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            Don Bosco contó este sueño el cuatro de septiembre, en la sesión de la mañana, al Capítulo General. Don Juan Bautista Lemoyne lo escribió en seguida y el Siervo de Dios lo repasó del principio al fin, añadiendo y modificando algo. Nosotros imprimiremos en letra cursiva las partes, que en el original revelan la mano del Santo; en cambio, encerraremos entre corchetes algunos párrafos que Lemoyne introdujo posteriormente a manera de apostillas, hijas de posteriores explicaciones que le dio don Bosco.

            Era la noche precedente a la fiesta de Santa Rosa de Lima, 30 de agosto, y tuve un sueño. Me parecía estar durmiendo y, al mismo tiempo, que corría a gran velocidad, por lo que me sentía cansado no sólo de correr, sino también de escribir y como consecuencia del trabajo propio de mis habituales ocupaciones. Mientras pensaba si se trataba de un sueño o de una realidad, me pareció entrar en una sala de estar donde había numerosas personas hablando de cosas diversas.
            Se entabló una larga conversación sobre la multitud de salvajes que, en Australia, en las Indias, en China, en África y más particularmente en América, viven aún en número extraordinario sepultados en las sombras de la muerte.
            – Europa, dijo con seriedad uno de aquellos pensadores, la cristiana Europa, la gran maestra de la civilización, parece que se deja llevar de la apatía respecto a las misiones extranjeras. Pocos son les que se sienten animados a emprender largos viajes hacia países desconocidos para salvar las almas de millones de criaturas que también fueron redimidas por el Hijo de Dios, por Cristo Jesús.
            Otro dijo:
            ¡Qué enorme cantidad de idólatras viven fuera de la Iglesia, lejos del conocimiento del Evangelio, solamente en América! Los hombres piensan y los geógrafos se engañan al creer que las Cordilleras de América son como una gran muralla que nos separa de aquella parte del mundo. Y no es así. Aquellas extensísimas cadenas de montañas tienen muchas sinuosidades de mil, y más kilómetros de longitud. en ellas hay selvas inexploradas, bosques, animales, piedras que por otra parte escasean en aquellas latitudes. Carbón mineral, petróleo, cobre, hierro, plata y oro escondidos en aquellas montañas, en el lugar donde ((386)) fueron colocados por la mano omnipotente del Creador en beneficio de los hombres. ¡Oh, Cordilleras, Cordilleras, cuán rica es vuestra zona oriental!
            En aquel momento me sentí presa del deseo de pedir explicaciones sobre muchas cosas y de saber quiénes fuesen aquellas personas allí reunidas y en qué lugar me encontraba. Pero dije para mí: – Antes de hablar es necesario observar qué clase de gente es ésta. Y dirigí la mirada a mi alrededor y pude comprobar que todos aquellos personajes me eran desconocidos. Ellos entretanto, como si sólo en aquel momento me hubiesen conocido, me invitaron a pasar y me acogieron bondadosamente.
            Yo pregunte entonces:
            – Decidme, por favor: ¿Estamos en Turín, en Londres, en Madrid o en París? ¿Dónde estamos? Y vosotros, ¿quiénes sois? ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
            Pero todos aquellos señores contestaban de una manera vaga hablando siempre de las misiones.
            Inmediatamente después se acercó a mí un joven de unos dieciséis años, de amable expresión y de sobrehumana belleza, cuyo cuerpo despedía una luz más radiante que la del sol. Su vestido estaba tejido con celestial hermosura y en la cabeza llevaba un gorro a manera de corona recamado de vivísimas piedras preciosas. Mirándome con ojos de bondad, mostró por mí un interés especial. Su sonrisa expresaba un afecto atrayente en extremo. Me llamó por mi nombre, me tomó de la mano y comenzó a hablarme de la Congregación Salesiana.
            Yo me sentía encantado sólo con escuchar su voz. A cierto punto lo interrumpí diciéndole:
            – ¿Con quién tengo el honor de hablar? Haced el favor de decirme vuestro nombre.
            Y el joven:
            – ¡No temáis! Hablad con toda confianza, que estáis con un amigo.
            – Pero y ¿vuestro nombre?
            – Os lo diría si hiciese al caso, pero no hace falta, porque me debéis conocer.
            Y mientras decía esto, sonreía.
            Me fijé mejor en aquella fisonomía rodeada de luz. ¡Cuán hermosa era! Entonces reconocí en él al hijo del Conde Luis Fleury Colle, de Tolón, insigne bienhechor de nuestra casa y especialmente de las Misiones de América. Este jovencito había muerto poco tiempo antes.
            – ¡Oh, ¿tú?, exclamé llamándole por su nombre. ¡Luis! ¿Y todos éstos quiénes son?
            – Son amigos de vuestros Salesianos y yo como amigo vuestro y de los Salesianos, en nombre de Dios, querría daros un poco de trabajo.
            – Veamos de qué se trata. ¿Qué trabajo es ése?
            – Sentaos aquí, en esta mesa, y después tirad de esta cuerda.
            En medio de aquella gran sala había una mesa sobre la que estaba enrollada una cuerda y vi que la cuerda estaba marcada como el metro con rayas y números. Más tarde me di cuenta también de que aquella sala estaba colocada en América del Sur, precisamente sobre la línea del Ecuador y que los números grabados en la cuerda correspondían a los grados geográficos de latitud. Yo tomé, pues, un extremo de la cuerda, lo examiné y vi que al principio tenía señalado el número cero.
            Yo reía. Y aquel joven angelical, me dijo:

            – No es tiempo de reír. ¡Observad! ¿Qué es lo que hay escrito sobre la cuerda?
            – El número cero.
            – Tirad un poco.
            Tiré un poco de la cuerda y apareció el número 1.
            – Tirad aún un poco más y haced un gran rollo con la cuerda.
            Así lo hice y aparecieron los números 2, 3, 4, hasta el 20.
            – ¿Basta ya?, pregunté.
            – No; más, más. Seguid tirando hasta que encontréis un nudo, replicóme el jovencito.
            Continué tirando hasta el 47, donde encontré un grueso nudo. Desde aquí la cuerda seguía, pero dividida en numerosas cuerdecillas que se dirigían hacia Oriente, Occidente y Mediodía.
            – ¿Basta ya?, pregunté. – ¿Qué número es?, preguntó a su vez el jovencito. – El número 47. – ¿Cuánto hacen 47 más 3? – ¡Cincuenta! – ¿Más 5? – ¡Cincuenta y cinco!
            – No lo olvidéis: ¡Cincuenta y cinco!
            Después me dijo:
            – Seguid tirando.
            – Ya he llegado al final, le dije.
            – Entonces volved hacia atrás y tirad de la cuerda por la otra parte. Tiré de la cuerda por la parte opuesta hasta llegar al número 10.
            Aquel joven dijo entonces:
            – ¡Tirad más!
            – Ya no se puede más. No hay más.
            – ¡Cómo! ¿Que no hay más? ¡Observad bien! ¿Qué hay?
            – Hay agua, respondí.
            En efecto: en aquel momento se operó un fenómeno extraordinario, que sería imposible describir. Yo me encontraba en aquella habitación y, al tirar de aquella cuerda, ante mi vista se ofrecía la perspectiva de un país inmenso que yo dominaba como a vista de pájaro y que se extendía cada vez más, según se iba alargando la cuerda.
            Desde el primer cero hasta el número 55, era una extensión de tierra inmensa que después de un estrecho mar, al fondo se dividía en cien islas, de las que una era mucho mayor que las otras. A estas islas parece que aludían las cuerdecillas desparramadas que partían del gran nudo. Cada cuerdecita iba a dar a una isla. Algunas de éstas estaban habitadas por indígenas bastante numerosos; otras estériles, desnudas, rocosas, deshabitadas; otras completamente cubiertas de hielo y nieve. A occidente numerosos grupos de islas, habitadas por muchos salvajes. (Parece ser que el nudo colocado sobre el número o grado 47 representase el lugar de partida, el centro salesiano, la misión principal donde los misioneros, después de concentrados, salieron hacia las islas Malvinas, Tierra del Fuego y otras islas de aquellas regiones de América).
            Por la tarde opuesta, esto es, del 0 al 10 continuaba la misma tierra terminando en aquella agua que ya había visto últimamente. Me pareció que aquella agua era el Mar de las Antillas que contemplaba entonces de manera tan sorprendente que no me sería posible expresar con palabras tal visión.

            Cuando yo dije: – Hay agua, aquel jovencito me respondió:
            – Ahora sume 55 más 10. ¿Cuánto hacen?
            Y yo:
            – Suman 65.
            – Ahora ponedlo todo junto y formaréis una sola cuerda.
            – ¿Y después?
            – ¿Hacia esta parte qué es lo que hay?
            – Y me señalaba un punto en el panorama.
            – Hacia el Occidente veo altísimas montañas y al Oriente el mar.
            (He de hacer notar que yo lo veía todo en conjunto, como en miniatura, lo mismo que después, como diré, vi en su grandiosa realidad y en toda su extensión, y los grados señalados en la cuerda y que correspondían con exactitud a los grados geográficos de latitud, fueron los que me permitieron retener en la memoria durante varios años los puntos sucesivos que visité, al hacer el viaje en la segunda parte del             sueño).
            Mi joven amigo prosiguió:
            – Pues bien, estas montañas son como una orilla, como un confín. Desde aquí hasta allá se extiende la mies ofrecida a los salesianos. Son millares y millones de habitantes que esperan vuestro auxilio, que aguardan la fe.
            Dichas montañas eran las cordilleras de los Andes de América del Sur y aquel mar el Océano Atlántico.
            – Y ¿cómo hacer?, repliqué yo; ¿cómo conseguir conducir tantos pueblos al redil de Jesucristo:
            – ¿Cómo hacer? ¡Mirad!
            Y he aquí que llega don Angel Lago que traía una canasta de higos pequeños y verdes, el cual me dijo:
            – ¡Tome, don Bosco!
            – ¿Qué me traes?, pregunté yo mientras me fijaba en el contenido del canasto.
            – Me han dicho que se los traiga a usted.
            – Pero, estos higos no son comestibles; no están maduros.
            Entonces, mi joven amigo tomó aquel canasto, que era muy ancho, pero que tenía muy poco fondo, y me lo presentó diciendo:
            – ¡He aquí el regalo que os hago!
            – ¿Y qué debo hacer con estos higos?
            – Estos higos no están maduros, pero pertenecen a la gran higuera de la vida. Debéis buscar la manera de hacerlos madurar.
            Don Ángel Lago, secretario particular de don Miguel Rúa, muerto en olor de santidad en 1914.

            – ¿Y cómo? Si fuesen más grandes… se podrían hacer madurar con paja, como se suele hacer con los demás frutos; pero tan pequeños… tan verdes… Es imposible.
            – Muy al contrario; habéis de saber que para hacer madurar estos higos es necesario que todos ellos se unan de nuevo a la planta.
            – ¡Eso es increíble! ¿Cómo hacer?
            – ¡Mirad!
            Y tomando uno de aquellos frutos lo introdujo en un vaso lleno de sangre, después en otro vaso de agua y dijo:
            – Con el sudor y con la sangre los salvajes quedarán de nuevo unidos a la planta y serán gratos al dueño de la vida.
            Yo pensaba: – Pero para conseguir esto se necesita mucho tiempo.
            Y seguidamente dije en alta voz: – No sé qué decir.
            Pero aquel joven para mí tan querido, leyendo mis pensamientos, prosiguió:
            – Esto se conseguirá antes de que se cumpla la segunda generación.

            – ¿Y cuál será la segunda generación?
            – La presente no se cuenta. Habrá una y después otra.
            Yo hablaba confusamente, aturullado y como balbuceando al escuchar los magníficos destinos reservados a nuestra Congregación y pregunté:
            – Pero, cada una de estas generaciones, ¿cuántos años comprende?
            – ¡Sesenta años!
            – ¿Y después?
            – ¿Queréis ver lo que sucederá después? ¡Venid!
            Y sin saber cómo, me encontré en una estación de ferrocarril. En ella había reunida mucha gente. Subimos al tren.
            Yo pregunté dónde estábamos. Aquel joven me respondió:
            – ¡Notadlo bien! ¡Mirad! Vamos de viaje a lo largo de la Cordillera.
            Tenéis el camino abierto también hacia Oriente hasta el mar. Es otro regalo del Señor.
            – ¿Y a Boston, donde nos aguardan, cuándo iremos?
            – Cada cosa a su tiempo.
            Y así diciendo sacó un mapa donde se destacaba en grande la diócesis de Cartagena (Colombia). (Este era el punto de partida).
            Mientras yo examinaba aquel mapa, la máquina silbó y el tren se puso en movimiento. Durante el viaje, mi amigo hablaba mucho, pero yo no lo podía oír por el ruido que hacía el tren. Con todo, aprendí cosas hermosísimas y nuevas sobre astronomía, náutica, meteorología, sobre la fauna y la flora, sobre la topografía de aquellas regiones, que él me explicaba con maravillosa precisión. Salpicaba entretanto sus palabras con una digna y, al mismo tiempo, tierna familiaridad, demostrando el afecto que me profesaba. Desde un principio, me había tomado de la mano y así me tuvo afectuosamente sujeto hasta el fin del sueño. Yo llevaba a veces la otra mano que me quedaba libre sobre la suya, pero ésta parecía escapar de la mía como si se evaporase y solamente su izquierda estrechaba mi derecha. El jovencito sonreía ante mi inútil tentativa.
            Yo al mismo tiempo miraba a través de las ventanillas del vagón y veía desfilar ante mí diversas y estupendas regiones. Bosques, montañas, llanuras, ríos larguísimos y majestuosos que jamás pensé existiesen en regiones tan distantes de sus fuentes. Por un espacio de más de mil millas costeamos el borde de una floresta virgen, hoy día aún sin explorar. Mi mirada adquiría una visibilidad asombrosa. No encontraba obstáculos para llegar hasta el límite de aquellas regiones. No sé explicar cómo se verificaba en mi vista tan extraordinario fenómeno. Yo estaba como quien, desde lo alto de una colina, al ver extendida a sus pies una gran región, se coloca delante de los ojos, a pequeña distancia, una estrecha tira de papel y no ve nada o muy poco; más si se quita aquel papel o lo levanta o lo baja un poco, la vista puede extenderse hasta el extremo horizonte. Así me sucedió a mí durante aquella intuición adquisitiva; pero con esta diferencia: a medida que yo me fijaba en un punto y este punto pasaba delante de mí, era así como si se fuesen levantando sucesivamente diversos telones, tras los cuales, yo contemplaba distancias incalculables. No sólo veía las Cordilleras cuando estaban lejos, sino también las cadenas de montañas, aisladas en aquellas llanuras inconmensurables, a las cuales veía en sus más pequeños detalles. (Las de Nueva Granada, de Venezuela, de las tres Guayanas; las de Brasil y de Bolivia hasta los últimos confines).
            Pude, pues, comprobar la exactitud de aquellas frases oídas al principio del sueño en la gran sala situada bajo el grado cero. Veía las entrañas de las montañas y los profundos senos de las llanuras. Tenía ante mi vista las riquezas incomparables de aquellos países, riquezas que un día serían descubiertas. Vi innumerables minas de metales preciosos, galerías interminables de carbón mineral, depósitos de petróleo tan abundantes como hasta ahora no se han encontrado en otros lugares. Pero esto no era todo. Entre el grado 15 y el 20 había una sinuosidad tan larga y tan estrecha que partía de un punto donde se formaba un lago. Entonces una voz dijo repetidas veces:
            – Cuando se comiencen a explotar las minas escondidas en aquellos montes, aparecerá aquí la tierra prometida que mana leche y miel. Será una riqueza inconcebible.
            Pero tampoco esto era todo. Lo que mayormente me sorprendió fue el ver que en varios lugares en los que las Cordilleras, replegándose sobre sí mismas, formaban valles, de los cuales los actuales geógrafos ni siquiera sospechan la existencia, imaginándose que en aquellas partes las faldas de las montañas están como cortadas a pico. En estos valles y en estas sinuosidades que tal vez se extendían millares y millares de kilómetros, habitan densas poblaciones que aún no han entrado en contacto con los europeos, pueblos que son aun completamente desconocidos.
            El tren continuaba, entretanto, a toda marcha y después de girar hacia un lado y hacia otro, se detuvo. Allí bajó una gran parte de los viajeros que, pasando bajo las Cordilleras, se dirigió a Occidente.
            (Don Bosco se refería a Bolivia. La estación era tal vez La Paz, donde una galería, al abrir el paso hacia el litoral del Pacífico, puede poner en comunicación el Brasil con Lima por medio de otro ferrocarril).
            El tren se puso nuevamente en movimiento, siguiendo siempre hacia adelante. Como en la primera parte del viaje, atravesamos florestas, penetramos en algunos túneles, pasamos sobre gigantescos viaductos, nos internamos entre las gargantas de las montañas, costeamos lagos y lagunas, sobre enormes puentes cruzamos ríos anchísimos, recorrimos inmensas llanuras y praderas. Bordeamos el Uruguay. Creí que era un río poco caudaloso, pero es anchísimo. En un punto vi al río Paraná que se acerca al Uruguay como si viniese a ofrecerle el tributo de sus aguas; más, después de discurrir durante un buen trecho paralelamente, se alejan haciendo un ancho recodo. Ambos ríos eran (Según estos pocos datos parece que esta futura línea de ferrocarriles, saliendo de La Paz, llegaría a Santa Cruz, pasando por la única abertura que existe en los montes llamados Cruz de la Sierra, que es atravesada por el río Guapay; bordearía el río Parapiti en la provincia de Chiquitos, en Bolivia; tocaría el extremo norte de la República del Paraguay; entraría después en la provincia de San Pablo, en el Brasil, llegando a Río de Janeiro. De una estación intermedia, en la provincia de San Pablo, partiría tal vez la línea ferroviaria que pasando entre los ríos Paraná y Uruguay, uniría la capital del Brasil con las Repúblicas del Uruguay y Argentina).
            El tren continuaba en marcha, y girando hacia una parte y hacia la otra, después de un largo espacio de tiempo, se detuvo por segunda vez. Aquí descendió también del convoy mucha gente que pasando bajo las Cordilleras se dirigió hacia Occidente. (Don Bosco indicó en la República Argentina la provincia de Mendoza.
            Por tanto, la estación era tal vez la de Mendoza y el túnel el que ponía en comunicación con Santiago, capital de la República de Chile).
            El tren reemprendió la marcha a través de las Pampas y de la Patagonia. Los campos cultivados y las casas esparcidas por una parte y otra, indicaban que la civilización tomaba posesión de aquellos desiertos.
            Al comenzar a recorrer la Patagonia, pasamos junto a una ramificación del Río Colorado o del Chubut (o tal vez del Río Negro). No podía comprobar si su corriente iba hacia el Atlántico o hacia las Cordilleras. Quería resolver este problema, pero no lo lograba, no siendo posible el orientarme.
            Finalmente llegamos al Estrecho de Magallanes. Yo miraba. Bajamos. Ante mí, veía Punta Arenas. El suelo, por espacio de varias millas, estaba todo recubierto de yacimientos de carbón, de tablas, de travesaños de madera, de inmensos montones de metal, parte en bruto, parte trabajado. Largas filas de vagonetas de mercancías ocupaban las vías. Mi amigo me señaló todas estas cosas. Entonces le pregunté:
            – ¿Y qué quiere decir todo esto?
            El me respondió:
            – Lo que ahora es sólo un proyecto, un día será realidad. – Estos salvajes en el futuro serán tan dóciles que ellos mismos acudirán a instruirse, rindiendo su tributo a la religión, a la civilización y al comercio. Lo que en otras partes es motivo de admiración, aquí lo será hasta el punto de superar a cuanto causa estupor entre otros pueblos.
            – Ya he visto bastante, repliqué; ahora llévame a ver a mis Salesianos de la Patagonia.
            Volvimos a la estación y subimos al tren para el regreso. Después de haber recorrido un gran trecho de camino, la máquina se detuvo junto a un pueblo bastante grande. (Situado tal vez en el grado 47, donde al principio del sueño había visto aquel grueso nudo de la cuerda). En la estación no había nadie esperándome. Bajé del tren y me encontré inmediatamente con los Salesianos. Había allí muchas casas y gran número de habitantes; varias iglesias, escuelas, varios colegios para jovencitos, internados para adultos, artesanos y agricultores y un dispensario de religiosas que se dedicaban a labores diversas. Nuestros misioneros se encargaban al mismo tiempo de los jovencitos y de los adultos.
            Yo me mezclé entre ellos. Eran muchos, pero yo no los conocía y entre ellos no vi a ninguno de mis primeros hijos. Todos me contemplaban maravillados, como si fuese una persona desconocida y yo les decía:
            – ¿No me conocéis? ¿No conocéis a don Bosco?
            – ¡Oh, don Bosco! Nosotros le conocemos de fama, pero le hemos visto solamente en las fotografías. ¡En persona no le conocemos!
            – Y don Fagnano, don Costamagna, don Lassagna, don Milanesio, ¿dónde están?
            – Nosotros no los hemos conocido. Son los que vinieron aquí en tiempos pasados: los primeros Salesianos que llegaron de Europa a estos países. ¡Pero han pasado ya tantos años después de su muerte!
            Al oír esta respuesta pensé maravillado: – Pero» esto es un sueño o una realidad? Y golpeaba las manos una contra la otra, me tocaba los brazos y me movía oyendo el palmoteo, y me sentía a mí mismo y me persuadía de que no estaba dormido.

            Esta visión fue cosa de un instante. Después de contemplar el progreso maravilloso de la Iglesia Católica, de la Congregación y de la civilización en aquellas regiones, yo daba gracias a la Providencia por haberse dignado servirse de mí como instrumento de su gloria y de la salvación de las almas.
            El jovencito Colle, entretanto, me dio a entender que era hora de volver atrás; por tanto, después de saludar a mis Salesianos, volvimos a la estación, donde el tren estaba preparado para la partida. Subimos, silbó la máquina y nos dirigimos hacia el Norte. Me causó gran maravilla una novedad que pude contemplar. El territorio de la Patagonia en su parte más próxima al Estrecho de Magallanes, entre las Cordilleras y el Océano Atlántico, era menos ancho de lo que ordinariamente creen los geógrafos.
            El tren avanzaba velozmente y me pareció que recorría las provincias hoy ya civilizadas de la República Argentina.
            En nuestra marcha penetramos en una floresta virgen, muy ancha, larguísima, interminable. A cierto punto la máquina se detuvo y ante mi vista apareció un doloroso espectáculo. Una turba inmensa de salvajes se había concentrado en un espacio despejado de la floresta. Sus rostros eran deformes y repugnantes; estaban vestidos al parecer con pieles de animales, cosidas las unas a las otras. Rodeaban a un hombre amarrado que estaba sentado sobre una piedra. El prisionero era muy grueso, porque los salvajes le habían alimentado bien. Aquel pobrecillo había sido capturado y parecía pertenecer a una nación extranjera por la regularidad de sus facciones. Los salvajes lo habían sometido a un interrogatorio y él les contestaba narrándoles sus diversas aventuras, fruto de sus viajes. De pronto, un salvaje se levantó y blandiendo un grueso hierro que no era una espada, pero mucho más afilado, se lanzó sobre el prisionero y de un solo golpe le cortó la cabeza. Todos los viajeros del ferrocarril estábamos asomados a las puertas y ventanillas observando la escena y mudos de espanto. El mismo Colle miraba y callaba. La víctima lanzó un grito desgarrador al ser herida. Sobre el cadáver, que yacía en un lago de sangre, se lanzaron aquellos caníbales y haciéndolo pedazos colocaron aquellas carnes aún calientes y palpitantes sobre un fuego encendido a propósito y, después de asarlas un poco, comenzaron a comérselas medio crudas. Al grito de aquel desgraciado, la máquina se puso en movimiento y poco a poco adquirió su velocidad vertiginosa.
            Durante larguísimas horas avanzamos a lo largo de las orillas de un río interminable. Y el tren unas veces discurría por la orilla derecha y a veces por la izquierda. Yo me fijé mucho por la ventanilla en los puentes sobre los cuales hacíamos estos cambios. Entretanto, sobre aquellas orillas aparecían de cuando en cuando numerosas tribus de salvajes. Siempre que veíamos aquellas turbas, el jovencito Colle repetía:
            – ¡He ahí la mies de los Salesianos! ¡He ahí la mies de los Salesianos!
            Entramos después en una región llena de animales feroces y de reptiles venenosos, de formas extrañas y horribles. Hormigueaban por las faldas de los montes, por los senos de las colinas, por los salientes de aquellos montes y de aquellas colinas cubiertas de sombra, por las orillas de los lagos, por las márgenes de los ríos, por las llanuras, por los declives, por las playas. Unos parecían perros con alas y eran extraordinariamente gordos, de abultado abdomen (símbolo de la gula, de la lujuria, de la soberbia). Otros eran sapos grandísimos que se alimentaban de ranas. Se veían ciertos escondrijos llenos de animales de formas diversas de los que nosotros conocemos. Estas tres especies de alimañas estaban mezcladas y gruñían sordamente como si quisieran morderse. Se veían también tigres, hienas, leones, pero diferentes de las especies comunes de Asia y África. Mi compañero me dirigió entonces la palabra diciéndome mientras me señalaba aquellas fieras:
            – Los Salesianos las amansarán.
            El tren, entretanto, se acercaba al lugar de donde habíamos salido, del cual estábamos ya poco distantes. El joven Colle sacó entonces un mapa topográfico de una belleza extraordinaria y me dijo:
            – ¿Queréis ver el viaje que habéis hecho? ¿Las regiones que hemos recorrido?
            – Con mucho gusto, le respondí.
            El entonces extendió aquel mapa en el cual estaba dibujada con maravillosa exactitud toda la América del Sur. Aún más, allí estaba representado todo lo que fue, todo lo que es, todo lo que será aquella región, sin confusión alguna, sino con una claridad tal que de un solo golpe de vista se veía todo. – Yo lo comprendí inmediatamente, pero como los detalles eran tantos, la clara visión de aquellas cosas me duró apenas una hora, y en la actualidad en mi mente reina una gran confusión.
            Mientras contemplaba aquel mapa a la espera de que el jovencito añadiera alguna explicación, emocionado por la sorpresa de lo que tenía ante mis ojos, me pareció que Quirino 1 tocase el Ave María del alba, pero me desperté y me di cuenta que eran las campanas de la parroquia de San Benigno. El sueño había durado toda la noche.
            Don Bosco puso término a su relato con estas palabras:
            – Con la dulzura de San Francisco de Sales, los Salesianos atraerán hacia Cristo los pueblos de América. Será empresa dificilísima el moralizar a los salvajes; pero sus hijos obedecerán con toda facilidad las consignas de los misioneros y se fundarán colonias y la civilización suplantará a la barbarie y así muchos salvajes entrarán en el redil de Cristo.
(MB IT XVI, 385-394 / MB ES 324-332)