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La divina Providencia no cesaba de descorrer, de vez en cuando, delante de los ojos de Don Bosco el velo de la suerte futura de la Sociedad Salesiana en el campo sin límites de las Misiones. También en 1885 un sueño revelador vino a manifestarle cuáles eran los designios de Dios para un porvenir remoto. Don Bosco lo contó y comentó en presencia de todo el Capítulo Superior la noche del 2 de julio; Don Juan Bautista Lemoyne se apresuró a tomar nota.


Me pareció, dijo el Siervo de Dios, estar delante de una montaña elevadísima, sobre cuya cumbre estaba un Ángel resplandeciente de luz que iluminaba las regiones más apartadas. Alrededor de la montaña había un extenso reino de gente desconocida.

El Angel tenía una espada en su diestra que mantenía levantada, ((644)) espada que brillaba como una llama vivísima y con la izquierda señalaba las regiones circundantes. Entonces me dijo:
Angelus Arfaxad vocat vos ad proelianda bella Domini et ad congregandos populos in horrea Domini. (El Angel de Arfaxad os llama a combatir las batallas del Señor y a reunir a los pueblos en los graneros del Señor). Su palabra no tenía como otras veces forma de mandato, sino que parecía una propuesta.

Una turba maravillosa de ángeles, de los cuales no supe ni pude retener el nombre, lo rodeaba. Entre ellos estaba Luis Colle, al cual hacía corona una multitud de jovencitos, a los que enseñaba a cantar alabanzas a Dios y él mismo también las cantaba.

Alrededor de la montaña, a los pies de la misma y en sus laderas, habitaba multitud de gentes. Todos hablaban entre sí, pero su lenguaje era desconocido, ininteligible. Yo sólo comprendía lo que decía el Ángel. Me sería imposible describir lo que vi. Veía al mismo tiempo
objetos separados, simultáneos, los cuales transfiguraban el espectáculo que se ofrecía a mi vista. Por tanto, aquello unas veces me parecía la llanura de la Mesopotamia, otras un monte altísimo, y aquella misma montaña sobre la cual estaba el Ángel de Arfaxad, a cada momento tomaba mil aspectos diferentes, hasta convertirse en una serie de sombras vaporosas, pues tales parecían los habitantes que la poblaban.

Delante de este monte y durante todo este viaje me parecía estar elevado a una altura grandísima, como si me encontrase sobre las nubes circundado de un espacio inmenso. ¿Quién podrá expresar con palabras aquella altura, aquella anchura, aquella luz, aquella claridad, en suma, un espectáculo semejante? Se puede gozar de él, pero no se puede describir.

En éste y en otros recorridos había muchos que me acompañaban y que me animaban y animaban también a los Salesianos para que no se detuviesen en su camino. Entre los que me llevaban de la mano y me obligaban, por así decirlo, a seguir adelante, estaba el querido Luis Colle y muchos escuadrones de ángeles, los cuales hacían eco a los cánticos de los jovencitos que estaban alrededor de él.
Me pareció, pues, estar en el centro del Africa en un extensísimo desierto viendo escrito en el suelo con grandes caracteres: «Negros». En medio estaba el Angel de Cam, el cual decía: – Cessabit maledictum y la bendición del Creador descenderá sobre sus hijos réprobos y la miel y el bálsamo curarán las mordeduras causadas por las serpientes; después serán cubiertas las torpezas de los hijos de Cam.
Todos aquellos pueblos estaban desnudos.
Finalmente me pareció estar en Australia.
Aquí había también un ángel, pero no tenía nombre alguno. El guiaba, caminaba y hacía caminar a la gente hacia el mediodía. Australia no era un continente sino un conjunto de numerosas islas cuyos habitantes diferían en carácter y formas externas. Una multitud de niños, que vivían allí, intentaban venir hacia nosotros, pero se lo impedían la distancia y las aguas que nos separaban. Tendían las manos hacia don Bosco y hacia los Salesianos, diciendo:
– ¡Venid en nuestro auxilio! ¿Por qué no continuáis la obra que vuestros padres han comenzado? Muchos se detuvieron; otros, haciendo mil esfuerzos, pasaron en medio de los animales feroces y vinieron a mezclarse con los Salesianos, a los cuales yo no conocía y comenzaron a cantar: – Benedictus qui venit in nomine Domini. A cierta distancia se veían grupos de innumerables islas, pero yo no podía distinguir sus características. Me pareció que todo aquel conjunto indicaba que la Divina Providencia ofrecía una porción del campo evangélico a los Salesianos, mas para un futuro lejano. Sus fatigas darán su fruto, porque la mano del Señor estará constante con ellos, si saben agradecer sus favores.
Si pudiera embalsamar y conservar vivos a unos cincuenta Salesianos de los que ahora están entre nosotros, de aquí a quinientos años verían qué destino tan estupendo nos reserva la Providencia, si somos fieles.
De aquí a ciento cincuenta o doscientos años, los Salesianos serán dueños de todo el mundo.
Nosotros seremos bien vistos siempre, aun de los malos, porque nuestro campo especial es de tal naturaleza que se atrae las simpatías de todos, buenos y malos. Habrá alguna mala cabeza que nos quiera destruir, pero serán intentos aislados que no tendrán el apoyo de los demás. Todo estriba en que los Salesianos no se dejen llevar del amor a las comodidades y de la desgana en el trabajo. Manteniendo solamente nuestras obras ya existentes y evitando el vicio de la gula, la Congregación Salesiana ha asegurado su porvenir. La Congregación prosperará, aun materialmente, si procuramos sostener y extender el Boletín y la obra de los Hijos de María Auxiliadora. ¡Son tan buenos muchos de estos hijos! Su institución nos dará Hermanos decididos a mantenerse en su vocación.

Estas son las tres cosas que don Bosco vio más claramente y que mejor recordó y narró la primera vez; pero como expuso sucesivamente a Lemoyne, vio mucho más. Vio todos los países, a los que serían llamados los Salesianos con el tiempo, pero en una visión fugaz, haciendo un viaje rapidísimo, en el que saliendo de un punto volvía al mismo. Decía que había sido algo así como un relámpago; con todo, al recorrer aquel inmenso espacio había distinguido en un momento las regiones, las ciudades, los habitantes, los mares, los ríos, las islas, las costumbres y mil hechos que se entremezclaban y un sinfín de espectáculos simultáneos imposibles de describir. Por eso, de todo aquel viaje fantástico conservaba un recuerdo poco preciso, no pudiendo hacer de él una descripción detallada. Le había parecido que tenía al lado muchos que le animaban a él y a los Salesianos a no detenerse en el camino. Entre los más decididos a estimular a los demás a proseguir adelante, estaba el joven Luis Colle del cual escribía al padre el diez de agosto: «Nuestro amigo Luis me ha llevado a dar un paseo por el centro del África, tierra de Cam, decía él, y por las tierras de Arfaxad, esto es, por la China. Si el Señor nos permite una entrevista, tendremos muchas cosas de que hablar».

Recorrió una zona circular alrededor de la parte meridional de la esfera terrestre. He aquí la descripción del viaje, según asegura Lemoyne haberla oído de sus labios. Partió de Santiago de Chile y vio Buenos Aires, Sao Paulo, en el Brasil, Río de Janeiro, Cabo de Buena Esperanza, Madagascar, Golfo Pérsico, orillas del Mar Caspio, Sennaar, Monte Ararat, Senegal, Ceilán, Hong- Kong, Macao a la
entrada de un mar sin límites y ante la alta montaña desde la cual se descubría la China; después, el Celeste Imperio, Australia, las islas Diego Ramírez, terminando el recorrido con la vuelta a Santiago de Chile. En aquel rapidísimo viaje don Bosco distinguió islas, tierras y naciones esparcidas por todos los grados y otras muchas regiones poco habitadas y desconocidas. De muchas de las localidades que había contemplado en el sueño no recordaba los nombres; Macao, por ejemplo, la llamaba Meaco. De las regiones más meridionales de América habló con el capitán Bove; pero éste, no habiendo pasado del cabo de Magallanes por falta de medios y al haberse visto obligado a volver atrás por varias circunstancias, no le pudo dar alguna aclaración.
Hemos de decir algo de aquel enigmático Arfaxad. Antes del sueño, don Bosco desconocía quién era; después de él, hablaba en cambio de este personaje con bastante frecuencia. Encargó al clérigo Festa buscar en diccionarios bíblicos, en historias y geografías, en periódicos con qué pueblos de la tierra había tenido relación aquel supuesto personaje. Al fin, créyose haber dado con la clave del misterio en el primer volumen de Rohrbacher, el cual asegura que de Arfaxad descienden los chinos.

Su nombre aparece en el capítulo décimo del Génesis, donde consta la genealogía de los hijos de Noé, que se repartieron el mundo después del diluvio. En el versículo veintidós se lee: Filii Sem Elam et Asur et Arphaxad et Lud et Gueter et Mes. Aquí, como en otras partes del gran cuadro etnográfico, los nombres propios designan individuos que fueron padres de pueblos, relacionados también con las extensas regiones que ocuparon. Así, por ejemplo, Elam, que significa país alto, indica la región de Elimaida, que con Susiana, fueron después provincias de Persia; Asur es el padre de los Asirios. Sobre el tercer nombre los exégetas no están acordes al afirmar el pueblo a que se refiere. Algunos, como Vigouroux, señalan a Arfaxad la Mesopotamia. De todas formas, estando considerado como uno de los progenitores de pueblos asiáticos, siendo nombrado precisamente después de dos de ellos que poblaron la costa más oriental de la tierra descrita en el documento mosaico, se puede asegurar que también Arfaxad indique una población que ha de colocarse seguidamente detrás de las precedentes, que se extendió cada vez más hacia el Oriente. No sería, pues, improbable que el Ángel de Arfaxad sea el de India o el de China.

Don Bosco se fijó de una manera más particular en China diciendo que, en dicho territorio, trabajarían de allí a poco los Salesianos; y otra vez dijo:
– Si yo tuviese veinte misioneros para enviarlos a China, seguro que serían recibidos triunfalmente a pesar de la persecución. Por eso, desde entonces se preocupó grandemente de todo lo relacionado con el Celeste Imperio.
Pensaba con frecuencia en este sueño, hablaba de él con cierta satisfacción y veía en él como una confirmación de los otros sueños que había tenido sobre las misiones.
(MB IT XVII 643-645 / MB ES 551-553)