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            En 1578 Francisco de Sales tenía 11 años. Su padre, deseoso de hacer de su hijo mayor una figura prominente en Saboya, lo envió a París para que continuara sus estudios en la capital intelectual de la época. El internado al que quería que asistiera era el colegio de los nobles, pero Francisco prefirió el de los jesuitas. Con la ayuda de su madre, ganó su caso y se convirtió en alumno de los jesuitas en su internado de Clermont.

            Recordando un día sus estudios en París, Francisco de Sales no escatimaría elogios: Saboya le había concedido “sus comienzos en las bellas letras”, escribiría, pero fue en la Universidad de París, “muy floreciente y muy frecuentada”, donde se había “aplicado en serio primero a las bellas letras, luego a todos los campos de la filosofía, con una facilidad y un provecho, favorecidos por el hecho de que, hasta los tejados, por así decirlo, y las paredes parecen filosofar”.
            En una página del Teotimo, Francisco de Sales relata un recuerdo de París de aquella época, en el que reconstruye el clima en el que estaba inmersa la juventud estudiantil de la capital, dividida entre los placeres prohibidos, la herejía de moda y la devoción monástica:

Cuando yo era joven en París, dos estudiantes, uno de los cuales era hereje, mientras pernoctaban en el suburbio de Saint-Jacques, disipándose de manera disoluta, oyeron tocar la campana matutina en la iglesia de los Cartujos; habiendo preguntado el hereje a su compañero católico por qué tocaba aquella campana, éste le ilustró sobre cuán devotamente se celebraban los santos oficios en aquel monasterio; ¡Oh Dios, dijo, ¡qué diferente del nuestro es el ejercicio de esos religiosos! Ellos realizan el de los ángeles, y nosotros el de los animales brutos. Al día siguiente, deseando comprobar por sí mismo lo que había aprendido del relato de su compañero, vio a aquellos padres en sus puestos, alineados como estatuas de mármol en sus nichos, inmóviles, sin hacer ningún gesto, excepto el de salmodiar, lo que hacían con una atención y devoción verdaderamente angelicales, según la costumbre de aquella santa orden. Entonces aquel joven, embelesado por la admiración, se sintió embargado por una extrema consolación al ver a Dios tan bien adorado por los católicos, y decidió, cosa que hizo entonces, entrar en el seno de la Iglesia, verdadera y única esposa de aquel que le había visitado con su inspiración en el deshonroso lecho de infamia en el que yacía.

            Otra anécdota muestra también que Francisco de Sales no ignoraba el espíritu rebelde de los parisinos, que les hacía “aborrecer las acciones mandadas”. Se trataba de un hombre “que, después de vivir ochenta años en la ciudad de París, sin abandonarla jamás, en cuanto el rey le ordenó permanecer allí el resto de sus días, salió inmediatamente a ver el campo, cosa que no había deseado en toda su vida”.

Estudios humanísticos
            Los jesuitas estaban entonces animados por el ímpetu de sus orígenes. Francisco de Sales pasó diez años en su colegio, cubriendo todo el plan de estudios, pasando de la gramática a los estudios clásicos, pasando por la retórica y la filosofía. Como alumno externo, vivía no lejos del colegio con su tutor, el P. Déage, y sus tres primos, Amé, Louis y Gaspard.
            El método de los jesuitas consistía en la conferencia del profesor (praelectio), seguida de numerosos ejercicios por parte de los alumnos, como la composición de versos y discursos, la repetición de conferencias, declamaciones, temas, conversaciones y disputas (disputatio) en latín. Para motivar a sus alumnos, los profesores apelaban a dos “inclinaciones” presentes en el alma humana: el placer, alimentado por la imitación de los antiguos, el sentido de la belleza y la búsqueda de la perfección literaria; y el esfuerzo o emulación, estimulado por el sentido del honor y el premio para los vencedores. En cuanto a las motivaciones religiosas, se trataba ante todo de buscar la mayor gloria de Dios (ad maiorem Dei gloriam).
            Repasando los escritos de Francisco, uno se da cuenta de hasta qué punto su cultura latina era amplia y profunda, aunque no siempre leyera a los autores en el texto original. Cicerón tiene ahí su lugar, pero más bien como filósofo; es un gran espíritu, si no el más grande “entre los filósofos paganos”. Virgilio, príncipe de los poetas latinos, no es olvidado: en medio de un periódico, aparece de repente una línea de la Eneida o de las Églogas, embelleciendo la frase y estimulando la curiosidad. Plinio el Viejo, autor de la Historia Natural, proporcionará a Francisco de Sales una reserva casi inagotable de comparaciones, “símiles” y datos curiosos, a menudo fantasmagóricos.
            Al término de sus estudios literarios, obtuvo el “bachillerato” que le abrió el acceso a la filosofía y a las “artes liberales”.

La filosofía y las “artes liberales”
            Las “artes liberales” abarcaban no sólo la filosofía propiamente dicha, sino también las matemáticas, la cosmografía, la historia natural, la música, la física, la astronomía, la química, todo ello “entremezclado con consideraciones metafísicas”. También hay que señalar el interés de los jesuitas por las ciencias exactas, más cercano en esto al humanismo italiano que al francés.
            Los escritos de Francisco de Sales muestran que sus estudios de filosofía dejaron huellas en su universo mental. Aristóteles, “el cerebro más grande” de la antigüedad, está presente por doquier en Francisco. De Aristóteles, escribió, debemos este “antiguo axioma entre los filósofos, que todo hombre desea conocer”. Lo que más le sorprendió de Aristóteles fue que había escrito “un admirable tratado sobre las virtudes”. En cuanto a Platón, lo considera un “gran espíritu”, si no “el más grande”. Tenía en gran estima a Epicteto, “el mejor hombre de todo el paganismo”.

            Los conocimientos relativos a la cosmografía, correspondientes a nuestra geografía, se vieron favorecidos por los viajes y descubrimientos de la época. Completamente ignorante de la causa del fenómeno del norte magnético, sabía perfectamente que “esta estrella polar” es aquella “hacia la que tiende constantemente la aguja de la brújula; gracias a ella los timoneles se guían en el mar y pueden saber adónde les llevan sus rutas”. El estudio de la astronomía abrió su espíritu al conocimiento de las nuevas teorías copernicanas.
            En cuanto a la música, confiesa que, sin ser un entendido en ella, disfrutaba sin embargo “mucho”. Dotado de un sentido innato de la armonía en todas las cosas, admitió no obstante que conocía la importancia de la discordancia, que es la base de la polifonía: “Para que la música sea bella, se requiere no sólo que las voces sean claras, nítidas y distintas, sino también que estén enlazadas de tal modo que constituyan una consonancia y una armonía agradables, en virtud de la unión existente en la distinción y distinción de las voces, lo que, no sin razón, se llama acorde discordante, o mejor dicho, discordia concordante”. El laúd se menciona a menudo en sus escritos, lo que no es de extrañar, sabiendo que el siglo XVI fue la edad de oro de este instrumento.

Actividades extraescolares
            La escuela no absorbía por completo la vida de nuestro joven, que también necesitaba relajarse. A partir de 1560, los jesuitas iniciaron nuevas orientaciones, como la reducción del horario diario, la inserción del recreo entre las horas de clase y las de estudio, el descanso después de las comidas, la creación de un amplio “patio” para el recreo, el paseo una vez a la semana y las excursiones. El autor de la Filotea recuerda los juegos en los que tuvo que participar durante su juventud, cuando enumera “el juego de la pallacorda (especie de tenis), la pelota, las carreras de sortijas, el ajedrez y otros juegos de mesa”. Una vez a la semana, los jueves, o si esto no era posible, los domingos, se reservaba una tarde entera para divertirse en el campo.
            ¿El joven Francisco asistía e incluso participaba en obras de teatro en el internado de Clermont? Es más que probable, porque los jesuitas eran los promotores de obras de teatro y comedias morales presentadas en público en un escenario, o en tarimas montadas sobre caballetes, incluso en la iglesia del colegio. El repertorio se inspiraba generalmente en la Biblia, en la vida de los santos, especialmente en los actos de los mártires, o en la historia de la Iglesia, sin excluir escenas alegóricas como la lucha de las virtudes contra los vicios, diálogos entre la fe y la Iglesia, entre la herejía y la razón. Generalmente se consideraba que una representación de este tipo bien valía un sermón bien pronunciado.

Equitación, esgrima y danza
            Su padre veló por la completa formación de Francisco como perfecto caballero y la prueba está en que le exigió que se dedicara a aprender las “artes de la nobleza” o artes caballerescas en las que él mismo destacaba. Francisco tuvo que practicar la equitación, la esgrima y la danza.
            En cuanto a la práctica de la esgrima, se sabe que distinguía la tarea caballeresca, del mismo modo que llevar una espada formaba parte de los privilegios de la nobleza. La esgrima moderna, nacida en España a principios del siglo XV, había sido codificada por los italianos, que la dieron a conocer en Francia.
            Francisco de Sales tuvo a veces ocasión de mostrar su destreza en el manejo de la espada durante asaltos reales o simulados, pero a lo largo de su vida libró desafíos a duelo que a menudo acababan con la muerte de un contendiente. Su sobrino contó que, durante su misión en Thonon, incapaz de detener a dos “desgraciados” que “practicaban la esgrima con espadas desnudas” y “no dejaban de cruzar sus espadas una contra otra”, “el hombre de Dios, confiando en su destreza, aprendida debidamente durante mucho tiempo, se lanzó contra ellos y los derrotó de modo que lamentaron su indigna acción”.
            En cuanto a la danza que había adquirido títulos nobiliarios en las cortes italianas, parece que fue introducida en la corte francesa por Catalina de Médicis, esposa de Enrique II. ¿Participó Francisco de Sales en algún ballet, danza figurativa, acompañada de música? No es imposible, pues tenía conocidos en algunas de las grandes familias.
            En sí mismas, escribiría más tarde en la Filotea, las danzas no son algo malo; todo depende del uso que se haga de ellas: “Jugar, bailar es lícito cuando se hace por diversión y no por afecto”. Añadamos a todos estos ejercicios el aprendizaje de la cortesía y los buenos modales, especialmente con los jesuitas, que prestaban mucha atención a la “urbanidad”, la “modestia” y la “honestidad”.

Formación religiosa y moral
            En el plano religioso, la enseñanza de la doctrina cristiana y del catecismo era de gran importancia en los colegios jesuitas. El catecismo se enseñaba en todas las clases, se aprendía de memoria en las inferiores siguiendo el método de la disputatio y con premios para los mejores. A veces se organizaban concursos públicos con una puesta en escena motivada por la religión. Se cultivaba el canto sagrado, que los luteranos y calvinistas habían desarrollado mucho. Se hacía especial hincapié en el año litúrgico y las fiestas, utilizando “historias” de las Sagradas Escrituras.
            Comprometidos con el restablecimiento de la práctica de los sacramentos, los jesuitas animaban a sus alumnos no sólo a asistir diariamente a misa, costumbre nada excepcional en el siglo XVI, sino también a la comunión eucarística frecuente, a la confesión frecuente y a la devoción a la Virgen y a los santos. Francisco respondió con fervor a las exhortaciones de sus maestros espirituales, comprometiéndose a comulgar “lo más a menudo posible”, “al menos cada mes”.
            Con el Renacimiento, la virtus de los antiguos, debidamente cristianizada, volvió al primer plano. Los jesuitas se convirtieron en sus protagonistas, alentando a sus alumnos al esfuerzo, la disciplina personal y la autorreforma. Francisco se adhirió sin duda al ideal de las virtudes cristianas más estimadas, como la obediencia, la humildad, la piedad, la práctica del deber del propio estado, el trabajo, las buenas costumbres y la castidad. Más tarde dedica toda la parte central de su Filotea al “ejercicio de las virtudes”.

Estudio de la Biblia y teología
            Un domingo de carnaval de 1584, mientras todo París salía a divertirse, su tutor vio que Francisco parecía preocupado. Sin saber si estaba enfermo o melancólico, le propuso que asistiera a los espectáculos de carnaval. A esta propuesta, el joven respondió con esta oración tomada de las Escrituras: “Aparta mis ojos de las cosas vanas”, y añadió: “Domine, fac ut videam”. ¿Ver qué? “La Sagrada Teología”, fue su respuesta; “me enseñará lo que Dios quiere que mi alma aprenda”. El P. Déage, que preparaba su doctorado en la Sorbona, tuvo la sabiduría de no oponerse al deseo de su corazón. Francisco se entusiasmó con las ciencias sagradas hasta el punto de saltarse las comidas. Su tutor le daba sus propios apuntes y le permitía asistir a debates públicos sobre teología.

            La fuente de esta devoción no se encontraba tanto en los cursos de teología de la Sorbona como en las clases de exégesis del Colegio Real. Tras su fundación en 1530, este Colegio fue testigo del triunfo de nuevas tendencias en el estudio de la Biblia. En 1584, Gilbert Genebrard, benedictino de Cluny, comentó el Cantar de los Cantares. Más tarde, cuando compuso su Teotimo, el obispo de Ginebra se acordó de este maestro y lo nombró “con reverencia y emoción, porque -escribió- fui su alumno, aunque infructuoso cuando enseñaba en el colegio real de París”. A pesar de su rigor filológico, Genebrard le transmitió una interpretación alegórica y mística del Cantar de los Cantares, que le encantó. Como escribe el padre Lajeunie, Francisco encontró en este libro sagrado “la inspiración de su vida, el tema de su obra maestra y la mejor fuente de su optimismo”.
            Los efectos de este descubrimiento no se hicieron esperar. El joven estudiante vivió un periodo marcado por un fervor excepcional. Se unió a la Congregación de María, una asociación promovida por los jesuitas, que reunía a la élite espiritual de los estudiantes de su colegio, del que pronto se convirtió en asistente y luego en “prefecto”. Su corazón estaba inflamado por el amor de Dios. Citando al salmista, decía que estaba “ebrio de la abundancia” de la casa de Dios, lleno del torrente de la “voluptuosidad” divina. Su mayor afecto estaba reservado a la Virgen María, “bella como la luna, resplandeciente como el sol”.

La Devoción en crisis
            Este fervor sensible duró un tiempo Luego vino una crisis, un “extraño tormento”, acompañado del “miedo a la muerte repentina y al juicio de Dios”. Según el testimonio de la madre de Chantal, “dejó casi por completo de comer y dormir y se volvió muy delgado y pálido como la cera”. Dos explicaciones han atraído la atención de los comentaristas: las tentaciones contra la castidad y la cuestión de la predestinación. No es necesario detenerse en las tentaciones. La forma de pensar y actuar del mundo circundante, los hábitos de ciertos compañeros que frecuentaban a “mujeres deshonestas”, le ofrecían ejemplos e invitaciones capaces de atraer a cualquier joven de su edad y condición.
            Otro motivo de crisis era la cuestión de la predestinación, tema que estaba a la orden del día entre los teólogos. Lutero y Calvino lo habían convertido en su caballo de batalla en la disputa sobre la justificación sólo por la fe, independientemente de los “méritos” que el hombre pueda adquirir mediante las buenas obras. Calvino había afirmado con decisión que Dios “determinó lo que quería hacer con cada hombre individualmente, pues no los crea a todos en la misma condición, sino que destina a unos a la vida eterna y a otros a la condenación eterna”. En la misma Sorbona, donde Francisco seguía cursos, se enseñaba, con la autoridad de San Agustín y Santo Tomás, que Dios no había decretado la salvación de todos los hombres.
            Francisco se creía reprobado por Dios y destinado a la condenación eterna y al infierno. En el colmo de su angustia, realizó un acto heroico de amor desinteresado y de abandono a la misericordia de Dios. Incluso llegó a la conclusión, absurda desde un punto de vista lógico, de aceptar voluntariamente ir al infierno, pero a condición de no maldecir al Bien Supremo. La solución a su “extraño tormento” se conoce, en particular, a través de las confidencias que hizo a la madre de Chantal: un día de enero de 1587, entró en una iglesia cercana y, tras rezar en la capilla de la Virgen, le pareció que su enfermedad había caído a sus pies como “escamas de lepra”.
            En realidad, esta crisis tuvo algunos efectos realmente positivos en el desarrollo espiritual de Francisco. Por un lado, le ayudó a pasar de la devoción sensible, quizá egoísta e incluso narcisista, al amor puro, despojado de toda gratificación interesada e infantil. Y por otra, abrió su espíritu a una nueva comprensión del amor de Dios, que quiere la salvación de todos los seres humanos. Ciertamente, siempre defenderá la doctrina católica sobre la necesidad de las obras para salvarse, fiel en esto a las definiciones del Concilio de Trento, pero el término “mérito” no gozará de sus simpatías. La verdadera recompensa del amor sólo puede ser el amor. Estamos aquí en la raíz del optimismo salesiano.

Equilibrio
            Es difícil exagerar la importancia de los diez años vividos por el joven Francisco de Sales en París. Allí concluyó sus estudios en 1588 con la licencia y el magisterio “en artes”, lo que le abrió el camino a estudios superiores de teología, derecho y medicina. ¿Cuáles eligió, o más bien, cuáles le impuso su padre? Conociendo los ambiciosos planes que su padre tenía para su hijo mayor, se comprende que el estudio del derecho fuera su preferencia. Francisco estudió Derecho en la Universidad de Padua, en la República de Venecia.
            De los once a los veintiún años, es decir, durante los diez años de su adolescencia y juventud, Francisco fue alumno de los jesuitas en París. La formación intelectual, moral y religiosa que recibió de los padres de la Compañía de Jesús dejaría una huella que conservaría durante toda su vida. Pero Francisco de Sales conservó su originalidad. No cayó en la tentación de hacerse jesuita, sino capuchino. El “salesianidad” siempre tendrá rasgos demasiado particulares como para asimilarse sin más a otras formas de ser y de reaccionar ante las personas y los acontecimientos.

P. Wirth MORAND
Salesiano de Don Bosco, profesor universitario, biblista e historiador salesiano, miembro emérito del Centro de Estudios Don Bosco, autor de varios libros.