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(continuación del artículo anterior)

Capítulo V. Devoción de los primeros cristianos a la Santísima Virgen María.
            Los mismos fieles de la Iglesia primitiva recurrían constantemente a María como poderosa auxiliadora de los cristianos. Prueba de ello es la conmoción general causada por la noticia de su inminente partida del mundo.
            No sólo los que estaban en Jerusalén, sino también los fieles que aún se encontraban en los alrededores de la ciudad, se agolpaban en torno a la pobre casa de María, anhelando contemplar una vez más aquel rostro bendito. Conmovida al verse rodeada de tantos hijos que le mostraban con lágrimas el amor que le profesaban y la pena que sentían por tener que separarse de ella, les hizo la más cálida de las promesas: que les asistiría desde el cielo, que en el cielo, a la diestra de su divino Hijo, tendría mayor poder y autoridad y haría todo lo posible por el bien de la humanidad. He aquí cómo San Juan Damasceno relata este maravilloso acontecimiento:
            En el tiempo de la gloriosa Dormición de la Santísima Virgen, todos los santos Apóstoles, que recorrían el orbe de la tierra para la salvación de las naciones, fueron en un momento transportados a Jerusalén. Allí se les apareció una visión de ángeles y se oyó una dulce armonía de potencias celestiales, y así María, rodeada de gloria divina, entregó su santa alma en las manos de Dios. Luego su cuerpo transportado con el canto de los Ángeles y Apóstoles, fue colocado en un ataúd y llevado a Getsemaní, en cuyo lugar se escuchó el canto de los Ángeles durante tres días continuos. Después de tres días cesó el canto angélico. Santo Tomás, que no había estado con los demás Apóstoles a la muerte de María, llegó al tercer día, y habiendo manifestado el más ferviente deseo de venerar aquel cuerpo que había sido morada de un Dios, los Apóstoles que aún estaban allí abrieron el sepulcro, pero en ninguna parte pudieron encontrar el sagrado cuerpo de ella. Pero habiendo encontrado los paños en que había sido envuelta, que exhalaban un olor dulcísimo, cerraron el sepulcro. Quedaron muy asombrados por este milagro y sólo pudieron concluir que Aquel que había querido tomar carne de la Virgen María, hacerse hombre y nacer, aunque era Dios, el Verbo y el Señor de la gloria, y que después del nacimiento conservó intacta su virginidad, quiso también que su cuerpo inmaculado después de la muerte, conservándolo incorrupto, fuera honrado transportándolo al cielo antes de la resurrección común y universal (San Juan Damasceno).
            Una experiencia de dieciocho siglos nos muestra del modo más luminoso que María continuó desde el cielo y con el mayor éxito la misión de madre de la Iglesia y auxiliadora de los cristianos que había comenzado en la tierra. Las innumerables gracias obtenidas después de su muerte hicieron que su culto se difundiera con la mayor rapidez, de modo que, incluso en aquellos primeros tiempos de persecución, allí donde aparecía el signo de la religión católica, allí podía verse también la imagen de María. En efecto, desde los días en que María aún vivía, ya se encontraban muchos devotos suyos, que se reunían en el Monte Carmelo y allí, viviendo juntos en comunidad, se consagraban por entero a María.
            No desagrada al devoto lector que relatemos este hecho tal como se narra en el Oficio de la Santa Iglesia bajo la Fiesta de la Santísima Virgen del Monte Carmelo, el 16 de julio.
            En el sagrado día de Pentecostés, habiendo sido los Apóstoles llenos del Espíritu Santo, muchos fervientes creyentes (viri plurimi) se habían entregado a seguir el ejemplo de los santos profetas Elías y Eliseo, y a la predicación de Juan el Bautista se habían preparado para la venida del Mesías. Al ver verificadas las predicciones que habían oído del gran Precursor, abrazaron inmediatamente la fe evangélica. Luego, viviendo aún la Santísima Virgen, le tomaron especial afecto y la honraron tanto que en el monte Carmelo, donde Elías había visto subir aquella nubecilla, que era una figura distinguida de María, construyeron un pequeño santuario a la misma Virgen. Allí se reunían todos los días con piadosos ritos, oraciones y alabanzas y la veneraban como singular protectora de la Orden. Aquí y allá empezaron a llamarse hermanos de la bienaventurada Virgen del Carmen. Con el tiempo, los sumos pontífices no sólo confirmaron este título, sino que concedieron indulgencias especiales. María entonces dio ella misma el nombre, concedió su asistencia a este instituto, estableció para ellos un sagrado escapulario, que dio al bienaventurado Simón Stock para que por este hábito celestial se distinguiese aquella sagrada orden y los que lo llevasen estuviesen protegidos de todo mal.
            Tan pronto como los Apóstoles llegaron a nuestras tierras para traer la luz del Evangelio, no tardó en surgir en Occidente la devoción a María. Quienes visitan las catacumbas de Roma, y nosotros somos testigos oculares de ello, encuentran todavía en esas mazmorras antiguas imágenes que representan bien las bodas de María con San José, bien la asunción de María al cielo, y otras que representan a la Madre de Dios con el Niño en brazos.
            Un célebre escritor afirma que “en los primeros tiempos de la Iglesia, los cristianos produjeron un tipo de la Virgen de la manera más satisfactoria que la condición del arte en aquella época podía haber requerido. El sentimiento de modestia que resplandecía, según San Ambrosio, en estas imágenes de la Virgen, prueba que, a falta de una efigie real de la Madre de Dios, el arte cristiano supo reproducir en ella la semejanza de su alma, esa belleza física símbolo de perfección moral que no se podía dejar de atribuir a la Virgen divina. Este carácter se encuentra también en ciertas pinturas de las catacumbas, en las que se pinta a la Virgen sentada con el Niño Jesús sobre sus rodillas, unas veces de pie y otras de medio cuerpo, siempre de una manera que parece ajustarse a un tipo hierático”.
            “En las catacumbas de Santa Inés, escribe Ventura, fuera de Porta Pia, donde se pueden ver no sólo tumbas, sino oratorios todavía de cristianos del siglo II llenos de inmensas riquezas de arqueología cristiana y preciosos recuerdos del cristianismo primitivo, se encuentran en gran abundancia imágenes de María con el divino Niño en brazos que atestiguan la fe de la Iglesia antigua sobre la necesidad de la mediación de María para obtener gracias de Jesucristo, y sobre el culto a las imágenes sagradas que la herejía ha intentado destruir, tachándolas de novedades supersticiosas”.

Capítulo VI. La B. Virgen explica a San Gregorio [Taumaturgo] los misterios de la fe. – Castigo de Nestorio.
            Aunque la santa Virgen María se ha mostrado en todo tiempo auxilio de los cristianos en todas las necesidades de la vida, parece que quiso de un modo particular manifestar su poder cuando la Iglesia fue atacada en las verdades de la fe, ya por la herejía, ya por las armas enemigas. Recogemos aquí algunos de los acontecimientos más gloriosos que todos concurren a confirmar lo que está escrito en la Biblia. Tú eres como la torre de David, cuyo edificio está rodeado de murallas; mil escudos cuelgan alrededor, y toda clase de armaduras de los más valientes (Cant. 4, 4). Veamos ahora cómo se verifican estas palabras en los hechos de la historia eclesiástica.
            Hacia mediados del siglo III vivió san Gregorio, conocido como taumaturgo por la multitud de milagros que realizó. Como el obispo de Neocesarea, su patria, había muerto, San Fedimo, arzobispo de Amasea, de quien aquél dependía, pensó en elevar a San Gregorio a ese obispado. Pero, considerándose indigno de tan sublime dignidad, se ocultó en el desierto; es más, para no ser encontrado, iba de una soledad a otra; pero San Fedimo, iluminado por el Señor, lo eligió obispo de Neocesarea a pesar suyo, aunque ausente.
            Aquella diócesis seguía adorando a falsas divinidades, y cuando s. Gregorio sólo tenía 17 cristianos en total. Gregorio se sintió muy consternado cuando se vio obligado a aceptar una dignidad tan alta y peligrosa, sobre todo porque en aquella ciudad había quienes hacían una mezcla monstruosa de los misterios de la fe con las ridículas fábulas de los gentiles. Rogó, pues, Gregorio a Fedimo que le concediese algún tiempo para instruirse mejor en los sagrados misterios, y pasaba noches enteras en el estudio y la meditación, encomendándose a la Santísima Virgen, que es la madre de la sabiduría, y de la que era muy devoto. Sucedió una noche que, tras larga meditación sobre los sagrados misterios, se le apareció un venerable anciano de celestial belleza y majestad. Asombrado ante tal espectáculo, le preguntó quién era y qué deseaba. El anciano le tranquilizó amablemente y le dijo que había sido enviado por Dios para explicarle los misterios que meditaba. Al oír esto, con gran alegría se puso a mirarle, y con la mano le señaló otra aparición en forma de mujer que brillaba como un relámpago, y en belleza superaba a toda criatura humana. Asustado, se postró en tierra en un acto de veneración. Mientras tanto, oyó que la mujer, que era la Santísima Virgen, llamaba a aquel anciano por el nombre de Juan Evangelista, y le invitaba a explicarle los misterios de la verdadera religión. San Juan contestó que estaba muy dispuesto a hacerlo, puesto que así le agradaba a la Madre del Señor. Y, en efecto, se puso a explicarle muchos puntos de la doctrina católica, entonces aún no dilucidados por la Iglesia y, por tanto, muy oscuros.
            Le explicó que había un solo Dios en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que los tres son perfectos, invisibles, incorruptibles, inmortales y eternos; que al Padre se atribuye especialmente el poder y la creación de todas las cosas; que al Hijo se atribuye especialmente la sabiduría, y que se hizo verdaderamente hombre, y es igual al Padre aunque engendrado de él; que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y es la fuente de toda santidad; Trinidad perfecta sin división ni desigualdad, que siempre ha sido y será inmutable e invariable.
            Una vez explicadas éstas y otras altísimas doctrinas, la visión se desvaneció, y Gregorio escribió inmediatamente las cosas que había aprendido y las enseñó constantemente en su Iglesia, sin dejar nunca de dar gracias a la Santísima Virgen que le había instruido de manera tan portentosa.
            Si María demostró ser una ayuda prodigiosa para los cristianos en favor de la fe católica, Dios muestra cuán terribles son los castigos infligidos a los que blasfeman contra la fe. Lo vemos verificado en el fatal fin que sobrevino a Nestorio, obispo de Constantinopla. Negó que la Virgen María fuera propiamente la madre de Dios.

            Los graves escándalos causados por su predicación movieron al Sumo Pontífice, que se llamaba Celestino I, a examinar la doctrina del heresiarca, que encontró errónea y llena de impiedad. El paciente pontífice, sin embargo, primero lo amonestó y luego amenazó con separarlo de la Iglesia si no se retractaba de sus errores.
            La obstinación de Nestorio obligó al papa a convocar un concilio de más de 200 obispos en la ciudad de Éfeso, presidido por san Cirilo como legado papal. Este concilio, que fue el tercer Concilio Ecuménico, se reunió en el año de Cristo 431.
            Los errores de Nestorio fueron anatematizados, pero el autor no se convirtió, sino que se volvió más obstinado. Por ello fue depuesto de su sede, exiliado a Egipto, donde después de muchas tabulaciones cayó en manos de una banda de saqueadores. A causa del exilio, la pobreza, el abandono, una caída de caballo y su avanzada edad, sufrió dolores atroces. Finalmente, su cuerpo vivo se pudrió y su lengua, órgano de tantas blasfemias, se pudrió y se llenó de gusanos.
            Así murió quien se atrevió a proferir tantas blasfemias contra la augusta Madre del Salvador.


(continuación)