Un comentario sobre los temas teológico-espirituales presentes en el sueño de los nueve años podría tener desarrollos tan amplios como para incluir un tratamiento completo de la “salesianidad”. Leído, por tanto, a partir de su historia de efectos, el sueño abre innumerables pistas para profundizar en los rasgos pedagógicos y apostólicos que caracterizaron la vida de San Juan Bosco y la experiencia carismática que de él partió. Hemos elegido centrarnos en cinco pistas de reflexión espiritual que se refieren respectivamente a (1) la misión oratoriana, (2) la llamada a lo imposible, (3) el misterio del Nombre, (4) la mediación materna y, por último, (5) la fuerza de la mansedumbre.
1. La misión oratoriana
El sueño de los nueve años está lleno de chicos. Están presentes desde la primera escena hasta la última y son los beneficiarios de todo lo que sucede. Su presencia se caracteriza por la alegría y el juego, propios de su edad, pero también por el desorden y el comportamiento negativo. Así pues, los niños no son en el sueño de los nueve años la imagen romántica de una edad encantada, intocada por los males del mundo, ni corresponden al mito posmoderno de la condición de la juventud como estación de acción espontánea y perenne disposición al cambio, que debe preservarse en una adolescencia eterna. Los chicos del sueño son extraordinariamente “reales”, tanto cuando aparecen con su fisonomía como cuando se les representa simbólicamente en forma de animales. Juegan y discuten, se divierten riendo y se arruinan diciendo palabrotas, igual que en la realidad. No parecen ni inocentes, como los imagina una pedagogía de la espontaneidad, ni capaces de enseñarse a sí mismos, como los concebía Rousseau. Desde el momento en que aparecen, en un “patio muy espacioso”, que presagia los grandes patios de los futuros oratorios salesianos, invocan la presencia y la acción de alguien. El gesto impulsivo del soñador, sin embargo, no es la intervención adecuada; es necesaria la presencia de un Otro.
Entrelazada con la visión de los niños está la aparición de la figura de Cristo, como ahora podemos llamarle abiertamente. Aquel que dijo en el Evangelio: “Dejad que los niños vengan a mí” (Mc 10,14), viene a indicar al soñador la actitud con la que los niños deben ser abordados y acompañados. Aparece majestuoso, viril, fuerte, con rasgos que resaltan claramente su carácter divino y trascendente; su forma de actuar está marcada por la confianza y el poder y manifiesta un pleno señorío sobre las cosas que suceden. El venerable, sin embargo, no infunde miedo, sino que trae la paz donde antes había confusión y conmoción; manifiesta una comprensión benévola hacia Juan y le dirige por el camino de la mansedumbre y la caridad.
La reciprocidad entre estas figuras -los muchachos por un lado y el Señor (al que más tarde se unirá la Madre) por otro- define los contornos del sueño. Las emociones que Juan siente en la experiencia onírica, las preguntas que formula, la tarea que se le pide que realice, el futuro que se abre ante él están totalmente ligados a la dialéctica entre estos dos polos. Quizás el mensaje más importante que le transmite el sueño, el que probablemente comprendió primero porque se quedó grabado en su imaginación, incluso antes de entenderlo de forma reflexiva, es que esas figuras se refieren la una a la otra y que ya no podrá disociarlas durante el resto de su vida. El encuentro entre la vulnerabilidad de los jóvenes y el poder del Señor, entre su necesidad de salvación y su oferta de gracia, entre su deseo de alegría y su don de vida debe convertirse ahora en el centro de sus pensamientos, en el espacio de su identidad. Toda la partitura de su vida se escribirá en la tonalidad que le da este tema generador: modularlo en todo su potencial armónico será su misión, en la que deberá verter todos sus dones de naturaleza y de gracia.
El dinamismo de la vida de Juan aparece así en la visión onírica como un movimiento continuo, una especie de ir y venir espiritual, entre los muchachos y el Señor. Del grupo de niños en cuyo seno se lanzó impetuosamente, Juan debe dejarse atraer por el Señor que le llama por su nombre, para luego apartarse de Aquel que le envía e ir a guiar a sus compañeros de un modo muy diferente. Aunque en sueños reciba golpes tan fuertes de los chicos que aún sienta su dolor al despertar, y oiga palabras del venerable que le dejen sin palabras, su ir y venir no es un trajín inconcluso, sino un camino que le transforma gradualmente y aporta a los jóvenes una energía de vida y amor.
Que todo esto tenga lugar en un patio es muy significativo y tiene un claro valor proléptico, ya que de la misión de Don Bosco el patio oratorio se convertirá en el lugar privilegiado y el símbolo ejemplar. Toda la escena se desarrolla en este entorno, a la vez vasto (patio muy espacioso) y familiar (cerca de casa). El hecho de que la visión vocacional no tenga como telón de fondo un lugar sagrado o un espacio celestial, sino el entorno en el que viven y juegan los muchachos, indica claramente que la iniciativa divina asume su mundo como lugar de encuentro. La misión confiada a Juan, aunque está claramente dirigida en un sentido catequético y religioso (“instruirles sobre la fealdad del pecado y la preciosidad de la virtud”), tiene como habitat el universo de la educación. La asociación de la figura cristológica con el espacio del patio y la dinámica del juego, que un niño de nueve años ciertamente no puede haber “construido”, constituye una transgresión de la imaginería religiosa más habitual, cuya fuerza inspiradora es igual a su profundidad de misterio. De hecho, sintetiza en sí misma toda la dinámica del misterio de la encarnación, por el que el Hijo toma nuestra forma para ofrecernos la suya, y pone de relieve cómo no hay nada humano que deba sacrificarse para dejar sitio a Dios.
El patio habla por tanto de la cercanía de la gracia divina al “sentir” de los muchachos: para acogerla no hay que abandonar la propia edad, descuidar sus necesidades, forzar sus ritmos. Cuando Don Bosco, ya adulto, escribía en El joven provisto que uno de los trucos del diablo es hacer creer a los jóvenes que la santidad es incompatible con su deseo de estar alegres y con la exuberante frescura de su vitalidad, no hacía sino devolver en forma madura la lección intuida en su sueño y que luego se convirtió en un elemento central de su magisterio espiritual. Al mismo tiempo, el patio habla de la necesidad de entender la educación desde su núcleo más profundo, que concierne a la actitud del corazón hacia Dios. Allí, enseña el sueño, no sólo está el espacio de una apertura original a la gracia, sino también el abismo de la resistencia, en el que acechan la fealdad del mal y la violencia del pecado. Por eso el horizonte educativo del sueño es francamente religioso, y no sólo filantrópico, y pone en escena el simbolismo de la conversión, y no sólo el del autodesarrollo.
En el patio del sueño, lleno de chicos y habitado por el Señor, se revela así a Juan lo que será la futura dinámica pedagógica y espiritual de los patios oratorianos. De ella quisiéramos destacar aún dos rasgos, claramente evocados en las acciones llevadas a cabo en el sueño primero por los niños y luego por los mansos corderos. El primer rasgo se encuentra en el hecho de que los niños “dejando de reñir, de gritar y de blasfemar, se reunieron todos en torno al que hablaba”. Este tema de la “reunión” es una de las matrices teológicas y pedagógicas más importantes de la visión educativa de Don Bosco. En una famosa página escrita en 1854, la Introducción al Plan de Reglamento del Oratorio masculino San Francisco de Sales de Turín, en la región de Valdocco, presenta la naturaleza eclesial y el sentido teológico de la institución oratoriana citando las palabras del evangelista Juan: “Ut filios Dei, qui erant dispersi, congregaret in unum” (para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos) (Jn 11,52). La actividad del Oratorio se sitúa así bajo el signo de la reunión escatológica de los hijos de Dios que constituyó el centro de la misión del Hijo de Dios:
Las palabras del santo Evangelio que nos dan a conocer que el divino Salvador vino del cielo a la tierra para reunir a todos los hijos de Dios, dispersos en las diversas partes de la tierra, me parece que se aplican literalmente a la juventud de nuestros días.
La juventud, “esta porción delicadísima y preciosísima de la sociedad humana”, se encuentra a menudo dispersa y rezagada a causa del desinterés educativo de los padres o de la influencia de los malos compañeros. Lo primero que hay que hacer para procurar la educación de estos jóvenes es precisamente “reunirlos, poder hablar con ellos, formarlos moralmente”. En estas palabras de la Introducción al Plan del Reglamento, el eco del sueño, madurado en la conciencia del educador ya adulto, está clara y reconociblemente presente. El oratorio se presenta allí como una alegre “reunión” de jóvenes en torno a la única fuerza tranquilizadora capaz de salvarlos y transformarlos, la del Señor: “Estos oratorios son ciertas reuniones en las que se mantiene a la juventud en agradable y honesto recreo, después de haber asistido a las sagradas funciones de la iglesia”. Desde la infancia, de hecho, Don Bosco comprendió que “ésta era la misión del hijo de Dios; esto es lo único que puede hacer su santa religión”.
El segundo elemento que se convertirá en un rasgo identificativo de la espiritualidad oratoriana es el que en el sueño se revela a través de la imagen de los corderos corriendo “para hacer fiesta a aquel hombre y a aquella señora”. La pedagogía de la fiesta será una dimensión fundamental del sistema preventivo de Don Bosco, que verá en las numerosas fiestas religiosas del año la oportunidad de ofrecer a los muchachos la posibilidad de respirar profundamente la alegría de la fe. Don Bosco sabrá implicar con entusiasmo a la comunidad juvenil del Oratorio en la preparación de eventos, obras de teatro, recepciones que proporcionen una distracción de la monotonía del deber cotidiano, para potenciar los talentos de los muchachos para la música, la interpretación, la gimnasia, para orientar su imaginación en la dirección de una creatividad positiva. Si se tiene en cuenta que la educación propuesta en los círculos religiosos del siglo XIX solía tener un tenor más bien austero, que parecía presentar el ideal pedagógico a alcanzar como el de la compostura devota, la sana alegría festiva del oratorio destaca como expresión de un humanismo abierto a captar las necesidades psicológicas del muchacho y capaz de complacer su protagonismo. La alegría festiva que sigue a la metamorfosis de los animales del sueño es, por tanto, a lo que debe aspirar la pedagogía salesiana.
2. La llamada a lo imposible
Mientras que para los muchachos el sueño termina en celebración, para Juan acaba en consternación e incluso en lágrimas. Es un desenlace que no puede sino sorprender. Es habitual pensar, de hecho, con cierta simplificación, que las visitas de Dios son exclusivamente portadoras de alegría y consuelo. Resulta paradójico, por tanto, que para un apóstol de la alegría, para aquel que como seminarista fundará la “sociedad de la alegría” y que como sacerdote enseñará a sus muchachos que la santidad consiste en “estar muy alegres”, la escena vocacional termine con llanto.
Esto puede indicar sin duda que la alegría de la que se habla no es puro ocio y simple despreocupación, sino una resonancia interior a la belleza de la gracia. Como tal, sólo puede alcanzarse a través de exigentes batallas espirituales, cuyo precio Don Bosco deberá pagar en gran parte en beneficio de sus muchachos. Revivirá así sobre sí mismo ese intercambio de papeles que hunde sus raíces en el misterio pascual de Jesús y que se prolonga en la condición de los apóstoles: “nosotros necios por Cristo, vosotros sabios en Cristo, nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros honrados, nosotros despreciados” (1Cor 4,10), pero igualmente “colaboradores en vuestra alegría” (2Cor 1,24).
Sin embargo, la agitación con la que se cierra el sueño recuerda sobre todo el vértigo que sienten los grandes personajes bíblicos ante la vocación divina que se manifiesta en sus vidas, orientándola en una dirección totalmente imprevisible y desconcertante. El Evangelio de Lucas afirma que incluso María, ante las palabras del ángel, sintió una profunda agitación interior (“al oír estas palabras se turbó en gran manera” Lc 1,29). Isaías se había sentido perdido ante la manifestación de la santidad de Dios en el templo (Is 6), Amós había comparado con el rugido de un león (Am 3,8) el poder de la Palabra divina por la que había sido arrebatado, mientras que Pablo experimentaría en el camino de Damasco la conmoción existencial que supone el encuentro con el Resucitado. Aunque son testigos de la fascinación de un encuentro con Dios que seduce para siempre, en el momento de la llamada, los hombres bíblicos parecen más vacilar temerosos ante algo que les supera que lanzarse de cabeza a la aventura de la misión.
La turbación que Juan experimenta en el sueño parece una experiencia similar. Proviene del carácter paradójico de la misión que se le asigna, que no duda en calificar de “imposible” (“¿Quién eres tú para ordenarme lo que es imposible?”). El adjetivo puede parecer “exagerado”, como lo son a veces las reacciones de los niños, sobre todo cuando expresan un sentimiento de incapacidad ante una tarea difícil. Pero este elemento de psicología infantil no parece suficiente para iluminar el contenido del diálogo onírico y la profundidad de la experiencia espiritual que comunica. Tanto más cuanto que Juan tiene una verdadera cualidad de líder y una excelente memoria, lo que le permitirá en los meses siguientes al sueño empezar inmediatamente a hacer un poco de oratorio, entreteniendo a sus amigos con juegos de acróbata y repitiéndoles íntegramente el sermón del párroco. Por eso, en las palabras con las que declara sin rodeos que es “incapaz de hablar de religión” a sus compañeros, es bueno oír el eco lejano de la objeción de Jeremías a la vocación divina: “No sé hablar, porque soy joven” (Jer 1,6).
No es en el plano de las aptitudes naturales donde se juega aquí la exigencia de lo imposible, sino en el plano de lo que puede incluirse en el horizonte de lo real, de lo que puede esperarse a partir de la propia imagen del mundo, de lo que entra dentro de los límites de la experiencia. Más allá de esta frontera, se abre la región de lo imposible, que es, sin embargo, bíblicamente, el espacio de la acción de Dios. Es “imposible” que Abraham tenga un hijo de una mujer estéril y anciana como Sara; “imposible” que la Virgen conciba y dé al mundo al Hijo de Dios hecho hombre; “imposible” les parece a los discípulos la salvación, si es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Sin embargo, se oye a Abraham responder: “¿Hay algo imposible para el Señor?” (Gn 18,14); el ángel le dice a María que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37); y Jesús responde a los discípulos incrédulos que “lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18,27).
Sin embargo, el lugar supremo en el que se plantea la cuestión teológica de lo imposible es el momento decisivo de la historia de la salvación, es decir, el drama pascual, en el que la frontera de lo imposible a superar es el propio abismo tenebroso del mal y de la muerte. Es en este espacio generado por la resurrección donde lo imposible se hace realidad efectiva, es en él donde el venerable hombre del sueño, resplandeciente de luz pascual, pide a Juan que haga posible lo imposible. Y lo hace con una fórmula sorprendente: “Puesto que tales cosas te parecen imposibles, debes hacerlas posibles mediante la obediencia”. Suenan como las palabras con las que los padres instan a los hijos, cuando se muestran reacios, a hacer algo de lo que no se sienten capaces o no les apetece.
“Obedece y verás que lo consigues”, dicen entonces mamá o papá: se respeta perfectamente la psicología del mundo infantil. Pero son también, y mucho más, las palabras con las que el Hijo revela el secreto de lo imposible, un secreto que está todo oculto en su obediencia. El hombre venerable que ordena una cosa imposible sabe por su experiencia humana que la imposibilidad es el lugar donde el Padre trabaja con su Espíritu, con la condición que le abra la puerta con su obediencia.
Juan, por supuesto, permanece turbado y asombrado, pero ésta es la actitud que experimenta el hombre ante lo imposible pascual, ante el milagro de los milagros, del que todo otro acontecimiento salvífico es signo. Por tanto, no es sorprendente que en el sueño, la dialéctica de lo posible-imposible se entrelace con la otra dialéctica, la de la claridad y la oscuridad. Caracteriza en primer lugar a la propia imagen del Señor, cuyo rostro es tan luminoso que Juan no puede mirarlo. En ese rostro brilla, de hecho, una luz divina que paradójicamente produce oscuridad. Luego están las palabras del hombre y la mujer, que, aunque explican claramente lo que Juan debe hacer, sin embargo, le dejan confuso y asustado. Por último, hay una ilustración simbólica, a través de la metamorfosis de los animales, que sin embargo conduce a una incomprensión aún mayor. Juan sólo puede pedir más aclaraciones: “Le rogué que hablara para poder entender, pues no sabía lo que quería decir”, pero la respuesta que obtiene de la mujer de aspecto majestuoso aplaza aún más el momento de la comprensión: “A su debido tiempo lo entenderás todo”.
Esto significa sin duda que sólo mediante la ejecución de lo que ya es aprehensible del sueño, es decir, mediante la obediencia posible, se abrirá más ampliamente el espacio para aclarar su mensaje. No consiste, en efecto, simplemente en una idea a explicar, sino en una palabra performativa, una locución eficaz, que precisamente al realizar su poder operativo manifiesta su significado más profundo.
3. El misterio del Nombre
Llegados a este punto de reflexión, estamos en mejores condiciones de interpretar otro elemento importante de la experiencia onírica. Se trata del hecho de que en el centro de la doble tensión entre lo posible y lo imposible y entre lo conocido y lo desconocido, y también, materialmente, en el centro de la narración del sueño, se encuentra el tema del Nombre misterioso del hombre venerable. El denso diálogo de la sección III está, de hecho, entretejido de preguntas que reiteran el mismo tema: “¿Quién eres tú que me ordenas lo que es imposible?”; “¿Quién eres tú que hablas de esta manera?”; y finalmente: “Mi madre me dice que no me relacione con los que no conozco, sin su permiso; dime, pues, tu nombre”. El venerable le dice a Juan que pregunte a su madre por el nombre, pero en realidad ésta no se lo dirá. Permanece envuelto en el misterio hasta el final.
Ya hemos mencionado, en la parte dedicada a reconstruir el trasfondo bíblico del sueño, que el tema del Nombre está estrechamente relacionado con el episodio de la vocación de Moisés ante la zarza ardiente (Ex 3). Esta página constituye uno de los textos centrales de la revelación del Antiguo Testamento y sienta las bases de todo el pensamiento religioso de Israel. André LaCoque ha propuesto llamarla la “revelación de las revelaciones”, porque constituye el principio de unidad de la estructura narrativa y prescriptiva que califica el relato del Éxodo, la célula-madre de toda la Escritura.[i] Es importante observar cómo el texto bíblico articula en estrecha unidad la condición de esclavitud del pueblo en Egipto, la vocación de Moisés y la revelación teofánica. La revelación del Nombre de Dios a Moisés no se produce como la transmisión de una información que hay que conocer o de un dato que hay que adquirir, sino como la manifestación de una presencia personal, que pretende suscitar una relación estable y generar un proceso de liberación. En este sentido, la revelación del Nombre divino se orienta en la dirección de la alianza y la misión. “El Nombre es a la vez teofánico y performativo, ya que quienes lo reciben no son simplemente introducidos en el secreto divino, sino que son los destinatarios de un acto de salvación”.[ii]
El Nombre, en efecto, a diferencia del concepto, no designa simplemente una esencia que hay que pensar, sino una alteridad a la que hay que referirse, una presencia que hay que invocar, un sujeto que se propone como verdadero interlocutor de la existencia. Al tiempo que implica la proclamación de una riqueza ontológica incomparable, la del Ser mismo, que nunca podrá definirse adecuadamente, el hecho de que Dios se revele como un “yo” indica que sólo a través de una relación personal con Él será posible acceder a su identidad, al Misterio del Ser que Él es. La revelación del Nombre personal es, pues, un acto de habla que interpela al receptor, pidiéndole que se sitúe en relación con el hablante. Sólo así es posible captar su significado. Tal revelación, además, se erige explícitamente en fundamento de la misión liberadora que Moisés debe cumplir: “Yo-soy me ha enviado a vosotros” (Ex 3,14). Al presentarse como un Dios personal, y no como un Dios ligado a un territorio, y como el Dios de la promesa, y no puramente como el Señor de la repetición inmutable, Yahvé podrá sostener el camino del pueblo, su camino hacia la libertad. Tiene, pues, un Nombre que se da a conocer en la medida en que suscita pactos y mueve la historia.
“Dime tu nombre”: esta pregunta de Juan no puede responderse simplemente con una fórmula, un nombre entendido como una etiqueta externa de la persona. Para conocer el Nombre de Aquel que habla en el sueño, no basta con recibir una información, sino que es necesario posicionarse ante su acto de habla. Es decir, es necesario entrar en esa relación de intimidad y entrega, que los Evangelios describen como un “permanecer” con Él. Por eso, cuando los primeros discípulos interrogan a Jesús sobre su identidad – “Maestro, ¿dónde vives? o, literalmente, “¿dónde te quedas?” – él responde: “Venid y lo veréis” (Jn 1:38s.). Sólo “habitando” con él, permaneciend en su misterio, entrando en su relación con el Padre, se puede saber verdaderamente Quién es.
El hecho de que el personaje del sueño no responda a Juan con un apelativo, como haríamos nosotros presentando lo que está escrito en nuestro carné de identidad, indica que su Nombre no puede conocerse como una designación puramente externa, sino que sólo muestra su verdad cuando sella una experiencia de alianza y misión. Juan, por tanto, conocerá ese mismo Nombre atravesando la dialéctica de lo posible y lo imposible, de la claridad y la oscuridad; lo conocerá llevando a cabo la misión oratoriana que se le ha encomendado. Lo conocerá, por tanto, llevándolo dentro de sí, gracias a una historia vivida como una historia habitada por Él. Un día Cagliero dará testimonio de Don Bosco que su modo de amar era “tierno, grande, fuerte, pero todo espiritual, puro, verdaderamente casto”, tanto que “daba una idea perfecta del amor que el Salvador tenía a los chicos” (Cagliero 1146r). Esto indica que el Nombre del venerable, cuyo rostro era tan brillante como para cegar la visión del soñador, entró realmente en la vida de Don Bosco como un sello. Tuvo la experientia cordis a través del camino de la fe y del seguimiento. Esta es la única forma en la que podía responderse a la pregunta del sueño.
4. Mediación materna
En la incertidumbre sobre Aquel que le envía, el único punto firme al que Juan puede aferrarse en el sueño es la referencia a una madre, en realidad a dos: la del hombre venerable y la suya propia. Las respuestas a sus preguntas, de hecho, suenan así: “Soy el hijo de aquella a la que tu madre te enseñó a saludar tres veces al día” y luego “por mi nombre pregunta a Mi Madre”.
Que el espacio de la iluminación posible sea mariano y maternal es sin duda algo sobre lo que merece la pena reflexionar. María es el lugar en el que la humanidad realiza la máxima correspondencia con la luz que procede de Dios y el espacio creatural en el que Dios entregó al mundo su Verbo hecho carne. También es indicativo que, al despertar del sueño, quien mejor comprende su significado y alcance sea la madre de Juan, Margarita. En niveles diferentes, pero según una analogía real, la Madre del Señor y la madre de Juan representan el rostro femenino de la Iglesia, que se muestra capaz de intuición espiritual y constituye el seno en el que se gestan y dan a luz las grandes misiones. Por eso no es de extrañar que las dos madres se yuxtapongan entre sí y precisamente en el punto en que se trata de llegar al fondo de la cuestión que presenta el sueño, a saber, el conocimiento de Aquel que confía a Juan la misión de toda una vida. Como en el caso del patio cercano a la casa, también en el de la madre, en la intuición onírica los espacios de la experiencia más familiar y cotidiana se abren y muestran en sus pliegues una profundidad insondable. Los gestos comunes de la oración, el saludo angélico que era habitual tres veces al día en cada familia, aparecen de pronto como lo que son: el diálogo con el Misterio. Juan descubre así que en la escuela de su madre ya ha establecido un vínculo con la Mujer majestuosa, que puede explicárselo todo. Por tanto, ya existe una especie de canal femenino que permite superar la distancia aparente entre “un niño pobre e ignorante” y el hombre “noblemente vestido”. Esta mediación femenina, mariana y maternal acompañará a Juan a lo largo de su vida y desarrollará en él una particular disposición a venerar a la Virgen con el título de Auxilio de los Cristianos, convirtiéndose en su apóstol para sus muchachos y para toda la Iglesia.
La primera ayuda que la Virgen le ofrece es la que un niño necesita de forma natural: la de una maestra. Lo que ella tiene que enseñarle es una disciplina que hace a uno verdaderamente sabio, sin la cual “toda sabiduría se convierte en necedad”. Es la disciplina de la fe, que consiste en dar crédito a Dios y obedecer incluso ante lo imposible y lo oscuro. María la transmite como la expresión más elevada de la libertad y como la fuente más rica de fecundidad espiritual y educativa. Llevar dentro de sí lo imposible de Dios y caminar en la oscuridad de la fe es, de hecho, el arte en el que la Virgen sobresale por encima de toda criatura.
Hizo de ella un arduo aprendizaje en su peregrinatio fidei, marcado no pocas veces por la oscuridad y la incomprensión. Basta pensar en el episodio del hallazgo de Jesús, de doce años, en el Templo (Lc 2,41-50). A la pregunta de su madre: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”, Jesús responde de forma sorprendente: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Y el evangelista anota: “Pero ellos no comprendieron lo que les había dicho”. Aún menos probablemente comprendió María cuando su maternidad, solemnemente anunciada desde lo alto, le fue, por así decirlo, expropiada para que se convirtiera en la herencia común de la comunidad de los discípulos: “El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es para mí hermano, hermana y madre” (Mt 12,50). Luego, al pie de la cruz, cuando se hizo la oscuridad sobre toda la tierra, el “Heme aquí” pronunciado en el momento de la llamada adquirió los contornos de la renuncia extrema, de la separación del Hijo en cuyo lugar iba a recibir a los hijos pecadores por los que iba a dejar que su corazón fuera atravesado por la espada.
Por eso, cuando la majestuosa mujer del sueño comienza su tarea de maestra y, poniendo la mano sobre la cabeza de Juan, le dice “A su debido tiempo lo comprenderás todo”, extrae estas palabras de las entrañas espirituales de la fe que, al pie de la cruz, la convirtió en la madre de todo discípulo. Bajo su disciplina Juan tendrá que permanecer toda su vida: como joven, como seminarista, como sacerdote. De manera particular, tendrá que permanecer allí cuando su misión tome contornos que no podía imaginar en el momento de su sueño; cuando, es decir, tenga que convertirse en el corazón de la Iglesia en el fundador de familias religiosas destinadas a la juventud de todos los continentes. Entonces Juan, que ahora se ha convertido en Don Bosco, comprenderá también el significado más profundo del gesto con el que el venerable le entregó a su madre como “maestra”.
Cuando un joven ingresa en una familia religiosa, encuentra para acogerlo un maestro de novicio, a quien se le confía la misión de introducirlo en el espíritu de la Orden y ayudarle a asimilarlo. Cuando se trata de un Fundador, que debe recibir del Espíritu Santo la luz original del carisma, el Señor dispone que sea su propia madre, Virgen de Pentecostés y modelo inmaculado de la Iglesia, quien sea su maestra. En efecto, sólo ella, la “llena de gracia”, comprende todos los carismas desde dentro, como una persona que conoce todas las lenguas y las habla como propias.
En efecto, la mujer del sueño sabe señalarle de forma precisa y adecuada las riquezas del carisma oratoriano. Ella no añade nada a las palabras del Hijo, sino que las ilustra con la escena de los animales salvajes que se han convertido en corderos mansos y con la indicación de las cualidades que Juan deberá madurar para llevar a cabo su misión: “humilde, fuerte, robusto”. En estos tres adjetivos, que designan el vigor del espíritu (humildad), el carácter (fortaleza) y el cuerpo (robustez), hay una gran concreción. Es el consejo que se daría a un joven novicio que tiene una larga experiencia en el oratorio y sabe lo que exige el “campo” en el que hay que “trabajar”. La tradición espiritual salesiana ha guardado cuidadosamente las palabras de este sueño que se refieren a María. Las Constituciones Salesianas aluden claramente a ello cuando afirman: “La Virgen María mostró a Don Bosco su campo de acción entre los jóvenes”,[iii] o recuerdan que “guiado por María que era su Maestra, Don Bosco vivió una experiencia espiritual y educativa en su encuentro con los jóvenes del primer oratorio al que llamó Sistema Preventivo”.[iv]
Don Bosco reconoció en María un papel decisivo en su sistema educativo, viendo en su maternidad la más alta inspiración de lo que significa “prevenir”. El hecho de que María interviniera desde el primer momento de su vocación carismática, de que jugará un papel tan central en este sueño, hará comprender para siempre a Don Bosco que ella pertenece a las raíces del carisma y que allí donde no se reconoce este papel inspirador, el carisma no se comprende en su genuinidad. Dada como Maestra a Juan en este sueño, debe serlo también para todos aquellos que comparten su vocación y su misión. Como no se cansaron de afirmar los sucesores de Don Bosco, la “vocación salesiana es inexplicable, tanto en su nacimiento como en su desarrollo y siempre, sin la aportación maternal e ininterrumpida de María”.[v]
5. El poder de la mansedumbre
“Estas palabras son sin duda la expresión más conocida del sueño de los nueve años, la que de alguna manera resume su mensaje y transmite su inspiración. Son también las primeras palabras que el venerable le dice a Juan, interrumpiendo sus violentos esfuerzos por acabar con el desorden y la blasfemia de sus compañeros. No se trata sólo de una fórmula que transmite una sentencia sapiencial siempre válida, sino de una expresión que especifica el modo de ejecución de una orden (“me ordenó ponerme a la cabeza de aquellos niños añadiendo estas palabras”) con la que, como hemos dicho, se reorienta el movimiento intencional de la conciencia del soñador. El afán de los golpes debe convertirse en el ímpetu de la caridad, la energía descompuesta de una intervención represiva debe dar paso a la mansedumbre.
El término “mansedumbre” adquiere aquí un peso considerable, lo que resulta aún más sorprendente si se tiene en cuenta que el adjetivo correspondiente se utilizará al final del sueño para describir a los corderos que festejan en torno al Señor y a María. La yuxtaposición sugiere una observación que no parece carecer de relevancia: para que los que eran animales feroces se conviertan en corderos “mansos”, su educador debe ante todo volverse manso. Ambos, aunque desde puntos de partida diferentes, deben sufrir una metamorfosis para entrar en la órbita cristológica de la mansedumbre y la caridad. Para un grupo de muchachos revoltosos y pendencieros, es fácil comprender lo que exige este cambio. Para un educador es quizá menos evidente. Él, de hecho, ya se sitúa del lado de la bondad, los valores positivos, el orden y la disciplina: ¿qué cambio se le puede exigir?
Surge aquí un tema que tendrá un desarrollo decisivo en la vida de Don Bosco, en primer lugar, en el plano del estilo de acción y, en cierta medida, también en el de la reflexión teórica. Se trata de la orientación que lleva a Don Bosco a excluir categóricamente un sistema educativo basado en la represión y el castigo, para elegir con convicción un método basado en la caridad y que Don Bosco llamará el “sistema preventivo”. Más allá de las diferentes implicaciones pedagógicas que se derivan de esta elección, para las que nos remitimos a la rica bibliografía específica, interesa destacar aquí la dimensión teológico-espiritual que subyace a esta orientación, de la que las palabras del sueño constituyen en cierto modo la intuición y el desencadenante.
Al situarse del lado del bien y de la “ley”, el educador puede tener la tentación de situar su acción con los muchachos según una lógica que pretende reinar el orden y la disciplina esencialmente a través de reglas y normas. Sin embargo, incluso la ley lleva en sí misma una ambigüedad que la hace insuficiente para guiar la libertad, no sólo por los límites que toda norma humana lleva en sí misma, sino por un límite que es, en última instancia, de orden teológico. Toda la reflexión paulina es una gran meditación sobre este tema, ya que Pablo había percibido en su experiencia personal que la ley no le había impedido ser “un blasfemo, un perseguidor y un violento” (1 Tim 1:13). La propia Ley dada por Dios, enseña la Escritura, no basta para salvar al hombre a menos que exista otro Principio personal que la integre e interiorice en el corazón humano. Paul Beauchamp resume felizmente esta dinámica cuando afirma: “La Ley va precedida de un Eres amado y seguida de un Amarás. Eres amado: el fundamento de la Ley, y Amarás: su superación”.[vi] Sin este fundamento y esta superación, la ley lleva en sí misma los signos de una violencia que revela su insuficiencia para generar ese bien que, sin embargo, ordena realizar. Para volver a la escena del sueño, los puñetazos y los golpes que Juan da en nombre del sacrosanto mandamiento de Dios, que prohíbe la blasfemia, revelan la insuficiencia y la ambigüedad de cualquier impulso moralizador que no se reforme interiormente desde arriba.
Por lo tanto, también es necesario que Juan, y aquellos que aprenderán de él la espiritualidad preventiva, se conviertan a una lógica educativa sin precedentes que vaya más allá del estado de derecho. Tal lógica sólo es posible gracias al Espíritu del Resucitado, derramado en nuestros corazones. Sólo el Espíritu, en efecto, permite pasar de una justicia formal y exterior (ya sea la clásica de la “disciplina” y la “buena conducta” o la moderna de los “procedimientos” y los “objetivos alcanzados”) a una verdadera santidad interior, que realiza el bien porque se atrae y se gana interiormente. Don Bosco demostró que tenía esta conciencia cuando en su escrito sobre el Sistema Preventivo declaró francamente que todo se basaba en las palabras de San Pablo: “Charitas benigna est, patiens est; omnia suffert, omnia sperat, omnia sustinet” (La caridad es benigna, es paciente todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Cfr. 1Co 13, 4.7)
Por supuesto, “ganarse” a los jóvenes de esta manera es una tarea muy exigente. Implica no ceder a la frialdad de una educación basada únicamente en normas, ni al buenismo de una propuesta que renuncia a denunciar la “fealdad del pecado” y a presentar la “preciosidad de la virtud”. Conquistar el bien mostrando simplemente el poder de la verdad y del amor, testimoniado a través de la entrega “hasta el último aliento”, es la figura de un método educativo que es al mismo tiempo una verdadera espiritualidad.
No es de extrañar que Juan en el sueño se resista a entrar en ese movimiento y pida entender bien quién es el que lo imparte. Cuando lo haya comprendido, sin embargo, haciendo de ese mensaje primero una institución oratoria y luego también una familia religiosa, pensará que relatar el sueño en el que aprendió esa lección será la forma más hermosa de compartir con sus hijos el sentido más auténtico de su experiencia. Es Dios quien lo ha guiado en todo, es Él mismo quien ha impreso el movimiento inicial de lo que se convertiría en el carisma salesiano.
P. Andrea Bozzolo, sdb, Rector de la Universidad Pontificia Salesiana
[i] A. LACOCQUE, La révélation des révélations: Exode 3,14, en P. RICOEUR – A. LACOCQUE, Penser la Bible, Seuil, París 1998, 305.
[ii] A. BERTULETTI, Dios, el misterio de lo Uno, Queriniana, Brescia 2014, 354.
[iii] Const Art. 8.
[iv] Const Art. 20.
[v] E. VIGANÒ, María renueva la Familia Salesiana de Don Bosco, ACG 289 (1978) 1-35, 28.
[vi] P. BEAUCHAMP, La ley de Dios, Piemme, Casale Monferrato 2000, 116.