San Juan Bosco había comprendido a fondo la importancia de los Jubileos en la vida de la Iglesia. Si en 1850, debido a varias vicisitudes históricas, no fue posible celebrar el Jubileo, el Papa Pío IX convocó uno extraordinario con ocasión de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre de 1854). Este Jubileo tuvo una duración de seis meses, desde el 8 de diciembre de 1854 hasta el 8 de junio de 1855. Don Bosco no dejó pasar la ocasión y publicó, precisamente en 1854, el volumen “El Jubileo y Prácticas devotas para la visita de las iglesias”.
Con la promulgación de la encíclica “Quanta Cura” y del “Syllabus errorum”, el Papa Pío IX convocó otro Jubileo extraordinario, nuevamente de seis meses, desde el 8 de diciembre de 1864 hasta el 8 de junio de 1865. También en esa ocasión Don Bosco propuso, en las Lecturas Católicas, los “Diálogos sobre la institución del Jubileo”.
Con miras al Jubileo ordinario de 1875, Don Bosco republicó su texto con el título “El Jubileo de 1875, su institución y prácticas devotas para la visita de las Iglesias”, siempre atento a ofrecer a los fieles un subsidio para estas celebraciones ricas en gracias extraordinarias.
Presentamos aquí precisamente la última versión, fechada en 1875.
DIÁLOGO I. Del Jubileo en general.
Giuliano — Le saludo, señor Presbítero, estoy aquí para hacerle ejercitar un poco de paciencia.
Presbítero — Bienvenido, querido Giuliano, siempre me alegra cuando vienen a verme, y, como he dicho en varias ocasiones, siempre estoy a sus señales en todo lo que pueda hacer por la utilidad espiritual de todos mis parroquianos y especialmente por ustedes, que siendo de poco tiempo católicos, tienen en más cosas mayor necesidad de ser instruidos.
Giul. — Me han dicho que el Papa ha concedido el Jubileo; yo nunca lo he hecho, quisiera ahora ser instruido sobre la manera de hacerlo bien.
Presb. — Sabiamente pensaste en buscar ser instruido a tiempo, porque desde que te hiciste católico, no ha tenido lugar ningún Jubileo; y en la circunstancia de tu abjuración, no habiendo hablado al respecto de esta práctica de la Iglesia Católica, es de temer que tengas en mente no pocos errores. Por lo tanto, dígame lo que más le preocupa saber, y yo estudiaré complacerle haciéndole aquellas observaciones que me parezcan útiles para su ventaja espiritual.
Giul. — Primero que todo necesitaría que me dijera de manera fácil y clara, qué quiere decir la palabra Jubileo y qué sentido le dan los católicos a la misma, porque cuando desgraciadamente era protestante oía decir de todo en contra del Jubileo y contra las Indulgencias.
Presb. — Dos cosas, oh Giuliano, desea de mí, la explicación de la palabra Jubileo, y en qué sentido se toma como práctica religiosa propuesta por la Iglesia Católica.
En cuanto al significado de la palabra no es necesario que me detenga mucho, porque debe bastarnos saber qué se quiere significar con ella. Sin embargo, le citaré las principales explicaciones que dan los santos Padres.
San Jerónimo y otros dicen que la palabra Jubileo deriva de Iubal, inventor de los instrumentos musicales, o de Iobel que significa cuerno, porque el año del Jubileo entre los hebreos se proclamaba con una trompeta hecha a manera de cuerno de carnero.
Algunos otros hacen derivar Jubileo de la palabra Habil, que significa restituir con alegría, porque en ese año las cosas compradas, prestadas o empeñadas eran devueltas al primer dueño; lo cual causaba gran alegría.
Otros dicen que de Iobil es derivada la palabra Jubileo, que también quiere decir alegría, porque en estas ocasiones los buenos cristianos tienen graves motivos para alegrarse por los tesoros espirituales de los que pueden enriquecerse.
Giul. — Esta es la explicación de la palabra Jubileo en general, pero me gustaría saber cómo se define por la Iglesia en cuanto es una práctica de piedad, a la que están anexas las Indulgencias.
Presb. — Le complaceré gustosamente. El Jubileo tomado como práctica establecida por la Iglesia es una Indulgencia plenaria concedida por el Sumo Pontífice a la Iglesia universal con plena remisión de todos los pecados a aquellos que dignamente lo adquieren, cumpliendo las obras prescritas.
Primero se dice Indulgencia plenaria, para distinguirla de la Indulgencia parcial que suelen conceder los Sumos Pontífices a ciertos ejercicios de piedad cristiana, a ciertas oraciones y a ciertos actos de religión.
Esta Indulgencia se dice extraordinaria, porque se suele conceder raramente y en casos graves, como cuando amenazan guerras, pestes y terremotos. El Sumo Pontífice Pío IX concede en este año el Jubileo ordinario, que suele ocurrir cada veinticinco años, con el fin de excitar a los fieles cristianos de todo el mundo a orar por las necesidades presentes de la religión y especialmente por la conversión de los pecadores, por la extirpación de las herejías y para alejar muchos errores que algunos buscan difundir entre los fieles con escritos, libros u otros medios, que por desgracia el demonio sabe sugerir en perjuicio de las almas.
Giul. — Me alegra mucho la definición que me da del Jubileo, pero se le llama con tal diversidad de nombres, que me quedo bastante confundido — Año santo, año centenario, secular, jubilar, Jubileo particular, Jubileo universal, gran Jubileo, Indulgencia en forma de Jubileo, — he aquí los nombres con los que oigo llamarse promiscuamente el Jubileo; tenga la bondad de darme la explicación.
Presb. — Estos nombres, aunque a veces se usan para expresar lo mismo, sin embargo, tienen un significado uno algo diferente del otro. — Les daré una breve explicación.
El Jubileo se dice año Jubilar, año santo porque en ese año (como les diré después) los hebreos debían cesar de todo tipo de trabajo y dedicarse exclusivamente a obras de virtud y santidad. A lo que son igualmente invitados todos los fieles cristianos, sin que por otra parte estén obligados a abandonar sus ocupaciones temporales ordinarias. También se llama centenario o año centésimo, porque en su primera institución se celebraba cada cien años.
El Jubileo luego se dice parcial, cuando se concede solamente en algunos lugares determinados, como sería en Roma, o en Santiago de Compostela en España. Este Jubileo se llama también general, cuando se concede a los fieles en cualquier lugar de la cristiandad.
Pero se dice propiamente Jubileo General o Gran Jubileo, cuando se celebra en el año que está fijado por la Iglesia. Entre los hebreos sucedía cada cincuenta años, entre los cristianos al principio era cada cien años, luego cada cincuenta y ahora cada veinticinco.
El Jubileo se dice extraordinario y también Indulgencia en forma de Jubileo, cuando por alguna grave razón se concede fuera del año santo.
Los Sumos Pontífices, cuando son elevados a su dignidad, suelen solemnizar este acontecimiento con una Indulgencia plenaria, o bien un Jubileo extraordinario.
La diferencia entre el gran Jubileo y el Jubileo particular consiste en que el primero dura un año entero, y el otro dura solamente una parte del año. El que por ejemplo el reinante Pío IX concedió en 1865 duró solamente tres meses, pero estaban anexos los mismos favores del presente Jubileo, que dura todo el año 1875.
La breve explicación que les he dado de estas palabras, creo que será aún mejor aclarada por las otras cosas que espero poder exponerles en otros entretenimientos. Mientras tanto, oh amado Giuliano, persuádase de que el Jubileo es un gran tesoro para los cristianos, de donde bien a razón el docto Cardenal Gaetani en su tratado del Jubileo (c. 15) escribió estas bellas palabras: «Bienaventurado aquel pueblo que sabe qué cosa es el Jubileo; infelices aquellos que por negligencia o por inconsideración lo desatienden con la esperanza de llegar a otro (Quien deseara más copiosas noticias sobre lo que fue brevemente mencionado, podría consultar: MORONI: Año santo y Jubileo — BERGIER artículo Jubileo — La obra: Magnum theatrum vitae humanae artículo Iubileum. — NAVARRO de Jubileo nota 1° Benzonio lib. 3, cap 4. Vittorelli — Turrecremata — Sarnelli tom. X. San Isidoro en las Orígenes lib. 5.).
DIÁLOGO II. Del Jubileo entre los hebreos
Giul. — He escuchado con placer lo que me ha dicho sobre los varios significados que suelen darse a la palabra Jubileo, y sobre los grandes beneficios que del mismo se pueden obtener. Pero esto no me basta, si debo dar una respuesta a mis antiguos compañeros de religión; porque ellos, tomando la sola Biblia como norma de su fe, están fijos en afirmar que el Jubileo es una novedad en la Iglesia, de la que no existe rastro en la Biblia. Desearía por lo tanto ser instruido sobre esta materia.
Presb. — Cuando sus antiguos ministros y compañeros de religión afirmaban que en la sagrada Escritura no se habla de Jubileo, ellos trataban de ocultarles la verdad, o ellos mismos la ignoraban.
Primero, sin embargo, de exponerles lo que la Biblia dice del Jubileo, conviene que les haga notar cómo existe en la Iglesia Católica una autoridad infalible, que viene de Dios, y es dirigida por el mismo Dios. Esto aparece en muchos textos de la sagrada Biblia y especialmente en las palabras dichas por el Salvador a san Pedro cuando lo estableció como cabeza de la Iglesia, diciéndole: — Todo lo que ates en la tierra, será atado en el cielo; todo lo que desates en la tierra, será también desatado en el cielo (San Mateo 18). Por lo tanto, podemos admitir con certeza todo lo que esta autoridad establece para el bien de los cristianos sin temor a errar. Además, es máxima admitida por todos los católicos que cuando encontramos alguna verdad creída y practicada en todo tiempo en la Iglesia, ni se puede encontrar ningún tiempo o lugar en el que haya sido instituida, debemos creerla como revelada por el mismo Dios y transmitida en palabras o por escrito desde el principio de la Iglesia hasta nuestros días.
Giul. — Esto creo yo también; porque, puesta la autoridad infalible de la Iglesia, nada importa que ella proponga cosas escritas en la Biblia o transmitidas por tradición. Sin embargo, desearía grandemente saber qué hay en la Biblia respecto al Jubileo; y esto lo deseo aún más, porque hace poco un antiguo amigo mío protestante comenzaba a burlarse de mí sobre la novedad del Jubileo de la que, decía, no existe mención en la Biblia.
Presb. — Aquí estoy listo para satisfacer este justo deseo suyo. Abramos juntos la Biblia y leamos aquí en el libro del Levítico en el capítulo XXV, y encontraremos la institución del Jubileo, como era practicado entre los hebreos.
El texto sagrado dice así:
Contarás, habló el Señor a Moisés, siete semanas de años, es decir, siete veces siete, que hacen en total cuarenta y nueve años; y el séptimo mes a los diez del mes, en el tiempo de la expiación, harás sonar la trompeta por todo el país. Y santificarás el año quincuagésimo, y anunciarás la remisión a todos los habitantes de tu país; porque es el año del Jubileo. Cada uno volverá a sus posesiones y cada uno volverá a su familia, porque el año quincuagésimo es el año del Jubileo. No sembraréis, y no cosecharéis lo que haya nacido espontáneamente en los campos, y no recogeréis las primicias de la vendimia para santificar el Jubileo, sino que ordeñaréis lo que se os presente. En el año del Jubileo, cada uno volverá a sus bienes.
Hasta aquí son palabras del Levítico, sobre las cuales creo que no es necesaria una larga explicación para hacerles comprender cuán antigua es la institución del Jubileo, es decir, desde los primeros tiempos en que los hebreos estaban por entrar en la Tierra Prometida, alrededor del año del mundo 2500.
Del Jubileo se habla luego aún en muchos otros lugares de la Biblia; como en el mismo libro del Levítico, en el cap. XXVII; en el libro de los Números, en el cap. XXXVI, en el de Josué en el cap. VI. Pero les basta con lo que hemos dicho, que es por sí demasiado claro.
Giul. — Me ha hecho mucho placer mostrarme estas palabras de la Biblia, y me alegra mucho que la Biblia, no solo hable del Jubileo, sino que ordene su observancia a todos los hebreos. Deseo, por otra parte, que me explique un poco más ampliamente las palabras del texto sagrado, para conocer qué fin tuvo Dios al ordenar el Jubileo.
Presb. — De la Biblia aparece claro qué fin tuvo Dios al ordenar a Moisés la observancia del Jubileo. En primer lugar, Dios, que es toda caridad, quería que ese pueblo se acostumbrara a ser benigno y misericordioso hacia el prójimo; por eso en el año del Jubileo se remiten todas las deudas. Aquellos que habían vendido o empeñado casas, viñas, campos u otras cosas, en ese año recuperaban todo como primeros dueños; los exiliados volvían a su patria, y los esclavos sin ningún rescate eran dejados en libertad. De esta manera se impedía a los ricos hacer adquisiciones desmesuradas, los pobres podían conservar la herencia de sus antepasados, y se impedía la esclavitud tan practicada en esos tiempos entre las naciones paganas. Además, debiendo el pueblo cesar de las ocupaciones temporales, podía dedicarse libremente un año entero a las cosas que atañen al culto divino, y así ricos y pobres, esclavos y amos se unían en un solo corazón y en una sola alma para bendecir y agradecer al Señor por los beneficios recibidos.
Giul. — Quizás no será a propósito, pero me surge una dificultad: si en el año del Jubileo no se sembraba, ni se recogían los frutos de los campos, ¿de qué podía alimentarse la gente?
Presb. — En esa ocasión, es decir, en el año del Jubileo, ocurría un hecho extraordinario, que es un verdadero milagro. En el año anterior el Señor hacía producir a la tierra tal abundancia de toda clase de frutos, que bastaban para todo el año 49 y 50 y parte del 51. En lo que debemos admirar la bondad de Dios, quien, mientras ordena que nos ocupemos de las cosas que atañen a su culto divino, piensa él mismo en todo lo que puede necesitarnos para el cuerpo. Esta máxima fue luego confirmada más de una vez en el Evangelio, especialmente cuando Jesucristo dijo: No queráis estar ansiosos por el mañana, diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos cubriremos? Quaerite primum regnum Dei et iustitiam eius et haec omnia adiicientur vobis. Buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia, y las demás cosas os serán añadidas.
Giul. — Otra duda me surge en este momento: ¿el año del Jubileo es aún actualmente precedido por esa abundancia en algún lugar de la tierra?
Presb. — No, oh Giuliano, la abundancia material del Jubileo hebreo duró entre ese pueblo solo hasta la venida del Mesías; desde entonces, habiéndose cumplido lo que figuraba el antiguo Jubileo, cesó esa abundancia material para dar lugar a la abundancia de gracias y bendiciones que los cristianos pueden disfrutar en la santa Religión Católica.
Giul. — Estoy bastante satisfecho con lo que me ha dicho (Sobre este tema se puede consultar CALMET DELL’ AQUILA Dic. Bíblico en el artículo Jubileo. — MENOCHIO: Del año quincuagésimo del Jubileo de los Judíos).
DIÁLOGO III. El Jubileo entre los Cristianos
Giul. — Procuraré recordar cómo se practicaba el Jubileo entre los hebreos, y cómo es fuente de bendiciones celestiales en tiempos determinados. Ahora me gustaría saber si en el Nuevo Testamento se menciona el Jubileo; porque, si existe algún texto al respecto, los protestantes están en un aprieto y tendrán que convenir que los católicos practican el Jubileo siguiendo el Evangelio.
Presb. — Aunque a cada cristiano le basta que una verdad esté registrada en cualquier parte de la Biblia para que sea para él regla de fe, sin embargo, en este caso podemos estar ampliamente satisfechos tanto con la autoridad del Antiguo como con la del Nuevo Testamento.
San Lucas en el capítulo cuarto (v. 19) relata el siguiente hecho del Salvador. Al haber ido Jesús a Nazaret, su patria, le presentaron la Biblia para que explicara algún pasaje al pueblo. Él abrió el libro del profeta Isaías y entre otras cosas aplicó a sí mismo las siguientes palabras: El espíritu del Señor me envió a anunciar a los cautivos la liberación y a los ciegos la recuperación de la vista, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año aceptable del Señor y el día de la retribución.
De estas palabras, a Giuliano, ustedes conocen cómo el Salvador recuerda el antiguo Jubileo, que era todo material y lo ennoblece en un sentido moral, diciendo que él anunciaba el verdadero año de la retribución, un año grato en el cual con sus milagros, con su pasión y muerte habría dado la verdadera libertad a los pueblos esclavos del pecado con la abundancia de gracias y bendiciones que se tienen en la religión cristiana (V. MARTINI en San Lucas).
También san Pablo en la segunda carta a los Corintios habla de este tiempo aceptable, del tiempo de la salvación y de la santificación (c. 6, 2).
De estas palabras y de otros hechos del Nuevo Testamento llegamos a concluir: 1° Que el antiguo Jubileo, que era todo material, pasó de hecho a la nueva ley, que es toda espiritual. 2° La libertad que el pueblo de Dios daba a los esclavos figuraba la completa liberación que nosotros adquiriremos con la gracia de Dios, por la cual somos liberados de la dura esclavitud del demonio. 3. Que el año de la retribución, o sea del Jubileo, fue confirmado en el Evangelio, recibido por la Iglesia y practicado según la necesidad de los fieles, y según las oportunidades de los tiempos lo permitían.
Giul. — Me persuado cada vez más de una verdad que creo firmemente, porque está registrada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Ahora me gustaría saber cómo esta práctica religiosa se ha conservado en la Iglesia Católica.
Presb. — Esta es una cosa de gran importancia, y procuraré satisfacerles. Así como el año del Jubileo entre los hebreos era un año de remisión y de perdón, así también fue instituido el año del Jubileo entre los cristianos, en el que se conceden grandísimas indulgencias, es decir, remisión y perdón de los pecados. De aquí se dio que el año del Jubileo entre los cristianos se llamara año santo, tanto por las muchas obras de piedad que los cristianos suelen ejercer en ese año; como por los grandes favores celestiales que en tal ocasión cada uno puede procurarse.
Giul. — No es eso lo que quiero decir; me gustaría escuchar cómo se introdujo este Jubileo entre los cristianos.
Presb. — Para comprender cómo se ha introducido y conservado el Jubileo entre los cristianos, debo señalarles una creencia religiosa seguida desde los primeros tiempos de la Iglesia. Consistía en una gran veneración que, en el año del Jubileo, llamado en el Evangelio año de retribución, y por san Pablo año aceptable, tiempo de salvación, se podía adquirir una indulgencia plenaria, o sea la remisión de toda satisfacción debida a Dios por los pecados. Se dice que el primer Jubileo fue concedido por los mismos santos Apóstoles en el año 50 de la era vulgar (V. Scaligero y Petavio).
Los primeros Pontífices que sucedieron a san Pedro en el gobierno de la Iglesia continuaron manteniendo viva tal práctica religiosa, concediendo grandes favores a aquellos que en tiempos determinados se trasladaran a Roma para visitar la iglesia donde estaba sepultado el cuerpo de san Pedro (V. Rutilio, De Iubileo. Laurea, Navarro, Vittorelli y otros).
Por lo tanto, siempre fue una persuasión entre los cristianos, incluso de los primeros siglos que, en tiempos determinados al visitar la iglesia de San Pedro en el Vaticano, donde había sido sepultado el cuerpo de ese príncipe de los Apóstoles, se ganaban extraordinarios favores espirituales, que nosotros llamamos indulgencias.
Los favores celestiales que se esperaban, el gran respeto que todos los católicos tenían por el glorioso san Pedro, el deseo de visitar la iglesia, las cadenas y el sepulcro del príncipe de los Apóstoles, atraían gente de todas partes del mundo. En ciertos años se veían viejos, jóvenes, ricos y pobres partir de lejanísimos países, superar las más graves dificultades de los caminos para ir a Roma, en plena persuasión de obtener grandísimas indulgencias.
San Gregorio Magno, deseando fomentar el espíritu religioso en los cristianos, y queriendo al mismo tiempo regular su frecuente concurrencia a Roma, en el siglo sexto estableció que cada cien años se pudiera ganar la Indulgencia plenaria, o sea Jubileo, por todos aquellos que, en el año secular, también llamado año santo, se trasladaran a Roma para visitar la Basílica Vaticana, donde había sido sepultado el príncipe de los Apóstoles.
Giul. — Aquí encuentro una dificultad: he leído en algunos libritos que el Jubileo fue instituido solamente en el año 1300 por un Papa llamado Bonifacio VIII; y según lo que usted dice, sería mucho más antiguo.
Presb. — Yo también sé que hay algunos libritos impresos que afirman que Bonifacio VIII es el autor del Jubileo; pero lo dicen inexactamente, porque este Pontífice fue más bien el primero en publicar con Bula el año santo, o sea la Indulgencia plenaria del Jubileo; pero en esta misma Bula asegura que no hizo más que establecer por escrito lo que ya se practicaba universalmente entre los cristianos.
DIÁLOGO IV. Primera publicación solemne del Jubileo, o año santo
Giul. — Esta primera publicación del Jubileo o del año santo es un hecho tan grave y solemne que desearía escucharlo contar con las más notables circunstancias.
Presb. — Puesto que les gustan los relatos, creo oportuno exponer las razones que llevaron al Pontífice Bonifacio VIII a publicar con solemnidad especial una Bula sobre el primer Jubileo solemne. — Corría el año 1300, cuando una extraordinaria cantidad de gente del Estado Romano y extranjera acudió a Roma en tal número que parecía haberse abierto allí las puertas del cielo. Al comenzar el mes de enero había tal multitud de pueblos por las calles de esa ciudad que apenas se podía caminar. Ante este hecho, el Pontífice ordenó que se investigara lo que se pudiera encontrar al respecto en las memorias antiguas; y luego hizo llamar a algunos de los más viejos allí presentes para saber qué los había movido. Entre otros, había un noble y rico saboyano de 107 años. El Papa mismo, en presencia de varios Cardenales, quiso interrogarlo así: ¿Cuántos años tiene? — Ciento siete. — ¿Por qué ha venido a Roma? — Para ganar las grandes Indulgencias. — ¿Quién se lo dijo? — Mi padre. — ¿Cuándo? — Hace cien años mi padre me llevó con él a Roma, y me dijo que cada cien años en Roma se podían obtener grandísimas Indulgencias, y que, si yo aún estuviera vivo dentro de cien años, no debería descuidar ir a visitar la Basílica del príncipe de los Apóstoles.
Después de este, también se hicieron venir otros individuos viejos y jóvenes de varias naciones, quienes, interrogados por el mismo Sumo Pontífice, todos estaban de acuerdo en afirmar que siempre habían oído decir que cada año secular al visitar la Basílica de San Pedro ganarían grandes Indulgencias con la remisión de todos los pecados. Ante esa persuasión universal y constante, el Papa promulgó una Bula con la que confirmaba lo que hasta entonces se había practicado por tradición oral. Un escritor de aquellos tiempos, familiar con el Pontífice Bonifacio, asegura haber oído a ese Papa decir que había sido movido a publicar su Bula por la creencia divulgada y aceptada en todo el mundo cristiano, es decir, que desde el nacimiento de Cristo se solía conceder una gran Indulgencia en cada año secular (Giovanni Cardenal Mónaco).
Giul. — Ya que veo que usted ha leído mucho, tráigame algún fragmento de esa Bula, para que pueda estar bien informado sobre esta práctica universal de la Iglesia.
Presb. — Sería demasiado largo reproducírsela toda, le traeré el principio, y creo que será suficiente para ustedes. He aquí cuáles son las palabras del Pontífice: «Una fiel y antigua tradición de hombres que han vivido durante mucho tiempo asegura que a aquellos que vienen a visitar la honorable Basílica del príncipe de los Apóstoles en Roma se les conceden grandes Indulgencias y remisión de los pecados. Por lo tanto, nosotros, que por deber de nuestro oficio deseamos y nos esforzamos con todo el ánimo por procurar la salvación de las almas, con nuestra autoridad apostólica aprobamos y confirmamos todas las Indulgencias mencionadas, y las renovamos autenticándolas con este nuestro escrito.» Después de esto, el Papa expone los motivos que lo llevaron a conceder tales Indulgencias, y cuáles son las obligaciones que deben cumplirse por aquellos que desean adquirirlas.
Conocida la Bula del Papa, es increíble el entusiasmo que se despertó por todas partes para hacer el peregrinaje a Roma. Desde Francia, Inglaterra, España, Alemania llegaban en multitud los peregrinos de todas las edades, condiciones, nobles y soberanos. El número de extranjeros en Roma llegó hasta dos millones simultáneamente. Lo cual habría producido una grave carestía, si el Papa no hubiera provisto a tiempo el suministro, haciendo venir alimentos de otros países.
Giul. — Ahora comprendo muy bien cuán antigua es la práctica del Jubileo en la Iglesia, pero lo que celebramos hoy me parece muy diferente; tanto porque se habla de ello más a menudo, como porque ya no se va a Roma para adquirirlo.
Presb. — Me hace una observación oportuna; y a este respecto le diré que el Jubileo, según la Bula del papa Bonifacio, debía tener lugar cada cien años; pero como tal espacio de tiempo es demasiado largo y demasiado corta es la vida del hombre, para que todos puedan beneficiarse, así de un Papa llamado Clemente VI fue reducido a cada cincuenta años, como era el de los hebreos. Luego otro Pontífice llamado Gregorio XI lo restringió a cada treinta y tres años en memoria de los treinta y tres años de la vida del Salvador; finalmente, el Papa Pablo II, para que también aquellos que mueren jóvenes pudieran adquirir la Indulgencia del Jubileo, estableció que tuviera lugar cada veinticinco años. Así se ha practicado en la Iglesia hasta hoy. Además, la obligación de trasladarse a Roma impedía que muchos, ya sea por distancia, o por edad, o por enfermedad, pudieran beneficiarse de los favores espirituales del Jubileo. Por lo cual, los romanos Pontífices concedieron la misma Indulgencia, pero en lugar de la obligación de trasladarse a Roma, suelen imponer algunas obligaciones que deben cumplirse por aquellos que desean hacer el santo Jubileo.
Ya tenemos en la historia eclesiástica registrados 20 años santos, es decir, veinte años en los que fue publicado por los Pontífices en tiempos diferentes el favor del Jubileo.
El último de aquellos que se celebraron fue celebrado por León XII en el año 1825. También debía publicarse en el año 1850, pero las turbulencias públicas de esa época no permitieron hacerlo. Ahora estamos celebrando el del Sumo Pontífice Pío IX, que es verdaderamente el año santo de 1875.
Giul. — ¿Por qué fue concedido el presente Jubileo por el Papa?
Presb. — Lo que el Papa concede actualmente es un Jubileo ordinario. Los motivos de este Jubileo son la conversión de los pecadores, y particularmente de los herejes; la paz entre los príncipes cristianos y el triunfo de la santa Religión Católica sobre la herejía; y además, el santo Padre también se ha propuesto el fin de obtener de Dios luces particulares para conocer muchas proposiciones erróneas que desde hace algún tiempo se están difundiendo entre los fieles con grave daño de la fe y con peligro de eterna condenación para muchos. El Papa en su Encíclica da razón de lo que hace; y al final prescribe las obras que deben ejecutarse para la adquisición de las santas Indulgencias.
Giul. — ¿Le parece a usted, señor Presbítero, que las cosas de religión van tan mal? Los herejes se convierten de vez en cuando en gran número a la Religión Católica; el catolicismo triunfa y progresa mucho en las misiones extranjeras.
Presb. — Es cierto, mi buen Giuliano, que la Religión Católica prospera mucho en las misiones extranjeras; también es cierto que, desde hace algunos años, muchos judíos, herejes, particularmente protestantes, han renunciado a sus errores para abrazar la santa Religión Católica, y precisamente por estos progresos el demonio hace todos sus esfuerzos para sostener y difundir la herejía y la impiedad. Por otro lado, ¿de cuántas maneras hoy en día se desprecia la religión en público y en privado, en los discursos, en los periódicos, en los libros! No hay cosa santa y venerable que no sea objeto de ataque y no sea censurada y ridiculizada. Tomen, les doy la carta que el Papa escribe a todos los Obispos de la cristiandad, léanla con calma; en ella se mencionan los esfuerzos que el infierno hace contra la Iglesia en estos tiempos, qué favores se pueden disfrutar en la circunstancia del Jubileo, y qué cosas se deben hacer para adquirirlos. Mientras tanto, ustedes retengan bien en mente que el Jubileo fue una institución divina; fue Dios quien lo mandó a Moisés. Esta institución pasó a los cristianos, y fue practicada en los primeros tiempos de la Iglesia con alguna modificación, hasta que Bonifacio VIII la estableció regularmente con una Bula. Otros Pontífices luego la redujeron a la forma con la que se observa hoy. Por lo tanto, practicamos algo que Dios mandó, y lo hacemos porque es ordenado por la Iglesia para nuestras necesidades particulares; por lo que debemos ser diligentes en aprovecharlo, y profesar sentimientos de suma gratitud hacia Dios, que de tantas maneras demuestra su vivo deseo de que aprovechemos sus favores, y que pensemos en la salvación de nuestra alma; y debemos al mismo tiempo profesar viva veneración al Vicario de Jesucristo, cumpliendo con la máxima diligencia lo que él prescribe, con el fin de procurarnos los favores celestiales (Tratan más ampliamente lo que se expuso anteriormente, el Card. GAETANI: Dell’anno centesimo. — MANNI: Historia dell’anno santo — ZACCARIA: Dell’anno santo).
DIÁLOGO V. De las Indulgencias
Giul. — Estamos en un punto difícil, del cual siempre he oído hablar mal por parte de mis antiguos compañeros de herejía, quiero decir de las Indulgencias. Por lo tanto, desearía ser instruido sobre ellas, aclarando las dificultades que se presenten en mi mente.
Presb. — No me sorprende que vuestros antiguos compañeros de herejía hayan hablado y hablen todavía con desprecio de las Indulgencias, porque de las Indulgencias los protestantes tomaron pretexto para separarse de la Iglesia Católica. Cuando ustedes, oh mi Giuliano, tengan una idea justa de las Indulgencias, estarán ciertamente satisfechos y bendecirán la divina misericordia, que nos ofrece un medio tan fácil para ganarnos los tesoros divinos.
Giul. — Explíqueme, entonces, qué son estas Indulgencias, y yo me esforzaré por sacarles provecho.
Presb. — Para que comprendan lo que quiere decir Indulgencia, es bueno que retengan cómo el pecado produce dos efectos amarguísimos en nuestra alma: la culpa que nos priva de la gracia y de la amistad de Dios, y la pena que le sigue, que impide la entrada al paraíso. Esta pena es de dos tipos: una eterna, la otra temporal. La culpa junto con la pena eterna nos es totalmente remitida, mediante los méritos infinitos de Jesucristo, en el Sacramento de la Penitencia, siempre que nos acerquemos a recibirlo con las debidas disposiciones. Sin embargo, como la pena temporal no siempre nos es completamente remitida en dicho Sacramento, así queda en gran parte para satisfacer en esta vida mediante las buenas obras y la penitencia; o en la otra mediante el fuego del purgatorio. Es sobre esta verdad que estaban fundadas las penitencias canónicas tan severas que la Iglesia en los primeros siglos imponía a los pecadores arrepentidos. Tres, siete, diez, hasta quince y veinte años de ayunos en pan y agua, de privaciones y de humillaciones, a veces durante toda la vida; he aquí lo que la Iglesia imponía por un solo pecado, y ella no creía que esas satisfacciones superaran la medida de la que el pecador era deudor a la justicia de Dios. ¿Y quién puede medir la injuria que la culpa hace al sumo Dios y la malicia del pecado? ¿Quién puede penetrar los profundísimos secretos eternos y saber cuánto la justicia divina exige de nosotros en esta vida para satisfacer nuestras deudas? ¿Cuánto nos tocará estar en el fuego del purgatorio? Para abreviar el tiempo que nos tocaría permanecer en ese lugar de purgación y para aliviar la penitencia que deberíamos hacer en la vida presente, tienden los tesoros de las santas Indulgencias: y estas son como un cambio de las severas penitencias canónicas que, durante muchos años, y a veces durante toda la vida, como dije, la Iglesia en los primeros tiempos solía infligir a los pecadores arrepentidos.
Giul. — Me parece razonable que después del perdón del pecado aún quede algo para satisfacer la divina justicia mediante alguna penitencia; pero, ¿qué son propiamente las Indulgencias?
Presb. — Las Indulgencias son la remisión de la pena temporal debida por nuestros pecados, lo cual se hace mediante los tesoros espirituales que Dios ha confiado a la Iglesia.
Giul. — ¿Qué son estos tesoros espirituales de la Iglesia?
Presb. — Estos tesoros espirituales son los méritos infinitos de nuestro Señor Jesucristo, los de la santísima Virgen María y de los Santos, como precisamente profesamos en el Símbolo de los Apóstoles, cuando decimos: Creo en la Comunión de los Santos. Puesto que siendo infinitos, los méritos de Jesucristo son sobreabundantes en comparación con los de María santísima, que, concebida sin mancha y vivida sin pecado, nada por lo tanto debía a la divina justicia; los Mártires y otros Santos, habiendo con sus sufrimientos, en unión con los de Jesucristo, satisfecho más de lo que era necesario por su propia cuenta: todas estas satisfacciones ante Dios son como un tesoro inagotable, que el Romano Pontífice dispensa según la oportunidad de los tiempos y según las necesidades de los cristianos.
Giul. — Aquí estamos ante la gran dificultad: la Sagrada Escritura no nos habla de Indulgencias. ¿Quién, entonces, puede conceder las Indulgencias?
Presb. — La facultad de dispensar las santas Indulgencias reside en el sumo Pontífice. Puesto que, en toda sociedad, en todo gobierno, una de las más nobles prerrogativas del Jefe del Estado es el derecho de otorgar gracias y de conmutar penas. Ahora, el sumo Pontífice, representante de Jesucristo en la tierra, Jefe de la gran Sociedad Cristiana, sin duda tiene derecho a otorgar gracias, a conmutar, a remitir total o parcialmente las penas incurridas por el pecado, en favor de aquellos que de corazón regresan a Dios.
Giul. — ¿Sobre qué se fundamenta este poder del sumo Pontífice?
Presb. — Este poder, es decir, la autoridad del sumo Pontífice para dispensar las Indulgencias, se apoya en las mismas palabras de Jesucristo. En el acto en que él designó a san Pedro para gobernar la Iglesia, le dijo estas palabras: «Te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, será atado también en el cielo, y lo que desates en la tierra, será desatado igualmente en el cielo.» La cual facultad abarca sin duda un derecho de poder conceder a los cristianos todo lo que puede contribuir al bien de sus almas.
Giul. — Pero estas palabras me parecen mágicas; constituyen a san Pedro como cabeza de la Iglesia, le dan la facultad de remitir los pecados, la facultad de hacer preceptos, de conceder las Indulgencias, ¡y todo eso en esas pocas palabras!
Presb. — Las palabras dichas por Jesucristo a san Pedro confieren un poder pleno y absoluto, y este poder pleno y absoluto constituye a san Pedro como Cabeza de la Iglesia, Vicario de Jesucristo, dispensador de todos los favores celestiales, por lo tanto, también de las santas Indulgencias. Esto se manifiesta ya que el Señor le dio las llaves del reino de los cielos: Tibi dabo claves regni coelorum; y por las palabras con las que ordenó a san Pedro que apacentara, es decir, que dispensara a los cristianos lo que las personas y los tiempos requerirían de él para el bien espiritual y eterno: las cuales palabras del Salvador vienen a concluir que el poder dado a san Pedro y a sus sucesores, excluye toda duda sobre la facultad de conceder las Indulgencias.
Giul. — Entiendo muy bien que con estas palabras el Salvador haya dado especialmente a san Pedro grandes poderes, entre los cuales la facultad de remitir los pecados; pero no puedo comprender que se haya dado la facultad de dispensar las Indulgencias.
Presb. — Si entiendes muy bien que con esas palabras el Salvador haya dado especialmente a san Pedro (como con otras similares también a los otros Apóstoles) la facultad de remitir los pecados, es decir, de perdonar la pena eterna, debemos decir que no se ha dado la facultad de remitir la pena temporal mediante las Indulgencias, que en comparación con aquella se puede decir infinitamente menor.
Giul. — Es verdad, es verdad: dígame solo si esas palabras han sido entendidas en este sentido por los Apóstoles.
Presb. — Esto es cosa cierta, y puedo aducirte más hechos notados en la Biblia; me limitaré a mencionarte uno solo. Este es de san Pablo, y se refiere a los fieles de Corinto. Entre esos fervorosos cristianos, un joven había cometido un pecado grave, por lo que mereció ser excomulgado. Él pronto se mostró arrepentido, expresando vivamente el deseo de hacer la debida penitencia. Entonces los corintios rogaron a san Pablo que lo quisiera absolver. Este Apóstol usó indulgencia, es decir, lo liberó de la excomunión, y lo restituyó al seno de la Iglesia, aunque por la gravedad del pecado, y según la disciplina en ese tiempo vigente, debió permanecer aún mucho tiempo separado de la Iglesia. De las cuales palabras y de otras del mismo san Pablo, aparece que él mismo ataba y absolvia, es decir, usaba rigor e indulgencia, según cómo juzgaba que sería de mayor beneficio para las almas.
Giul. — Estoy muy contento de lo que me ha narrado sobre las Indulgencias, como precisamente se contiene en la sagrada Escritura. Estoy plenamente seguro y tranquilo en creer que Dios ha dado a la Iglesia la facultad de dispensar las Indulgencias. Me haría, por otro lado, mucho placer que me dijera si la dispensa de estas ha tenido siempre lugar en la Iglesia, porque los protestantes dicen que en los primeros tiempos no se hablaba de Indulgencias.
Presb. — También en esto se equivocan los protestantes, y la Historia eclesiástica está llena de hechos que demuestran la divina institución de las Indulgencias y el uso constante de las mismas desde los primeros tiempos de la Iglesia. Y puesto que sé que les gustan mucho los hechos, así quiero contarles algunos en confirmación de lo que les digo.
Giul. — Los hechos me gustan mucho, más aún que las razones, y si se cuentan muchos, me hará gran placer.
Presb. — Después del tiempo de los Apóstoles continuó el uso de las Indulgencias. En el primer siglo de la era vulgar tenemos el hecho mencionado; en el segundo siglo leemos que, en el tiempo de la persecución, cuando algún pecador regresaba a la Iglesia, primero estaba obligado a confesar sus pecados, luego se le imponía un tiempo durante el cual, si se ejercitaba con fervor en obras de penitencia, obtendría Indulgencia, es decir, se le acortaría el tiempo de la penitencia. Para obtener esto con mayor facilidad se recomendaba a aquellos que eran conducidos al martirio, que oraran al obispo, o que le escribieran una nota, suplicándole que les usara indulgencia en vista de los sufrimientos de los mártires y así concederles paz con Dios y con la Iglesia (Tertuliano, Ad maj. 1, I).
En el siglo tercero san Cipriano, escribiendo a los fieles detenidos en prisión, les advierte que no intercedan demasiado fácilmente la Indulgencia por aquellos que la piden, sino que esperen a que den suficientes signos de dolor y de arrepentimiento por sus culpas. De las cuales palabras aparece que en los tiempos de san Cipriano estaban en uso las Indulgencias, y que el santo recomendaba a los mártires que fueran cautos en no interponer su mediación ante los Obispos, sino por aquellos que se mostraran sinceramente arrepentidos (Ep. 21, 22, 23).
En el siglo cuarto, en el año 325, se reunió un Concilio general en la ciudad de Nicea, en el que se trataron más cosas referentes al bien universal de la Iglesia. Al hablar de las Indulgencias, se estableció que aquellos que hacen penitencia pueden obtener Indulgencia del Obispo; y que los más negligentes deben hacer su penitencia por el tiempo establecido. Lo cual no es otra cosa que conceder la Indulgencia a unos y negársela a otros (Concilio de Nicea, canon 11, 12).
En tiempos posteriores los hechos son innumerables. San Gregorio Magno en una carta escrita al Rey de los Visigodos envió una pequeña llave que había tocado el cuerpo de san Pedro, y tenía dentro de sí un poco de limadura de las cadenas con las que había sido atado ese santo Apóstol, para que, dice el Papa, lo que había servido para atar el cuello del Apóstol cuando iba al martirio, lo absuelva de todos sus pecados. Lo que los santos Padres interpretan en el sentido de Indulgencia plenaria, que el Papa enviaba junto con esa llave bendita.
San León Papa, en el año ochocientos tres, habiéndose presentado con gran comitiva de cardenales, arzobispos, prelados, ante el Emperador Carlomagno, fue recibido por el piadoso soberano con la máxima pompa. Ese monarca pidió y obtuvo como favor particular que dedicara el palacio real de Aquisgrán (Aix-la-Chapelle) a la beata Virgen, y que lo enriqueciera con muchas indulgencias que se pudieran lucrar por aquellos que fueran a visitarlo. Si quieren que les cuente aún más hechos, podría relatarles casi toda la Historia eclesiástica y especialmente la Historia de las Cruzadas, en las cuales circunstancias los Papas concedían la Indulgencia plenaria a aquellos que se alistaban para ir a Palestina a liberar los Lugares Santos.
Para concluir y confirmar lo que he dicho hasta ahora, les expongo aquí la doctrina de la Iglesia Católica sobre las Indulgencias como fue definida en el Concilio de Trento:
«La facultad de dispensar las Indulgencias habiendo sido concedida por Cristo a la Iglesia, de esta facultad la Iglesia se ha servido desde tiempos muy remotos; por lo tanto, el sacrosanto Concilio manda y enseña que se debe considerar que las Indulgencias son útiles para la salvación del cristiano, como está probado por la autoridad de los Concilios. Quien diga que las Indulgencias son inútiles, o niegue que en la Iglesia exista la facultad de dispensarlas, sea anatema: sea excomulgado (Sesión 25, cap. 21).»
Giul. — Basta, basta, si la facultad de dispensar las Indulgencias fue dada por Dios a la Iglesia, fue practicada por los Apóstoles, y desde sus tiempos ha estado siempre en uso en la Iglesia en cada siglo hasta nuestros días, debemos decir claramente que los protestantes están en grave error cuando se atreven a censurar a la Iglesia Católica, porque dispensa las santas Indulgencias, como si el uso de las mismas no hubiera sido practicado en los primeros tiempos de la Iglesia.
DIALOGO VI. Adquisición de las Indulgencias
Presb. — Mientras nosotros admiramos la bondad de Dios al dispensar las santas Indulgencias, al conceder tesoros celestiales que no disminuyen, ni disminuirán jamás, aunque se derramen, como un inmenso océano que no sufre disminución por cuánta agua se extraiga, debemos, sin embargo, cumplir algunas obligaciones para la adquisición de las mismas. En primer lugar, es bueno subrayar que no es libre cada cristiano de servirse de estos divinos tesoros a su antojo; solo disfrutará de ellos cuando, como y en la mayor o menor cantidad, que la santa Iglesia y el sumo Pontífice determinen. Así, las Indulgencias se distinguen comúnmente en dos clases: las parciales, es decir, de algunos días, meses o años, y plenarias. Por ejemplo, diciendo: Jesús mío, misericordia, se ganan cien días de Indulgencia. Cuando se dice: María, ayuda de los cristianos, ruega por nosotros, se obtienen 300 días. Cada vez que se acompaña el Viático a un enfermo, se pueden ganar siete años de Indulgencia. Estas indulgencias son parciales.
La Indulgencia plenaria es aquella por la cual se nos remite toda la pena, de la que por nuestros pecados somos deudores con Dios; tal es precisamente la que el Papa concede en la ocasión de este Jubileo. Al lucrar esta indulgencia, ustedes vuelven a estar ante Dios, como estaban cuando nacieron, es decir, cuando fueron bautizados; de tal manera que, si uno muriese después de haber lucrado la Indulgencia del Jubileo, iría al paraíso sin tocar las penas del purgatorio.
Giul. — Deseo de todo corazón ganar esta Indulgencia plenaria; solo notifíqueme qué debo hacer.
Presb. — Para lucrar esta, como cualquier otra Indulgencia, se busca ante todo que uno esté en gracia de Dios, porque quien ante Dios es culpable de un pecado grave y de pena eterna, ciertamente no es, ni puede ser capaz de recibir la remisión de la pena temporal. Por lo tanto, es un excelente consejo que cada cristiano, que desee adquirir indulgencias cuando y como se conceden, se acerque al Sacramento de la confesión, procurando excitarse a un verdadero dolor, y hacer un firme propósito de no ofender más a Dios en el futuro.
La segunda condición es el cumplimiento de lo que el romano Pontífice prescribe. Porque la santa Iglesia al abrir el tesoro de las santas Indulgencias, obliga siempre a los fieles a alguna obra buena que hacer en tiempo y lugar determinado. Y esto para preparar nuestro corazón a acoger esos favores extraordinarios, que la misericordia de Dios nos tiene preparados. Así, para adquirir la Indulgencia de este Jubileo, el sumo Pontífice quiere que cada uno se acerque a los Sacramentos de la Confesión y de la Comunión, visite devotamente cuatro iglesias por 15 veces seguidas o alternativamente, orando según su intención, por la exaltación y prosperidad de nuestra santa madre Iglesia, por la extirpación de la herejía, por la paz y concordia de los príncipes cristianos, por la paz y unidad de todo el pueblo cristiano.
Giul. — ¿Bastan estas cosas para ganar la Indulgencia del Jubileo?
Presb. — No bastan estas dos cosas, sino que nos falta aún una, que es la principal. Se requiere que se detesten todos los pecados, incluso los veniales, y además se deponga el afecto a todos y cada uno de los mismos. Y esto lo haremos ciertamente, si nos disponemos a practicar aquellas cosas que el confesor nos impondrá, pero sobre todo si hacemos una firme y eficaz resolución de no querer jamás cometer ningún pecado, si evitamos las ocasiones y practicamos los medios para no recaer. El sumo Pontífice Clemente VI, para excitar a los cristianos de todo el mundo a la adquisición del Jubileo, decía: «Jesucristo con su gracia y con la sobreabundancia de los méritos de su pasión dejó a la Iglesia militante aquí en la tierra un infinito tesoro no escondido dentro de un lienzo, ni enterrado en un campo, sino que lo confió a dispensarse saludablemente a los fieles, lo confió al beato Pedro, que lleva las llaves del cielo, y a sus sucesores Vicarios de Jesucristo en la tierra; a cuyo tesoro suministran los méritos de la beata Madre de Dios y de todos los elegidos (Clem. VI. DD. cut.)»
Ahora, oh mi querido Giuliano, han aprendido cuánto es necesario para adquirir esta Indulgencia plenaria, y puesto que entre otras cosas se prescribe hacer una visita a cuatro iglesias, así que les pondré aquí las prácticas devotas necesarias, que les podrán servir en cada una de tales visitas (Quien desee instruirse más sobre las santas indulgencias podría consultar el MORONI artículo: Indulgencias. Magnum Theatrum vitae humanae. Artic. Indulgentia. — BERGIER Indulgencias. — FERRARI en Biblioteca).
Para mayor comodidad se resumen aquí las intenciones de la Iglesia al promulgar este Jubileo, los favores concedidos durante el mismo y las condiciones para adquirir la Indulgencia Plenaria.
INTENCIONES DE LA IGLESIA AL PROMULGAR EL JUBILEO
Las intenciones de la Iglesia al invitarnos a participar en el Jubileo son: 1° renovar la memoria de nuestra Redención y excitarnos por ello a una viva gratitud hacia el Divino Salvador; 2° reavivar en nosotros los sentimientos de fe, de religión y de piedad; 3° prevenirnos mediante los más abundantes luces que el Señor otorga en este tiempo de salvación, contra los errores, la impiedad, la corrupción y los escándalos que por todas partes nos rodean; 4° despertar y aumentar el espíritu de oración que es el arma del cristiano; 5° excitarnos a la penitencia del corazón, a enmendar los costumbres y a redimir con buenas obras los pecados, que nos atrajeron la ira de Dios; 6° obtener mediante esta conversión de los pecadores y el mayor perfeccionamiento de los justos, que Dios anticipe en su misericordia el triunfo de la Iglesia en medio de la cruel guerra que le hacen sus enemigos.
A estas intenciones debemos también asociarnos en nuestras oraciones.
FAVORES ESPECIALES CONCEDIDOS EN EL TIEMPO DEL JUBILEO
Por lo tanto, para alentar a los pecadores a participar en el Jubileo, se otorga en todo este año santo a cada confesor la facultad de absolver de cualquier pecado, incluso reservado al Obispo o al Papa; así como de conmutar en otras obras de piedad los votos, de casi cualquier especie, que uno haya hecho y que no pueda observar.
Cada uno, cumpliendo con las condiciones aquí indicadas, puede en esta circunstancia adquirir no solo la remisión de todos sus pecados, sino también la Indulgencia Plenaria, es decir, la remisión de toda la pena temporal que aún le quedaría por expiar en este mundo o en el purgatorio.
Tal indulgencia es aplicable a las almas del Purgatorio, pero se puede adquirir una sola vez en el transcurso del Jubileo.
El tiempo del Jubileo ha comenzado el 1° de enero y termina el 31 de diciembre de 1875.
CONDICIONES PARA ADQUIRIR LA INDULGENCIA DEL JUBILEO
1° Confesarse con las debidas disposiciones, mereciendo la absolución con un verdadero arrepentimiento.
2° Acercarse dignamente a la Comunión: aquellos que no hayan sido aún admitidos podrán hacer que se les conmute en una obra piadosa por el confesor. No basta una sola Comunión para satisfacer al mismo tiempo el precepto pascual y adquirir el Jubileo.
3° Visitar durante quince días seguidos o intercalados cuatro Iglesias con la intención de adquirir el Jubileo; la cual intención basta ponerla una vez desde el principio. La visita debe hacerse a las cuatro Iglesias (Para Turín están designadas las Iglesias de san Juan, de la Consolata, de los santos Mártires y de san Felipe. En otros lugares cada uno se aconseje con su párroco o director) el mismo día. Sin embargo, se puede calcular por un solo día el tiempo desde las primeras vísperas de un día hasta todo el día siguiente; así, por ejemplo, desde el mediodía de hoy hasta todo mañana se puede calcular un solo día. No bastaría visitar una Iglesia por día. Sin embargo, en caso de grave impedimento, los confesores tienen la facultad de modificar las visitas o incluso conmutarlas en otras obras piadosas. Las visitas pueden hacerse antes o después de la Confesión y Comunión, o incluso en medio. No es necesario, pero es sumamente deseable que se hagan en estado de gracia, es decir, sin pecado mortal en la conciencia.
No se prescriben oraciones especiales al hacer estas visitas, y puede bastar que uno se detenga alrededor de un cuarto de hora en cada Iglesia recitando los Actos de Fe, de Esperanza, etc. con cinco Padres, Avemarías y Glorias, orando según la intención de la Iglesia y del Papa.
Para comodidad de los devotos se ponen aquí algunas consideraciones que pueden servir de lectura al hacer estas visitas.
VISITA A LA PRIMERA IGLESIA. La confesión
Un gran rasgo de la misericordia de Dios hacia los pecadores lo tenemos en el Sacramento de la Confesión. Si Dios hubiera dicho que nos perdonara los pecados solamente con el Bautismo, y no más aquellos que por desgracia se hubieran cometido después de haber recibido este Sacramento, ¡oh! ¡cuántos cristianos se irían a la eterna perdición! Pero Dios, conociendo nuestra miseria, estableció otro Sacramento, con el cual se nos perdonan los pecados cometidos después del Bautismo. Y este es el Sacramento de la Confesión. Así habla el Evangelio: Ocho días después de su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: La paz sea con vosotros. Como el Padre celestial me envió, así yo os envío, es decir, la facultad que me dio el Padre Celestial de hacer lo que es bueno para la salvación de las almas, la misma os doy a vosotros. Luego el Salvador, soplando sobre ellos, dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos. Todos comprenden que las palabras retener o no retener quieren decir dar o no dar la absolución. Esta es la gran facultad dada por Dios a sus Apóstoles y a sus sucesores en la administración de los Santos Sacramentos.
De estas palabras del Salvador nace una obligación para los sagrados Ministros de escuchar las confesiones, y nace igualmente la obligación para el cristiano de confesar sus culpas, para que se sepa cuándo se debe dar o no dar la absolución, qué consejos sugerir para remediar el mal hecho, en resumen, dar todos esos avisos paternos que son necesarios para reparar los males de la vida pasada y no cometerlos más en el futuro.
Ni la confesión fue algo practicado solamente en algún tiempo y en algún lugar. Apenas los Apóstoles comenzaron a predicar el Evangelio, pronto comenzó a practicarse el Sacramento de la Penitencia. Leemos que cuando san Pablo predicaba en Éfeso, muchos fieles que ya habían abrazado la fe, venían a los pies de los Apóstoles y confesaban sus pecados. Confitentes et annunciantes actus suos. Desde el tiempo de los Apóstoles hasta nosotros siempre se ha observado la práctica de este augusto Sacramento. La Iglesia Católica condenó en todo tiempo como herético a quien tuviera el atrevimiento de negar esta verdad. Ni hay nadie que se haya podido dispensar de ello. Ricos y pobres, siervos y amos, reyes, monarcas, emperadores, sacerdotes, obispos, los mismos Sumos Pontífices, todos deben doblar las rodillas a los pies de un sagrado ministro para obtener el perdón de aquellas culpas que por aventura hubieran cometido después del Bautismo. Pero ¡ay de mí! ¡cuántos cristianos aprovechan mal de este Sacramento! Quien se acerca sin hacer el examen, otros se confiesan con indiferencia, sin dolor o sin propósito; otros luego callan cosas importantes en la confesión, o no cumplen las obligaciones impuestas por el confesor. Estos toman la cosa más santa y más útil para servirse de ella a ruina de ellos mismos. Santa Teresa tuvo a este respecto una tremenda revelación. Ella vio que las almas caían al infierno como cae la nieve en invierno sobre el dorso de las montañas. Asustada de aquella visión, preguntó a Jesucristo la explicación, y recibió en respuesta que aquellos iban a la perdición por las confesiones mal hechas en su vida.
Para animarnos a confesarnos con plena sinceridad, consideremos que el sacerdote, que nos espera en el tribunal de penitencia, nos espera en nombre de Dios y en nombre de Dios perdona los pecados de los hombres. Si hubiera un reo condenado a muerte por grave delito, y en el acto de ser conducido al patíbulo se le presentara el ministro del rey diciendo: Tu culpa es perdonada; el rey te hace gracia de la vida, y te acoge entre sus amigos, y para que no dudes de lo que digo, aquí está el decreto que me autoriza a revocarte la sentencia de muerte, ¿qué sentimientos de gratitud y amor no expresaría este culpable hacia el rey y hacia su ministro! Esto ocurre precisamente con nosotros. Somos verdaderos culpables que pecando hemos merecido la pena eterna del infierno. El ministro del Rey de reyes, en nombre de Dios, en el tribunal de penitencia nos dice: Dios me manda a vosotros para absolveros de vuestras culpas, para cerraros el infierno, abriros el Paraíso, para restituirnos en amistad con Dios. Para que luego no dudéis de la facultad que me ha sido dada, aquí está un decreto firmado por el mismo Jesucristo, que me autoriza a revocar de vosotros la sentencia de muerte. El decreto se expresa así: Aquellos a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; aquellos a quienes los retengáis, les serán retenidos. Quorum remiseritis peccata, remittuntur eis, quorum retinueritis, retenta sunt. ¡Con qué estima y veneración debemos acercarnos a un ministro que en nombre de Dios puede hacernos tanto bien e impedirnos tanto mal!
Un motivo especial debe animarnos a decir cada culpa al confesor, y es que en ocasión de Jubileo él tiene facultad de absolver de cualquier pecado, incluso reservado. Cualquiera que haya incurrido en censuras, excomuniones y otras penas eclesiásticas puede ser absuelto por cualquier confesor sin recurrir ni al Obispo ni al Papa.
Ni nos mantenga alejados de la confesión el temor de que el confesor vaya a revelar a otros las cosas oídas en confesión. No, esto nunca fue en el pasado, ni nunca lo será en el futuro. Un buen padre sin duda guarda en secreto las confidencias de sus hijos. El confesor es un verdadero padre espiritual; por lo tanto, también humanamente hablando, él guarda bajo riguroso secreto cuanto le revelamos. Pero hay más; un precepto absoluto, natural, eclesiástico y divino obliga al confesor a callar cualquier cosa oída en confesión. Se tratará incluso de impedir un grave mal, de liberar a sí mismo y a todo el mundo de la muerte, él no puede servirse de una noticia obtenida en confesión, a menos que el penitente le otorgue expresa facultad de hablar sobre ello. Así que, ve, oh cristiano, ve a menudo a este amigo; cuanto más a menudo vayas a él, más te asegurarás de caminar por el camino del cielo; cuanto más a menudo vayas a él, te vendrá siempre más confirmado el perdón de tus pecados, y te será asegurada esa eterna felicidad prometida por el mismo Jesucristo, que dio un tan grande poder a sus ministros. No te detenga la multitud, ni la gravedad de las culpas. El sacerdote es ministro de la misericordia de Dios, que es infinita. Por lo tanto, él puede absolver cualquier número de pecados, por graves que sean. Llevemos solamente el corazón humillado y contrito, y luego ciertamente tendremos el perdón. Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies:
ORACIÓN
Oh Jesús mío, que has muerto en la cruz por mí, te agradezco de todo corazón que no me hayas hecho morir en pecado; desde este momento me convierto a ti, te prometo dejar el pecado y observar fielmente tus mandamientos durante todo el tiempo que me dejes en vida. Estoy arrepentido de haberte ofendido; en el futuro quiero amarte y servirte hasta la muerte. Virgen Santa, Madre mía, ayúdame en ese último punto de la vida. Jesús, José, María, ¡espire en paz conmigo el alma mía! — Tres Pater, Ave y Gloria.
VISITA A LA SEGUNDA IGLESIA. La santa Comunión
Comprende, oh cristiano, ¿qué significa hacer la santa comunión? Significa acercarse a la mesa de los ángeles para recibir el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, que se da como alimento a nuestra alma bajo las especies del pan y del vino consagrado. En la Misa, en el momento en que el sacerdote pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Las palabras usadas por nuestro divino Salvador al instituir este Sacramento son: Este es mi cuerpo, este es mi sangre: Hoc est corpus meum, hic est calix sanguinis mei.
Estas palabras las usan los sacerdotes en nombre de Jesucristo en el sacrificio de la Santa Misa. Por lo tanto, cuando vamos a hacer la Comunión, recibimos al mismo Jesucristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad, es decir, verdadero Dios y verdadero hombre, vivo como está en el cielo. No es su imagen, ni siquiera su figura, como es una estatua, un crucifijo, sino que es el mismo Jesucristo tal como nació de la Inmaculada Virgen María y por nosotros murió en la cruz. El mismo Jesucristo nos aseguró de esta su real presencia en la santa Eucaristía cuando dijo: Este es mi cuerpo, que será dado para la salvación de los hombres: Corpus quod pro vobis tradetur. Este es el pan vivo que descendió del Cielo: Hic est panis vivus qui de coelo descendit. El pan que yo daré es mi carne. La bebida que yo daré es mi verdadera sangre. Quien no come de este mi cuerpo y no bebe de esta sangre no tiene en sí la vida.
Jesús, habiendo instituido este Sacramento para el bien de nuestras almas, desea que nos acerquemos a él con frecuencia. Aquí están las palabras con las que nos invita: «Venid a mí todos, los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos. En otro lugar decía a los hebreos: Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; pero el que come el alimento figurado en el maná, ese alimento que yo doy, ese alimento que es mi cuerpo y mi sangre, no morirá eternamente. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él; porque mi carne es un verdadero alimento, y mi sangre una verdadera bebida.» ¿Quién podría resistir a estas amorosas invitaciones del divino Salvador? Para corresponder a estas invitaciones, los cristianos de los primeros tiempos iban cada día a escuchar la palabra de Dios y cada día se acercaban a la santa comunión. Es en este sacramento que los mártires encontraban su fortaleza, las vírgenes su fervor, los santos su coraje.
¿Y nosotros con qué frecuencia nos acercamos a este alimento celestial? Si examinamos los deseos de Jesucristo y nuestra necesidad, debemos comunicarnos con bastante frecuencia. Así como el maná servía cada día de alimento corporal a los hebreos durante todo el tiempo que vivieron en el desierto hasta que fueron conducidos a la tierra prometida, así la santa Comunión debería ser nuestro consuelo, el alimento diario en los peligros de este mundo para guiarnos a la verdadera tierra prometida del Paraíso. San Agustín dice así: Si cada día pedimos a Dios el pan corporal, ¿por qué no procuraremos también alimentarnos cada día del pan espiritual con la santa Comunión? San Felipe Neri animaba a los cristianos a confesarse cada ocho días y a comunicarse incluso más a menudo según el consejo del confesor. Finalmente, la santa Iglesia manifiesta el vivo deseo de la frecuente Comunión en el Concilio de Trento, donde dice: «Sería cosa sumamente deseable que cada fiel cristiano se mantuviera en tal estado de conciencia que pudiera hacer no solo espiritualmente, sino sacramentalmente la santa comunión cada vez que asista a la santa Misa.»
Alguno dirá: Yo soy demasiado pecador. Si tú eres pecador procura ponerte en gracia con el Sacramento de la Confesión, y luego acércate a la santa Comunión, y tendrás gran ayuda. Otro dirá: Me comunico raramente para tener mayor fervor. Y esto es un engaño. Las cosas que se hacen raramente por lo general se hacen mal. Por otro lado, siendo frecuentes tus necesidades, frecuente debe ser el socorro para tu alma. Algunos añaden: Estoy lleno de enfermedades espirituales y no me atrevo a comunicarme a menudo. Responde Jesucristo: Los que están bien no necesitan al médico: por lo tanto, aquellos que son más propensos a inconvenientes, necesitan ser visitados frecuentemente por el médico. Ánimo entonces, oh cristiano, si quieres hacer una acción la más gloriosa a Dios, la más agradable a todos los santos del cielo, la más eficaz para vencer las tentaciones, la más segura para hacerte perseverar en el bien, ciertamente es la santa Comunión.
ORACIÓN
¿Por qué, oh Jesús mío, vuestra Iglesia, mi madre, quiere que yo jubile en este año? ¿Hay acaso un motivo de alegría más que en otros tiempos? ¡Ah! El estar ustedes aquí en la tierra, el poder unirnos a Ustedes en la santa Comunión, ¿no es un motivo sobre todo otro para hacernos jubilar continuamente? Para mí no veo otra cosa que alegre mi corazón fuera de Ustedes, verdadero esposo de la Iglesia triunfante, único consolador y fortalecedor de la Iglesia militante. Pero, ¿cómo se estableció destinar un año en particular al júbilo? ¡Ah, desgraciadamente, oh Jesús mío, que de este gran bien de la Comunión no le damos la importancia que deberíamos! ¡Desgraciadamente, que nos olvidamos fácilmente de este incomprensible tesoro, por lo cual vuestra esposa, nuestra madre tierna, se ve obligada de vez en cuando a despertar nuestra atención para hacernos volver a Ustedes! He aquí, he aquí por qué quiere que yo jubile. No quiere que yo jubile solo en este año, sino que por este medio quiere llamarme a Ustedes, de quien nunca debí perderme y de quien nunca debí alejarme. ¡Oh! ¡Átame a Ustedes en la santa comunión con tal vínculo que nunca se disuelva en la eternidad! Tres Pater, Ave y Gloria.
VISITA A LA TERCERA IGLESIA. La limosna
Un medio muy eficaz, pero bastante descuidado por los hombres para ganar el paraíso es la limosna. Por limosna entiendo cualquier obra de misericordia ejercida hacia el prójimo por amor a Dios. Dios dice en la santa escritura que la limosna obtiene el perdón de los pecados, aunque sean en gran multitud: Charitas operit multitudinem peccatorum. El divino Salvador dice en el Evangelio así: Quod superest date pauperibus. Lo que sobrepasa a vuestras necesidades, dadlo a los pobres. Quien tiene dos vestiduras, dé una al necesitado, y quien ya tiene más de lo necesario, comparta con quien tiene hambre (Lucas 3). Dios nos asegura que cuanto hacemos por los pobres, Él lo considera como hecho a sí mismo: todo lo que dice G. C., que haréis a uno de mis hermanos más infelices, lo habéis hecho a mí (Mateo 25). ¿Deseáis que Dios os perdone los pecados y os libre de la muerte eterna? Haced limosna. Eleemosyna ab omni peccato et a morte liberat. ¿Queréis impedir que vuestra alma vaya a las tinieblas del infierno? Haced limosna. Eleemosyna non partietur animam ire ad tenebras (Tobías 4). En resumen, Dios nos asegura que la limosna es un medio eficacísimo para obtener el perdón de nuestros pecados, hacernos encontrar misericordia a sus ojos y conducirnos a la vida eterna. Eleemosyna est quae purgat a peccato, facit invenire misericordiam et vitam aeternam.
Si por lo tanto deseas que Dios use misericordia contigo, comienza tú a usarla hacia los pobres. Dirás: yo hago lo que puedo. Pero ten cuidado que el Señor te dice que des a los pobres todo lo superfluo: quod superest date pauperibus. Por eso te digo que son superfluos esos gastos y esos aumentos de riquezas que haces de año en año. Superflua esa exquisitez que procuras para los objetos de mesa, de los almuerzos, de las alfombras, de los vestidos que podrían servir para quien tiene hambre, para quien tiene sed, y para cubrir a los desnudos. Superfluo ese lujo en los viajes, en los teatros, en los bailes y otros entretenimientos donde se puede decir que va a terminar el patrimonio de los pobres.
Parece oportuno notar aquí la interpretación que algunos dan al precepto del superfluo, no ciertamente según las palabras de Jesucristo: Es un consejo, dicen ellos, por lo tanto, dado una parte del superfluo en limosna, podemos gastar el resto a nuestro antojo. Yo respondo que el Salvador no fijó ninguna parte; sus palabras son positivas, claras y sin distinción: Quod superest date pauperibus. Dad el superfluo a los pobres. Para que luego cada uno estuviera persuadido de que la severidad de su mandato estaba motivada por el abuso que muchos hacen de él y por el cual corren grave riesgo de perderse eternamente; quiso añadir estas otras palabras: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico se salve, condenando así los vanos pretextos con los que los poseedores de bienes temporales intentan excusarse de dar el superfluo a los pobres.
Alguien dice con verdad: Yo no tengo riquezas. Si no tienes riquezas, da lo que puedes. Por otra parte, no te faltan medios y formas para hacer limosna. ¿No hay enfermos que visitar, asistir, velar? ¿No hay jóvenes abandonados que acoger, instruir, albergar en tu casa, si puedes, o al menos llevarlos a donde puedan aprender la ciencia de la salud? ¿No hay pecadores que amonestar, dudosos que aconsejar, afligidos que consolar, riñas que calmar, injurias que perdonar? ¡Mira con cuántos medios puedes hacer limosna y merecerte la vida eterna! Además, ¿no puedes hacer alguna oración, alguna confesión, comunión, recitar un rosario, escuchar una misa en sufragio de las almas del purgatorio, por la conversión de los pecadores, o para que sean iluminados los infieles y vengan a la fe? ¿No es también una gran limosna mandar a las llamas libros perversos, difundir libros buenos y hablar cuanto puedas en honor de nuestra santa Religión Católica?
Otro motivo que debe excitarte a hacer limosna es el que menciona el Salvador en el Santo Evangelio. Él dice así: No daréis a los pobres un vaso de agua fresca, sin que el Padre celestial os dé la recompensa. De todo lo que daréis a los pobres, recibiréis el ciento por uno en la vida presente y una recompensa en la vida eterna. De modo que dar algo a los pobres en la vida presente es multiplicar, o sea, es dar a préstamo del cien por uno también en la vida presente, reservándonos luego Dios la plena recompensa en la otra vida.
He aquí la razón por la cual se ven tantas familias dar copiosas limosnas por todas partes y crecer siempre de riquezas en riquezas y de prosperidad en prosperidad. La razón la dice Dios: dad a los pobres, y se os dará: date, et dabitur vobis. Se os dará el ciento por uno en la vida presente, y la vida eterna en la otra: centuplum accipiet in hac vita et vitam aeternam possidebit.
ORACIÓN
Oh Jesús mío, estoy plenamente convencido de la necesidad que tengo de hacer limosna, pero ¿cómo haré yo, que, de verdaderos bienes, es decir, espirituales, tengo tal penuria que apenas vivo? ¿Cómo oraré yo por los infieles y por los herejes si apenas creo débilmente en las verdades enseñadas por vuestra santa Iglesia? ¿Cómo oraré por los pecadores, si yo mismo amo el pecado? ¿Cómo oraré por vuestra Iglesia, por vuestro Vicario, si me doy cuenta casi apenas de que están perseguidos, tanto estoy cegado por las ocupaciones mundanas? ¡Ah, Señor! Por vuestro sagrado Corazón os ruego que me hagáis un poco de limosna, que me donéis un poco de esa caridad que animaba a vuestros primitivos discípulos, de esa caridad que bullía en los corazones de los santos Juan el limosnero, Francisco Javier, Vicente de Paúl; en el de la B. Margarita Alacoque; entonces sí que todo lo que tengo será de todos mis hermanos, y, por cuanto dependa de mí, celebraré verdaderamente el año del jubileo, compartiendo con quienes están sin los bienes que de Vos he recibido, para que así yo goce y jubile de vuestras riquezas. Tres Pater, Ave y Gloria.
VISITA A LA CUARTA IGLESIA. Pensamiento de la salvación
A los ojos de la fe, el pensamiento de la salvación es lo más esencial, pero ante el mundo es lo más descuidado. Mientras por lo tanto tú estás en esta iglesia, oh cristiano, lleva tu mirada sobre un Crucifijo, y escucha lo que Jesús te dice. Él suelta su lengua y te habla así: una cosa sola, oh hombre, te es necesaria: salvar el alma: unum est necessarium. Si adquieres honores, gloria, riquezas, ciencias y luego no salvas el alma, todo está perdido para ti. Quid prodest homini si mundum universum lucretur, animae vero suae detrimentum patiatur? (Mateo 16, 26).
Este pensamiento ha determinado a tantos jóvenes a dejar el mundo, a tantos ricos a dispensar a los pobres sus riquezas, a tantos misioneros a abandonar la patria, ir a países lejanísimos, a tantos mártires a dar la vida por la fe. Todos estos pensaban que, si perdían el alma, nada les habría servido todos los bienes del mundo para la vida eterna. Por este motivo, san Pablo excitaba a los cristianos a pensar seriamente en el negocio de la salud: «Os rogamos, escribe, oh hermanos, que prestéis atención al gran negocio de la salud» (1Tesalonicenses 10, 4).
Pero ¿de qué negocio habla aquí san Pablo? Hablaba, dice san Jerónimo, de ese negocio que importa todo, negocio que, si se va fallido, se pierde el reino eterno del Paraíso, y no queda más que ser arrojados en una fosa de tormentos, que no tendrán más fin.
Por lo tanto, tenía razón san Felipe Neri al llamar locos a todos aquellos que en esta vida se ocupan en procurarse honores y empleos lucrativos, riquezas y poco atienden a salvarse el alma. Cada pérdida de bienes, de reputación, de parientes, de salud, incluso de la vida, puede repararse en esta tierra; pero ¿con qué bien del mundo, con qué fortuna se puede reparar la pérdida del alma? Escucha, oh cristiano, es Jesucristo quien te llama: escucha su voz. Él quiere concederte misericordia o perdón de tus pecados, y la remisión de la pena por los mismos pecados debida. Retén sin embargo bien fijo en la mente que aquel que hoy no piensa en salvarse, corre grave riesgo de estar mañana con los condenados en el infierno y de ser perdido por toda la eternidad.
Pero considera que, en este momento, mientras tú estás en la iglesia pensando en tu alma, tantos mueren y quizás van al infierno. ¡Cuántos desde el principio del mundo hasta nuestros días murieron de toda edad y de toda condición y se fueron eternamente perdidos! ¿Puede ser que tuvieran voluntad de condenarse? No creo que alguno de ellos tuviera esta intención. El engaño fue en diferir su conversión; murieron en pecado, y ahora están condenados. Ten bien presente esta máxima: el hombre en este mundo hace mucho si se salva, y sabe mucho si tiene la ciencia de la salud; pero no hace nada si pierde el alma, y no sabe nada si ignora aquellas cosas que lo pueden eternamente salvar.
ORACIÓN
¡Oh mi Redentor, vosotros habéis gastado vuestra sangre para comprar mi alma, y yo la he perdido tantas veces con el pecado! Os agradezco que me deis aún tiempo para ponerme en gracia vuestra. Oh mi Dios, estoy arrepentido de haberos ofendido, ojalá hubiera muerto antes y no hubiera disgustado a un Dios tan bueno como sois vosotros. Sí, mi Dios, os ofrezco todo mi ser, escondo mis iniquidades en vuestras sacratísimas llagas, y sé con certeza, oh mi Dios, que vosotros no sabéis despreciar un corazón que se humilla y se arrepiente. Oh María, refugio de los pecadores, socorred a un pecador que a vosotros se recomienda y en vosotros confía. — Tres Pater, Ave y Gloria, con la jaculatoria: Jesús mío, misericordia.
Con permiso de la Autoridad eclesiástica.
El Jubileo y prácticas devotas para la visita de las iglesias. Diálogo
🕙: 43 min.