(continuación del artículo anterior)
3. Historia de un alma
3.1. Amar y sufrir
Don Barberis esboza muy bien la parábola existencial de Beltrami, leyendo en ella la acción misteriosa y transformadora de la gracia actuando “a través de las principales condiciones de la vida salesiana, para que fuera un modelo general de alumno, clérigo, profesor, universitario, sacerdote, escritor, enfermo; un modelo en todas las virtudes, en la paciencia como en la caridad, en el amor a la penitencia como en el celo”. Y es interesante que el propio don Barberis, al introducir la segunda parte de su biografía que trata de las virtudes de don Beltrami, afirme: “Podría decirse que la vida de nuestro don Beltrami es la historia de un alma más que la historia de una persona. Es todo intrínseco; y hago todo lo posible para que el querido lector penetre en esa alma, para que admire sus carismas celestiales”. La referencia a “la historia de un alma” no es casual, no sólo porque don Beltrami es contemporáneo de la Santa de Lisieux, sino que podemos decir que son verdaderamente hermanos en el espíritu que les animaba. El celo apostólico por la salvación es más auténtico y fecundo en quienes han experimentado la salvación y, habiéndose encontrado salvados por la gracia, viven su vida como un puro don de amor a sus hermanos, para que también ellos sean alcanzados por el amor redentor de Jesús. “Toda la vida, en verdad, de nuestro don Andrea podría resumirse en dos palabras, que forman su tarjeta o división: Amar y sufrir – Amar y sufrir. Amor el más tierno, el más ardiente y, diría también, el más celoso posible hacia ese bien, en el que se concentra todo el bien. El Dolor el más vivo, el más agudo, el más penetrante de sus pecados, y a la contemplación de ese bien supremo, que para nosotros se rebajó a la locura, a los dolores y a la muerte de la Cruz. De aquí nació en él un afán febril por el sufrimiento, del que, cuanto más abundaba, más deseo sentía: de aquí vino de nuevo ese gusto, esa voluptuosidad inefable en el sufrimiento, que es el secreto de los santos, y una de las maravillas más sublimes de la Iglesia de Jesucristo”.
“Y como en el Sagrado Corazón de Jesús, ardiente de llamas y coronado de espinas, encuentran pasto tan abundante y tan admirablemente proporcionado estos afectos de amor y de dolor, así, desde el primer instante en que conoció esta devoción, hasta el último de su vida, su corazón fue como un jarrón de aromas elegidos que ardía siempre ante aquel divino corazón, y transmitía el perfume del incienso y de la mirra, del amor y del dolor”. “Obtener del Corazón de Jesús la anhelada gracia de vivir largos años para sufrir y expiar mis pecados. No morir, sino vivir para sufrir, pero siempre sometida a la voluntad de Dios. Así podré saciar esta sed. ¡Es tan hermoso, tan dulce sufrir cuando Dios ayuda y da paciencia!”. Estos textos son una síntesis de la espiritualidad victimal de don Beltrami, que, en la perspectiva de la devoción al Sagrado Corazón, tan querida por la espiritualidad del siglo XIX y por el propio Don Bosco, supera cualquier lectura dolorosa o, peor aún, un cierto masoquismo espiritualista. De hecho, fue también gracias a Don Beltrami que Don Rua consagró oficialmente la Congregación Salesiana al Sagrado Corazón de Jesús en la última noche del siglo XIX.
3.2. Tras el rastro de la Santa de Lisieux
La brevedad de la vida cronológica se ve compensada por la sorprendente riqueza del testimonio de una vida virtuosa, que en poco tiempo expresó un intenso fervor espiritual y una singular lucha por la perfección evangélica. No es insignificante que el Venerable Beltrami cerrara su existencia exactamente tres meses después de la muerte de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que fue proclamada Doctora de la Iglesia por Juan Pablo II por la eminente Ciencia del Amor Divino que la distinguió. A través de «Historia de un alma» emerge la biografía interior de una vida que, modelada por el Espíritu en el jardín del Carmelo, floreció con frutos de santidad y fecundidad apostólica para la Iglesia universal, hasta el punto de que en 1927 fue proclamada Patrona de las Misiones por Pío XI. Don Beltrami también murió como Santa Teresina de tuberculosis, pero ambos, en las efusiones de sangre que les llevaron rápidamente al final, no vieron tanto el desgaste de un cuerpo y el menguar de las fuerzas, sino que captaron una vocación particular a vivir en comunión con Jesucristo, que les asimilaba a su sacrificio de amor por el bien de sus hermanos. El 9 de junio de 1895, en la fiesta de la Santísima Trinidad, Santa Teresa del Niño Jesús se ofreció como víctima del holocausto al Amor misericordioso de Dios. El 3 de abril del año siguiente, en la noche entre el Jueves Santo y el Viernes Santo, tuvo una primera manifestación de la enfermedad que la llevaría a la muerte. Teresa la recibe como una visita misteriosa del Esposo divino. Al mismo tiempo entra en la prueba de la fe, que durará hasta su muerte. Al deteriorarse su salud, fue trasladada a la enfermería a partir del 8 de julio de 1897. Sus hermanas y otras religiosas recogieron sus palabras, mientras los dolores y las pruebas, soportados con paciencia, se intensificaban hasta culminar en su muerte la tarde del 30 de septiembre de 1897. “No muero, entro en la vida”, había escrito a su hermano espiritual, el padre Bellière. Sus últimas palabras “Dios mío, te amo” son el sello de su existencia.
Hasta el final de su vida, también don Beltrami sería fiel a su ofrenda de víctima, como escribió unos días antes de su muerte a su maestro de noviciado: “Rezo siempre y me ofrezco como víctima por la Congregación, por todos los Superiores y hermanos y especialmente por estas casas de noviciado, que contienen las esperanzas de nuestra piadosa Sociedad”.
4. Espiritualidad de víctima
Don Beltrami relaciona también con esta espiritualidad de víctima, un grado sublime de caridad: “Nadie tiene amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Esto no sólo significa el gesto extremo y supremo de la entrega física de la propia vida por otro, sino la vida entera del individuo orientada al bien de otro. Se sintió llamado a esta vocación: “Hay muchos -añadió-, incluso entre nosotros, los Salesianos, que trabajan mucho y hacen un gran bien; pero no hay tantos que realmente amen sufrir y quieran sufrir mucho por el Señor: yo quiero ser uno de ellos”. Precisamente porque no es algo codiciado por la mayoría, en consecuencia, tampoco se comprende. Pero esto no es nada nuevo. Incluso Jesús, cuando habló a los discípulos de su Pascua, de su subida a Jerusalén, se encontró con la incomprensión, y el propio Pedro le apartó de ello. En la hora suprema, sus «amigos» le traicionaron, le negaron y le abandonaron. Sin embargo, la obra de la redención sólo se realizó y se realiza mediante el misterio de la cruz y la ofrenda que Jesús hace de sí mismo al Padre como víctima de expiación, uniendo a su sacrificio a todos los que aceptan compartir sus sufrimientos por la salvación de sus hermanos. La verdad de la ofrenda de Beltrami reside en la fecundidad que ofrece su vida santa. De hecho, dio eficacia a sus palabras apoyando en particular a sus hermanos en su vocación, estimulándolos a aceptar con espíritu de sacrificio las pruebas de la vida en fidelidad a la vocación salesiana. Don Bosco, en las Constituciones primitivas, presentaba al Salesiano como aquel que “está dispuesto a soportar el calor y el frío, la sed y el hambre, el trabajo y el desprecio, siempre que se trate de la gloria de Dios y de la salvación de las almas”.
La misma enfermedad llevó a don Beltrami tanto a una tisis progresiva como a un aislamiento forzoso, que dejaron intactas sus facultades perceptivas e intelectuales, es más, casi las refinaron con la cuchilla del dolor. Sólo la gracia de la fe le permitió abrazar aquella condición que día a día le asimilaba más y más a Cristo crucificado y que una estatua del Eccehomo, de un realismo chocante que le repugnaba, querida por él en su habitación, le recordaba constantemente. La fe era la regla de su vida, la clave para comprender a las personas y las diferentes situaciones; a la luz de la fe consideraba sus propios sufrimientos como gracias de Dios, y junto con el aniversario de su profesión religiosa y de su ordenación sacerdotal, celebraba el del comienzo de su grave enfermedad, que creía que había comenzado el 20 de febrero de 1891. En esta ocasión recitó de corazón el TeDeum por haberle sido concedido por el Señor sufrir por él. Meditaba y cultivaba una viva devoción a la Pasión de Cristo y a Jesús Crucificado: “Gran devoción, de la que puede decirse que informó toda la vida del siervo de Dios… Éste era el tema casi continuo de sus meditaciones. Siempre tenía un crucifijo delante de los ojos y sobre todo en las manos… que besaba de vez en cuando con entusiasmo”.
Tras su muerte, se encontró colgado de su cuello un monedero, con el crucifijo y la medalla de María Auxiliadora, que contenía algunos papeles: oraciones en recuerdo de su ordenación; un mapa en el que estaban dibujados los cinco continentes, para recordar siempre al Señor a los misioneros esparcidos por el mundo; y algunas oraciones con las que se hacía formalmente víctima del Sagrado Corazón de Jesús, especialmente por los moribundos, por las almas del purgatorio, por la prosperidad de la Congregación y de la Iglesia. Estas oraciones, en las que el pensamiento predominante se hacía eco de la súplica de Pablo “Opto ego ipse anathema esse a Christo pro fratribus meis” (Yo mismo desearía ser anatema, separado de Cristo, por el bien de mis hermanos), fueron firmadas por él con su propia sangre y aprobadas por su director, el P. Luigi Piscetta, el 15 de noviembre de 1895.
5. ¿Es actual el P. Beltrami?
La pregunta, no ociosa, ya fue planteada por los jóvenes hermanos del Estudiantado Teológico Internacional de Turín-Crocetta cuando, en 1948, con ocasión del 50 aniversario de la muerte del Venerable don Beltrami, organizaron una jornada conmemorativa. Desde las primeras líneas del folleto que recogía los discursos pronunciados en aquella ocasión, uno se pregunta qué tenía que ver el testimonio de Beltrami con la vida salesiana, una vida de apostolado y de acción. Pues bien, tras recordar cómo fue ejemplar en los años en que pudo lanzarse a la labor apostólica, también fue salesiano al aceptar el dolor cuando éste parecía aplastar una carrera y un futuro tan brillante y fructíferamente emprendidos. Porque fue allí donde el P. Andrés reveló una profundidad de sentimientos salesianos y una riqueza de entrega que antes, en el trabajo, podían tomarse por una audacia juvenil, un impulso a actuar, una riqueza de dones, algo normal, ordinario, en definitiva. Lo extraordinario comienza, o mejor dicho, se revela en y a través de la enfermedad. Don Andrea, segregado, excluido ya para siempre de la enseñanza, de la vida fraterna de colaboración con sus hermanos y de la gran empresa de Don Bosco, se sintió abocado a un nuevo camino solitario, quizá repugnante para sus hermanos; ciertamente repugnante para la naturaleza humana, tanto más para la suya, ¡tan rica y exuberante! Don Beltrami aceptó este camino y lo emprendió con espíritu salesiano: “salesianamente”.
Llama la atención que se afirme que don Beltrami inauguró en cierto modo un nuevo camino en la estela trazada por Don Bosco, una llamada especial a iluminar el núcleo profundo de la vocación salesiana y el verdadero dinamismo de la caridad pastoral: “Necesitamos tener lo que él tenía en su corazón, lo que él vivía profundamente en lo más íntimo de su ser. Sin esa riqueza interior, nuestra acción sería vana; el P. Beltrami podría reprocharnos nuestra vida vana, diciendo con Pablo: “nos quasi morientes, et ecce: vivimos”. Él mismo era consciente de que había iniciado un nuevo camino, como atestiguó su hermano Giuseppe: “A mitad de la lección intentó convencerme de la necesidad de seguir su camino, y yo, al no pensar como él, me opuse, y él sufrió”. Este sufrimiento vivido en la fe fue verdaderamente fecundo apostólica y vocacionalmente: “Fue una manifestación de la nueva y original concepción salesiana querida y puesta en práctica por él, de un dolor físico y moral, activo, productivo, incluso materialmente, para la salvación de las almas”.
También hay que decir que, bien debido a un cierto clima espiritual un tanto pietista, o quizá más inconscientemente para no provocar demasiado con su testimonio, con el tiempo se fue arraigando una cierta interpretación que poco a poco condujo, también debido a los grandes cambios que se produjeron, al olvido. Expresión de este proceso son, por ejemplo, los cuadros que le reproducen, que a quienes le conocieron, como don Eugenio Ceria, no les gustaban mucho, porque le recordaban jovial, con un aspecto abierto que inspiraba confianza y seguridad a quienes se acercaban a él. El P. Ceria recuerda también que, ya durante sus años en Foglizzo, don Beltrami vivía una intensa vida interior, una profunda e impetuosa unión con Dios, alimentada por la meditación y la comunión eucarística, hasta tal punto que incluso en pleno invierno, con temperaturas bajo cero, no llevaba abrigo y mantenía abierta la ventana, por lo que le llamaban “oso blanco”.
5.1. Testimonio de unión con Dios
Este espíritu de sacrificio le hizo madurar una profunda unión con Dios: “Su oración consistía en estar continuamente en presencia de Dios, con la mirada fija en el Tabernáculo y desahogándose ante el Señor con continuas jaculatorias y aspiraciones afectuosas. Su meditación podría decirse que era continua… le penetraba tanto que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor, y penetraba tanto en el sujeto que le oí decirme en confianza que generalmente llegaba a comprender tan bien los misterios que meditaba que le parecía verlos como si aparecieran ante sus ojos”. Esta unión se significaba y realizaba de modo especial en la celebración de la Eucaristía, cuando cesaban como por arte de magia todos los dolores y toses, traducidos en una perfecta conformidad con la voluntad de Dios, sobre todo aceptando el sufrimiento: “Consideraba el apostolado de los sufrimientos y de las aflicciones como no menos fecundo que el de la vida más activa; y mientras otros habrían dicho que ocupaba suficientemente aquellos no cortos años en el sufrimiento, él santificaba el sufrimiento ofreciéndolo al Señor y conformándose a la voluntad divina de manera tan general que no sólo se resignaba a él, sino que se contentaba con él”.
La petición hecha por el propio Venerable al Señor tiene un valor considerable, como se desprende de varias cartas y, en particular, de la dirigida a su primer director de Lanzo, don Giuseppe Scappini, escrita poco más de un mes antes de su muerte: “No te aflijas, mi dulcísimo padre en Jesucristo, por mi enfermedad; al contrario, alégrate en el Señor. Yo mismo se lo pedí al Buen Dios, para tener la oportunidad de expiar mis pecados en este mundo, donde el Purgatorio se hace con méritos. En verdad no pedí esta enfermedad, pues no tenía idea de ella, pero pedí mucho que sufrir, y el Señor me lo ha concedido. Bendito seas por siempre; y ayúdame a llevar siempre la Cruz con alegría. Créeme, en medio de mis penas, soy feliz con una felicidad plena y cumplida, de modo que me río, cuando me dan el pésame y desean mi recuperación”.
5.2. Saber sufrir
“Saber sufrir”: para la propia santificación, para la expiación y para el apostolado. Celebró el aniversario de su propia enfermedad: “El 20 de febrero es el aniversario de mi enfermedad: y lo celebro, como un día bendecido por Dios; un día bendito, lleno de alegría, entre los días más hermosos de mi vida”. Quizás el testimonio de don Beltrami confirma la afirmación de Don Bosco “de Beltrami sólo hay uno”, como para indicar la originalidad de la santidad de este hijo suyo al haber experimentado y hecho visible el núcleo secreto de la santidad apostólica salesiana. Don Beltrami expresa la necesidad de que la misión salesiana no caiga en la trampa de un activismo y una exterioridad que con el tiempo conducirían a un destino fatal de muerte, sino que conserve y cultive el núcleo secreto que expresa a la vez profundidad y amplitud de horizonte. Traducciones concretas de este cuidado de la interioridad y de la profundidad espiritual son: la fidelidad a la vida de oración, la preparación seria y competente para la propia misión, especialmente para el ministerio sacerdotal, la lucha contra la negligencia y la ignorancia culpable; el uso responsable del tiempo.
Más profundamente, el testimonio de don Beltrami nos dice que no se vive de glorias pasadas ni de rentas vitalicias, sino que cada hermano y cada generación deben hacer fructificar el don recibido y saber transmitirlo de forma fiel y creativa a las generaciones futuras. La interrupción de esta cadena virtuosa será fuente de daños y ruina. Saber sufrir es un secreto que da fecundidad a toda empresa apostólica. El espíritu de ofrenda de víctima de don Beltrami está admirablemente asociado a su ministerio sacerdotal, para el que se preparó con gran responsabilidad y que vivió en forma de una singular comunión con Cristo inmolado por la salvación de sus hermanos y hermanas: en la lucha y mortificación contra las pasiones de la carne; en la renuncia a los ideales de un apostolado activo que siempre había deseado; en la sed insaciable de sufrimiento; en la aspiración a ofrecerse como víctima por la salvación de sus hermanos y hermanas. Por ejemplo, para la Congregación además de la oración y el ofrecimiento nominativo por varios hermanos, teniendo en sus manos el catálogo de la Congregación, casas y misiones, pedía la gracia de la perseverancia y el celo, la conservación del espíritu de Don Bosco y su método educativo. Uno de los libros escritos sobre él lleva significativamente el título de “Lapassifloraseráfica”, que significa “flor de la pasión”, nombre que le dieron los misioneros jesuitas en 1610, debido a la similitud de algunas partes de la planta con los símbolos religiosos de la pasión de Cristo: los zarcillos el látigo con el que fue flagelado; los tres estilos los clavos; los estambres el martillo; los rayos corolíneos la corona de espinas. Autorizada es la opinión de Don Nazareno Camilleri, un alma profundamente espiritual: “Don Beltrami nos parece que representa eminentemente, hoy, el ansia divina de la “santificación del sufrimiento” para la fecundidad social, apostólica y misionera, mediante el entusiasmo heroico de la Cruz, de la Redención de Cristo en medio de la humanidad”.
5.3 Paso del testigo
En Valsalice, don Andrea fue un ejemplo para todos: un joven clérigo, Luigi Variara, lo eligió como modelo de vida: se hizo sacerdote y misionero salesiano en Colombia y fundó, inspirado por don Beltrami, la Congregación de las Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Nacido en Viarigi (Asti) en 1875, Luigi Variara fue llevado a los 11 años a Turín-Valdocco por su padre. Ingresó en el noviciado el 17 de agosto de 1891 y lo completó emitiendo los votos perpetuos. Después se trasladó a Turín-Valsalice para estudiar filosofía. Allí conoció al Venerable Andrea Beltrami. Don Variara se inspirará en él cuando más tarde en Agua de Dios (Colombia) proponga la “consagración victimal” a sus Hijas de los Sagrados Corazones.
Fin