San José es patrono de la Iglesia y también copatrono de la Congregación Salesiana. Desde el principio, Don Bosco quiso asociarlo como protector de la naciente obra en favor de los jóvenes. Seguro de su poderosa intercesión, quiso difundir su culto y escribió para ello una vida, más para instruir que para meditar, que deseamos presentar a continuación.
Prefacio
En un momento en que la devoción al glorioso padre adoptivo de Jesús, San José, parece ser tan universal, creemos que no estaría de más que nuestros lectores publicaran hoy un dossier sobre la vida de este santo.
Las dificultades encontradas para encontrar los hechos particulares de la vida de este santo en los escritos antiguos tampoco deben disminuir en lo más mínimo nuestra estima y veneración por él; al contrario, en el silencio tan sagrado del que está rodeada su vida encontramos algo misterioso y grandioso. San José había recibido de Dios una misión totalmente opuesta a la de los apóstoles (Bossuet). Estos últimos debían dar a conocer a Jesús; José debía mantenerlo oculto; ellos debían ser antorchas que lo mostraran al mundo, éste un velo que lo cubriera. Así pues, José no era para sí mismo, sino para Jesucristo.
Por tanto, estaba en la economía de la Divina Providencia que San José se mantuviera oculto mostrando sólo lo necesario para autentificar la legitimidad del matrimonio con María, y para despejar toda sospecha sobre la filiación de Jesús. Pero, aunque no podamos penetrar en el Santuario del Corazón de José y admirar las maravillas que Dios obró allí, sostenemos, sin embargo, que para gloria de su divino protegido, para gloria de su esposa celestial, José tuvo que reunir en sí mismo un cúmulo de gracias y dones celestiales.
Puesto que la verdadera perfección cristiana consiste en aparecer tan grande ante Dios como el más pequeño ante los hombres, San José, que pasó su vida en la más humilde oscuridad, es capaz de proporcionar el modelo de aquellas virtudes que son como la flor de la santidad, la santidad interior, de modo que lo que David escribió de la sagrada esposa puede decirse muy bien de San José: Omnis gloria eius filia Regis ab intus (toda resplandeciente esta hija de reyes en el interior (Sal 44,14).
S. José es universalmente reconocido e invocado como protector de los moribundos, y ello por tres razones: 1ro por el imperio amoroso que adquirió sobre el Corazón de Jesús, juez de vivos y muertos y su hijo adoptivo; 2do por el extraordinario poder que Jesucristo le confirió para vencer a los demonios que asaltan a los moribundos, y ello en recompensa por haberle salvado el santo una vez de las asechanzas de Herodes; 3ro por el sublime honor de que gozó José al ser asistido en el punto de la muerte por Jesús y María. ¿Qué nueva razón importante hay para que nos inflamemos en su devoción?
Deseosos, pues, de proporcionar a nuestros lectores los rasgos principales de la vida de San José, hemos buscado entre las obras ya publicadas algunas que sirvieran a este fin. Muchas de ellas se publican desde hace algunos años, pero, bien porque eran demasiado voluminosas o demasiado ajenas en su sublimidad al estilo popular, bien porque carecían de datos históricos y estaban escritas con el objetivo de servir de meditación más que de instrucción, no se adaptaban a nuestro propósito. Aquí, por tanto, hemos recogido del Evangelio y de algunos de los autores más acreditados la información principal sobre la vida de este santo, con algunas reflexiones apropiadas de los santos Padres.
La veracidad de la narración, la sencillez del estilo y la autenticidad de la información harán, esperamos, agradable este leve esfuerzo. Si la lectura de este opúsculo sirve para procurar al casto esposo de María, aunque sólo sea un devoto más, ya nos sentiremos abundantemente satisfechos.
Capítulo I. Nacimiento de San José. Su lugar de origen.
Ioseph, autem, vir eius cum esset iustus (José, su esposo siendo justo. – Mt. 1,19)
A unas dos leguas [9,7 km] de Jerusalén, en la cima de una colina, cuyo suelo rojizo está sembrado de olivares, se levanta una pequeña ciudad famosa desde siempre por el nacimiento del niño Jesús, la ciudad de Belén, de la que tomó su origen la familia de David. En esta pequeña ciudad, hacia el año del mundo 3950, nació aquel que, según los elevados designios de Dios, iba a convertirse en el guardián de la virginidad de María y en el padre adapotivo del Salvador de la humanidad.
Sus padres le dieron el nombre de José, que significa aumento, como para dar a entender que fue aumentado con los dones de Dios y colmado pródigamente de todas las virtudes desde su nacimiento.
Dos evangelistas nos transmitieron la genealogía de José. Su padre se llamaba Jacob, según san Mateo (Mt 1,16), y según san Lucas se llamaba Elí (Lc 3,23); pero la opinión más común y más antigua es la que nos ha transmitido Julio Africano, que escribió a finales del siglo II de la era cristiana. Fiel a lo que le contaron los propios parientes del Salvador, nos dice que Jacob y Elí eran hermanos y que, habiendo muerto Elí sin descendencia, Jacob se casó con su viuda, como prescribía la ley de Moisés, y de este matrimonio nació José.
Del linaje real de David, descendiente de Zorobabel, que trajo de vuelta al pueblo de Dios del cautiverio de Babilonia, los padres de José habían caído muy lejos del antiguo esplendor de sus antepasados en cuanto a riqueza temporal. Según la tradición, su padre era un pobre jornalero que se ganaba el sustento diario con el sudor de su frente. Pero Dios, que no admira la gloria que se disfruta ante los hombres, sino el mérito de la virtud ante sus propios ojos, le eligió para ser el guardián del Verbo descendido sobre la tierra. Además, la profesión de artesano, que en sí misma no tiene nada de abyecta, gozaba de gran honor en el pueblo de Israel. En efecto, todo israelita era artesano, porque todo padre de familia, cualquiera que fuera su fortuna y la altura de su rango, estaba obligado a hacer que su hijo aprendiera un oficio, a menos que, según la ley, quisiera convertirse en un ladrón.
Poco sabemos de la infancia y juventud de José. De la misma manera que el nativo, para encontrar el oro con el cual debe forjar su fortuna, se ve obligado a lavar la arena del río para extraer de ella el metal precioso que sólo se encuentra en partículas muy pequeñas, así nosotros estamos obligados a buscar en el Evangelio esas pocas palabras que el Espíritu Santo dejó esparcidas aquí y allá sobre José. Pero como el nativo al lavar su oro le da todo su esplendor, así al reflexionar sobre las palabras del Evangelio encontramos apropiado para San José el elogio más hermoso que se puede hacer de una criatura. El libro sagrado se contenta con decirnos que era un hombre justo. ¡Oh admirable palabra que por sí sola expresa mucho más que discursos enteros! José era un hombre justo, y gracia a esta justicia debía ser juzgado digno del sublime ministerio del padre adoptivo de Jesús.
Sus piadosos padres se preocuparon de educarlo en la práctica austera de los deberes de la religión judía. Sabiendo cuánto influye la educación temprana en el futuro de los niños, se esforzaron por hacerle amar y practicar la virtud tan pronto como su joven inteligencia fue capaz de apreciarla. Además, si es cierto que la belleza moral se refleja en el exterior, bastaba echar un vistazo a la querida persona de José para leer en sus rasgos el candor de su alma. Según autorizados escritores, su rostro, su frente, sus ojos, todo su cuerpo exudaban la más dulce pureza y le hacían asemejarse a un ángel descendido de la tierra.
(“Había en José una modestia exaltada, un pudor, una prudencia suprema, era excelente en la piedad hacia Dios y resplandecía con una maravillosa belleza de cuerpo”. Eusebio de Cesarea, lib. 7 De praep. Evang. apud Engelgr. in Serm. s. Joseph).
Capítulo II. Juventud de José – Traslado a Jerusalén – Voto de castidad.
Bonum est viro cum portaverit iugum ab adolescentia sua. (Es bueno para un hombre llevar el yugo desde su adolescencia. – Lam. 3,27)
Apenas sus fuerzas se lo permitieron, José ayudó a su padre en el trabajo. Aprendió el oficio de carpintero, que, según la tradición, era también el oficio de su padre. ¡Cuánta aplicación, cuánta docilidad tuvo que emplear en todas las lecciones que recibió de su padre!
Su aprendizaje terminó precisamente entonces, cuando Dios permitió que sus padres le fueran arrebatados por la muerte. Lloró a quienes habían cuidado de su infancia; pero soportó esta dura prueba con la resignación de un hombre que sabe que no todo acaba con esta vida mortal y que los justos son recompensados en un mundo mejor. Ahora que ya no le retenían en Belén, vendió su pequeña propiedad y fue a establecerse en Jerusalén. Esperaba encontrar allí más trabajo que en su ciudad natal. Por otra parte, se acercó al templo, donde su piedad le atraía continuamente.
Allí pasó José los mejores años de su vida, entre el trabajo y la oración. Dotado de una perfecta probidad, no intentaba ganar más de lo que su trabajo merecía, él mismo fijaba el precio con una admirable buena fe, y sus clientes nunca se sentían tentados de rebajarle el precio, porque conocían su honradez. Aunque estaba todo él concentrado en su trabajo, nunca permitía que sus pensamientos se alejaran de Dios. ¡Ah! si uno pudiera aprender de José este precioso arte de trabajar y rezar al mismo tiempo, obtendría sin duda un doble beneficio; ¡aseguraría así la vida eterna ganándose el pan de cada día con mucha mayor satisfacción y provecho!
Según las tradiciones más respetables, José pertenecía a la secta de los esenios, secta religiosa que existía en Judea en la época de su conquista por los romanos. Los esenios profesaban una austeridad mayor que los demás judíos. Sus principales ocupaciones eran el estudio de la ley divina y la práctica del trabajo y la caridad, y en general eran admirados por la santidad de sus vidas. José, cuya alma pura aborrecía la más ligera inmundicia, se había unido a una clase del pueblo cuyas reglas correspondían tan bien a las aspiraciones de su corazón; incluso, como dice el venerable Beda, había hecho voto formal de castidad perpetua. Y lo que nos confirma en esta creencia es la afirmación de San Jerónimo, que nos dice que José nunca se había preocupado por el matrimonio antes de convertirse en esposo de María.
Por esta vía oscura y oculta, José se preparó, sin saberlo, para la sublime misión que Dios le tenía reservada. Sin otra ambición que cumplir fielmente la voluntad divina, vivía alejado del mundanal ruido, dividiendo su tiempo entre el trabajo y la oración. Tal había sido su juventud, tal también, según creía, era su deseo de pasar su vejez. Pero Dios, que ama a los humildes, tenía otros cuidados para su fiel servidor.
Capítulo III. Matrimonio de San José.
Faciamus ei adiutorium simile sibi. (Hagamos al hombre una semejante a él. – Gn. 2,18)
José estaba entrando en la cincuentena, cuando Dios lo sacó de la apacible existencia que llevaba en Jerusalén. Había en el templo una joven Virgen de padres consagrados al Señor desde su infancia.
Del linaje de David, era hija de los dos santos ancianos Joaquín y Ana, y se llamaba María. Su padre y su madre habían muerto hacía muchos años, y la carga de su educación quedó enteramente en manos de los sacerdotes de Israel. Cuando cumplió los catorce años, edad fijada por la ley para el matrimonio de las jóvenes doncellas, el gran Pontífice se preocupó de procurar a María un esposo digno de su nacimiento y de su alta virtud. Pero se presentó un obstáculo; María había hecho voto al Señor de su virginidad.
Ella respondió respetuosamente que, puesto que había hecho el voto de virginidad, no podía romper sus promesas de matrimonio. Esta respuesta desconcertó mucho las ideas del sumo sacerdote.
No sabiendo cómo conciliar el respeto debido a los votos hechos a Dios con la costumbre mosaica que imponía el matrimonio a todas las doncellas de Israel, reunió a los ancianos y consultó al Señor al pie del tabernáculo de la alianza. Habiendo recibido las inspiraciones del Cielo y convencido de que algo extraordinario se ocultaba en este asunto, el Sumo Sacerdote resolvió convocar a los numerosos parientes de María, a fin de elegir entre ellos al que debía ser el afortunado esposo de la Virgen bendita.
Todos los solteros de la familia de David fueron, pues, convocados al templo. José, aunque mayor, estaba con ellos. El Sumo Sacerdote les anunció que se trataba de echar suertes para dar un esposo a María, y que la elección la haría el Señor, ordenó que todos estuvieran en el templo santo al día siguiente con una vara de almendro. La vara se colocaría sobre el altar, y aquel cuya vara hubiera florecido sería el favorito del Altísimo para ser el consorte de la Virgen.
Al día siguiente, una gran multitud de jóvenes acudió al templo con sus ramas de almendro, y José con ellos; pero, ya fuera por espíritu de humildad o por el voto que había hecho de virginidad, en lugar de presentar su rama la escondió bajo su manto. Todas las demás ramas fueron colocadas sobre la mesa, los jóvenes salieron con el corazón lleno de esperanza, y José calló y se reunió con ellos. El templo estaba cerrado y el Sumo Sacerdote aplazó la reunión hasta mañana. Apenas había salido el nuevo sol, y los jóvenes ya estaban impacientes por conocer su destino.
Cuando llegó la hora señalada, se abrieron las puertas sagradas y apareció el Pontífice. Todos se agolparon para ver el resultado. No había florecido ninguna vara.
El Sumo Sacerdote se postró con el rostro en tierra ante el Señor, y le interrogó sobre su voluntad, y si por su falta de fe, o por no haber entendido su voz, no había aparecido en las ramas la señal prometida. Y Dios le contestó que la señal prometida no se había producido porque entre aquellas tiernas varas faltaba la ramita de la deseada del Cielo; que buscara y viera cumplida la señal. Pronto se buscó a la persona que había robado la rama.
El silencio, el casto rubor que enrojeció las mejillas de José, no tardaron en delatar su secreto. Conducido ante el santo Pontífice, confesó la verdad: pero el sacerdote vislumbró el misterio y, llevando aparte a José, le interrogó por qué había desobedecido así.
José respondió humildemente que hacía tiempo que tenía en mente alejar de sí aquel peligro, que hacía tiempo que tenía resuelto en su corazón no casarse con ninguna doncella, y que le parecía que Dios mismo le había consolado en su santo propósito, y que él mismo era demasiado indigno de una doncella tan santa como sabía que era María; por eso debía entregarse a otro más santo y más rico.
Entonces el sacerdote empezó a admirar el santo consejo de Dios, y a José ya no le dijo: Ten buen ánimo, hijo: deja tu ramita como los demás y espera el juicio divino. Seguramente, si te elige, encontrarás en María tanta santidad y perfección por encima de todas las demás doncellas, que no tendrás que utilizar oraciones para persuadirla de tu propósito. Al contrario, ella misma te rogará lo que quieras, y te llamará hermano, tutor, testigo, esposo, pero nunca marido.
José, convencido de la voluntad del Señor por las palabras del Sumo Pontífice, dejó su rama con los demás y se retiró en santo recogimiento a orar.
Al día siguiente se congregó de nuevo la asamblea en torno al Sumo Sacerdote, y he aquí que en la rama de José brotaban flores blancas y gruesas, con hojas suaves y tiernas.
El Sumo Sacerdote lo mostró todo a los jóvenes reunidos, y les anunció que Dios había elegido para esposo de María, hija de Joaquín, a José, hijo de Jacob, ambos de la casa y familia de David. Al mismo tiempo se oyó una voz que decía: “¡Oh mi fiel siervo José! a ti te está reservado el honor de casarte con María, la más pura de todas las criaturas; cúmplele todo lo que ella te diga”.
José y María, reconociendo la voz del Espíritu Santo, aceptaron esta decisión y consintieron en un matrimonio que no perjudicara su virginidad.
Según San Jerónimo, el matrimonio se celebró el mismo día con la mayor sencillez.
Una tradición de la Historia del Carmelo cuenta que entre los jóvenes reunidos para aquella ocasión había un joven apuesto y vivaz que aspiraba ardientemente la mano de María. Cuando vio florecer la rama de José y desvanecerse sus esperanzas, se quedó atónito y sin sentimientos. Pero en aquel tumulto de afecto, el Espíritu Santo descendió dentro de él y cambió de repente su corazón. Levantó el rostro, sacudió la rama inútil y con fuego inusitado dijo: “Yo -dijo- no era para ella. Ella no era para mí. Y nunca seré de otro. Seré de Dios”. Rompió la rama y la arrojó fuera de sí, diciendo: Vete con todo pensamiento de matrimonio. Al Carmelo, al Carmelo con los hijos de Elías. Allí tendré la paz que por ahora me sería imposible en la ciudad. Dicho esto, fue al Carmelo y pidió ser aceptado también entre los hijos de los Profetas. Fue aceptado, progresó rápidamente allí en espíritu y virtud, y se convirtió en profeta. Es aquel Agabo que predijo prisiones y encarcelamientos al Apóstol San Pablo. Ante todo, fundó un santuario a María en el Monte Carmelo. La santa Iglesia celebra su memoria en sus esplendores, y los hijos del Carmelo lo tienen por hermano.
José, llevando de la mano a la humilde Virgen, se presentó ante los sacerdotes acompañado de algunos testigos. El modesto artesano ofreció a María un anillo de oro, adornado con una piedra amatista, símbolo de la fidelidad virginal, y al mismo tiempo le dirigió las palabras sacramentales: “Si consientes en ser mi esposa, acepta esta prenda”. Al aceptarlo, María quedó solemnemente ligada a José, aunque aún no se hubieran celebrado las ceremonias matrimoniales.
Este anillo ofrecido por José a María se conserva aún en Italia, en la ciudad de Perusa, a la que, tras muchas vicisitudes y controversias, le fue finalmente concedido por el papa Inocencio VIII en 1486.
Capítulo IV. José regresa a Nazaret con su esposa.
Erant cor unum et anima una. (Eran un solo corazón y una sola alma. – Hch 4:32)
Una vez celebrado el matrimonio, María regresó a su Nazaret natal con siete vírgenes que el Sumo Sacerdote le había concedido como compañeras.
Debía esperar la ceremonia nupcial en oración y confeccionar su modesto ajuar nupcial. San José permaneció en Jerusalén para preparar su morada y disponerlo todo para la celebración del matrimonio.
Al cabo de unos meses, según las costumbres de la nación judía, se celebraron las ceremonias que debían seguir a la boda. Aunque ambos eran pobres, José y María dieron a esta celebración toda la pompa y circunstancia que les permitían sus limitados medios. María dejó entonces su casa de Nazaret y vino a vivir con su marido a Jerusalén, donde iba a celebrarse la boda.
Una antigua tradición cuenta que María llegó a Jerusalén en una fría tarde de invierno y que la luna hacía brillar sus rayos de plata sobre la ciudad.
José se dirigió al encuentro de su joven compañera a las puertas de la ciudad santa, seguido de una larga procesión de parientes, cada uno de ellos con una antorcha en la mano. El cortejo nupcial condujo a la pareja a casa de José, donde éste había preparado el banquete nupcial.
Cuando entraron en la sala del banquete y los invitados ocuparon los lugares que les habían sido asignados en la mesa, el patriarca se acercó a la santa Virgen: “Serás como mi madre -le dijo- y te respetaré como al altar mismo del Dios vivo”. En adelante, dice un erudito escritor, a los ojos de la ley religiosa no fueron más que hermano y hermana en matrimonio, aunque su unión se conservó íntegramente. José no permaneció mucho tiempo en Jerusalén después de las ceremonias nupciales; los dos santos esposos abandonaron la ciudad santa para dirigirse a Nazaret, a la modesta casa que María había heredado de sus padres.
Nazaret, cuyo nombre hebreo significa flor de los campos, es una pequeña y hermosa ciudad, pintorescamente encaramada en la ladera de una colina, al final del valle de Esdrelón. Fue, pues, en esta agradable ciudad donde José y María vinieron a establecer su hogar.
La casa de la Virgen constaba de dos habitaciones principales, una de las cuales servía de taller a José, y la otra era para María. El taller, donde trabajaba José, consistía en una habitación baja de tres o cuatro metros de ancho por otros tantos de largo. Allí se veían distribuidas ordenadamente las herramientas necesarias para su profesión. En cuanto a la madera que necesitaba, una parte permanecía en el taller y la otra fuera, lo que permitía al santo obrero trabajar al aire libre gran parte del año.
En la parte delantera de la casa había, según la costumbre oriental, un banco de piedra sombreado por esteras de palma, donde el viajero podía descansar sus miembros cansados y resguardarse de los abrasadores rayos del sol.
La vida que llevaban estos esposos privilegiados era muy sencilla. María se ocupaba de la limpieza de su pobre morada, trabajaba su ropa con sus propias manos y lavaba la de su marido. En cuanto a José, ahora fabricaba una mesa para las necesidades de la casa, o carros o yugos para los vecinos de quienes había recibido el encargo; ahora, con su brazo aún vigoroso, subía a la montaña para cortar los altos sicómoros y los terebintos negros que debían servir para la construcción de las cabañas que levantó en el valle.
Su joven y virtuosa compañera no le hizo esperar, sino que ella misma le secaba la frente empapada de sudor, le dio el agua tibia que había calentado para lavarle los pies y le sirvió la frugal cena que le devolvería las fuerzas. Consistía principalmente en pequeños panes de cebada, productos lácteos, fruta y algunas legumbres. Luego, cuando terminó la noche, un sueño reparador preparó a nuestro santo Patriarca para reanudar mañana sus ocupaciones cotidianas. Esta vida, laboriosa y dulce al mismo tiempo, había durado unos dos meses, cuando llegó la hora señalada por la Providencia para la encarnación del Verbo divino.
Capítulo V. La Anunciación de María Santísima
Ecce ancilla Domini; fiat mihi secundum verbum tuum. (He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. – Lc. 1:38)
Un día José había ido a trabajar a una aldea vecina. María estaba sola en casa y, como era su costumbre, oraba mientras estaba ocupada hilando lino. De repente, un ángel del Señor, el arcángel Gabriel, descendió a la pobre casa todo resplandeciente con los rayos de la gloria celestial, y saludó a la humilde Virgen, diciéndole: “Te saludo, llena de gracia; el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres”. Tan inesperado elogio produjo una profunda turbación en el alma de María. Para tranquilizarla, el Ángel le dijo: “No temas, oh María, porque has hallado gracia ante los ojos de Dios. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo, que se llamará Jesús. Será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor le dará el trono de David, su padre; reinará eternamente en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin”. “¿Cómo será esto posible”, preguntó la humilde Virgen, “si no conozco a nadie?”
No podía conciliar su promesa de virginidad con el título de Madre de Dios. Pero el Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá en ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; el fruto santo que nacerá de ti será llamado hijo de Dios”. Y para dar una prueba de la omnipotencia de Dios, el arcángel Gabriel añadió: “He aquí que Isabel, tu prima, ha concebido un hijo en su vejez, y la que era estéril ya está en el sexto mes de su embarazo. Porque nada hay imposible para Dios”.
Ante estas divinas palabras, la humilde María no encontró nada más que decir: “He aquí la esclava del Señor”, respondió al Ángel, “hágase en mí según tu palabra”. El Ángel desapareció; el misterio de los misterios se había cumplido. El Verbo de Dios se había encarnado para la salud de la humanidad.
Hacia el anochecer, cuando José regresó a la hora acostumbrada, después de haber terminado su trabajo, María no le dijo nada del milagro del que había sido objeto.
Se contentó con anunciarle el embarazo de su prima Isabel: y como deseaba visitarla, como esposa sumisa pidió permiso a José para emprender el viaje, que por cierto era largo y fatigoso. Él no tuvo nada que negarle y ella partió en compañía de algunos parientes. Es de creer que José no pudo acompañarla a casa de su prima, porque tenía sus ocupaciones en Nazaret.
Capítulo VI. La inquietud de José – Un ángel le tranquiliza.
Ioseph, fili David, noli timere accipere Mariam coniugem tuam, quod enim in ea natum est, de Spiritu Sancto est. (José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo concebido en ella es por el Espíritu Santo. – Mt. 1:20)
S. Isabel vivía en las montañas de Judea, en una pequeña ciudad llamada Hebrón, a setenta millas [113 km] de Nazaret. No seguiremos la pista de María en su viaje; nos basta con saber que María permaneció unos tres meses con su prima.
Pero el regreso de María preparó a José para una prueba que iba a ser el preludio de muchas otras. No tardó en darse cuenta de que María se encontraba en un estado interesante y, por tanto, atormentada por ansiedades mortales. La ley le autorizaba a acusar a su esposa ante los sacerdotes y a cubrirla de deshonra eterna; pero tal paso repugnaba a la bondad de su corazón y a la alta estima en que hasta entonces había tenido a María. En esta incertidumbre, resolvió abandonarla y expatriarse para rechazar únicamente sobre sí todo lo odioso de tal separación. De hecho, ya había hecho los preparativos para partir, cuando un ángel descendió del Cielo para tranquilizarle:
“José, hijo de David”, le dijo el mensajero celestial, “no temas recibir a María por consorte, pues lo concebido en ella es por el Espíritu Santo. Dará a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús, porque librará a su pueblo de sus pecados”.
En adelante, José, completamente tranquilo, concibió la más alta veneración por su casta esposa; vio en ella el tabernáculo viviente del Altísimo, y sus cuidados no fueron sino más tiernos y respetuosos.
Capítulo VII. Edicto de César Augusto. – El censo. – Viaje de María y José a Belén.
Tamquam aurum in fornace probavit electos Dominus. (Dios probó a los elegidos como oro en el horno. – Sab. 3:6.)
Se acercaba el momento en que el Mesías prometido a las naciones iba a aparecer por fin en el mundo. El Imperio Romano había alcanzado entonces el apogeo de su grandeza.
César Augusto, al hacerse con el poder supremo, realizó aquella unidad que, según los designios de la Providencia, debía servir a la propagación del Evangelio. Bajo su reinado cesaron todas las guerras y se cerró el Templo de Jano (en aquella época era costumbre en Roma mantener abierto el Templo de Jano durante la guerra y cerrarlo en tiempos de paz). En su orgullo, el emperador romano quiso conocer el número de sus súbditos, y para ello ordenó un censo general en todo el imperio.
Cada ciudadano debía censarse a sí mismo y a toda su familia en su ciudad natal. José tuvo, pues, que abandonar su pobre casa para obedecer las órdenes del emperador; y como era del linaje de David, y esta ilustre familia procedía de Belén, tuvo que ir allí para ser empadronado.
Era una triste y brumosa mañana del mes de diciembre del año 752 de Roma, cuando José y María abandonaron su pobre hogar de Nazaret para dirigirse a Belén, adonde les llamaba la obediencia debida a las órdenes del soberano. Sus preparativos para la partida no fueron largos. José metió algunas ropas en un saco, preparó el tranquilo y manso caballo que debía transportar a María, que ya estaba en el noveno mes de su embarazo, y se envolvió en su gran manto. Entonces los dos santos viajeros partieron de Nazaret acompañados por las felicitaciones de sus parientes y amigos. El santo patriarca, con su bastón de viaje en una mano, sujetaba con la otra la brida de la yegua en la que iba sentada su esposa.
Tras cuatro o cinco días de marcha, divisaron Belén a lo lejos. Empezaba a amanecer cuando entraron en la ciudad. La montura de María estaba cansada; María, además, tenía gran necesidad de descansar: así que José partió rápidamente en busca de alojamiento. Recorrió todas las posadas de Belén, pero sus pasos fueron inútiles. El censo general había atraído allí a una multitud extraordinaria; y todas las posadas estaban a rebosar de forasteros. En vano fue José de puerta en puerta pidiendo albergue para su agotada esposa, y las puertas permanecieron cerradas.
Capítulo VIII. María y José se refugian en una pobre cueva. – Nacimiento del Salvador del mundo. – Jesús adorado por los pastores.
Et Verbum caro factum est. (Y el Verbo se hizo carne. – Jn. 1:14.)
Algo desanimados por la falta de toda hospitalidad, José y María abandonaron Belén con la esperanza de encontrar en el campo el asilo que la ciudad les había negado. Llegaron a una cueva abandonada, que ofrecía cobijo a los pastores y sus rebaños por la noche y en los días de mal tiempo. Había un poco de paja en el suelo, y un hueco en la roca servía también de banco para descansar y de pesebre para los animales. Los dos viajeros entraron en la cueva para descansar de las fatigas del viaje y calentarse los miembros resecos por el frío del invierno. En este miserable refugio, lejos de la mirada de los hombres, María dio al mundo al Mesías prometido a nuestros primeros padres. Era medianoche, José adoró al niño divino, lo envolvió en paños y lo depositó en el pesebre. Era el primero de los hombres a quien correspondía el incomparable honor de ofrecer homenaje a Dios, que había descendido a la tierra para redimir los pecados de la humanidad.
Unos pastores vigilaban sus rebaños en el campo cercano. Se les apareció un ángel del Señor y les anunció la buena nueva del nacimiento del Salvador. Al mismo tiempo se oyeron coros celestiales que repetían: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Aquellos hombres sencillos no dudaron en seguir la voz del ángel. “Vayamos -se dijeron- a Belén y veamos lo que ha sucedido”. Y sin más preámbulos entraron en la cueva y adoraron al divino niño.
Vida de San José, esposo de María Santísima, padre adoptivo de Jesucristo (1/3)
🕙: 18 min.