(continuación del artículo anterior)
El mercado de los brazos jóvenes
La época histórica en la que vivió Don Bosco no fue de las más felices. En los barrios de Turín, el santo educador descubrió un verdadero “mercado de brazos jóvenes”: la ciudad estaba cada vez más llena de menores inhumanamente explotados.
El mismo Don Bosco recuerda que los primeros muchachos a los que pudo acercarse eran “canteros, albañiles, yeseros, cuadradores y otros, que venían de países lejanos”. Se empleaban en todas partes, sin estar protegidos por ninguna ley. Eran “vendedores ambulantes, vendedores de azufre, limpiabotas, deshollinadores, mozos de cuadra, vendedores ambulantes de hojas, tenderos en el mercado, todos chicos pobres que vivían al día”. Los veía trepar en los andamios de los albañiles, buscando trabajo como aprendices en los talleres, deambulando por ahí lanzando el llamado de limpiachimeneas. Los vio jugar por dinero en las esquinas: si intentaba acercarse a ellos, se apartaban recelosos y despectivos. No eran los chicos de los Becchi, en busca de cuentos o juegos de manos. Eran los “lobos” de sus sueños; eran los primeros efectos de una revolución que conmocionaría al mundo, la revolución industrial.
Llegaban por centenares desde pequeños pueblos de la ciudad, en busca de trabajo. No encuentran más que lugares miserables, en los que se hacina toda la familia, sin aire, sin luz, fétidos por la humedad y los desagües de las alcantarillas. En las fábricas y talleres, ninguna medida higiénica, ninguna reglamentación salvo las impuestas por el amo.
Escapar de la pobreza del campo a la ciudad significaba también aceptar salarios de miseria o adaptarse a un nivel de vida arriesgado para tener algo que ganar. Hasta 1886 no llegó una primera ley, gracias también al celo del sacerdote de los artesanos, que regulaba de alguna manera el trabajo de los menores. En las obras en construcción, Don Bosco veía “niños de ocho a doce años, lejos de su patria, al servicio de los albañiles, pasando el día subiendo y bajando por los puentes inseguros, al sol, al viento, subiendo las empinadas escaleras cargadas de cal, de ladrillos, sin otra ayuda educativa que rudas divagaciones o palizas”.
Don Bosco traza rápidamente la línea. Esos chicos necesitan una escuela y un trabajo que les abran un futuro más seguro: necesitan ser chicos, ante todo, vivir la exuberancia de su edad, sin abatirse en las aceras y abarrotar las cárceles. La realidad social de nuestro tiempo parece resonar con la de ayer: otros inmigrantes, otros rostros llaman como un río desbordado a las puertas de nuestras conciencias.
Don Bosco fue un educador dotado de intuición, de sentido práctico, reacio a las soluciones de mesa, a las metodologías abstrusas y a los proyectos abstractos. La página educativa la escribe el santo con su vida, ante su pluma. Es la forma más convincente de hacer creíble un sistema educativo. Para hacer frente a la injusticia, a la explotación moral y material de los menores, crea escuelas, organiza talleres artesanales de todo tipo, inventa y promueve iniciativas contractuales para proteger a los niños, estimula las conciencias con propuestas cualificadas de formación para el trabajo. A la vacía política de palacio y a las manifestaciones instrumentales de la plaza responde con estructuras de acogida eficaces, servicios sociales innovadores, objeto de estima y admiración incluso de los anticlericales más ardientes de la época. Y la historia de hoy no es tan diferente de la de ayer; es más, la historia lleva el vestido que sus sastres confeccionan con sus propias manos e ideas.
Don Bosco creyó en el muchacho, apostó por sus capacidades, fueran pocas o muchas, visibles u ocultas. Amigo de tantos chicos de la calle, supo leer en sus corazones el potencial oculto de bondad. Era capaz de escarbar en la vida de cada uno y sacar recursos preciosos para adaptar el vestido a la dignidad de sus jóvenes amigos. Una pedagogía que no toca la esencia de la persona y no sabe conjugar los valores eternos de cada criatura, al margen de toda lógica histórica y cultural, corre el riesgo de intervenir sobre personas abstractas o sólo en la superficie.
El impacto en el territorio de su tiempo estaba determinado. Miró a su alrededor, a todas partes: vio y creó lo imposible para realizar sus santas utopías. Entró en contacto con las realidades extremas de la desviación juvenil. Entró en las cárceles: pudo mirar dentro de esta lacra con valentía y espíritu sacerdotal. Fue una experiencia que le marcó profundamente. Se acercó a los males de la ciudad con una participación viva y conmovida: era consciente de la existencia de tantos jóvenes que esperaban que alguien se ocupara de ellos. Vio con el corazón y la mente sus traumas humanos, incluso lloró, pero no se detuvo ante los barrotes; consiguió gritar con la fuerza de su corazón, a los que conoció, que la cárcel no es el hogar que hay que recibir como regalo de la vida, sino que hay otra forma de vivir la vida. Lo gritó con opciones concretas a las voces que salían de las celdas insalubres, y con gestos de cercanía a la multitud de chicos sembrados en las calles, cegados por la ignorancia y congelados por la indiferencia de la gente. Fue la insistencia de toda una vida: evitar que tantos acabaran entre rejas o colgados de la horca. Ni siquiera es concebible que su Sistema Preventivo no tuviera relación con esta amarga e impactante experiencia juvenil. Aunque quisiera, nunca podría haber olvidado aquella última noche pasada junto a un joven condenado a la horca, ni la escolta de los condenados a muerte y el desmayo ante la horca. ¿Cómo es concebible que su corazón no tuviera una reacción, al pasar entre la gente, tal vez petulante, tal vez compadecida, y ver una vida joven apagada por la lógica humana, que ajusta cuentas con los que han acabado en un barranco y no se agachan para tenderles una mano para sacarlos? El campesino de los Becchi, con un corazón tan grande como la arena del mar, era una mano siempre tendida hacia la juventud pobre y abandonada.
Valioso legado
Todo hombre deja siempre una huella de su paso por la tierra. Don Bosco ha dejado a la historia la encarnación de un método educativo que es también una espiritualidad, fruto de una sabiduría educativa experimentada en el trabajo cotidiano, al lado de los jóvenes. ¡Se ha escrito mucho sobre esta preciosa herencia!
El campo educativo es hoy tan complejo como siempre, porque se mueve en un tejido cultural desarticulado. Existe un amplísimo pluralismo metodológico de intervenciones operativas, tanto sociales como políticas.
El educador se enfrenta a situaciones difíciles de descifrar y a menudo contradictorias, con modelos a veces permisivos, a veces autoritarios. ¿Qué hacer? ¡Ay del educador inseguro, frenado por la duda! Quien educa no puede vivir indeciso y perplejo, transitando entre “por aquí o por allá”. Educar en una sociedad fragmentada no es fácil. Con una gran clase de marginados, dividida en tantos fragmentos, no es fácil arrojar luz; prevalece lo subjetivo, el interés propio, la tendencia a refugiarse en ideales efímeros y transitorios. De los años en que prevalecía la tendencia al protagonismo, hemos pasado al rechazo o al desinterés por la vida pública, por la política: poca participación, poco deseo de implicación.
A la ausencia de un centro que proporcione puntos de referencia estables, se añade la ausencia de un fundamento de certezas, que dé a los jóvenes la voluntad de vivir y el amor al servicio de los demás.
Y sin embargo, en este mundo de hegemonías provisionales, carente de una cultura unitaria, con elementos heterogéneos y aislados, surgen nuevas necesidades: una mejor calidad de vida, unas relaciones humanas más constructivas, la afirmación de una solidaridad centrada en el voluntariado. Surgen necesidades de nuevos espacios abiertos de diálogo y encuentro: los jóvenes deciden cómo, dónde y qué decirse.
En la era de la bioética, del control remoto, de la búsqueda de las cosas bellas y sencillas de la tierra, buscamos un nuevo rostro de la pedagogía. Es la pedagogía que se viste de acogida, de disponibilidad, de espíritu de familia, que genera confianza, alegría, optimismo, simpatía, que abre horizontes propositivos de esperanza, que busca los medios y los caminos para trabajar la novedad de la vida. Es la pedagogía del corazón humano, la herencia más preciosa que Don Bosco dejó a la sociedad.
Sobre este tejido, abierto y sensible a la prevención, debe construirse con valor y voluntad un futuro mejor para los muchachos perturbados de hoy. Siempre es posible hacer presente la intervención pedagógica de Don Bosco, porque se fundamenta en la esencia natural de todo ser humano. Son los criterios de la razón, la religión y la bondad: el trinomio sobre el que tantos jóvenes se han formado “como honrados ciudadanos y buenos cristianos”.
No es un método de estudio, repetimos, sino una forma de vida, la adhesión a un espíritu, que contiene valores nacidos y madurados con el hombre, creado a imagen y semejanza del Creador. La extraordinaria predilección por los jóvenes, el profundo respeto por su persona y su libertad, la preocupación por conjugar las necesidades materiales con las del espíritu, la paciencia para vivir los ritmos de crecimiento o cambio del muchacho como sujeto activo, no pasivo, de todo proceso educativo, son la síntesis de esta “preciosa herencia”.
Y hay otro aspecto. Hay una cuenta abierta con la sociedad: los jóvenes del futuro exigen un Don Bosco “universal”, más allá de los márgenes de su familia apostólica. ¡Cuántos de nuestros jóvenes no han oído hablar nunca de Don Bosco!
Es urgente relanzar su mensaje, que sigue vivo: si prescindimos de este proceso natural de reactualización, corremos también el riesgo de matar los signos positivos presentes en la cultura actual que, aunque con sensibilidades diferentes y objetivos y motivaciones opuestos, tiene en el corazón la promoción humana del joven.
La pedagogía de Don Bosco, antes de traducirse en documentos reflexivos, en escritos sistemáticos tomó el rostro de los muchísimos jóvenes que educó. Cada página de su sistema educativo tiene un nombre, un hecho, un logro, tal vez incluso fracasos. ¿El secreto de su santidad? ¡Los jóvenes! “Por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros estoy dispuesto a dar la vida”.
A los jóvenes sin amor, Don Bosco les devolvía el amor. A los jóvenes sin familia, porque no existía o estaba física y espiritualmente alejada de ellos, Don Bosco procuraba construir o reconstruir el ambiente y el clima de la familia. Hombre dotado de una profunda voluntad de mejora a través del cambio continuo, Don Bosco se dejó guiar por la certeza de que todos los jóvenes, en la práctica, podían llegar a ser mejores. La semilla de la bondad, la posibilidad del éxito estaba en cada joven; sólo hacía falta encontrar el camino: “Se tomó muy a pecho el destino de miles de pequeños vagabundos, ladrones por abandono o miseria, chicos y chicas hambrientos y sin hogar.
Aquellos a los que la sociedad ponía en los márgenes, para Don Bosco estaban en primer lugar; eran el objeto de su fe. Los jóvenes rechazados por la sociedad representaban incluso su gloria; era el reto en un momento histórico en el cual la atención y los cuidados educativos de la sociedad y de los organismos estaban dirigidos a los chicos de bien, de modo correcto, incluso lo más correctamente posible
Don Bosco percibió el poder del amor del educador. No le preocupaba en absoluto adaptarse y conformarse a los sistemas, métodos y conceptos pedagógicos en uso en su época. Era un enemigo abierto de una educación que destacaba la autoridad por encima de todo, que predicaba una relación fría y desapegada entre educadores y alumnos. La violencia castigaba momentáneamente a los viciosos, pero no curaba a los viciosos. Por eso no aceptaba ni permitía nunca los castigos “ejemplares”, que supuestamente tenían un efecto preventivo, infundiendo miedo, ansiedad y angustia.
Comprendía que ninguna educación era posible sin ganarse el corazón del joven; el suyo era un método educativo que conducía al consentimiento, a la participación del joven. Estaba convencido de que ningún esfuerzo pedagógico daría fruto mientras no encontrara su fundamento en toda la disposición a escuchar.
Hay una característica que concierne al ámbito en el que se desarrolla la educación y que es típica de la pedagogía de Don Bosco: la creación y conservación de una “alegría”, por la que cada día se convierte en una fiesta. Una alegría que sólo existe, y no podría ser de otro modo, en virtud de la actividad creadora, que excluye todo aburrimiento, toda sensación de cansancio por no saber cómo ocupar el tiempo. En este campo, Don Bosco poseía una inventiva y una habilidad que le permitían, con extraordinaria destreza, no sólo entretener, sino atraer hacia sí a los jóvenes mediante juegos, recitaciones, canciones, paseos: el ámbito de la alegría representaba un pasaje obligado para su pedagogía.
Los jóvenes, por supuesto, tienen que descubrir dónde está su error, y para ello necesitan la ayuda del educador, incluso mediante la desaprobación, pero ésta no tiene por qué ir acompañada de violencia. La desaprobación es un llamamiento a la conciencia. El educador debe ser el guía de los valores, no de su propia persona. En la intervención educativa, un vínculo excesivamente fuerte del alumno con la persona del educador puede amenazar el efecto favorable de la actividad educativa del educador; fácilmente puede surgir un mito, generado por la emotividad, hasta el punto de convertirlo en un ideal absolutizado. Los jóvenes no deben estar dispuestos a hacer nuestra voluntad: deben aprender a hacer lo que es correcto y significativo para su crecimiento humano y existencial. El educador trabaja para el futuro, pero no puede trabajar sobre el futuro; debe aceptar, por tanto, estar continuamente expuesto a la revisión de su trabajo, de sus metodologías y, sobre todo, debe preocuparse continuamente por descubrir cada vez más profundamente la realidad del educando, para intervenir en el momento oportuno.
Don Bosco solía decir: “no basta con que el primer círculo, es decir, la familia, esté sano, es necesario también que ese segundo círculo, inevitable, que está formado por los amigos del muchacho, esté sano. Empieza por decirle que hay una gran diferencia entre compañeros y amigos. A los compañeros no los puede elegir; los encuentra en el pupitre del colegio y en el lugar de trabajo o en las reuniones. A los amigos, en cambio, puede y debe elegirlos…. No obstaculices la vivacidad natural del muchacho y no le llames malo porque no se queda quieto”.
Pero esto no basta; el juego y el movimiento pueden ocupar una buena parte, pero no toda la vida del niño. El corazón necesita su propio alimento, necesita amar.
“Un día, tras una serie de consideraciones sobre Don Bosco, invité a los chicos de nuestro centro a expresar con un dibujo, con una palabra, con un gesto la imagen que se habían hecho del Santo.
Algunos reprodujeron la figura del sacerdote rodeado de chicos. Otro dibujó una barra: la cara de un chico estaba esbozada en el interior, mientras que desde el exterior una mano intentaba forzar un cerrojo. Otro, tras un largo silencio, dibujó dos manos entrelazadas. Un tercero dibujó corazones de formas variadas y en el centro un medio busto de Don Bosco, con montones y montones de manos tocando esos corazones. Un último escribió una sola palabra: ¡padre! La mayoría de estos chicos no conocen a Don Bosco”.
“Hacía tiempo que soñaba con acompañarles a Turín: las circunstancias no siempre nos habían sido favorables. Tras varios intentos infructuosos, habíamos conseguido reunir a un grupo de ocho chicos, todos con condenas penales. A dos chicos se les había permitido salir de la cárcel durante cuatro días, tres estaban bajo arresto domiciliario, los demás estaban sujetos a diversas prescripciones.
Ojalá tuviera la pluma de un artista para describir las emociones que leí en sus ojos mientras escuchaban la historia de sus compañeros ayudados por Don Bosco. Deambulaban por aquellos lugares benditos como si revivieran sus historias. En los aposentos del Santo seguían la Santa Misa con un recogimiento conmovedor. Los veo cansados, apoyando la cabeza en la urna de Don Bosco, contemplando su cuerpo, susurrando oraciones. Lo que dijeron, lo que Don Bosco dijo a aquellos muchachos nunca lo sabré. Con ellos disfruté de la alegría de mi propia vocación”.
En Don Bosco encontramos una sabiduría suprema al centrarse en la vida concreta de cada chico o joven que encontraba: su vida se convertía en su vida, sus sufrimientos se convertían en sus sufrimientos. No descansaba hasta haberles ayudado. Los chicos que entraban en contacto con Don Bosco se sentían sus amigos, sentían que estaba a su lado, percibían su presencia, saboreaban su afecto. Esto les hizo sentirse seguros, menos solos: para los que viven en los márgenes, éste es el mayor apoyo que pueden recibir.
En un manual de primaria, amarillento y desgastado por los años, leí unas frases, escritas con tinta, al pie de la historia del malabarista Becchi. Quienes las habían escrito era la primera vez que oían hablar de Juan Bosco: “Sólo Dios, su Palabra, es la regla y la guía inmortal de nuestro comportamiento y nuestras acciones. Dios está ahí a pesar de las guerras. La tierra a pesar del odio sigue dándonos pan para vivir’.
P. Alfonso Alfano, sdb