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            Para Francisco de Sales, la vida religiosa es «una escuela de perfección», en la cual uno «se consagra de manera más simple y total a Nuestro Señor». «La vida religiosa – añade el fundador de la Visitación – es una escuela donde cada uno debe aprender la lección: el maestro no exige que el alumno sepa la lección todos los días sin equivocarse, es suficiente que se esfuerce por hacer lo que puede para aprenderla». Hablando de la congregación de la Visitación que él fundó, usaba el mismo lenguaje: «La congregación es una escuela»; se entra «para encaminarse hacia la perfección del amor divino».
            Correspondía al fundador formar a sus hijas espirituales, desempeñando el papel de «institutor» y maestro de las novicias. Lo hizo de manera excelente. Según T. Mandrini, «san Francisco de Sales ocupa en la historia de la vida religiosa un lugar de primer orden, como san Ignacio de Loyola; podemos afirmar que en la historia de la vida religiosa femenina san Francisco de Sales ocupa el lugar que san Ignacio tiene en la historia de la vida masculina».

Juana de Chantal en los orígenes de la Visitación
            En 1604, Francisco de Sales se encontró en Dijon, donde estaba predicando la cuaresma, con la mujer que estaba a punto de convertirse en la «piedra fundamental» de un nuevo instituto. En esa fecha, Jeanne-Françoise Frémyot era una joven viuda de treinta y dos años. Nacida en 1572 en Dijon, se había casado a los veinte años con Christophe Rabutin, barón de Chantal. Tuvieron un hijo y tres hijas. Quince días después del nacimiento de la última hija, el marido fue mortalmente herido durante una partida de caza. Quedándose viuda, Juana continuó valientemente ocupándose de la educación de los hijos y de ayudar a los pobres.
            El encuentro de Chantal con el obispo de Ginebra marcó el inicio de una verdadera amistad espiritual que desembocaría en una nueva forma de vida religiosa. Al principio, Francisco de Sales inculcó a Juana que amara la humildad requerida por su estado de viuda, sin pensar en un nuevo matrimonio o en la vida religiosa; la voluntad de Dios se manifestaría a su debido tiempo. La animó en las pruebas y tentaciones contra la fe y contra la Iglesia.
            En 1605, la baronesa llegó a Sales para ver a su director y profundizar con él los temas que la preocupaban. Francisco respondió evasivamente al deseo de Juana de hacerse religiosa, pero añadiendo estas fuertes palabras: «El día en que abandonen todo, vendrán a mí y haré en modo que se encuentren en un total despojo y desnudez, para ser toda de Dios». Para prepararla para este objetivo final, le sugería: “la dulzura de corazón, la pobreza de espíritu y la simplicidad de vida, junto con estos tres modestos ejercicios: visitar a los enfermos, servir a los pobres, consolar a los afligidos y otros similares”.
            Al inicio de 1606, ya que el padre de la baronesa la empujaba a volver a casarse, el problema de la vida religiosa se volvió urgente. ¿Qué hacer, se preguntaba el obispo de Ginebra? Una cosa era clara, pero la otra estaba en el aire:

He aprendido hasta este momento, Hija mía, que, un día, deberán dejar todo; o mejor, para que no entiendan la cosa de manera diferente a como la he entendido yo, que, un día, les tendré que aconsejar que dejen todo. Digo dejar todo. Pero que deban hacerlo para entrar en la vida religiosa, es poco probable, porque aún no me ha ocurrido estar de este parecer: todavía estoy en duda, y no veo, ante mí, nada que me invite a desearlo. Compréndanme bien, por amor de Dios. No digo que no, pero solo digo que mi espíritu aún no ha encontrado una razón para decir que sí.

            La prudencia y la lentitud de Francisco de Sales son fácilmente explicables. La baronesa, de hecho, soñaba quizás con hacerse carmelita, y él, por su parte, aún no había madurado el proyecto de la nueva fundación. Pero el principal obstáculo eran los hijos de la señora Chantal, todos aún pequeños de edad.

La fundación
            En el transcurso de un nuevo encuentro ocurrido en Annecy en 1607, Francisco le declaró esta vez: «¡Bien! Hija mía, me he decidido sobre lo que quiero hacer de ustedes»; y le reveló el proyecto de fundar con ella un nuevo instituto. Quedaban dos obstáculos mayores para la realización: los deberes familiares de la señora de Chantal y su estable llegada a Annecy, porque, decía, «es necesario sembrar la semilla de nuestra congregación en la pequeña Annecy». Y mientras la señora de Chantal soñaba probablemente con una vida enteramente contemplativa, Francisco le citaba el ejemplo de santa Marta, pero una Marta «corregida» por el ejemplo de María, que dividía las horas de sus días en dos, «dedicando una buena parte a las obras exteriores de caridad, y la parte mejor a su intimidad con la contemplación».
            Durante los tres años siguientes, los principales obstáculos cayeron uno tras otro: el padre de Chantal le permitió seguir su propio camino, aceptando también cuidar la educación del primogénito; la hija mayor se casó con Bernard de Sales, hermano de Francisco, y lo siguió a Saboya; la segunda hija acompañará a la madre a Annecy; en cuanto a la última, ella murió a finales de enero de 1610 a la edad de nueve años.
            El 6 de junio de 1610, Juana de Chantal se estableció en una casa privada con Charlotte, una amiga de Borgoña, y Jacqueline, hija del presidente Antoine Favre. Su propósito era «consagrar todos los momentos de su vida a amar y servir a Dios», sin descuidar «el servicio de los pobres y de los enfermos». La Visitación será una «pequeña congregación», que une la vida interior con una forma de vida activa. Las tres primeras visitandinas hicieron su profesión exactamente un año después, el 6 de junio de 1611. El 1 de enero de 1612 comenzarán las visitas a los pobres y a los enfermos, previstas en el primitivo proyecto de Constituciones. El 30 de octubre del mismo año, la comunidad abandonó la casa, que se había vuelto demasiado pequeña, y se trasladó a una nueva casa, a la espera de erigir el primer monasterio de la Visitación.
            Durante los primeros años no se soñó con ninguna otra fundación, hasta que en 1615 llegó una solicitud insistente de algunas personas de Lyon. El arzobispo de dicha ciudad no quería que las hermanas salieran del monasterio para las visitas a los enfermos; según él, era necesario transformar la congregación en un verdadero orden religiosa, con votos solemnes y clausura, siguiendo las prescripciones del concilio de Trento. Francisco de Sales tuvo que aceptar la mayoría de las condiciones: la visita a los enfermos fue suprimida y la Visitación se convirtió en una orden casi monástica, bajo la regla de san Agustín, aunque conservando la posibilidad de acoger a personas externas por un tiempo de descanso o para ejercicios espirituales. Su desarrollo fue rápido: contará con trece monasterios a la muerte del fundador en 1622 y ochenta y siete a la muerte de la madre de Chantal en 1641.

La formación en forma de encuentros
            Georges Rolland ha descrito bien el papel de la formación de las «hijas» de la Visitación, que Francisco de Sales asumió desde el inicio del nuevo instituto:

Las asistía en sus inicios, esforzándose mucho y dedicando mucho tiempo a educarlas y a guiarlas por el camino de la perfección, primero todas juntas y luego cada una en particular. Por eso iba a verlas, a menudo dos o tres veces al día, dándoles indicaciones sobre cuestiones que de vez en cuando le venía a la mente, tanto de orden espiritual como de naturaleza material. […] Era su confesor, capellán, padre espiritual y director.

            El tono de sus «encuentros» era muy simple y familiar. Un encuentro, de hecho, es una amable conversación, un diálogo o coloquio familiar, no una «predica», sino más bien una «simple conferencia en la que cada uno dice su opinión». Normalmente, las preguntas eran planteadas por las hermanas, como se ve claramente en el tercero de sus Entretenimientos donde habla De la confianza y el abandono. La primera pregunta era saber «si un alma consciente de su miseria puede dirigirse a Dios con plena confianza». Un poco más adelante, el fundador parece aprovechar una nueva pregunta: «Pero ustedes dicen que no sienten en absoluto esta confianza». Más adelante aún afirma: «Ahora pasemos a la otra pregunta que es el abandonarse a sí mismo». Y aún más adelante se encuentra una cadena de preguntas como estas: «Ahora ustedes me preguntan en qué se ocupa esta alma que se abandona totalmente en las manos de Dios»; «ustedes me dicen a esta hora»; «ahora ustedes me preguntan»; «para responder a lo que ustedes preguntan»; «ustedes quieren saber también». Es posible, de hecho, probable, que las secretarias hayan suprimido las preguntas de las interlocutoras para ponerlas en boca del obispo. Las preguntas también podían ser formuladas por escrito, porque al inicio del undécimo Entretenimiento se lee: «Empiezo nuestra conversación respondiendo a una pregunta que me ha sido escrita en este papel».

Instrucciones y exhortaciones
            El otro método utilizado en la formación de las visitandinas excluía las preguntas y respuestas: eran sermones que el fundador pronunciaba en la capilla del monasterio. El tono familiar que los caracteriza no permite incluirlos entre las grandes prédicas para el pueblo según el estilo de la época. R. Balboni prefiere llamarlos exhortaciones. «El discurso que estoy a punto de hacerles», decía el fundador al comenzar a hablar. A veces se refería a su «discursito», calificación que ciertamente no se aplicaba a la duración, que normalmente era de una hora. Una vez dirá: «Teniendo tiempo, trataré de…». El obispo se dirigía a un público particular, las visitandinas, a las que podían sumarse familiares y amigos. Cuando hablaba en la capilla, el fundador debía tener en cuenta a este público, que podía ser diferente al de los Entretenimientos reservados para las religiosas. La diversidad de sus intervenciones se describe bien en la comparación entre el barbero y el cirujano:

Queridas hijas, cuando hablo delante de los seglares, hago como el barbero, me contento con rasurar lo superfluo, es decir, uso jabón para suavizar un poco la piel del corazón, como hace el barbero para suavizar la del mentón antes de rasurarlo; pero en cambio, cuando estoy en el locutorio, me comporto como el cirujano experto, es decir, vendo las heridas de mis queridas hijas, aunque ellas griten un poco: ¡Ay!, y no dejo de presionar la mano sobre la herida para asegurarme de que el vendaje ayude a sanarla bien.

            Pero incluso en la capilla el tono continuaba siendo familiar, similar a una conversación. «Es necesario ir más allá – decía –, porque me falta tiempo para detenerme más en este tema»; o aún: «Antes de terminar, digamos una palabra más». Y otra vez: «Pero voy más allá de este primer punto sin añadir nada más, porque no es sobre este tema que quiero detenerme». Cuando habla del misterio de la Visitación, necesita un tiempo suplementario: «Concluiré con dos ejemplos, aunque el tiempo ya ha pasado; de todos modos, un breve cuarto de hora será suficiente». A veces expresa sus sentimientos, diciendo que ha sentido «placer» al tratar del amor mutuo. Ni temía hacer alguna digresión: «A este respecto – dirá en otra ocasión – les contaré dos historias que no narraría si tuviera que hablar desde otra cátedra; pero aquí no hay peligro». Para mantener atento al auditorio, lo interpela con un «díganme ustedes», o con la expresión: «Noten, por favor». A menudo se relacionaba con un tema que había desarrollado anteriormente, diciendo: «Deseo añadir aún una palabra al discurso que les hice el otro día». «Pero veo que la hora se va rápido – exclama –, lo que me hará terminar completando, en el poco tiempo que me queda, la historia de este evangelio». Ha llegado el momento de concluir, dice: «He terminado».

            Es necesario tener en cuenta que el predicador era deseado, escuchado con atención y también autorizado a veces a contar de nuevo la misma historia: «Aunque ya la he narrado, no dejaré de repetirla, dado que no estoy delante de personas tan disgustadas que no estén dispuestas a escuchar dos veces la misma historia; de hecho, quienes tienen buen apetito comen gustosamente dos veces el mismo alimento».
            Los Sermones se presentan como una instrucción más estructurada en comparación con los Entretenimientos, donde los temas a veces se suceden rápidamente impulsados por las preguntas. Aquí la conexión es más lógica, las diferentes articulaciones del discurso están mejor indicadas. El predicador explica la Escritura, la comenta con los Padres y los teólogos, pero es una explicación bastante meditada y capaz de alimentar la oración mental de las religiosas. Como toda meditación, comprende consideraciones, afectos y resoluciones. Todo su discurso, de hecho, giraba en torno a una pregunta esencial: «¿Quieren convertirse en una buena hija de la Visitación?».

El acompañamiento personal
            Por último, había el contacto personal con cada hermana. Francisco tenía una larga experiencia como confesor y director espiritual de personas individuales. Era necesario tener en cuenta, es del todo evidente, la «variedad de espíritus», de temperamentos, de situaciones particulares y de progresos en la perfección.
            En los recuerdos de Marie-Adrienne Fichet se lee un episodio que muestra el modo de hacer del obispo de Ginebra: «Monsieur, su Excelencia, ¿tendría la bondad de asignar a cada una de nosotras una virtud para comprometernos individualmente a practicarla?». Quizás se trataba de un piadoso estratagema inventado por la superiora. El fundador respondió: «Madre mía, con gusto, hay que comenzar por ustedes». Las hermanas se retiraron y el obispo las llamó una por una y, paseando, lanzaba a cada una un «desafío» en secreto. Durante la recreación posterior, todas se enteraron evidentemente del desafío que había confiado a cada una en particular. A la madre de Chantal le había recomendado «la indiferencia y el amor a la voluntad de Dios»; a Jacqueline Favre, «la presencia de Dios»; a Charlotte de Bréchard, «la resignación a la voluntad de Dios». Los desafíos destinados a las otras religiosas se referían, una tras otra, a la modestia y la tranquilidad, el amor a su propia condición, la mortificación de los sentidos, la amabilidad, la humildad interior, la humildad exterior, el desapego de los padres y del mundo, la mortificación de las pasiones.
            A las hermanas de la Visitación tentadas a considerar la perfección como un vestido que ponerse, les recordaba con un toque de humor su responsabilidad personal:

Ustedes querrían que les enseñara un camino de perfección ya listo y hecho, por lo que no habría que hacer otra cosa que ponérselo, como harían con un vestido, y así se encontrarían perfectas sin esfuerzo, es decir, querrían que les presentara una perfección ya confeccionada […]. Ciertamente, si eso estuviera en mi poder, sería el hombre más perfecto del mundo; de hecho, si pudiera dar la perfección a los demás sin hacer nada, les aseguro que primero la tomaría para mí.

            ¿Cómo conciliar en una comunidad la necesaria unidad, incluso uniformidad, con la diversidad de las personas y los temperamentos que la componen? El fundador escribía a este respecto a la superiora de la Visitación de Lyon: «Si se encuentra alguna alma o incluso alguna novicia que siente demasiada repugnancia a someterse a esos ejercicios que están señalados, y si esta repugnancia no nace de un capricho, de presunción, de altanería o tendencias melancólicas, tocará a la maestra de novicias conducir por otro camino, aunque este sea útil para lo ordinario, como lo demuestra la experiencia». Como siempre, la obediencia y la libertad no deben oponerse la una a la otra.
            Fuerza y dulzura deben además caracterizar la manera en que las superiores de la Visitación debían «modelar» las almas. De hecho, les dice, es «con sus manos» que Dios «modela las almas, usando o el martillo, o el cincel, o el pincel, con el fin de configurarlas todas a su gusto». Las superiores deberán tener «corazones de padres sólidos, firmes y constantes, sin descuidar las ternuras de madres que hacen desear lo dulce a los niños, siguiendo el orden divino que todo gobierna con una fuerza muy suave y una suavidad muy fuerte».
            Las maestras de novicias merecían tener atenciones particulares por parte del fundador, porque «de la buena formación y dirección de las novicias depende la vida y la buena salud de la congregación». ¿Cómo formar a las futuras visitandinas, cuando se está lejos de los fundadores? se preguntaba la maestra de novicias de Lyon. Francisco le responde: «Digan lo que han visto, enseñen lo que han oído en Annecy. ¡He aquí! Esta plantita es muy pequeña y tiene raíces profundas; pero la ramita que se separará de ella, sin duda perecerá, se secará y no será buena para nada más que para ser cortada y arrojada al fuego».

Un manual de la perfección
            En 1616 san Francisco de Sales publicó el Tratado del amor de Dios, un libro «hecho para ayudar al alma ya devota a que pueda progresar en su proyecto». Como es fácil notar, el Teotimo propone una doctrina sublime sobre el amor de Dios, la cual ha procurado a su autor el título de «doctor de la caridad», pero lo hace con un marcado sentido pedagógico. El autor quiere acompañar a lo largo del camino del amor más alto a una persona llamada Teotimo, nombre simbólico que designa «el espíritu humano que desea progresar en la santa dilección», es decir, en el amor de Dios.
            El Teotimo se revela como el «manual» de la «escuela de perfección» que Francisco de Sales ha querido crear. Se descubre de manera implícita la idea de la necesidad de una formación permanente, ilustrada por él mediante esta imagen tomada del mundo vegetal:
            ¿No vemos, por experiencia, que las plantas y los frutos no tienen un crecimiento y maduración adecuados si no llevan sus granos y sus semillas que sirven para la reproducción de las plantas y los árboles de la misma especie? Las virtudes nunca tienen la dimensión y suficiencia adecuadas si no producen en nosotros deseos de hacer progresos. En resumen, es necesario imitar a este curioso animal que es el cocodrilo: «Pequeñísimo al nacer, no cesa nunca de crecer mientras está vivo».
            Frente a la decadencia y a veces a la conducta escandalosa de numerosos monasterios y abadías, Francisco de Sales trazaba un camino exigente pero amable. En referencia a las órdenes reformadas, donde reinaban una severidad y una austeridad tales que alejaban a un buen número de personas de la vida religiosa, el fundador de las visitandinas tuvo la profunda intuición de concentrar la esencia de la vida religiosa simplemente en la búsqueda de la perfección de la caridad. Con los necesarios ajustes, esta «pedagogía llegada a su apogeo», nacida en contacto con la Visitación, superará ampliamente los muros de su primer monasterio y fascinará a otros «aprendices» de la perfección.

P. Wirth MORAND
Salesiano de Don Bosco, profesor universitario, biblista e historiador salesiano, miembro emérito del Centro de Estudios Don Bosco, autor de varios libros.