tanto lo que estudiaba, sino más bien pensar si algún día podría servir dignamente a Dios y ayudar al prójimo mediante los estudios que realizaba”. En 1620 confió a François de Ronis: “Mientras estuve en Padua, estudié derecho para complacer a mi padre, y para complacerme a mí mismo estudié teología”. Del mismo modo, François Bochut declaró que “cuando fue enviado a Padua a estudiar derecho para complacer a sus padres, su inclinación le llevó a abrazar el estado eclesiástico”, y que allí “completó la mayor parte de sus estudios teológicos, dedicándoles la mayor parte de su tiempo”. Esta última afirmación parece claramente exagerada: Francisco de Sales ciertamente tuvo que dedicar la mayor parte de su tiempo y energía a los estudios jurídicos que formaban parte de su “deber de estado”. En cuanto a su padre, Jean-Pierre Camus relata esta significativa confidencia: “Tuve -me dijo- el mejor padre del mundo; pero era un buen hombre que había pasado la mayor parte de sus años en la corte y en la guerra, por lo que conocía las máximas mejor que las de la teología”.
Probablemente fue el padre Possevino quien se convirtió en su mejor apoyo para orientar su vida. Según su sobrino Carlos Augusto, Possevino le habría dicho: “Sigue pensando en las cosas divinas y estudiando teología”, añadiendo con dulzura: “Créeme, tu espíritu no está hecho para las fatigas del foro y tus ojos no están hechos para soportar su polvo; el camino del siglo es demasiado resbaladizo, hay peligro de perderse. ¿No hay más gloria en proclamar la palabra de nuestro buen Dios a miles de seres humanos, desde las catedrales de las iglesias, que en calentarse las manos golpeando con los puños en los estrados de los fiscales para dirimir las disputas?” Fue sin duda su atracción por este ideal lo que le permitió resistirse a ciertas maniobras y farsas desagradables de algunos camaradas que ciertamente no eran modelos de virtud.
Un discernimiento y una elección muy difíciles
En su viaje de regreso de Padua, Francisco de Sales llevaba consigo una carta de su antiguo profesor Panciroli dirigida a su padre, a quien le aconsejaba que enviara a su hijo al Senado. El señor de Boisy no quería otra cosa, y para ello había preparado para Francisco una rica biblioteca de derecho, le había proporcionado tierras y un título, y le había destinado a ser el señor de Villaroget. Por último, le pidió que se reuniera con Françoise Suchet, una adolescente de catorce años, “hija única y muy hermosa”, señaló Charles-Auguste, para hacer “los arreglos preliminares matrimoniales”. Francisco tenía veinticinco años, mayoría de edad según la mentalidad de la época y apta para el matrimonio. Su elección estaba hecha desde hacía mucho tiempo, pero no quiso crear rupturas, prefiriendo preparar a su padre para el momento favorable.
Se reunió varias veces con la joven, a la que, sin embargo, le hacía comprender que tenía otras intenciones. “Para complacer a su padre”, declaró François Favre en el proceso de beatificación, “visitó a la joven, cuyas virtudes admiraba”, pero “no se le pudo persuadir para que aceptara tal matrimonio, a pesar de todos los esfuerzos realizados a este respecto por su padre”. Francisco reveló igualmente a Amé Bouvard, su confidente: “Obedeciendo a mi padre, vi a la joven a la que me destinaba de todo corazón, admiré su virtud”, y añadió, sin rodeos y con convicción: “Créeme, te digo la verdad: mi único deseo ha sido siempre abrazar la vida eclesiástica”. Claude de Blonay afirmó haber oído de labios del propio Francisco “que había rechazado tan hermosa alianza, no por desprecio al matrimonio, del que sentía un gran respeto como sacramento, sino más bien por un cierto ardor, íntimo y espiritual, que le inclinaba a ponerse totalmente al servicio de la Iglesia y a ser todo de Dios, con un corazón indiviso”.
Mientras tanto, el 24 de noviembre de 1592, durante una sesión en la que dio loables pruebas de sus capacidades, había sido aceptado como abogado en el Colegio de Abogados de Chambéry. A su regreso de Chambéry, vio una señal celestial en un incidente relatado por Michel Favre: “El caballo se desplomó bajo él y la espada de su vaina se posó en el suelo con la punta apuntándole, [por lo que] de ello extrajo una prueba convincente más de que Dios le quería a su servicio, junto con la esperanza de que le proporcionaría los medios”. Según Charles-Auguste, la espada “de su vaina había trazado una especie de cruz”. Lo que parece cierto es que la perspectiva de una profesión de abogado no debió entusiasmarle, si se da crédito a lo que escribiría más tarde:
[Según algunos,] cuando el camaleón se hincha, cambia de color; otros dicen que esto sucede por miedo y aprensión. Demócrito afirma que la lengua que le arrancaron, mientras estaba vivo, permitió a quienes la tenían en la boca ganar las pruebas; esto se aplica también al lenguaje de los abogados, que son verdaderos camaleones.
Pocas semanas después, le concedieron la licencia de senador de Turín. Era un honor extraordinario para su edad, porque si “los abogados discuten en el foro con muchas palabras sobre los hechos y los derechos de las partes”, “el Parlamento o el Senado resuelven todas las dificultades con un decreto de arriba”. Francisco no quiso aceptar este alto cargo, que podría alterar una vez más todos los hechos del problema. A pesar del escandalizado asombro de su padre y de la presión de sus mejores amigos, mantuvo estrictamente su negativa. E incluso cuando se le mostró que la acumulación de cargos civiles y eclesiásticos era permisible, replicó que “no se debían mezclar las cosas sagradas con las profanas”.
Finalmente llegó el día en que, por una feliz combinación de circunstancias, pudo desenredar una complicada situación que podría haber degenerado en una dolorosa ruptura con su familia. Pocos meses después, y precisamente tras la muerte del rector de la catedral en octubre de 1592, algunos confidentes habían presentado, sin que él lo supiera, una solicitud a Roma para este cargo, lo que le convertía en la primera persona de la diócesis después del obispo. El 7 de mayo de 1593 llegó el nombramiento romano. Dos días después tuvo lugar el encuentro que marcaría el punto de inflexión de su vida. Con el apoyo de su madre, Francisco hizo a su anciano padre una petición que nunca se había atrevido a hacer: “Ten la cortesía, padre mío, […] de permitirme ser de la Iglesia”.
Fue un durísimo golpe para el Señor de Boisy, que de repente vio cómo se desmoronaban sus planes. Se quedó “estupefacto”, pues no esperaba semejante petición. Charles-Auguste añade que “su señora no lo estaba menos”, pues había estado presente en la escena. Para el padre, el deseo de su hijo de ser sacerdote era un “estado de ánimo” que alguien le había metido en la cabeza o “aconsejado”.
Esperaba -le dijo- que fueras el bastón de mi vejez, y en cambio te alejas de mí antes de tiempo. Ten cuidado con lo que haces. Quizá aún necesites madurar en tu decisión. Tu cabeza está hecha para una boina más majestuosa. Has dedicado tantos años al estudio de la ley: la jurisprudencia no te servirá de nada bajo la sotana de un sacerdote. Tienes hermanos para los que debes ser un padre cuando faltan.
Para Francisco era una necesidad interior, una “vocación” que comprometía toda su persona y toda su vida. Su padre respetaba el sacerdocio, pero seguía considerándolo una simple función, una profesión. Ahora, la reforma católica pretendía dar al sacerdocio una configuración renovada, más elevada y exigente, es decir, considerarlo una llamada de Dios sancionada por la Iglesia. El deber de responder a esta llamada divina correspondía quizá también a un nuevo derecho de la persona humana, que Francisco defendió frente a la decisión “unilateral” de su padre. Éste, tras exponer todas sus buenas razones contra tal proyecto, sabiendo que su hijo ocuparía un puesto muy honorable, acabó cediendo: “Por Dios, haz lo que creas”.
En una obra aparecida en 1669, Nicolas de Hauteville comentó este episodio, comparando el drama del Señor de Boisy con el de Abraham, a quien Dios había ordenado sacrificar a su hijo. Pero con esta diferencia, que era Francisco quien había impuesto el sacrificio a su padre. En efecto, escribía el antiguo cronista, “toda la adolescencia y juventud [de Francisco] fue una época de alegría, esperanza y consuelo muy gratificante para su buen padre, pero al final hay que confesar que este [nuevo] Isaac fue para él un muchacho causa de preocupaciones, amarguras y dolores”. Y agregaba que “la lucha que se desencadenó en su interior le hizo enfermar gravemente, pues le resultaba difícil permitir que este hijo tan querido se casara con un breviario en lugar de con una apuesto y rica joven heredera de una muy noble y antigua casa de Saboya”.