(continuación del artículo anterior)
Capítulo IX. La Circuncisión.
Et vocavit nomen eius Iesum. (Y le puso por nombre Jesús. – Mt 1,25)
Al octavo día después del nacimiento, los hijos de Israel debían ser circuncidados por mandato expreso de Dios dado a Abrahán, para que hubiera una señal que recordara al pueblo la alianza que Dios había jurado con ellos.
María y José comprendieron muy bien que tal señal no era en absoluto necesaria para Jesús. Este doloroso servicio era un castigo que convenía a los pecadores, y su finalidad era borrar el pecado original. Ahora bien, siendo Jesús el santo por excelencia, la fuente de toda santidad, no llevaba consigo ningún pecado que necesitara remisión. Además, había venido al mundo por concepción milagrosa, y no tenía que someterse a ninguna de las leyes que correspondían a los hombres. Sin embargo, María y José, sabiendo que Jesús no había venido a quebrantar la ley, sino a cumplirla; que había venido a dar a los hombres el ejemplo de una obediencia perfecta, dispuestos a sufrir todo lo que la gloria del Padre Celestial y la salud de la humanidad exigieran de él, no se arredraron a la hora de realizar la dolorosa ceremonia sobre el Divino Niño.
José, el santo Patriarca, es el ministro y sacerdote de ese rito sagrado. Aquí está, con los ojos blandos de lágrimas, diciendo a María: “María, ahora es el momento en que vamos a realizar en este bendito hijo tuyo el signo de nuestro padre Abraham. Pierdo el corazón al pensar en ti. ¡Yo pongo hierro en esta carne inmaculada! Yo extraer la primera sangre de este cordero de Dios; ¡oh, si abrieras la boca, oh hija mía, y me dijeras que no quieres la herida, oh, ¡cómo arrojaría lejos de mí este cuchillo, y me alegraría que no lo quisieras! Pero veo que me pides este sacrificio; que quieres sufrir. Sí, oh dulcísimo niño, sufriremos: tú en tu carne más ajena al mundo; María y yo en nuestros corazones”.
Mientras tanto, José había desempeñado el doloroso oficio de ofrecer a Dios aquella primera sangre en expiación por los pecados de los hombres. Luego, con María llorosa y llena de angustia por la aflicción de su Hijo, había repetido: “Jesús es su nombre, porque Él debe salvar a su pueblo de sus pecados: vocabis nomen eius Iesum; ipse enim salvum faciet populum suum a peccatis eorum. – Mt. 1,25” ¡Oh nombre santísimo! ¡Oh nombre sobre todo nombre! ¡Cuán oportunamente eres pronunciado por primera vez en este momento! Dios quiso que el niño se llamara Jesús entonces, cuando empezó a derramar sangre, pues si era y sería Salvador, era precisamente en virtud y a causa de su sangre, por la que entró una sola vez en el lugar santísimo y consumó, mediante el sacrificio de todo su ser, la Redención de Israel y del mundo entero.
José fue ese gran y noble ministro de la Circuncisión por la que el Hijo de Dios recibió su propio nombre. José recibió el informe de ello del ángel, José lo pronunció el primero entre los hombres y, al pronunciarlo, hizo que todos los ángeles se postraran y que los demonios, presa de un espanto extraordinario, incluso sin comprender por qué, cayeran adorando y se escondieran en las profundidades del infierno. ¡Gran dignidad de José! Gran obligación de reverencia le debemos, pues fue el primero en haber llamado Redentor al Hijo de Dios, y fue el primero en haber cooperado con el santo ministerio de la circuncisión para convertirlo en nuestro Redentor.
Capítulo X. Jesús adorado por los Magos. La Purificación.
Reges Tharsis et insulae munera offerent, Reges Arabum et Saba dona adducent. (Los reyes de Tharsis y de islas numerosas le harán sus ofrendas, los reyes de los árabes y de Saba traerán sus dones. – Sal. 71:10)
Aquel Dios que había bajado a la tierra para hacer de la casa de Israel y de los pueblos dispersos una sola familia, quería en torno a su cuna a los representantes de un pueblo y del otro. Los sencillos y los humildes tenían preferencia para estar junto a Jesús; además, los grandes y los sabios de la tierra no debían ser excluidos. Después de los pastores cercanos, Jesús, desde el silencio de su cueva de Belén, movió una estrella del Cielo para traer de vuelta a los adoradores lejanos.
Una tradición, popular en todo Oriente y recogida en la Biblia, anunciaba que nacería un niño en Occidente, que cambiaría la faz del mundo, y que al mismo tiempo aparecería una nueva estrella que marcaría este acontecimiento. En la época del nacimiento del Salvador había en el lejano Oriente unos príncipes llamados comúnmente los tres Reyes Magos, dotados de una ciencia extraordinaria.
Profundamente versados en las ciencias astronómicas, estos tres Magos esperaban ansiosamente la aparición de la nueva estrella que debía anunciarles el nacimiento del maravilloso niño.
Una noche, mientras observaban atentamente el cielo, una estrella de magnitud inusitada pareció desprenderse de la bóveda celeste, como si quisiera descender por encima de la tierra.
Reconociendo ante esta señal que había llegado el momento, partieron apresuradamente, y guiados de nuevo por la estrella llegaron a Jerusalén. La fama de su llegada y, sobre todo, la causa que los guiaba, turbaron el corazón del envidioso Herodes. Este príncipe cruel hizo que los Magos acudieran a él y les dijo: “Informaos exactamente sobre este niño y, en cuanto lo hayáis encontrado, volved a avisarme para que yo también vaya a adorarlo”. Habiendo indicado los doctores de la ley que el Cristo había de nacer en Belén, los Magos salieron de Jerusalén siempre precedidos por la misteriosa estrella. No tardaron en llegar a Belén; la estrella se detuvo sobre la cueva donde estaba el Mesías. Los Magos entraron, se postraron a los pies del niño y lo adoraron.
Después, abriendo los cofres de maderas preciosas que habían traído, le ofrecieron oro como para reconocerle como rey, incienso como Dios y mirra como hombre mortal.
Advertidos entonces por un ángel de los verdaderos designios de Herodes, sin pasar por Jerusalén, regresaron directamente a sus países.
Se acercaba el cuadragésimo día del nacimiento del Santo Niño: la ley de Moisés prescribía que todo primogénito debía ser llevado al templo para ser ofrecido a Dios y así consagrado, y la madre para ser purificada. José, en compañía de Jesús y María, se dirigió a Jerusalén para realizar la ceremonia prescrita. Ofreció dos tórtolas como sacrificio y pagó cinco siclos de plata. Después, habiendo hecho inscribir a su hijo en las tablas del censo y pagado el tributo, la santa pareja regresó a Galilea, a Nazaret, su ciudad.
Capítulo XI. La triste anunciación. – La matanza de los inocentes. – La sagrada familia parte para Egipto.
Surge, accipe puerum et matrem eius et fuge in Aegyptum et esto ibi usque dum dicam tibi. (El ángel del Señor dijo a José: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga. – Mt. 2:13)
Vox in excelso audita est lamentationis, luctus, et fletus Rachel plorantis filios suos, et nolentis consolari super eis quia non sunt. (Se ha oído en lo alto una voz de queja, luto y lamento de Raquel que llora a sus hijos; y respecto a ellos no admite consuelo porque ya no están. – Jer. 31:15)
La tranquilidad de la sagrada familia no iba a ser de larga duración. En cuanto José hubo regresado a la casa pobre de Nazaret, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «Levántate, aparta de ti al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te ordene volver. Porque Herodes buscará al niño para darle muerte».
Y esto era demasiado cierto. El cruel Herodes, engañado por los Magos y furioso por haber perdido una ocasión tan buena de deshacerse de quien consideraba un competidor al trono, había concebido el designio infernal de hacer degollar a todos los niños varones menores de dos años. Esta orden abominable fue ejecutada.
Un ancho río de sangre corrió por Galilea. Entonces se cumplió lo que Jeremías había predicho: “Se oyó una voz en Ramá, una voz mezclada de lágrimas y lamentos. Es Raquel que llora a sus hijos y no quiere ser consolada, porque ya no están”. Estos pobres inocentes, cruelmente asesinados, fueron los primeros mártires de la divinidad de Jesucristo.
José había reconocido la voz del Ángel; no se permitió ninguna reflexión sobre la precipitada partida, a la que tuvieron que decidirse; sobre las dificultades de un viaje tan largo y tan peligroso. Debió de lamentar abandonar su pobre hogar para atravesar los desiertos y buscar asilo en un país que no conocía. Sin esperar siquiera a mañana, en cuanto el ángel desapareció se levantó y corrió a despertar a María. María preparó apresuradamente una pequeña provisión de ropa y víveres para que se los llevaran. José, mientras tanto, preparó la yegua, y partieron sin pesar de su ciudad para obedecer el mandato de Dios. He aquí, pues, a un pobre anciano, que hace vanas las horribles conspiraciones del tirano de Galilea; es a él a quien Dios confía la custodia de Jesús y María.
Capítulo XII. Desastroso viaje – Una tradición.
Si persequentur vos in civitate ista, fugite in aliam. (Cuando os persigan en esta ciudad, huid a otra. – Mt. 10, 23.)
Dos caminos se presentaban al viajero que quería ir a Egipto por tierra. El uno atravesaba desiertos poblados de bestias feroces, y los caminos eran ásperos, largos y poco frecuentados. El otro atravesaba un país poco visitado, pero los habitantes de la comarca eran muy hostiles a los judíos. José, que temía especialmente a los hombres en esta precipitada huida, eligió el primero de estos dos caminos por ser el más oculto.
Partiendo de Nazaret en plena noche, los cautelosos viajeros, cuyo itinerario les exigía pasar cerca de Jerusalén, recorrieron durante algún tiempo los caminos más tristes y tortuosos. Cuando era necesario cruzar algún gran camino, José, dejando a Jesús y a su Madre al abrigo de una roca, exploraba el camino, para asegurarse de que la salida no estaba vigilada por los soldados de Herodes. Tranquilizado por esta precaución, volvió a buscar su precioso tesoro, y la sagrada familia prosiguió su viaje, entre barrancos y colinas. De vez en cuando, hacían una breve parada a la orilla de un claro arroyo, y después de una frugal comida descansaban un poco de los esfuerzos del viaje. Cuando llegó la noche, era hora de resignarse a dormir bajo el cielo abierto. José se despojó de su manto y cubrió con él a Jesús y a María para preservarlos de la humedad de la noche. Mañana, al amanecer, comenzaría de nuevo el arduo viaje. Los santos viajeros, tras atravesar la pequeña ciudad de Anata, se dirigieron por el lado de Ramla para descender a las llanuras de Siria, donde ahora debían verse libres de las asechanzas de sus feroces perseguidores. En contra de su costumbre, habían seguido caminando a pesar de que ya era de noche, para ponerse antes a salvo. José casi tocaba el suelo por delante de los demás. María, toda temblorosa por aquella carrera nocturna, movía sus miradas inquietas hacia las profundidades de los valles y las sinuosidades de las rocas. De pronto, en una curva, un enjambre de hombres armados apareció para interceptar su camino. Era una banda de canallas, que asolaba la comarca, cuya espantosa fama se extendía a lo lejos. José había detenido la montura de María y rezaba al Señor en silencio, pues toda resistencia era imposible. A lo sumo se podía esperar salvar la vida. El jefe de los bandidos se separó de sus compañeros y avanzó hacia José para ver con quién tenía que vérselas. La visión de aquel anciano sin brazos, de aquel niño durmiendo sobre el pecho de su madre, conmovió el corazón sanguinario del bandido. Lejos de desearles ningún mal, tendió la mano a José, ofreciéndole hospitalidad a él y a su familia. Este líder se llamaba Dimas. La tradición cuenta que treinta años después fue apresado por los soldados y condenado a ser crucificado. Fue puesto en la cruz del Calvario al lado de Jesús, y es el mismo que conocemos con el nombre del buen ladrón.
Capítulo XIII. Llegada a Egipto – Prodigios ocurridos a su entrada en esta tierra – Aldea de Matari – Morada de la Sagrada Familia.
Ecce ascendet Dominus super nubem levem et commovebuntur simulacra Aegypti. (He aquí que el Señor ascenderá sobre una nube ligera y entrará en Egipto, y en su presencia se contorsionarán los simulacros de Egipto. – Is. 19:1)
En cuanto apareció el día, los fugitivos, dando gracias a los bandidos que se habían convertido en sus anfitriones, reanudaron su viaje lleno de peligros. Se dice que María, al ponerse en camino, dijo estas palabras al jefe de aquellos bandidos: «Lo que has hecho por este niño, algún día te será ricamente recompensado.» Tras pasar por Belén y Gaza, José y María descendieron a Siria y, al encontrarse con una caravana que partía hacia Egipto, se unieron a ella. A partir de este momento y hasta el final de su viaje, no vieron ante sí más que un inmenso desierto de arena, cuya aridez sólo se veía interrumpida a intervalos raros por algunos oasis, es decir, algunas extensiones de tierra fértil y verde. Sus esfuerzos se redoblaron durante la carrera a través de estas llanuras abrasadas por el sol. La comida era escasa y a menudo faltaba el agua. ¡Cuántas noches tuvo que retroceder José, que era viejo y pobre, cuando intentó acercarse al manantial en el que la caravana se había detenido para saciar su sed!
Finalmente, tras dos meses de penoso viaje, los viajeros entraron en Egipto. Según Sozomeno, desde el momento en que la Sagrada Familia tocó esta antigua tierra, los árboles bajaron sus ramas para adorar al Hijo de Dios; las bestias feroces acudieron allí, olvidando sus instintos; y los pájaros cantaron a coro las alabanzas del Mesías. En efecto, si creemos lo que nos dicen autores fidedignos, todos los ídolos de la provincia, al reconocer al vencedor del paganismo, se derrumbaron. Así se cumplieron literalmente las palabras del profeta Isaías cuando dijo: “He aquí que el Señor subirá sobre una nube y entrará en Egipto, y en su presencia serán quebrantados los simulacros de Egipto”.
José y María, deseosos de llegar pronto al final de su viaje, no hicieron sino pasar por Heliópolis, consagrada al culto del sol, para dirigirse a Matari, donde pensaban descansar de sus fatigas.
Matari es una hermosa aldea sombreada por sicomoros, a unas dos leguas de El Cairo, la capital de Egipto. Allí pensaba José establecerse. Pero allí no terminaban sus problemas. Necesitaba buscar alojamiento. Los egipcios no eran nada hospitalarios, por lo que la sagrada familia se vio obligada a refugiarse durante unos días en el tronco de un gran árbol viejo. Finalmente, tras una larga búsqueda, José encontró una habitación modesta y pequeña, en la que colocó a Jesús y a María.
Esta casa, que aún puede verse en Egipto, era una especie de cueva, de seis metros de largo por cinco de ancho. Tampoco había ventanas; la luz tenía que penetrar por la puerta. Las paredes eran de una especie de arcilla negra y sucia, cuya antigüedad llevaba la huella de la miseria. A la derecha había una pequeña cisterna, de la que José sacaba agua para el servicio de la familia.
Capítulo XIV. Las penas. – Consolación y fin del destierro.
Cum ipso sum in tribulatione. (Con él estoy en la tribulación. – Sal. 90:15)
Recién entrado en esta nueva morada, José reanudó su trabajo ordinario. Empezó a amueblar su casa; una mesita, unas sillas, un banco, todo obra de sus manos. Luego fue de puerta en puerta buscando trabajo para ganarse la vida para su pequeña familia. Sin duda experimentó muchos rechazos y soportó muchos desprecios humillantes. Era pobre y desconocido, y esto bastó para que su trabajo fuera rechazado. A su vez, María, mientras tenía mil cuidados para su Hijo, se entregó valientemente al trabajo, ocupando en él una parte de la noche para compensar los pequeños e insuficientes ingresos de su marido. Sin embargo, en medio de sus penas, ¡cuánto consuelo para José! Trabajaba para Jesús, y el pan que comía el divino niño lo había comprado con el sudor de su frente. Y cuando regresó al atardecer agotado y oprimido por el calor, Jesús sonrió a su llegada y le acarició con sus pequeñas manos. A menudo, con el precio de las privaciones que se imponía a sí mismo, José conseguía algunos ahorros, ¡qué alegría sintió entonces al poder utilizarlos para endulzar la condición del niño divino! Ahora eran unos dátiles, ahora unos juguetes adecuados a su edad, lo que el piadoso carpintero llevaba al Salvador de los hombres. ¡Oh, qué dulces eran entonces las emociones del buen anciano al contemplar el rostro radiante de Jesús! Cuando llegó el sábado, día de descanso y consagrado al Señor, José tomó al niño de la mano y guió sus primeros pasos con una solicitud verdaderamente paternal.
Mientras tanto, murió el tirano que reinaba sobre Israel. Dios, cuyo brazo todopoderoso castiga siempre a los culpables, le había enviado una cruel enfermedad, que le condujo rápidamente a la tumba. Traicionado por su propio hijo, comido vivo por los gusanos, Herodes había muerto, llevando consigo el odio de los judíos y la maldición de la posteridad.
Capítulo XV. La nueva anunciación. – Regreso a Judea. – Tradición relatada por San Buenaventura.
Ex Aegypto vocavi filium meum. (Desde Egipto llamé a mi hijo. – Os. 11:1)
Hacía siete años que José estaba en Egipto, cuando el Ángel del Señor, mensajero ordinario de la voluntad del Cielo, se le apareció de nuevo durante el sueño y le dijo: “Levántate, aparta de ti al niño y a su madre, y vuelve a la tierra de Israel, pues ya no están los que buscaban al niño para darle muerte”. Siempre dispuesto a la voz de Dios, José vendió su casa y sus muebles, y lo ordenó todo para partir. En vano los egipcios, extasiados por la bondad de José y la dulzura de María, hicieron fervientes súplicas para retenerle. En vano le prometieron abundancia de todo lo necesario para la vida, José se mostró inflexible. Los recuerdos de su infancia, los amigos que tenía en Judea, la atmósfera pura de su patria, hablaban mucho más a su corazón que la belleza de Egipto. Además, Dios había hablado, y no hacía falta nada más para decidir a José a regresar a la tierra de sus antepasados.
Algunos historiadores opinan que la Sagrada Familia hizo parte del viaje por mar, porque les llevaba menos tiempo, y tenían un gran deseo de volver a ver pronto su patria. En cuanto desembarcaron en Ascalonia, José se enteró de que Arquelao había sucedido en el trono a su padre Herodes. Esto supuso una nueva fuente de ansiedad para José. El ángel no le había dicho en qué parte de Judea debía establecerse. ¿Debía hacerlo en Jerusalén, en Galilea o en Samaría? José, lleno de ansiedad, rogó al Señor que le enviara a su mensajero celestial durante la noche. El ángel le ordenó que huyera de Arquelao y se retirara a Galilea. Entonces José ya no tuvo nada que temer y tomó tranquilamente el camino de Nazaret, que había abandonado siete años antes.
Que nuestros devotos lectores no se apenen al oír del seráfico Doctor San Buenaventura sobre este punto de la historia: “Estaban en el acto de partir: y José fue primero con los hombres, y su madre vino con las mujeres (que habían venido como amigas de la sagrada familia para acompañarles un poco). Cuando salieron por la puerta, José hizo retroceder a los hombres y no les permitió que le acompañaran más. Entonces uno de los hombres buenos, compadeciéndose de la pobreza de aquellos hombres, llamó al Niño y le dio algo de dinero para los gastos. El Niño se avergonzó de recibirlos; pero, por amor a la pobreza, extendió la mano y recibió el dinero con vergüenza y le dio las gracias. Y así lo hicieron más personas. Aquellas honorables matronas volvieron a llamarle e hicieron lo mismo; la madre no estaba menos avergonzada que el niño, pero, no obstante, les dio humildemente las gracias”.
Tras despedirse de aquella cordial compañía y renovar sus agradecimientos y saludos, la sagrada familia volvió sus pasos hacia Judea.
Capítulo XVI. Llegada de José a Nazaret. – Vida doméstica con Jesús y María.
Constituit eum dominum domus suae. (Le constituyó señor de su casa. – Sal. 104,20)
Por fin habían terminado los días del exilio. José podía volver a ver su añorada tierra natal, que le traía los recuerdos más entrañables. Habría que amar a la propia patria como la amaban entonces los judíos, para comprender las dulces impresiones que llenaban el alma de José cuando aparecía a lo lejos la vista de Nazaret. El humilde patriarca aceleró el paso de la cabalgadura de María, y pronto llegaron a las estrechas calles de su querida ciudad.
Los nazarenos, que ignoraban la causa de la partida del piadoso obrero, vieron su regreso con alegría. Los cabezas de familia acudieron a dar la bienvenida a José y a estrechar la mano del anciano, cuya cabeza estaba vuelta lejos de su patria. Las hijas saludaron a la humilde Virgen, cuya gracia aumentaba aún más por los cuidados con que rodeaba a su divino hijo. El amado Jesús vio a los muchachos de su edad que acudían a él y, por primera vez, oyó la lengua de sus antepasados en lugar de la amarga lengua del exilio.
Pero el tiempo y la negligencia habían reducido la pobre morada de José a un mal estado. La hierba salvaje había crecido sobre las paredes, y la polilla se había apoderado de los viejos muebles de la sagrada familia.
Se vendió parte del terreno que rodeaba la casa, y con su precio se compraron los enseres domésticos más necesarios. Los escasos recursos de la pareja se emplearon en las compras más indispensables. A José sólo le quedaban su taller y sus armas. Pero la estima que todos sentían por el santo varón, la confianza que la gente tenía tanto en su buena fe como en su capacidad, hicieron que poco a poco volvieran a él el trabajo y los mecenas; y el valeroso carpintero no tardó en reanudar su trabajo habitual. Había envejecido en sus trabajos, pero su brazo seguía siendo fuerte, y su ardor aún aumentaba después de que le hubieran encargado alimentar al Salvador de la humanidad.
Jesús crecía en edad y sabiduría. Del mismo modo que José había guiado sus primeros pasos, cuando aún era un niño pequeño, también dio a Jesús su primer conocimiento del trabajo. Sostuvo su manita y la dirigió para enseñarle a trazar líneas y a manejar el plano. Enseñó a Jesús las dificultades y la práctica del oficio. ¡Y el Creador del mundo se dejó guiar por su fiel servidor, al que había elegido por padre!
José, que era asiduo en los oficios del santo templo, como diligente en los deberes de su trabajo, observaba estrictamente la ley de Moisés y la religión de sus antepasados. Por eso nunca se le veía trabajando en un día festivo, pues había comprendido que ni un solo día a la semana es demasiado para rezar al Señor y agradecerle sus favores. Cada año, en las tres grandes fiestas judías, las de Pascua, Pentecostés y Tabernáculos, acudía al templo de Jerusalén en compañía de María. De ordinario dejaba a Jesús en Nazaret, que habría estado excesivamente cansado por el largo viaje; y siempre solía rogar a uno de sus vecinos que se hiciera cargo del niño en ausencia de sus padres.
Capítulo XVII. Jesús va con María, su madre, y San José a celebrar la Pascua en Jerusalén. – Se pierde y lo encuentran al cabo de tres días.
Fili, quid fecisti nobis sic? Ecce pater tuus et ego dolentes quaerebamus te. Quid est quod me quaerebatis? Nesciebatis quia in his quae Patris mei sunt oportet me esse? (Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí que tu padre y yo, afligidos, fuimos en tu busca; [y él les dijo] ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en las cosas de mi Padre debía estar ocupado? – Lc. 2:48-49)
Cuando Jesús cumplió doce años y se acercaba la fiesta de Pascua, José y María lo juzgaron lo bastante fuerte para soportar el viaje y lo llevaron con ellos a Jerusalén. Permanecieron unos siete días en la ciudad santa para celebrar la Pascua y realizar los sacrificios ordenados por la ley.
Cuando terminaron las fiestas pascuales, emprendieron el camino de regreso a Nazaret en medio de sus parientes y amigos. La caravana era muy numerosa. En la sencillez de sus costumbres, las familias de un mismo pueblo o aldea regresaban a sus casas en alegres brigadas, en las que los ancianos hablaban animadamente con los ancianos, las mujeres con las mujeres, mientras los niños corrían y jugaban juntos por el camino. Así que José, al no ver a Jesús cerca de sí, lo creyó, como era natural, con su madre o con los muchachos de su edad. María también caminaba entre sus compañeras, igualmente convencida de que el niño seguía a los demás. Al atardecer, la caravana se detuvo en la pequeña ciudad de Machmas para pasar la noche. José vino a buscar a María; pero ¿cuál no fue su sorpresa y su pena cuando se preguntaron mutuamente dónde estaba Jesús? Ni uno ni otro le habían visto después de salir del templo; los muchachos, por su parte, no podían dar noticias suyas. No estaba con ellos.
Inmediatamente, José y María, a pesar de su cansancio, se pusieron de nuevo en camino hacia Jerusalén. Pálidos e inquietos, recorrieron el camino que ya habían recorrido aquel mismo día. Los alrededores resonaban con sus gritos de duelo; José llamaba a Jesús, pero éste no respondía. Al amanecer llegaron a Jerusalén, donde, según dice el Evangelio, pasaron tres días enteros buscando a su hijo amado. ¡Cuánto le dolió el corazón a José! ¡Y cuánto tuvo que reprocharse un momento de distracción! Finalmente, hacia el final del tercer día, estos padres desolados entraron en el templo, más bien para invocar la luz de lo alto que con la esperanza de encontrar allí a Jesús. Pero ¡cuál fue su sorpresa y admiración al ver al niño divino en medio de los doctores maravillados por la sabiduría de sus discursos, las preguntas y las respuestas que les daba! María, llena de alegría porque había encontrado a su hijo, no pudo, sin embargo, abstenerse de expresarle la inquietud que la afligía: “Hijo mío -le dijo-, ¿por qué nos has hecho esto? hace tres días que te buscamos con dolor”. – Jesús respondió: “¿Por qué me buscabais así? ¿No sabíais que es asunto mío ocuparme de lo que concierne a mi padre?” El evangelio añade que José y María no comprendieron inmediatamente esta respuesta. Afortunados por haber encontrado a Jesús, volvieron tranquilamente a su pequeño hogar de Nazaret.
Capítulo XVIII. Continuación de la vida doméstica de la sagrada familia.
Et erat subditus illis. (Y Jesús les fue obediente. – Lc. 2,51)
El santo Evangelio, después de relatar los rasgos principales de la vida de Jesús hasta los doce años, concluye en este punto toda la vida privada de Jesús hasta los treinta años con estas breves palabras: “Jesús era obediente a María y a José, et erat subditus illis”. Estas palabras, aunque ocultan a nuestros ojos la gloria de Jesús, revelan en un aspecto magnífico la grandeza de José. Si el educador de un príncipe ocupa una honrosa dignidad en el Estado, ¡cuál debía ser la dignidad de José, mientras se le confiaba la educación del Hijo de Dios! Jesús, cuya fuerza había crecido con los años, se convirtió en alumno de José. Le siguió en sus días de trabajo, y bajo su dirección aprendió el oficio de carpintero. San Cipriano, obispo de Cartago, escribió hacia el año 250 de la era cristiana que aún se conservaban con veneración los arados hechos por la mano del Salvador. Fue sin duda José quien había proporcionado el modelo y quien había dirigido la mano del Creador de todas las cosas en su taller.
Jesús quiso dar a los hombres el ejemplo de la obediencia incluso en las más pequeñas circunstancias de la vida. Así, cerca de Nazaret aún puede verse un pozo, donde José envió al divino niño a sacar agua para las necesidades de la familia.
Nos faltan detalles sobre estos laboriosos años que José pasó en Nazaret con Jesús y María. Lo que podemos decir sin temor a equivocarnos es que José trabajó incansablemente para ganarse el pan. La única distracción que se permitía era conversar bien y a menudo con el Salvador, cuyas palabras quedaron profundamente grabadas en su corazón.
A los ojos de los hombres, Jesús pasó por hijo de José. Y éste, cuya humildad era tan grande como su obediencia, guardaba en sí mismo el misterio que estaba encargado de proteger con su presencia. “José”, dice Bossuet, “vio a Jesús y guardó silencio; lo saboreó y no habló de él; se contentó sólo con Dios sin compartir su gloria con los hombres. Cumplió su vocación, pues así como los apóstoles fueron ministros del Jesucristo conocido, José fue ministro y compañero de su vida oculta”.
Capítulo XIX. Últimos días de San José. Su preciosa agonía.
¡O nimis felix, nimis o beatus Cuius extremam vigiles ad horam Christus et Virgo simul astiterunt Ore sereno! (Oh alma piadosa bendita o feliz que, de tu destierro en el último momento, gozaste al lado de Jesús y María la bella semblanza. – de San José).
José estaba llegando a los ochenta años, y Jesús no tardaría en salir de su casa para recibir el bautismo de manos de Juan el Bautista, cuando Dios llamó a sí a su fiel siervo. Trabajos y fatigas de todo tipo habían desgastado el robusto estado de ánimo de José, y él mismo sentía que su fin estaba cerca. Después de todo, su misión en la tierra había terminado; y era justo que recibiera al fin la recompensa que merecían sus virtudes.
Por un favor muy especial, un ángel vino a advertirle de la proximidad de su muerte. Estaba preparado para comparecer ante Dios. Toda su vida no había sido más que una serie de actos de obediencia a la voluntad divina y poco le importaba la vida, pues se trataba de obedecer a Dios, que le llamaba a la vida bienaventurada. Según el testimonio unánime de la tradición, José no murió en el sufrimiento agudo de la enfermedad. Murió suavemente, como una llama a la que le ha faltado el alimento.
Yaciendo en su lecho de muerte, con Jesús y María a su lado, José quedó extasiado durante veinticuatro horas. Sus ojos vieron entonces con claridad las verdades que su fe había creído hasta entonces sin comprender. Penetró en el misterio de Dios hecho hombre y en la grandeza de la misión que Dios le había confiado a él, un pobre mortal. Presenció en espíritu los dolores de la pasión del Salvador. Cuando despertó, su rostro estaba iluminado y como transfigurado por una belleza totalmente celestial. Un delicioso perfume llenaba la habitación en la que yacía y se esparcía también fuera, anunciando así a los vecinos del santo varón que su alma pura y bella estaba a punto de pasar a un mundo mejor.
En una familia de almas pobres y sencillas que se aman con ese amor puro y cordial que difícilmente se encuentra en el seno de la grandeza y la abundancia, cuando estas personas disfrutaron de los años de peregrinación en santa unión, y que, al igual que compartían las alegrías domésticas, compartían las penas santificadas por el consuelo religioso, si ocurriera que esta hermosa paz se viera oscurecida por la separación de un miembro querido, ¡oh cuán angustiado se siente entonces el corazón al separarse!
Jesús tuvo como Dios a un padre en el cielo que le comunicó su sustancia y naturaleza divinas desde toda la eternidad, haciendo eterna la gloria celestial de su persona en la tierra (aunque velada por los restos mortales); María tuvo a Jesús en la tierra que llenó su corazón de paraíso. Sin embargo, ¿quién negaría que Jesús y María, estando ahora cerca del Patriarca moribundo y dejando incluso la ternura de sus corazones a merced de la naturaleza, no sufrieron por tener que separarse temporalmente de su fiel compañero en la tierra? María no podía olvidar los sacrificios, los dolores, las penalidades, que José había tenido que sufrir por ella en los penosos viajes a Belén y a Egipto. Es cierto que José, al estar continuamente en su compañía, se veía compensado por lo que sufría, pero si esto era un argumento de consuelo para la una, no era una razón que dispensara al tierno corazón de la otra de un sentimiento de gratitud. José la había servido no sólo con todo el afecto de un esposo, sino también con toda la fidelidad de un siervo y la humildad de un discípulo, venerando en ella a la Reina del cielo, a la Madre de Dios. Ahora bien, ciertamente María no había pasado por alto tantas muestras de veneración, obediencia y estima, y no podía dejar de sentir una profunda y muy verdadera gratitud hacia José.
Y Jesús, que en cuestiones de amor ciertamente no debía ser inferior a ninguno de los dos, puesto que había dispuesto en los decretos de su divina Providencia que José fuera su guardián y protector en la tierra, puesto que esta protección también había tenido que costarle a José tantos sufrimientos y trabajos, también Jesús debió de sentir en su corazón más amoroso los más dulces sentimientos de agradecido recuerdo. Al contemplar aquellos escasos brazos dispuestos en cruz sobre su fatigado pecho, recordó cuántas veces se habían abierto para estrecharlo contra su pecho cuando se lamentaba en Belén, cómo se habían afanado para llevarlo a Egipto, cómo se habían agotado en el trabajo para guardarle el pan de la vida. Cuántas veces aquellos labios queridos se habían acercado reverentes para imprimirle besos amorosos o para calentar sus miembros resecos en invierno; y aquellos ojos, que entonces estaban a punto de cerrarse a la luz del día, cuántas veces se habían abierto al llanto, honrando los sufrimientos de Él y de María, cuando tuvo que contemplarlo huyendo a Egipto, pero sobre todo cuando durante tres días lo lloró perdido en Jerusalén. Sin duda, estas muestras de amor inquebrantable no fueron olvidadas por Jesús en aquellos últimos momentos de la vida de José. Por eso imagino que María y Jesús, en la difusión del paraíso en aquellas últimas horas de la vida de José, también habrán honrado, como sobre la tumba de su amigo Lázaro, con el derramamiento de las lágrimas más puras, aquella última despedida solemne. ¡Oh sí, José tenía el paraíso ante sus ojos! Volvió su mirada a un lado y vio la aparición de María, y sostuvo sus santísimas manos entre las suyas, y recibió sus últimos cuidados, y oyó sus palabras de consuelo. Volvió los ojos hacia el otro lado y se encontró con la mirada majestuosa y todopoderosa de Jesús, y sintió sus manos divinas sosteniendo su cabeza, y enjugando sus sudores, y recogiendo de sus labios consuelos, acciones de gracias, bendiciones y promesas. Y me parece que María decía: “José, nos dejas; has terminado la peregrinación del destierro, me precederás en tu paz, descendiendo primero al seno de nuestro padre Abraham; ¡oh José, cuánto te agradezco la dulce compañía que me has hecho, los buenos ejemplos que me has dado, el cuidado que has tenido de mí y de mis cosas y los dolores más penosos que has sufrido por mi causa! oh, me dejas, pero vivirás siempre en mi recuerdo y en mi corazón. Ten buen ánimo, oh José, quoniam appropinquat redemptio nostra”. Y me parece que Jesús dijo: “José mío, tú mueres, pero yo también moriré, y si yo muero debes estimar la muerte y amarla como una recompensa. Corto es, oh José, el tiempo de la oscuridad y de la espera. Díselo a Abraham y a Isaac, que ansiaban verme y no fueron dignos; díselo a los que han esperado muchos años mi venida en esa oscuridad, y háblales de la liberación venidera; díselo a Noé, a José, a David, a Judit, a Jeremías, a Ezequiel, a todos esos Padres que deben esperar tres años más, y entonces se consumirán la Hueste y el Sacrificio y se borrará la iniquidad del mundo. Mientras tanto, después de este breve tiempo, resucitarás gloriosa y hermosa, y conmigo, más gloriosa y más hermosa, te alzarás en la embriaguez del triunfo. Alégrate, querido guardián de mi vida, fuiste bueno y generoso conmigo, pero nadie puede ganarme con la gratitud”. La santa Iglesia expresa las amorosas últimas atenciones de Jesús y María hacia san José con estas palabras: “Cuius extremas vigiles ad horas Christus et Mater simul astiterunt ore sereno”. En las últimas horas de San José, con semblante sereno, Jesús y María asistieron con la más amorosa vigilancia.