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Fue uno de los muchos jóvenes inmigrantes del Turín del siglo XIX. Tuvo la suerte de conocer pronto a Don Bosco y se convirtió en su primer “verdadero” salesiano laico.

            Don Bosco, sacerdote muy joven, había llegado a Turín en noviembre de 1841. Mirando a su alrededor, y bajando a las cárceles junto a Don Cafasso, se había dado cuenta de la dramática situación en la que se encontraban los muchachos de la ciudad. Pidió al Señor que le ayudara a “hacer algo” por ellos.
            La mañana del 8 de diciembre, fiesta de María Inmaculada, había encontrado a Bartolomé Garelli, albañil de Asti. En la sacristía anexa a la iglesia de San Francisco de Asís, le había dado su primera lección de catecismo y se había hecho amigo suyo.
            La tarde de esa misma fiesta, durante la celebración vespertina, Don Bosco vio a tres pequeños albañiles durmiendo, uno al lado del otro, en un escalón del altar. La iglesia estaba abarrotada de gente, y en el púlpito un predicador hilvanaba su laborioso sermón. Don Bosco se acercó a los tres de puntillas, estrechó al primero y en un susurro le preguntó:
            ¿Cómo te llamas?
            – Carlos Buzzetti -respondió confuso el muchacho, esperando una bofetada del sacerdote-. Perdone, pero he intentado prestar atención al sermón. Pero no entendí nada y me quedé dormido.
            En lugar de una reprimenda, Carlos vio una buena sonrisa en el rostro del cura, que continuó en un susurro:
            – ¿Y estos quiénes son?
            – Mi hermano y mi primo -dijo Carlos, sacudiendo a los dos pequeños durmientes-. Somos albañiles toda la semana y estamos cansados.
            – Venid conmigo -volvió a susurrar Don Bosco. Y los precedió hasta la sacristía.
            “Eran Carlos y Juan Buzzetti, y Juan Gariboldi”, recordaba emocionado Don Bosco a sus primeros salesianos. Pequeños albañiles de Lombardía que estarían con él durante treinta, cuarenta años, a los que todos en Valdocco conocían.
            “Entonces eran simples recaderos, ahora son maestros de obras, constructores estimados y respetados”.

Giuseppe, el hermano pequeño
            Los Buzzetti procedían de Caronno Ghiringhello (actual Caronno Varesino), una familia numerosa que vivía del trabajo de la tierra. Pero en la familia de Antonio y Giuseppina habían nacido siete hijos, demasiados brazos para una tierra pequeña. Nada más cruzar la infancia, el padre Antonio había pensado en enviar a los dos hijos mayores a Turín, donde había una colonia de albañiles de Lombardía que ganaban buen dinero y volvían con una buena cantidad de ahorros.

Toda la familia Buzzetti. En el centro, en segunda fila, Giuseppe (con barba). A su izquierda su hermano Carlo; a la derecha los otros tres hermanos.

            Carlos y Juan contaron a Don Bosco que habían partido en carretas desde Caronno, en grupo con otros aldeanos mayores que conocían el largo viaje (unos cien kilómetros). En parte en el carro, en parte a pie, habían caminado llevando un fardo con sus pobres ropas, y habían dormido en alguna granja. Ahora llega la estación muerta para nosotros los albañiles -dijo Carlos-; dentro de unos días tomaremos el camino de regreso a nuestro pueblo. Volveremos en primavera, y llevaremos con nosotros a nuestro tercer hermano, José.
            En esos pocos días que quedaban, Don Bosco se hizo amigo de ellos. Carlos y Juan regresaron tres días después, el domingo, a la cabeza de un equipo de primos y paisanos. Don Bosco dijo misa y les dirigió un animado sermón. Luego desayunaron juntos, sentados al sol en el pequeño patio detrás de la sacristía. Hablaron de las familias lejanas que pronto volverían a ver, del trabajo, de los primeros ahorros que podrían llevar a casa. Se llevaban bien con Don Bosco, parecía como si siempre hubieran sido amigos.
            En la primavera de 1842, los hermanos Buzzetti regresaron a Turín desde Caronno, acompañados por su hermano pequeño, que acababa de cumplir diez años (había nacido el 12 de febrero de 1832). José es un niño pálido, todo desconcertado. Don Bosco le mira con ternura, le habla como a un amigo. José se apega a él como un cachorro. Nunca más se separará de él. Incluso cuando los hermanos, después de una nueva temporada de trabajo, regresaban a Caronno, él (también porque el largo camino le agotaba) se quedaba con “su” Don Bosco. Desde la primavera de 1842 hasta la madrugada del 31 de enero de 1888, cuando Don Bosco murió, José estaría siempre a su lado, testigo sereno de toda la historia humana y divina del sacerdote “que lo amaba”. Muchos acontecimientos de la vida de Don Bosco serían ya calificados de “leyendas”, en nuestro tiempo desconfiado y desmitificador, si no hubieran sido vistos a través de los ojos sencillos del albañil de Caronno, que siempre estaba allí, a tiro de piedra de “su” Don Bosco.

“¿Quieres venir y quedarte conmigo?”
            Don Bosco va de obra en obra para encontrarse con sus muchachos y comprobar que las condiciones de trabajo que les imponen no sean inhumanas. Contempla con tristeza cómo José carga ladrillos y piedra caliza de sol a sol. Hay tanta bondad e inteligencia en esos ojos. Dentro de unos años le llamará y le ofrecerá compartir su vida. Miguel Rua, el que se convertirá en el segundo Don Bosco, es todavía un niño de cuatro años. Pero el que será su brazo fuerte, su primer y verdadero “coadjutor” en la construcción de la Obra Salesiana, ya ha llegado. Se trata de José Buzzetti.

            El Oratorio pasa de la sacristía de San Francisco al Ospedaletto della Marchesa Barolo, de un cementerio a un molino, de un cuchitril a un prado. Acaba bajo un toldo en Valdocco. Mientras tanto, Don Bosco dice a sus muchachos que tendrán un gran oratorio, talleres y patios, iglesias y escuelas. Más de uno dice que Don Bosco se ha vuelto loco. José Buzzetti está a su lado. Le escucha, se ilumina con su sonrisa, ni siquiera piensa que Don Bosco pueda estar equivocado.
            En mayo de 1847 la Providencia y una lluvia interminable traen a Don Bosco el primer niño que necesita ser alojado “día y noche”. Ese mismo año llegaron otros seis: huérfanos que se quedaban solos de un día para otro, jóvenes inmigrantes en busca de su primer trabajo. Para ellos Don Bosco transformó dos habitaciones vecinas en un pequeño dormitorio, colocó las camas y colgó un cartel en la pared que decía “Dios te ve”. Para gestionar aquella primera comunidad microscópica (alimentada por el huerto y las ollas de Mamá Margarita), Don Bosco necesitaba un joven ayudante en el que pudiera confiar con los ojos cerrados, un chico que se quedaría con él para siempre, y que sería el primero de aquellos clérigos y sacerdotes que la Virgen le había prometido tantas veces en sueños. Ese niño sería José Buzzetti.
            El mismo José cuenta: “Era un domingo por la tarde, y yo observaba el recreo de mis compañeros. Ese día había comulgado con mis hermanos, así que estaba muy contento. Don Bosco estaba recreándose con nosotros, contándonos las cosas más queridas del mundo. Mientras tanto llegaba la noche y yo me preparaba para volver a casa. Cuando me acerqué a Don Bosco para despedirme de él, me dijo:
            – Bravo, estoy contento de poder hablar contigo. Dime, ¿quieres estar conmigo?
            – ¿Para estar contigo? Explícame.
            – Necesito reunir algunos jóvenes que quieran seguirme en la aventura del Oratorio. Tú serías uno. Empezaré a instruirte. Y, si Dios quiere, podrías ser sacerdote a su debido tiempo.
            Miré el rostro de Don Bosco y pensé que estaba soñando. Luego añadió:
            – Hablaré con tu hermano Carlos, y haremos lo que sea mejor en el Señor’.

Invocador de “milagros”
            Carlos estuvo de acuerdo, y José vino a vivir con Don Bosco y su mamá Margarita. Don Bosco le confió el dinero y las finanzas de la casa, con total confianza. Y en dos años le preparó para vestir el hábito negro de los clérigos. Todos le llamaban “el clérigo Buzzetti”. Fue él quien, en un agosto asfixiante, apartó a Miguel Rua y le hizo una seria reflexión a ese muchacho desganado por el calor para que se comprometiera más en sus estudios.
            Año tras año, José Buzzetti tomó de las manos de Don Bosco y desarrolló la escuela de canto y la banda de música, los talleres (sobre todo la imprenta de la que se convirtió en gerente total), la supervisión de las obras, la administración de la Obra que se hacía cada vez más grande, la organización de las loterías que fueron durante años el oxígeno indispensable para el Oratorio.
            Fue el instigador involuntario de dos famosas “multiplicaciones” de Don Bosco. En el invierno de 1848, durante una fiesta solemne, en el momento de distribuir la Comunión a trescientos muchachos, Don Bosco se dio cuenta de que sólo había ocho o nueve hostias en copón. José, que estaba sirviendo la misa, se había olvidado de preparar otro copón llena de hostias para consagrar. Cuando Don Bosco comenzó a distribuir la Eucaristía, José comenzó a sudar porque vio (mientras sostenía el platillo) que las hostias crecían bajo las manos de Don Bosco, hasta que hubo suficientes para todos. Al año siguiente, el día de los difuntos, Don Bosco regresó de su visita al cementerio con la multitud de jóvenes hambrientos a los que había prometido castañas cocidas. Mamá Margarita, a quien José había malinterpretado las palabras de Don Bosco, sólo había preparado una pequeña olla con ellas. José, en el alboroto general, trató de hacer entender a Don Bosco que sólo había esa pequeña cantidad de castañas. Pero Don Bosco empezó a repartirlas a lo grande, a cucharadas. Incluso aquella vez José empezó a sudar frío, porque la olla no se vaciaba nunca. Al final todos tenían las manos llenas de castañas calientes, y José miraba asombrado la “olla mágica” de la que Don Bosco seguía pescando alegremente…
            Hubo un tiempo en que varias personas querían acabar con Don Bosco, y José (que se había dejado crecer una impresionante barba roja) se convirtió en su guardián y defensor. “Lo veíamos casi con envidia, cuenta Juan Bautista Francesia, salir del Oratorio para ir al encuentro de Don Bosco que tenía que volver a Valdocco desde Turín. Se necesitaba una mano fuerte y un corazón lleno, y Buzzetti era la persona adecuada” Cuando faltaba José con su barba roja, aparecía un misterioso perro de pelo gris, que Mamá Margarita, Miguel Rua y Bautista Francesia observaban con respeto y miedo, y al que José tenía que defender de las pedradas de otros chicos asustados…

Los días de melancolía
            El 25 de noviembre de 1856 murió Mamá Margaret. Fue un día amargo para Don Bosco y toda su gente. Fue también el día que marcó el final del “Oratorio Familiar” que José había visto y ayudado a crecer. Los chicos habían llegado a ser muchos, y cada mes crecían en número. Ya no bastaba una madre, se necesitaban maestros, profesores, superiores. Poco a poco, José cedió la administración a don Alasonatti, la escuela de canto y la banda a don Cagliero, la imprenta al caballero Oreglia de Santo Stefano. Hacía tiempo que se había quitado las negras vestiduras clericales, porque demasiadas ocupaciones no le habían permitido continuar seriamente sus estudios. Ahora se veía ocupado en trabajos cada vez más humildes: asistía el refectorio, ponía las mesas, enviaba las Lecturas Católicas, iba a la ciudad a buscar trabajo para los operarios.
            Un día, la melancolía y el desánimo se apoderaron de él y decidió abandonar el Oratorio. Habló con sus hermanos (que ocupaban puestos de responsabilidad en el sector de la construcción de Turín), encontró trabajo y fue a despedirse de Don Bosco. Con su habitual desparpajo le dijo que ya se estaba convirtiendo en la última rueda del carro, que tenía que obedecer a los que había visto llegar de niños, a los que había enseñado a sonarse la nariz. Expresó su tristeza por tener que dejar la casa que había ayudado a construir desde los tiempos del pequeño techo. Para Don Bosco fue un golpe tremendo. Pero no se alegró. No dijo: “¡Pobre de mí! Me dejas en un buen lío”. En cambio, pensó en él, su amigo más querido, con quien había compartido tantas horas felices y dolorosas.
            “¿Has encontrado ya un sitio? ¿Te pagarán bien? Necesitarás dinero para los primeros días”. Hizo referencia a los cajones de su escritorio: “Conoces estos cajones mejor que yo. Toma lo que necesites, y si no es suficiente, dime lo que necesitas y te lo conseguiré. No quiero que tú, José, tengas que sufrir ninguna privación por mí”. Luego le miró con ese amor que sólo él tenía por sus hijos: “Siempre nos hemos querido. Y espero que nunca me olvides”. Entonces José rompió a llorar. Lloró largo rato y dijo: “No quiero dejar Don Bosco. Me quedaré aquí para siempre”.
            Cuando Don Bosco, en diciembre de 1887, tuvo que rendirse a la enfermedad de su última enfermedad, José Buzzetti fue a ponerse al lado de su cama. Tenía ahora 55 años. Su fabulosa barba roja se había vuelto toda blanca. Don Bosco ya casi no podía hablar, pero aún intentaba bromear haciéndole el saludo militar. Cuando consiguió murmurar algunas palabras le dijo: “¡Oh, mi querido! Siempre serás mi querido”.
            El 30 de enero fue el último día de la vida de Don Bosco. Hacia la una de la tarde José y el P. Viglietti estaban junto a su cama. Don Bosco abrió mucho los ojos, intentó sonreír. Luego levantó la mano izquierda y les saludó. Buzzetti rompió a llorar. Por la noche, hacia el amanecer, Don Bosco murió.
            Ahora que su gran amigo se había ido con Dios, Buzzetti sentía su vida vacía. Parecía cansado. “Mirábamos a José”, recuerda el P. Francesia, “tan encariñado con Don Bosco, como una de esas cosas preciosas que nos recuerdan tantas y tantas memorias”. Pasaba gran parte del día en la iglesia, junto al sagrario, delante del cuadro de María Auxiliadora.
            Le hacían dulces violencias para que fuera a la casa salesiana de Lanzo, a respirar un aire mejor. “Voy allí de buena gana”, dijo al final, “porque allí fue también Don Bosco, y porque allí murió el querido P. Alasonatti. Andaré allí, y luego iré a ver de nuevo a Don Bosco”.
            Murió apretando el rosario entre sus manos. Tenía 59 años. Era el 13 de julio de 1891.

Teresio BOSCO
Salesiano de Don Bosco, experto salesiano, autor de numerosos libros.