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Asistimos hoy a una indiferencia o desprecio por los sacramentales. Las bendiciones sobre las personas, el agua, las imágenes religiosas y su uso, al igual que otros sacramentales, ya no tienen valor a los ojos de muchos cristianos de hoy. Seguramente esta actitud tiene algo que ver con abusos o supersticiones que han distorsionado su verdadero significado. Pero no se puede negar que también existe una gran ignorancia sobre ellos. Intentemos arrojar algo de luz al respecto.


En los orígenes, los sacramentales (también llamados pequeños sacramentos) eran simples ceremonias que acompañaban la celebración de los siete sacramentos, así como las obras piadosas y toda la oración canónica de la Iglesia. En la actualidad, la noción de sacramentales se reserva a ciertos ritos, instituidos por la Iglesia, que no forman parte en sí mismos de la celebración de los siete sacramentos, pero que son similares en su estructura a los sacramentos, y que la Iglesia utiliza para obtener, mediante su impetración, efectos principalmente espirituales.

Los sacramentales son signos sagrados por medio de los cuales, con una cierta imitación de los sacramentos, se significan efectos primordialmente espirituales y, mediante su impetración por la Iglesia, se obtienen. A través de ellos, las personas se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida (Catecismo de la Iglesia Católica – CIC, 1667).
Son instituidos por la Iglesia para la santificación de ciertos ministerios eclesiásticos, de ciertos estados de vida, de muy diversas circunstancias de la vida cristiana, así como para el uso de cosas útiles a la persona. Implican siempre una oración, acompañada a menudo de un signo determinado, como la imposición de las manos, la señal de la cruz, la aspersión con agua bendita (CIC, 1668).
Los sacramentales no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, sino que, mediante la oración de la Iglesia, preparan a recibir la gracia y disponen a cooperar con ella (CIC 1670).

Son, ante todo, bendiciones de personas, de objetos, de lugares.
Las bendiciones también tiene un alcance más duradero, las consagraciones tienen por efecto consagrar las personas a Dios y de reservar objetos y lugares para el uso litúrgico, como la bendición del abad o de la abadesa, de un monasterio, la consagración de vírgenes, el rito de la profesión religiosa y las bendiciones para determinados ministerios eclesiásticos (lectores, acólitos, catequistas, etc.), o como la dedicación o bendición de una iglesia o altar, la bendición de óleos sagrados, vasos y ornamentos sagrados, campanas, etc.

Y los exorcismos también son, es decir, una petición que la Iglesia hace públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, para que una persona u objeto sea protegido contra la influencia del Maligno y sustraído a su dominio (CIC 1671-1673).

Son establecidos por la Iglesia, y sólo la Sede Apostólica puede establecer nuevos sacramentales o interpretar auténticamente los ya aceptados, abolir algunos de ellos o modificarlos (Código de Derecho Canónico – CIC, c. 1167, § 1).
Los sacramentales se presentan en el Ritual Romano (especialmente en el Ritual de Bendiciones y en el Ritual de Exorcismos), donde se recogen las formas y modalidades para impartirlos, exigiéndose la observancia cuidadosa de los ritos y fórmulas aprobados por la Iglesia (CDC, c. 1167, §2).

Su valor reside principalmente en la oración de la Iglesia (opus operantis Ecclesiae), pero para que produzcan su efecto se requiere una fe viva, porque los sacramentales no actúan como sacramentos ex opere operato, sino ex opere operantis, es decir, condicionados por la fe del beneficiario. Y aquí es donde aparece la baja estima de los sacramentales: cuando no se reciben con fe, no producen ningún efecto y esto lleva a la falsa opinión de que no tienen virtud.

En su uso, hay que evitar tanto la falta de reverencia y respeto (son una intercesión de la Iglesia) como un uso de tipo supersticioso o mágico. Los objetos sacramentales no cambian la naturaleza de la realidad sobre la que actúan, sino que son una expresión de pertenencia a Dios.
Los objetos bendecidos no son amuletos (objetos de diversas naturalezas y formas a los que la superstición atribuye una virtud protectora contra la enfermedad o la desgracia, virtud que reside en el objeto mismo), sino que son signos sagrados que nos recuerdan que Dios está siempre cerca de nosotros con su gracia.


En resumen, los sacramentales consisten inmediata y primeramente en una oración de impetración que la Iglesia dirige a Dios, y sólo en segundo lugar y mediatamente, es decir, a través de esta oración de intercesión de la Iglesia, en una santificación, en cuanto que la Iglesia, mediante estos ritos, imparte de Dios la santificación de las personas o de las cosas.

Las personas y las cosas, sin ser convertidas en verdaderas causas instrumentales de la gracia, ni ser perfeccionadas y elevadas en sus cualidades naturales, sin embargo, en consideración a la oración imprecativa de la Iglesia, son tomadas bajo la especial protección o aceptación divina para el bien espiritual de quienes las poseen o usan con las debidas disposiciones, ofreciendo la oportunidad de obrar mejor su salvación.

Puesto que son cosas consagradas, esa misma aceptación de Dios implica también que Él concederá gracias especiales a quienes las utilicen con las debidas disposiciones de ánimo; y, puesto que son personas consagradas, implica en éstas un título moral ante Dios para obtener a su debido tiempo las gracias de estado necesarias para cumplir los deberes que conlleva esa consagración permanente.

Se considera que en los sacramentales, la Iglesia pide y obtiene inmediatamente gracias reales para la persona a la que se los imparte, como la contrición de los pecados, actos de fe, de esperanza, de caridad, que son disposiciones favorables al buen uso de los sacramentos o actos de caridad perfecta. Al uso de los sacramentos y de los actos de caridad perfecta se considera que Dios ha reservado la gracia santificante o su aumento para que se dé inmediatamente (Cipriano Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia).

Éstas son algunas explicaciones que intentan arrojar algo de luz sobre los sacramentales. Sin embargo, la confirmación de su valor procede, como siempre, de los santos.

San Juan Bosco los utilizaba mucho, y baste mencionar aquí sólo uno de ellos, el agua bendita, que también quería que utilizaran sus muchachos.

En su Reglamento del Oratorio recomendaba a los muchachos que: “… al entrar en la Iglesia, cada uno que tome agua bendita haga bien la señal de la Santa Cruz y la genuflexión al altar del Sacramento” (MB III, 100-101).

Y no sólo en la iglesia pedía el uso del agua bendita, sino también en los dormitorios y salas de estudio:
            “El dormitorio se consideraba un santuario. En cada dormitorio, y luego en las salas de estudio, D. Bosco prescribió que hubiera una ostra con agua bendita, la cual se utilizaba” (MB IV, 339).

Inculcaba la eficacia del agua bendita siempre que podía. En una buena noche dijo a sus jóvenes:
            “En San Pedro del Vaticano hay una pila de agua lustral verdaderamente hermosa. La pila está sostenida por un grupo que representa la tentación. Hay un diablo espantoso, con cuernos y cola, que corre tras un joven para apoderarse de él. El pobre muchacho huye, pero está a punto de caer en las garras de esa fea bestia: en el acto de gritar de espanto, levanta los brazos, metiendo las manos en el agua bendita y el asustado demonio, a su vez, no se atreve a acercarse a él.
            El agua bendita, queridos jóvenes, sirve para ahuyentar las tentaciones, y así lo dice el proverbio refiriéndose a quien huye con precipitación: – Huye como el diablo del agua bendita
.
En las tentaciones, por tanto, y así principalmente al entrar en la iglesia, haced bien la señal de la Cruz, pues es allí donde os espera el demonio para haceros perder el fruto de la oración. La señal de la cruz repele al demonio durante un momento; pero la señal de la cruz con agua bendita lo repele durante mucho tiempo. Santa Teresa fue tentada un día. A cada asalto hacía la señal de la cruz, y la tentación cesaba, pero el asalto volvía unos minutos después. Finalmente, cansada de luchar, Santa Teresa se roció con agua bendita y el demonio tuvo que marcharse con el rabo entre las piernas” (MB VIII, 723-724).

San Juan Bosco siempre tuvo en gran estima los sacramentales. Su propia bendición sencilla era muy buscada por la gente porque producía efectos verdaderamente milagrosos. Habría que hacer una lista demasiado larga para recordar cuántas curaciones espirituales y corporales produjeron sus bendiciones recibidas en la fe. Para ello basta con leer su vida.