El venerable don Andrea Beltrami (1870-1897) es una expresión emblemática de una dimensión constitutiva no sólo del carisma salesiano, sino del cristianismo: la dimensión oblativa y sin víctimas, que en términos salesianos encarna las exigencias del “caeteratolle”. Un testimonio que, bien por su singularidad, bien por razones en parte ligadas a lecturas fechadas o transmitidas a través de una cierta vulgata, ha ido desapareciendo de la visibilidad del mundo salesiano. El hecho es que el mensaje cristiano presenta intrínsecamente aspectos incompatibles con el mundo que, si se ignoran, corren el riesgo de hacer infecundo el propio mensaje evangélico y, en concreto, el carisma salesiano, desprotegido en sus raíces carismáticas de espíritu de sacrificio, trabajo y renuncia apostólica. El testimonio de don Andrea Beltrami es paradigmático de toda una corriente de santidad salesiana que, partiendo de los tres Santos Andrea Beltrami, el Beato Augusto Czartoryski, el Beato Luis Variara, continúa a lo largo del tiempo con otras figuras de la familia como la Beata Eusebia Palomino, la Beata Alexandrina Maria da Costa, la Beata Laura Vicuña, sin olvidar el numeroso grupo de mártires.
1. Radicalismo evangélico
1.1 Radical en la elección vocacional
Andrea Beltrami nació en Omegna (Novara), a orillas del lago de Orta, el 24 de junio de 1870. Recibió en su familia una educación profundamente cristiana, que luego se desarrolló en el colegio salesiano de Lanzo, donde ingresó en octubre de 1883. Aquí maduró su vocación. En Lanzo, un día tuvo la gran suerte de conocer a Don Bosco. Fascinado por él, surgió en su interior una pregunta: “¿Por qué no puedo ser como él? ¿Por qué no dedicar también mi vida a la formación y salvación de los jóvenes?” En 1885, Don Bosco le dijo: “Andrea, ¡hazte tú también salesiano!”. En 1886 recibió el hábito clerical de Don Bosco en Foglizzo y el 29 de octubre de 1886 comenzó su año de noviciado con una resolución: “Quiero hacerme santo”. Esta resolución no era formal, sino que se convirtió en una razón de vida. Especialmente el P. Eugenio Bianchi, su maestro de noviciado, en su informe a Don Bosco, lo describió como perfecto en todas las virtudes. Tal radicalidad desde el noviciado se expresaba en la obediencia a los superiores, en el ejercicio de la caridad hacia sus compañeros, en la observancia religiosa, que se le definía como “la Regla personificada”. El 2 de octubre de 1887, en Valsalice (Turín), Don Bosco recibió los votos religiosos: se había hecho salesiano e inmediatamente emprendió los estudios para prepararse al sacerdocio.
La firmeza y determinación en su respuesta a la llamada del Señor fue muy llamativa, signo del valor que atribuía a su vocación: “La gracia de la vocación era para mí una gracia singular, invencible, irresistible, eficaz. El Señor había puesto en mi corazón una firme persuasión, una íntima convicción de que el único camino que me convenía era hacerme salesiano; era una voz de mando que no admitía réplica, que removía todo obstáculo al que no habría podido resistir, aunque hubiera querido, y por eso habría superado mil dificultades, aunque hubiera sido para pasar sobre el cadáver de mi padre y de mi madre, como hizo Chantal cuando pasó sobre el cadáver de su hijo”. Estas expresiones son muy fuertes y quizá poco agradables a nuestro paladar; son como el preludio de una historia vocacional vivida con una radicalidad que no es fácil de comprender, y mucho menos de aceptar.
1.2. La radicalidad en el itinerario formativo
Un aspecto interesante y revelador de la acción prudencial es la capacidad de dejarse aconsejar y corregir y, a su vez, volverse capaz de corrección y consejo: “Me arrojo como un niño en sus brazos, abandonándome por completo a su dirección. Que ella me conduzca por el camino de la perfección, estoy resuelto, con la gracia de Dios, a superar cualquier dificultad, a hacer cualquier esfuerzo para seguir sus consejos”; así a su director espiritual don Giulio Barberis. En el ejercicio de la enseñanza y de la asistencia ‘hablaba siempre con calma y serenidad… primero leyó atentamente los reglamentos de los mismos oficios… las reglas y los reglamentos sobre la asistencia y sobre el modo de enseñar… pronto adquirió un conocimiento de cada uno de sus alumnos, de sus necesidades individuales, entonces se convirtió en todo para todos y para cada uno’. En la corrección fraterna, se inspiraba en los principios cristianos e intervenía sopesando bien sus palabras y expresando con claridad sus pensamientos.
Fue durante este periodo cuando conoció al príncipe polaco Augusto Czartoryski, que acababa de ingresar en la Congregación, y con quien entabló una estrecha amistad: estudiaron juntos lenguas extranjeras y se ayudaron mutuamente a ascender a la cumbre de la santidad. Cuando Augusto cayó enfermo, los superiores le pidieron a Andrea que permaneciera cerca de él y le ayudara. Pasaron juntos las vacaciones de verano en los institutos salesianos de Lanzo, Penango d’Asti y Alassio. Augusto, que entretanto había alcanzado el sacerdocio, fue para Andrea ángel de la guarda, maestro y ejemplo heroico de santidad. Don Augusto falleció en 1893 y don Andrea diría de él: “He curado a un santo”. Cuando don Beltrami enfermó a su vez de la misma enfermedad, una de las causas probables fue esta familiaridad de vida con su amigo enfermo.
1.3. Radical en el juicio
Su enfermedad comenzó de forma brutal el 20 de febrero de 1891 cuando, tras un viaje muy agotador y durante días de duro clima invernal, aparecieron los primeros síntomas de una enfermedad que minaría su salud y le llevaría a la tumba. Si entre las causas figuran la escolarización y el contacto con el príncipe Czartoryski, que padecía la enfermedad, cabe destacar tanto el esfuerzo ascético como la ofrenda de la víctima. Su compatriota y compañero de noviciado Giulio Cane da testimonio de esta lucha contra su hombre viejo: “Siempre estuve convencido de que el siervo de Dios recibió el golpe más grave para su salud por la forma violenta y constante en que se obligaba a renunciar a todos sus movimientos voluntarios para hacerse, diría yo, esclavo de la voluntad del Superior, en quien veía la de Dios. Sólo aquellos que pudieron conocer al siervo de Dios en los años de su adolescencia y juventud, con su espíritu impulsivo y ardiente, casi rebelde a toda restricción, y que saben lo tenaz a sus propias opiniones que es típico del pueblo Beltrami Manera, pueden formarse una idea clara del esfuerzo que el siervo de Dios tuvo que imponerse para dominarse a sí mismo. De las conversaciones que mantuve con el siervo de Dios, llegué a esta convicción: que él, receloso de poder conquistarse a sí mismo por grados en su carácter, se propuso, desde los primeros meses de su noviciado, renunciar radicalmente a su voluntad, a sus tendencias, a sus aspiraciones. Todo esto lo consiguió con una vigilancia constante sobre sí mismo para no fracasar nunca en su propósito. Es imposible que semejante lucha interior no contribuyera, más que las fatigas del estudio y de la enseñanza, a minar la salud del siervo de Dios”. Verdaderamente, el joven Beltrami tomó al pie de la letra las palabras del Evangelio: “El reino de los cielos sufre violencia y los violentos se apoderan de él” (Mt 11,12).
Vivía su sufrimiento con alegría interior: “El Señor quiere que sea sacerdote y víctima: ¿qué puede haber más hermoso? Su jornada comenzaba con la Santa Misa, en la que unía su sufrimiento al Sacrificio de Jesús presente en el altar. La meditación se convirtió en contemplación. Ordenado sacerdote por el obispo Cagliero, se entregó por entero a la contemplación y al apostolado de la pluma. Con una tenacidad de voluntad a toda prueba y un vehemente deseo de santidad, consumió su existencia en el dolor y el trabajo incesante. «La misión que Dios me confía es rezar y sufrir”, decía. “Estoy contento y feliz y siempre celebro. Ni morir ni curar, sino vivir para sufrir: en el sufrimiento he encontrado la verdadera satisfacción», era su lema. Pero su vocación más verdadera era la oración y el sufrimiento: ser víctima sacrificial con la Víctima divina que es Jesús. Así lo revelan sus luminosos y ardientes escritos: “También es hermoso en la oscuridad, cuando todos descansan, hacer compañía a Jesús, a la luz titilante de la lámpara ante el Sagrario. Uno conoce entonces la grandeza infinita de su amor”. “Pido a Dios largos años de vida para sufrir y expiar, para reparar. Me contento y me regocijo siempre porque puedo hacerlo. Ni morir ni curar, sino vivir para sufrir. En el sufrimiento está mi alegría, sufrimiento ofrecido con Jesús en la cruz”. «Me ofrezco como víctima con Él, por la santificación de los sacerdotes, por los hombres del mundo entero”.
2. El secreto
En su texto fundamental para comprender la historia de don Andrea Beltrami, don Giulio Barberis sitúa la santidad del joven salesiano en la órbita de la de Don Bosco, apóstol de la juventud abandonada. Barberis habla del P. Beltrami como “¡brillando como una estrella insigne… que derramó tanta luz como un buen ejemplo y nos animó al bien con sus virtudes!” Se trata, pues, de comprender qué vida ejemplar es ésta y hasta qué punto es un estímulo para quienes la contemplan. El testimonio de don Barberis se hace aún más riguroso y de forma muy atrevida declara: “Llevo más de 50 años en la Pía Sociedad Salesiana; más de 25 años he sido Maestro de Novicios: ¡cuántos santos hermanos he conocido, cuántos buenos jóvenes han pasado bajo mis órdenes en ese tiempo! ¡Cuántas flores escogidas se complació el Señor en trasplantar al jardín salesiano del Paraíso! Y sin embargo, si tengo que decir todo mi pensamiento, aunque no pretendo hacer comparaciones, mi convicción es que nadie ha superado a nuestro queridísimo don Andrea en virtud y santidad”. Y afirmaba: “Estoy convencido de que es una gracia extraordinaria la que Dios ha querido conceder a la Congregación fundada por el incomparable Don Bosco, para que, tratando de imitarle, alcancemos en la Iglesia el objetivo que el venerable Don Bosco tuvo al fundarla”. Este testimonio, compartido por muchos, se basa tanto en un profundo conocimiento de la vida de los santos como en una familiaridad con don Beltrami de más de diez años.
A primera vista, la luz de santidad de Beltrami parecería contrastar con la santidad de Don Bosco de la que se supone que es un reflejo, pero una lectura atenta permite captar una urdimbre secreta sobre la que se teje la auténtica espiritualidad salesiana. Es esa parte oculta, no visible, la que sin embargo constituye la columna vertebral de la fisonomía espiritual y apostólica de Don Bosco y sus discípulos. La ansiedad del “Damihianimas” se nutre de la ascesis del “caeteratolle”; la parte delantera del carácter misterioso del famoso sueño de los diez diamantes, con las gemas de la fe, la esperanza, la caridad, el trabajo y la templanza, exige que la parte trasera corresponda a las de la obediencia, la pobreza, la recompensa, la castidad y el ayuno. La breve existencia del P. Beltrami está densa de un mensaje que representa la levadura evangélica que fermenta toda acción pastoral y educativa típica de la misión salesiana, y sin la cual la acción apostólica está destinada a agotarse en un activismo estéril e inconcluso. “La vida de don Beltrami, transcurrida enteramente oculta en Dios, enteramente en la oración, en el sufrimiento, en la humillación, en el sacrificio, enteramente en el trabajo oculto pero constante, en la caridad heroica, aunque restringida a un pequeño círculo según su condición, en conjunto me parece tan admirable que hace decir: la fe siempre ha obrado maravillas, obra maravillas incluso hoy, como ciertamente obrará maravillas mientras dure el mundo.
Es una entrega total e incondicional de uno mismo al plan de Dios lo que motiva la auténtica radicalidad del discipulado evangélico, es decir, de lo que está en la base de una existencia vivida como respuesta generosa a una llamada. El espíritu con el que don Beltrami vivió su vida está bien expresado por este testimonio relatado por uno de sus compañeros que, mientras se compadecía de él por su enfermedad, fue interrumpido por Beltrami en estos términos: “Déjalo, dijo, Dios sabe lo que hace; a cada uno le corresponde aceptar su lugar y en eso ser un verdadero salesiano. Vosotros otros sanos trabajáis, yo enfermo sufro y rezo”, tan convencido estaba de ser un verdadero imitador de Don Bosco.
Por supuesto, no es fácil captar un secreto así, una perla tan preciosa. No fue fácil para don Barberis, que lo conoció seriamente durante diez años como director espiritual; no fue fácil para la tradición salesiana, que fue marginando a esta figura; tampoco es fácil para nosotros hoy y para todo un contexto cultural y antropológico que tiende a marginar el mensaje cristiano, especialmente en su núcleo de obra redentora que pasa por el escándalo de la humillación, la pasión y la cruz. “Describiendo las virtudes singulares de un hombre que vivió siempre encerrado en una casa religiosa, y, en sus años más importantes, en una pequeña habitación, sin poder siquiera bajar las escaleras, a causa de su enfermedad, de un hombre de tal humildad que se deshizo cuidadosamente de todos aquellos documentos que hubieran podido dar a conocer sus virtudes, y que procuró evitar que se filtrara una sombra de sus altos sentidos piadosos; De alguien que, ante los que querían y ante los que no querían, se proclamaba un gran pecador mencionando sus innumerables pecados, mientras que siempre se le había tenido por el mejor en cualquier escuela y colegio al que se hubiera presentado, es un trabajo no sólo difícil, sino casi imposible”. La dificultad para captar el perfil virtuoso depende del hecho de que tales virtudes no eran conspicuas ni estaban apoyadas por hechos externos particulares que llamaran la atención o despertaran admiración.
Perfil virtuoso de Andrea Beltrami (1/2)
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