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En 1884, estando en Roma, pocos días antes de regresar a Turín, Don Bosco tuvo dos sueños que transcribió en una carta que envió a sus seres queridos de Valdocco. Se la conoce como “La carta de Roma” y es uno de los textos más estudiados y comentados. Proponemos el texto íntegro y original para su lectura.


Mis queridos hijos en J. C.:

            Lo mismo cerca que lejos, siempre pienso en vosotros. Uno solo es mi deseo, que seáis felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento, este deseo me ha impulsado a escribiros esta carta. Siento, queridos míos, el peso de la distancia a que me encuentro de vosotros y el no veros y el no oíros me causa una pena como no podéis imaginar. Por eso, habría deseado escribir estas líneas hace ya una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron. Con todo, aunque faltan pocos días para mi regreso, quiero anticiparos mi llegada, al menos por medio de una carta, ya que no puedo hacerlo en persona. Son las palabras de quien os ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablaros con la libertad de un padre. Y vosotros me permitiréis que así lo haga ¿no es cierto? Y prestaréis atención y pondréis en práctica lo que os voy a decir.
            Os he afirmado una y otra vez que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. Ahora bien, en una de las noches pasadas yo me había retirado a mi habitación y, mientras me disponía a entregarme al descanso, comencé a rezar las oraciones que me enseñó mi buena madre.
            En aquel momento, no sé bien si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se presentaban ante mí dos antiguos alumnos del Oratorio.
Uno de ellos se acercó y, saludándome afectuosamente, me dijo:
– ¡Don Bosco! ¿Me conoce?
– Sí que le conozco, le respondí.
– ¿Y se acuerda aún de mí?, añadió.
– De ti y de los demás. Tú eres Valfré y estabas en el Oratorio antes del 1870.
– Diga, continuó, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el Oratorio en mis tiempos?
– Sí, házmelos ver, le contesté, eso me proporcionará una gran alegría.
            Entonces Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante y con la misma edad y estatura de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio a la hora de recreo. Era una escena llena de vida, de movimiento y alegría. Quién corría, quién saltaba, quién hacía saltar a los demás; quién jugaba a la rana, quién a bandera, quién a la pelota. En un sitio había reunido un corrillo de muchachos pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historieta. En otro lado, había un clérigo con otro grupo jugando al «burro vuela» o a los «oficios». Se cantaba, se reía por todas partes, había por doquier sacerdotes y clérigos y alrededor de ellos jovencitos que alborotaban alegremente. Entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado al contemplar aquel espectáculo y Valfré me dijo:
            – Vea, la familiaridad engendra afecto y el afecto, confianza. Esto es lo que abre los corazones y los jóvenes manifiestan todo sin temor a los maestros, a los asistentes y a los superiores. Son sinceros en la confesión y fuera de ella y se prestan con facilidad a todo lo que les quiere mandar aquél que saben los ama.
            En tanto se acercó a mí otro antiguo alumno, que tenía la barba completamente blanca y me dijo:
            – Don Bosco ¿quiere ver ahora los jóvenes que están actualmente en el Oratorio?
Este era José Buzzetti.
            – Sí, respondí; pues hace un mes que no los veo.
            Y me los señaló: vi el Oratorio y a todos vosotros que estabais en reo. Pero no oía ya gritos de alegría y canciones, no contemplaba aquel movimiento, aquella vida que vi en la primera escena.
            En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba una tristeza, una desgana, un disgusto, una desconfianza que causaba gran pena a mi corazón. Vi, es cierto, a muchos que corrían, que jugaban, que se movían con placentera despreocupación; pero otros, y eran bastantes, estaban solos, apoyados en las columnas, presa de pensamientos desalentadores; otros estaban por las escaleras y los corredores o en los poyetes, que dan a la pared del jardín, para no tomar parte en el recreo común; otros paseaban lentamente formando grupos y hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y mal intencionadas; algunos sonreían pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino creer que san Luis habría sentido sonrojo si se hubiese encontrado en compañía de los tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados, que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo.
            – ¿Ha visto a sus jóvenes?, me dijo aquel antiguo alumno.
            – Sí que los veo, le contesté suspirando.
            – ¡Qué diferentes son de lo que éramos nosotros!, exclamó.
            – ¡Mucho! ¡Qué desgana en este recreo!
            – Y de aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los santos sacramentos, el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el estar de mala gana en un lugar donde la Divina Providencia los colma de todo bien corporal, espiritual e intelectual. De aquí el no corresponder de muchos a la vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de aquí los secretitos y las murmuraciones, con todas las demás deplorables consecuencias.
            – Comprendo, entiendo, respondí yo. Pero ¿cómo animar a estos jóvenes para que vuelvan a la antigua vivacidad, alegría y expansión?
            – Con la caridad.
            – ¿Con la caridad? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cuánto los amo. Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado en el transcurso de cuarenta años y cuánto tolero y sufro en la actualidad. Cuántos trabajos, cuántas humillaciones, cuántos obstáculos, cuántas persecuciones para proporcionarles pan, albergue, maestros y especialmente para buscar la salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos que son el afecto de toda mi vida.
            – No me refiero a usted.
            – ¿De quién hablas, pues? ¿De los que hacen mis veces? ¿De los directores, de los prefectos, de los maestros, de los asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo consumen los años de su juventud en favor de ellos, que son como un legado de la Providencia?
            – Lo veo y lo sé; pero eso no basta; falta lo mejor.
            – ¿Qué falta, pues?
            – Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama.
            – Pero ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteligencia? ¿No ven que cuanto se hace en su favor se hace por amor?
            – No, lo repito: eso no basta.
            – ¿Qué se requiere, pues?
            – Que al ser amados en las cosas que les agradan, participando en sus inclinaciones infantiles, aprendan a ver el amor también en aquellas cosas que les agradan poco, como son: la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos; y que aprendan a obrar con generosidad y amor.
            – Explícate mejor.
            – Observe a los jóvenes en el recreo.
Hice lo que me decía y exclamé:
            – ¿Qué hay de particular?
            – ¿Tantos años como hace que se dedica a la educación de la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están nuestros Salesianos?

            Me fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y clérigos que estaban mezclados entre los jóvenes y muchos menos los que tomaban parte en sus juegos. Los Superiores no eran ya el alma de los recreos. La mayor parte de ellos paseaban hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros asistían, pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban desde lejos sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los infractores, pero con amenazas y esto raramente. Había algún Salesiano que deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de sus maestros y Superiores.
            Entonces me dijo mi amigo:
            – En los primitivos tiempos del Oratorio ¿no estaba usted siempre en medio de los jóvenes, especialmente a las horas de recreo? ¿Recuerda aquellos hermosos años? Era una alegría de Paraíso, una época que recordamos siempre con emoción, porque el amor lo regulaba todo y nosotros no teníamos secretos para usted.
            – ¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría y los jóvenes iban a porfía por acercarse a mí, por hablarme y existía una verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden.
            – Bien, bien; pero si usted no puede, ¿por qué sus Salesianos no se convierten en imitadores suyos? ¿Por qué no insiste, no exige que traten a los jóvenes como usted los trataba?
            – Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero muchos no están decididos a tomarse el trabajo de antaño.
            – Y así, descuidando lo menos, pierden lo más, y este más es el fruto de sus fatigas. Que amen lo que agrada a los jóvenes y los jóvenes amarán lo que es del gusto de los Superiores. De esta manera el trabajo les será muy llevadero. La causa del cambio presente del Oratorio es que un buen número de jóvenes no tiene confianza con los Superiores. Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los Superiores, por lo que los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora los Superiores son considerados sólo como tales y no como padres, hermanos y amigos; por tanto, son más temidos que amados. Por eso, si se quiere hacer un solo corazón y una sola alma, por amor a Jesús, se debe romper esa barrera fatal de la desconfianza que ha de ser suplantada por la más cordial confianza. Es decir: que la obediencia ha de guiar al alumno como la madre a su hijito; entonces reinarán en el Oratorio la paz y la antigua alegría.
            – ¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?
            – Familiaridad con los jóvenes, especialmente en los recreos. Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto y, sin esta demostración, no puede haber confianza. El que quiera ser amado es menester que demuestre que ama. Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras debilidades. ¡He aquí el Maestro de la familiaridad!
            El maestro al cual sólo se le ve en la cátedra, es maestro y nada más, pero, si participa del recreo de los muchachos, se convierte también en hermano.
            Si a uno se le ve en el púlpito predicando, se dirá que cumple con su deber, pero si se le ve diciendo en el recreo una buena palabra, habrá que reconocer que esa palabra proviene de una persona que ama.
            ¡Cuántas conversiones no fueron efecto de alguna de sus palabras pronunciadas improvisamente al oído de un jovencito mientras se divertía! El que sabe que es amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y Superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace que los Superiores puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las faltas de disciplina, las ligerezas, las negligencias de los jóvenes. Jesucristo no quebró la caña ya rota, ni apagó la mecha humeante. He aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien trabaje por vanagloria, ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes, con exclusión de todos los demás superiores, mientras, en cambio, no cosecha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y, para agasajar a ésta, descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes, por amor a la propia comodidad, menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes, por falso respeto humano, se abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado. Si existe este amor efectivo, no se buscará más que la gloria de Dios y el bien de las almas. Cuando languidece este amor, es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir la caridad por la frialdad de un reglamento? ¿Por qué los Superiores dejan a un lado la observancia de aquellas reglas de educación que don Bosco les dictó? ¿Por qué, al sistema de prevenir, de vigilar y corregir amorosamente los desórdenes, se le quiere reemplazar por aquel otro más fácil y más cómodo para el que manda, de promulgar la ley y hacerla cumplir, mediante los castigos que encienden odios y acarrean disgustos; y, si se descuida el hacerlas observar, son causa de desprecio para los Superiores y de desórdenes gravísimos?
            Y esto sucede necesariamente, si falta la familiaridad. Si, por tanto, se desea que, en el Oratorio, reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema: el Superior sea todo para todos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o lamentación de los muchachos, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta, todo corazón para buscar el bien espiritual de sus subalternos y el bienestar temporal de aquéllos a quienes la Providencia ha confiado a sus cuidados.
            Entonces los corazones no permanecerán cerrados y no se ocultarán ciertas cosas que causan la muerte de las almas. Sólo en caso de inmoralidad, sean los Superiores inflexibles. Es mejor correr el peligro de alejar de casa a un inocente que hacer que permanezca en ella un escandaloso. Los asistentes consideren como un estrechísimo deber de conciencia el referir a los Superiores todo aquello que crean puede constituir ofensa de Dios.
Entonces yo le pregunté:
            – ¿Y cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y ese amor y confianza?
            – La observancia exacta del Reglamento de la Casa.
            – ¿Y nada más?
            – El mejor plato en una comida es la buena cara.

            Mientras mi antiguo alumno terminaba de hablar con estas palabras, yo continué contemplando con verdadero disgusto el recreo y, poco a poco, me sentía oprimido por un gran cansancio que iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistir más, me estremecí, y desperté a renglón seguido.
            Me encontré de pie junto a mi lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto que no podía estar de pie. Era ya muy tarde; por tanto, me fui a la cama decidido a escribir estos renglones a mis queridos hijos.
            Yo deseo no tener estos sueños, porque me producen un cansancio enorme.

            Al día siguiente, sentía aún un gran dolor en todos mis huesos y no veía la hora de poder descansar. Pero he aquí que, llegada la noche, apenas en el lecho, comencé a soñar nuevamente.
            Tenía ante mi vista el patio ocupado por los muchachos que están actualmente en el Oratorio y junto a mí al mismo antiguo alumno.
            Comencé a preguntarle:
            – Lo que me has dicho se lo haré saber a mis Salesianos, pero ¿qué debo decir a los jóvenes del Oratorio?
            Me respondió:
            – Que reconozcan los trabajos que se imponen los Superiores, los maestros y los asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por su bien no se impondrían tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo, sino solamente en el Paraíso; que dejen de murmurar, pues la murmuración enfría los corazones; y, sobre todo, que procuren vivir en gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no puede tener paz consigo mismo ni con los demás.
            – ¿Me estás diciendo, pues, que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios?
            – Esta es, entre otras, la primera causa del malestar reinante, a la que usted debe poner remedio y que no es necesario que yo enumere. En efecto, sólo desconfía quien tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que, de ponerse de manifiesto, se derivaría de ellos una gran vergüenza y no pocas desgracias. Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, le parece que todo marcha mal y, como él no ama, cree que los Superiores tampoco aman.
            – Con todo, ¿no ves, querido mío, la frecuencia de confesiones y comuniones que hay en el Oratorio?
            – Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en absoluto, en muchísimos jóvenes que se confiesan, es la firmeza en los propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de las mismas malas costumbres, de las mismas desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes. Van así adelante durante meses y años y algunos llegan hasta el final de los estudios.
            Tales confesiones valen poco o nada; por tanto, no proporcionan la paz y, si un jovencito fuese llamado en tal estado ante el tribunal de Dios, se vería en un aprieto.
            – ¿Y hay muchos de éstos en el Oratorio?
            – En relación con el gran número de jóvenes que hay en la casa, afortunadamente son pocos. Mira.
Y, al decir esto, me los señalaba.
            Yo los observé uno a uno. Pero en esos pocos vi cosas que amargaron grandemente mi corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero cuando esté de regreso quiero comunicarlas a cada uno de los interesados. Ahora os diré solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de cumplir, no de palabra sino de hecho, y demostrar que los Comollo, los Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi, viven aún entre nosotros.
            Por último, pregunté a aquel amigo:
            – ¿Tienes algo más que decirme?
            – Predica a todos, mayores y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que Ella los ha reunido aquí para librarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y para que den gloria a Dios y a Ella con su buena conducta; que es la Virgen quien les provee de pan y de cuanto necesitan para estudiar, obrando infinitos portentos y concediendo innumerables gracias. Que recuerden que están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que, con su auxilio, debe caer la barrera de la desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre los jóvenes y los Superiores y de la cual sabe servirse para ruina de las almas.
            – ¿Y conseguiremos derribar esa barrera?
            – Sí, ciertamente, con tal de que, mayores y pequeños, estén dispuestos a sufrir alguna pequeña mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he dicho.
            Entretanto, yo continuaba observando a los jovencitos y, ante el espectáculo de los que veía encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia que me desperté.
            Querría contaros otras muchas cosas importantísimas que vi en este sueño, pero el tiempo y las circunstancias no me lo permiten.
            Concluyo:
            – ¿Sabéis qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido toda su vida buscando el bien de sus queridos jóvenes?
Nada más que, observadas las debidas proporciones, florezcan los días felices del antiguo Oratorio. Las jornadas del afecto y de la confianza cristiana entre los jóvenes y los Superiores; los días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los días de los corazones abiertos a la sencillez y al candor; los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consoléis haciendo renacer en mí la esperanza y prometiéndome que haréis todo lo que deseo para el bien de vuestras almas. Vosotros no sabéis apreciar la suerte que habéis tenido al estar recogidos en el Oratorio. Os aseguro delante de Dios que basta que un joven entre en una Casa Salesiana, para que la Santísima Virgen lo tome en seguida bajo su celestial protección. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan, la caridad de los que deben obedecer, haga reinar entre nosotros el espíritu de San Francisco de Sales. ¡Oh, mis queridos hijos!, se acerca el tiempo en que me tendré que separar de vosotros y partir para mi eternidad. (Nota del secretario. Al llegar aquí, don Bosco dejó de dictar; sus ojos estaban llenos de lágrimas, no a causa del disgusto, sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en sus palabras; unos instantes después, continuó). Por tanto, mi mayor deseo, queridos sacerdotes, clérigos y jóvenes, es dejaros encaminados por la senda que el Señor desea que sigáis.

            Con este fin, el Padre Santo, al cual he visto el viernes nueve de mayo, os envía de todo corazón su bendición. El día de María Auxiliadora me encontrare en vuestra compañía ante la imagen de nuestra amantísima Madre. Deseo que su fiesta se celebre con toda solemnidad y que don José Lazzero y don Segundo Marchisio se preocupen de que la alegría reine también en el comedor. La festividad de María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar todos juntos un día en el Paraíso.

Roma, 10 de mayo de 1884
Vuestro afectísimo en J. C., Juan BOSCO, Pbro.

(MB XVII IT, 107-114 / MB XVII ES, 99-105)