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(continuación del artículo anterior)

2. Qué hacer mañana

Queridos jóvenes,
seguro que se preguntarán: ¿qué haremos más tarde, qué cosa esperar de la vida? ¿A qué estamos llamados? Son preguntas que todo el mundo se hace, consciente o incluso inconscientemente. Quizás conozcan la palabra vocación. Qué palabra tan extraña: ¡vocación! Si lo prefieren, podemos hablar de felicidad, del sentido de la vida, de la voluntad de vivir…
Vocación significa llamada. ¿Quién llama? Es una buena pregunta. Quizás alguien que me quiere. Cada uno de nosotros tiene su propia vocación. La mía fue un poco especial. En mi Saboya natal, cuando era pequeño, a los once años, me sentí llamado a entregarme a Dios al servicio de su pueblo, pero mis padres, en particular mi papá, tenía otros planes para mí, ya que era el mayor de la familia. Con el paso de los años y durante los estudios que mi papá me hizo hacer en París, mi deseo crecía cada vez más: gramática, literatura, filosofía, pero también equitación, esgrima, baile…
A los 17 años, tuve una crisis. Me iba bien en los estudios, pero mi corazón no estaba satisfecho. Buscaba algo… Durante el carnaval de París, un compañero me vio triste: “¿Qué te pasa, estás enfermo? Vamos a ver el carnaval”, “pero yo no quiero ver el carnaval”, le contesté, “¡quiero ver a Dios!”. Aquel año, un famoso profesor de Biblia explicaba el Cantar de los Cantares. Fui a escucharle. Fue como un rayo para mí. La Biblia era una historia de amor. ¡Había encontrado a Aquel a quien buscaba! Y con la ayuda de mi compañero espiritual, me impuse la pequeña regla de recibir a Jesús en la Eucaristía lo más a menudo posible.
A los 20 años, una nueva crisis grave me golpeó. Estaba convencido de que iría al infierno, de que me condenaría eternamente. Lo que más me dolía, además por supuesto de la privación de la visión de Jesús, era verme privado de la visión de María. Este pensamiento me torturaba: ¡ya casi no comía, ya no dormía, me había vuelto todo amarillo! Mi oración era ésta: “¡Señor, lo sé, iré al infierno, pero dame al menos esta gracia para que cuando esté en el infierno, pueda seguir amándote!” Después de seis semanas de angustia fui a la iglesia ante el altar de Nuestra Señora y le recé una oración que comienza así: “Recuerda, oh Virgen María, que nunca se ha oído decir que alguien, recurriendo a tu patrocinio, implorando tu ayuda y protección, haya sido abandonado por ti”. Después de aquello mi enfermedad cayó al suelo “como las escamas de la lepra”. Estaba curado.

Después de París, mi padre me envió a Padua para estudiar derecho. Mientras tanto, yo seguía sufriendo mi dilema vocacional: sentía que la llamada venía de Dios y, al mismo tiempo, debía obediencia a mi papá, según las costumbres muy arraigadas en mi época. Estaba perplejo. Pedí consejo a mis compañeros, especialmente al padre Antonio Possevino. Con su ayuda y discernimiento, elegí algunas reglas y ejercicios para la vida espiritual y también para la vida en sociedad con los compañeros y toda clase de personas. Al final de mis estudios hice una peregrinación a Loreto. Permanecí como en éxtasis -dicen mis compañeras- durante media hora en la Santa Casa de María de Nazaret. Volví a confiar mi vocación y mi futuro a la Madre de Jesús. Nunca me he arrepentido de haber confiado totalmente en Ella.
De vuelta a casa, a la edad de 24 años, conocí a una hermosa chica llamada Francesca. Ella me gustaba, pero me gustaba más mi proyecto de vida. ¿Qué hacer? No les contaré aquí todos los detalles de mi batalla. Sólo sé que al final me atreví a pedirle a mi papá que me diera permiso para seguir mi sueño. Finalmente aceptó mi elección, pero lloró.

A partir de ese momento, mi vida cambió por completo. Antes, mi familia y mis compañeros me veían concentrado en mí mismo, preocupado, un poco cerrado. De un momento a otro, todo se puso en marcha. Me había convertido en otro hombre. Me ordené sacerdote a los 26 años e inmediatamente me lancé a mi misión. Ya no tenía dudas: Dios me quería en este camino. Me sentía feliz.
Mi vocación, pensarán, era una vocación especial, aunque les diré que también fui nombrado obispo de Ginebra-Annecy a la edad de 35 años. En mi ministerio pastoral y de acompañamiento, siempre estuve convencido y me enseñaron que toda persona tiene una vocación. De hecho, no se debería decir: todo el mundo tiene vocación, sino que se debería decir: todo el mundo es una vocación, es decir, una persona que ha recibido una tarea “providencial” en este mundo, en previsión del mundo futuro que se nos ha prometido.



Oficina de Animación Vocacional

(continuación)