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            Formado según en la doctrina cristiana desde la infancia, en su ambiente familiar, luego en las escuelas y finalmente en contacto con los jesuitas, Francisco de Sales había asimilado perfectamente el contenido y el método de la catequesis de la época.

Una experiencia de catequesis en Thonon
            El misionero de Chiablese se preguntaba cómo catequizar a la juventud de Thonon, que había crecido impregnada de calvinismo. Los medios autoritarios no son necesariamente los más eficaces. ¿No era mejor atraer a los jóvenes e interesarlos? Este era el método que solía seguir el prebítero de Sales durante su estancia como misionero en Chiablese.
            También había intentado una experiencia que merece ser recordada. El 16 de julio de 1596, aprovechando la visita de sus dos jóvenes hermanos, Jean-François de dieciocho años y Bernard de trece, organizó una especie de recitación pública del catecismo para atraer a la juventud de Thonon. Él mismo compuso un texto en forma de preguntas y respuestas sobre las verdades fundamentales de la fe, e invitó a su hermano Bernard a responder.
            El método del catequista es interesante. Al leer este pequeño catecismo dialogado, hay que recordar que no se trata simplemente de un texto escrito, sino de un diálogo destinado a ser representado ante un público de jóvenes en forma de “teatrito”. En realidad, la “representación” tenía lugar en un “escenario”, o podio, como era costumbre entre los jesuitas del colegio de Clermont. De hecho, hay indicaciones escénicas al principio:

Francisco, hablando en primer lugar, dirá: Hermano mío, ¿eres cristiano?
Bernard, situado frente a Francisco, responderá: Sí, hermano mío, por la gracia de Dios.

            Lo más probable es que el autor haya previsto el uso de gestos para hacer más viva la recitación. A la pregunta: “¿Cuántas cosas debes saber para salvarte?”, la respuesta es: “¡Cuántos dedos de la mano!”, expresión que Bernard debía pronunciar con gestos, es decir, señalando los cinco dedos de la mano: el pulgar para la fe, el índice para la esperanza, el corazón para la caridad, el anular para los sacramentos, el meñique para las buenas obras. Del mismo modo, al tratar de las diferentes unciones del bautismo, Bernard debía colocar la mano primero sobre el pecho, para indicar que la primera unción consiste en “ser abrazado por el amor de Dios”; después sobre los hombros, porque la segunda unción tiene por objeto “hacernos fuertes para llevar el peso de los mandamientos y preceptos divinos”; finalmente sobre la frente para revelar que la finalidad de la última unción es “hacernos confesar públicamente, sin temor y sin vergüenza, nuestra fe en Nuestro Señor”.
            Se da gran importancia a la “señal de la cruz”, normalmente acompañada de la fórmula En el nombre del Padre con la que comenzaba el catecismo, un signo que con el gesto de la mano sigue, en las partes del cuerpo, un recorrido invertido respecto a la unción bautismal: la frente, el pecho y los dos hombros. La señal de la cruz, diría Bernard, es “el verdadero signo del cristiano”, añadiendo que “el cristiano debe hacerla en todas sus oraciones y en sus principales acciones”.
            Cabe señalar también que el uso sistemático de los números servía de medio mnemotécnico. De este modo, el catequizado aprende que hay tres promesas bautismales (renunciar al demonio, profesar la fe y guardar los mandamientos), doce artículos del Credo, diez mandamientos de Dios, tres tipos de cristianos (herejes, malos cristianos y verdaderos cristianos), cuatro partes del cuerpo que hay que ungir (el pecho, los dos hombros y la frente), tres unciones, cinco cosas necesarias para salvarse (fe, esperanza, caridad, sacramentos y buenas obras), siete sacramentos y tres buenas obras (oración, ayuno y limosna).
            Si se examina atentamente el contenido de este catecismo dialogal, es fácil detectar su insistencia en varios puntos impugnados por los protestantes. El tono fuerte de ciertas afirmaciones recuerda la proximidad de Thonon con Ginebra y el ardor polémico de la época.
            Desde el principio, aparece una invocación a la “bendita Virgen María”. A propósito de la observancia de los Diez Mandamientos, se precisa que hay que añadir los preceptos de “nuestra santa Madre Iglesia”. En los tres tipos de cristianos, los herejes son los que “no tienen más que el nombre”, “estando fuera de la Iglesia católica, apostólica y romana”. Los sacramentos son siete en número. Los ritos y ceremonias de la Iglesia no son meros actos simbólicos, sino que producen un cambio real en el alma del creyente debido a la eficacia de la gracia. También se observa la insistencia en las “buenas obras” para salvarse y la práctica de la “santa señal de la Cruz”.
            A pesar de la “puesta en escena” bastante excepcional con la participación del hermano menor, este tipo de catequesis debía repetirse a menudo y bajo formas bastante similares. Se sabe, en efecto, que el Apóstol de Chiablese “enseñaba el catecismo, lo más a menudo posible, en público o en casas particulares”.

El obispo catequista
            Convertido en obispo de Ginebra, pero residente en Annecy, Francisco de Sales enseñó personalmente el catecismo a los niños. Tuvo que dar ejemplo a canónigos y párrocos que dudaban en rebajarse a este tipo de ministerio: es bien sabido, diría un día, que “muchos quieren predicar, pero pocos hacen el catecismo”. Según un testigo, el obispo “se tomó la molestia de enseñar el catecismo en persona durante dos años en la ciudad, sin ser ayudado por otros”.
            Un testigo lo describe sentado “en un pequeño teatro creado al efecto, y, mientras estaba allí, interrogaba, escuchaba y enseñaba no sólo a su pequeño auditorio, sino también a todos los que acudían de todas partes, acogiéndolos con una facilidad y afabilidad increíbles”. Su atención se centraba en las relaciones personales que debía establecer con los niños: antes de interrogarlos, “los llamaba a todos por su nombre, como si tuviera la lista en la mano”.
            Para hacerse entender, utilizaba un lenguaje sencillo, sacando a veces las comparaciones más inesperadas de la vida cotidiana, como la del perrito: “Cuando venimos al mundo, ¿cómo nacemos? Nacemos como perritos que, lamidos por su madre, abren los ojos. Así, cuando nacemos, nuestra santa madre Iglesia nos abre los ojos con el bautismo y la doctrina cristiana que nos enseña’”
            Con la ayuda de algunos colaboradores, el obispo preparó unos “tarjetas” en los que estaban escritos los puntos principales que debían aprenderse de memoria durante la semana para poder recitarlos los domingos. Pero ¿cómo hacerlo si los niños aún no sabían leer y sus familias también eran analfabetas? Había que contar con la ayuda de personas benévolas: párrocos, vicepárrocos, maestros de escuela, que estuvieran disponibles durante la semana para dar las repeticiones.
            Como buen educador, repetía con demasiada frecuencia las mismas preguntas con las mismas explicaciones. Cuando el niño se equivocaba en la recitación de sus notas o en la pronunciación de palabras difíciles, “sonreía tan amablemente y, corrigiendo el error, volvía a encaminar al interrogado de un modo tan encantador que parecía que, de no haberse equivocado, no habría podido pronunciarlo tan bien; lo que redoblaba el valor de los pequeños y aumentaba singularmente la satisfacción de los mayores”.
            La pedagogía tradicional de la emulación y la recompensa tenía su lugar en las intervenciones de este antiguo alumno de los jesuitas. Un testigo relata esta representación: “Los pequeños corrían exultantes de alegría, compitiendo entre sí; se enorgullecían cuando podían recibir de manos del Beato algún regalito como estampitas, medallas, coronas y agnus dei, que les daba cuando habían respondido bien, y también caricias especiales que les hacía para animarles a aprender bien el catecismo y a responder correctamente”.
            Ahora bien, esta catequesis a los niños atraía a los adultos, y no sólo a los padres, sino también a grandes personalidades, “médicos, presidentes de cámara, consejeros y maestros, religiosos y superiores de monasterios”. Todos los estratos sociales estaban representados, “tanto nobles como clérigos y gente del pueblo”, y la multitud estaba tan abarrotada que “uno no podía moverse”. La gente acudía de la ciudad y de los alrededores.
            Se había creado, pues, un movimiento, una especie de fenómeno contagioso. Según algunos, “ya no se trataba del catecismo de los niños, sino de la educación pública de todo el pueblo”. La comparación con el movimiento creado en Roma medio siglo antes por las asambleas vivas y alegres de San Felipe Neri viene espontáneamente a la mente. En palabras del Padre Lajeunie, “el Oratorio de San Felipe parecía renacer en Annecy”.
            El obispo no se contentaba con fórmulas aprendidas de memoria, aunque estaba lejos de despreciar el papel de la memoria. Insistía en que los niños supieran lo que debían creer y comprendieran la enseñanza.
            Sobre todo, quería que la teoría aprendida durante el catecismo se convirtiera en práctica en la vida cotidiana. Como escribió uno de sus biógrafos, “no sólo enseñaba lo que hay que creer, sino que también persuadía a vivir de acuerdo con lo que se cree”. Animaba a sus oyentes de todas las edades “a acercarse con frecuencia a los sacramentos de la confesión y la comunión”, “les enseñaba personalmente el modo de prepararse adecuadamente”, y “explicaba los mandamientos del Decálogo y de la Iglesia, los pecados capitales, utilizando ejemplos apropiados, símiles y exhortaciones tan cariñosamente atractivas, que todos se sentían dulcemente obligados a cumplir con su deber y abrazar la virtud que se les enseñaba”.
            En cualquier caso, el obispo catequista estaba encantado con lo que hacía. Cuando se encontraba entre los niños, dice un testigo, parecía “estar entre sus delicias”. A la salida de una de estas catequesis, en carnaval, tomó la pluma para contárselo a Juana de Chantal:

Acabo de terminar la escuela de catecismo, donde me he divertido un poco, ridiculizando las máscaras y los bailes para hacer reír al público; estaba de buen humor, y un numeroso público me ha invitado con sus aplausos a seguir siendo un niño con los niños. Me dicen que lo consigo, ¡y yo lo creo!


            Le gustaba hablar de las bellas expresiones de los niños, a veces asombrosas por su profundidad. En la carta que acabamos de citar, relataba a la baronesa la respuesta que acababan de darle a la pregunta: ¿Es Jesucristo nuestro? “No hay que dudarlo lo más mínimo: Jesucristo es nuestro”, le había contestado una niña, que añadió: “Sí, es más mío que yo suya y más que yo misma”.


San Francisco de Sales y su “pequeño mundo”
            El ambiente familiar, cordial y alegre que reinaba en la catequesis era un importante factor de éxito, favorecido por la armonía natural que existía entre la límpida alma cariñosa de Francisco y los niños, a los que llamaba su “pequeño mundo”, porque había conseguido “ganarse sus corazones”.
            Cuando caminaba por las calles, los niños corrían delante de él; a veces se le veía tan rodeado de ellos que no podía ir más lejos. Lejos de irritarse, los acariciaba, se entretenía con ellos, preguntándoles: “¿De quién eres hijo? ¿Cómo te llamas?”

            Según su biógrafo, un día diría “que le gustaría tener el placer de ver y considerar cómo el espíritu de un niño se abre y se expande poco a poco”.

P. Wirth MORAND
Salesiano de Don Bosco, profesor universitario, biblista e historiador salesiano, miembro emérito del Centro de Estudios Don Bosco, autor de varios libros.