San Francisco de Sales estudiante universitario en Padua (1/2)
Francisco fue a Padua, ciudad perteneciente a la República de Venecia, en octubre de 1588, acompañado de su hermano cadete Gallois, un niño de doce años que estudiará con los jesuitas, y de su fiel tutor, don Déage. A finales del siglo XVI, la facultad de Derecho de la Universidad de Padua gozaba de una extraordinaria reputación, que superaba incluso a la del famoso Studium de Bolonia. Cuando pronunció su Discurso de acción de gracias tras su promoción a doctor, Francisco de Sales tejió sus elogios en forma ditirámbica:
Hasta ese momento, yo no había dedicado ningún trabajo a la santa y sagrada ciencia de la ley: pero cuando, después, decidí comprometerme a tal estudio, no tuve absolutamente ninguna necesidad de buscar a donde dirigirme o a donde ir; este colegio de Padua inmediatamente me atrajo por su celebridad y, bajo los auspicios más favorables, de hecho, en ese momento, tenía doctores y lectores como nunca había tenido y nunca más tendré mayores.
Diga lo que diga, lo cierto es que la decisión de estudiar Derecho no partió de él, sino que le fue impuesta por su padre. Otras razones podrían haber jugado a favor de Padua, a saber, la necesidad que el Senado de un Estado bilingüe tenía de magistrados con una doble cultura, francesa e italiana.
En la patria del humanismo
Cruzando los Alpes por primera vez, Francisco de Sales puso un pie en la patria del humanismo. En Padua, no sólo pudo admirar los palacios y las iglesias, especialmente la basílica de San Antonio, sino también los frescos de Giotto, los bronces de Donatello, las pinturas de Mantegna y los frescos de Tiziano. Su estancia en la península italiana también le permitió conocer varias ciudades de arte, en particular, Venecia, Milán y Turín.
En el plano literario, no podía dejar de estar en contacto con algunas de las producciones más famosas. ¿Tuvo en sus manos la Divina Comedia de Dante Alighieri, los poemas de Petrarca, precursor del humanismo y primer poeta de su época, las novelas de Boccaccio, fundador de la prosa italiana, el Orlando furioso de Ariosto, o la Gerusalemme liberata de Tasso? Su preferencia era la literatura espiritual, en particular la lectura reflexiva del Combate espiritual de Lorenzo Scupoli. Reconocía modestamente: “No creo hablar un italiano perfecto”.
En Padua, Francisco tuvo la suerte de conocer a un distinguido jesuita en la persona del padre Antonio Possevino. Este “humanista errante de vida épica”, al que el Papa había encargado misiones diplomáticas en Suecia, Dinamarca, Rusia, Polonia y Francia, había fijado su residencia permanente en Padua poco antes de la llegada de Francisco. Se convirtió en su director espiritual y guía en sus estudios y conocimiento del mundo.
La Universidad de Padua
Fundada en 1222, la Universidad de Padua era la más antigua de Italia después de Bolonia, de la que era una rama. En ella se enseñaba con éxito no sólo derecho, considerado como la scientia scientiarum, sino también teología, filosofía y medicina. Los cerca de 1.500 estudiantes procedían de toda Europa y no todos eran católicos, lo que a veces generaba inquietud y malestar.
Las peleas eran frecuentes, a veces sangrientas. Uno de los juegos peligrosos preferidos era la “caza paduana”. Francisco de Sales contaría un día a un amigo, Jean-Pierre Camus, “que un estudiante, tras golpear con una espada a un desconocido, se refugió con una mujer de la que descubrió que era la madre del joven al que acababa de asesinar”. Él mismo, que no circulaba sin espada, se vio un día envuelto en una pelea por compañeros de estudios, que juzgaron su mansedumbre como una forma de cobardía.
Profesores y alumnos apreciaban por igual el proverbial patavinamlibertatem, que, además de cultivarse en la búsqueda intelectual, incitaba a un buen número de estudiantes a “revolotear” entregándose a la buena vida. Ni siquiera los discípulos más cercanos a Francisco eran modelos de virtud. La viuda de uno de ellos contaría más tarde, en su pintoresco lenguaje, cómo su futuro marido había montado una farsa de mal gusto con algunos cómplices, destinada a arrojar a Francisco en brazos de una “miserable prostituta”.
El estudio del derecho
Obedeciendo a su padre, Francisco se dedicó con valentía al estudio del derecho civil, al que quiso añadir el del derecho eclesiástico, que le convertiría en un futuro doctor inutroquejure. El estudio del derecho implicaba también el de la jurisprudencia, que es “la ciencia por medio de la cual se administra el derecho”.
El estudio se centraba en las fuentes del derecho, es decir, el antiguo derecho romano, recogido e interpretado en el siglo VI por los juristas del emperador Justiniano. A lo largo de su vida, recordaría la definición de justicia, leída al principio del Digesto: “voluntad perpetua, firme y constante de dar a cada uno lo que le pertenece”.
Examinando los cuadernos de Francisco, podemos identificar algunas de sus reacciones ante ciertas leyes. Está totalmente de acuerdo con el título del Código que abre la serie de leyes: De la Soberana Trinidad y de la Fe Católica, y con la defensa que sigue inmediatamente: Que no se permita a nadie discutirlas en público. “Este título, así escribía, es precioso, yo diría sublime, y digno de ser leído a menudo contra los reformadores, sabihondos y políticos”.
La educación legal de Francisco de Sales descansaba sobre una base que parecía incuestionable en aquella época. Para los católicos de su tiempo, “tolerar” el protestantismo no podía tener otro significado que el de ser cómplices del error; de ahí la necesidad de combatirlo y por todos los medios, incluidos los previstos por la ley vigente. En ningún caso había que resignarse a la presencia de la herejía, que aparecía no sólo como un error en el plano de la fe, sino también como una fuente de división y de perturbación en la Cristiandad. En el afán de sus veinte años, Francisco de Sales compartía este punto de vista.
Pero este afán también tenía rienda suelta sobre aquellos que favorecían la injusticia y la persecución, ya que, con respecto al Título XXVI del Libro III, escribió: “Es tan preciosa como el oro y digna de ser escrita en letras mayúsculas la novena ley, que dice: Que los parientes del príncipe sean castigados con fuego si persiguen a los habitantes de las provincias”.
Más tarde, Francisco apelaría al que designaba como “nuestro Justiniano” para denunciar la lentitud de la justicia por parte del juez, que “se excusa invocando mil razones de costumbre, estilo, teoría, práctica y prudencia”. En sus lecciones sobre derecho eclesiástico, estudió la colección de leyes que utilizaría más tarde, en particular las del canonista medieval Gratianus, entre otras cosas para demostrar que el obispo de Roma es el “verdadero sucesor de San Pedro y cabeza de la Iglesia militante”, y que los religiosos y religiosas deben ponerse “bajo la obediencia de los obispos”.
Al consultar las notas manuscritas tomadas por Francisco durante su estancia en Padua, llama la atención la extrema pulcritud de su letra. Pasó de la escritura gótica, todavía utilizada en París, a la escritura moderna de los humanistas.
Pero al final, sus estudios de Derecho debieron aburrirle bastante. En un caluroso día de verano, ante la frialdad de las leyes y su lejanía en el tiempo, escribió, desilusionado, este comentario: “Siendo estas materias antiguas, no parecía provechoso dedicarse a examinarlas en este tiempo canicular, demasiado caluroso para ocuparse cómodamente de discusiones frías y escalofriantes”.
Estudios teológicos y crisis intelectual
Al tiempo que se dedicaba al estudio del Derecho, Francisco seguía interesándose por la Teología. Según su sobrino, recién llegado a Padua, se puso a trabajar con toda la diligencia posible, y colocó en el atril de su habitación la Suma del Doctor Angélico, Santo Tomás, para tenerla todos los días ante los ojos y poder consultarla fácilmente para entender otros libros. Le gustaba mucho leer los libros de san Buenaventura. Adquirió un buen conocimiento de los Padres latinos, especialmente de las ‘dos brillantes luminarias de la Iglesia’, ‘el gran san Agustín’ y san Jerónimo, que eran también ‘dos grandes capitanes de la Iglesia antigua’, sin olvidar al ‘glorioso san Ambrosio’ y a san Gregorio Magno. Entre los Padres griegos, admiraba a San Juan Crisóstomo ‘que, por su sublime elocuencia, fue alabado y llamado Boca de Oro’. También citaba con frecuencia a san Gregorio Nacianceno, san Basilio, san Gregorio de Nisa, san Atanasio, Orígenes y otros.
Consultando los fragmentos de notas que han llegado hasta nosotros, aprendemos que también leía a los autores más importantes de su tiempo, en particular, al gran exégeta y teólogo español Juan Maldonado, jesuita que había establecido con éxito nuevos métodos en el estudio de los textos de la Escritura y de los Padres de la Iglesia. Además del estudio personal, Francisco pudo seguir cursos de teología en la universidad, donde don Déage preparaba su doctorado, y beneficiarse de la ayuda y los consejos de don Possevino. También se sabe que visitaba a menudo a los franciscanos, en la basílica de San Antonio.
Su reflexión se centró de nuevo en el problema de la predestinación y de la gracia, hasta el punto de llenar cinco cuadernos. En realidad, Francisco se encontró ante un dilema: permanecer fiel a las convicciones que siempre habían sido las suyas, o atenerse a las posiciones clásicas de san Agustín y santo Tomás, “el más grande e incomparable doctor”. Ahora le resultaba difícil ‘simpatizar’ con la doctrina tan desalentadora de estos dos maestros, o al menos con la interpretación corriente, según la cual los hombres no tienen derecho a la salvación, porque ésta depende enteramente de una decisión libre de Dios.
En su adolescencia, Francisco se había formado una visión más optimista del plan de Dios. Sus convicciones personales se vieron reforzadas tras la aparición en 1588 del libro del jesuita español Luis Molina, cuyo título latino Concordia resumía bien la tesis: Concordia del libre albedrío con el don de la gracia. En esta obra, la predestinación en sentido estricto era sustituida por una predestinación que tenía en cuenta los méritos del hombre, es decir, sus buenas o malas acciones. En otras palabras, Molina afirmaba tanto la acción soberana de Dios como el papel decisivo de la libertad que otorgaba al hombre.
En 1606, el obispo de Ginebra tendría el honor de ser consultado por el Papa sobre la disputa teológica que enfrentaba al jesuita Molina y al dominico Domingo Báñez sobre la misma cuestión, para quien la doctrina de Molina concedía demasiada autonomía a la libertad humana, a riesgo de poner en peligro la soberanía de Dios.
El Teotimo, aparecido en 1616, contiene en el capítulo 5 del libro III el pensamiento de Francisco de Sales, resumido en ‘catorce líneas’, que, según Jean-Pierre Camus, le habían costado ‘la lectura de mil doscientas páginas de un gran volumen’. Con un encomiable esfuerzo por ser conciso y exacto, Francisco afirmaba tanto la liberalidad y generosidad divinas, como la libertad y responsabilidad humanas en el acto de escribir esta pesada frase: ‘A nosotros nos toca ser suyos: pues, aunque es un don de Dios pertenecer a Dios, es un don que Dios nunca niega a nadie, al contrario, lo ofrece a todos, para concederlo a quienes consientan voluntariamente en recibirlo’.
Haciendo suyas las ideas de los jesuitas, que a los ojos de muchos aparecían como ‘novelistas’, y a quienes los jansenistas con Blaise Pascal pronto tacharían de malos teólogos, de laxistas, Francisco de Sales injertó su teología en la corriente del humanismo cristiano y optó por el ‘Dios del corazón humano’. La ‘teología salesiana’, que se apoya en la bondad de Dios, que quiere la salvación de todos, se presentará igualmente con una apremiante invitación a la persona humana a responder con todo el ‘corazón’ a las llamadas de la gracia.