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Vamos a proceder a la narración de otro hermoso sueño que tuvo don Bosco durante las noches del 3, 4 y 5 de abril del año 1861. «Varias circunstancias que en él se admiran -comenta don Juan Bonetti- convencerán plenamente al lector de que se trata de uno de esos sueños que el Señor se complace en infundir de vez en cuando a sus fieles siervos.» Bonetti y Ruffino lo describen con todo detalle tal y como nosotros lo exponemos seguidamente:


            En la noche del 7 de abril de 1861, después de las oraciones, subió don Bosco a la tribuna, desde donde solía hablar, para decir una buena palabra a los jovencitos y comenzó así:
            – Tengo algo muy curioso que contaros. Se trata de un sueño. Un sueño no es una cosa real. Os lo digo para que no le deis mayor importancia de la que merece. Antes de comenzar mi narración debo hacer algunas observaciones. Yo os lo cuento todo, de la misma manera que me agrada me digáis todas vuestras cosas. Sabéis que no tengo secretos para vosotros, pero lo que se dice aquí debe quedar entre nosotros. No me atrevería a asegurar que se haga reo de pecado quien lo contase a personas extrañas, pero es mejor que estas cosas no pasen del dintel del Oratorio. Comentadlo entre vosotros, reíd, bromead, sobre cuanto os voy a decir, cuanto os plazca, pero sólo con aquellas personas que sean de vuestra confianza y que creáis pueden sacar de ello algún provecho, si las consideráis convenientemente capacitadas para ello.
El sueño consta de tres partes; lo tuve durante tres noches consecutivas; por eso, hoy os contaré una parte y las otras dos en las noches siguientes. Lo que más admiración me produjo fue que reanudé el sueño la segunda y tercera noche en el punto preciso en que había quedado la noche precedente al despertarme.

PRIMERA PARTE
            Los sueños se tienen durmiendo y, por tanto, yo dormía al comenzar a soñar.
Algunos días antes había estado fuera de Turín, y pasé muy cerca de las colinas de Moncalieri. El espectáculo de aquellas colinas que comenzaban a cubrirse de verdor, me quedó impreso en la mente, y, por tanto, bien pudo ser que las noches siguientes, al dormir, la idea de aquel hermoso espectáculo viniese de nuevo a impresionar mi fantasía y ésta avivase en mí el deseo de dar un paseo. Lo cierto es que, en sueños contemplé una amplia y dilatada llanura: ante mis ojos se levantaba una alta y extensa colina. Estábamos todos parados cuando, de pronto, hice a mis jóvenes la siguiente propuesta:
            – Vamos a dar un buen paseo?
            – Pero, ¿adónde?
            Nos miramos los unos a los otros; reflexionamos unos instantes y después, no sé por qué causa extraña, alguno comenzó a decir:
            – Vamos al Paraíso?
            – Sí, sí; vamos a dar un paseo al Paraíso -replicaron los demás.
            – ¡Bien, bien! ¡Vamos! -exclamaron todos a una.
            Partiendo de la llanura, después de caminar un poco, nos encontramos al pie de la colina. Al comenzar a subir por un sendero ¡qué admirable espectáculo! Sobre toda la extensión que podíamos abarcar con la vista, la dilatada ladera de aquella colina estaba cubierta de bellísimas plantas de todas las especies: frágiles y bajas, fuertes y robustas; con todo, estas últimas no eran más gruesas que un brazo. Había perales, manzanos, cerezos, ciruelos, vides de variadísimos aspectos, etc., etc. Lo más singular era que en cada una de las plantas se veían flores que comenzaban a brotar y otras plenamente formadas y dotadas de bellísimos colores; frutos pequeños y verdes y otros gruesos y maduros; de forma que en aquellas plantas había cuanto de hermoso producen la primavera, el estío y el otoño. La abundancia de frutos era tal, que parecía que las ramas no podrían resistir el peso.

            Los muchachos se acercaban a mí llenos de curiosidad y me preguntaban la explicación de aquel fenómeno, pues no sabían darse razón de semejante milagro. Recuerdo que, para satisfacerles un poco, les di la siguiente respuesta:
            – Tened presente que el paraíso no es como nuestra tierra, donde cambian las temperaturas y las estaciones. Habéis de saber que aquí no hay cambio alguno; la temperatura es siempre igual, suavísima, adaptada a las exigencias de cada planta. Por eso cada una de éstas recoge en sí cuanto de hermoso y bueno hay en cada estación del año.
            Quedamos, pues, completamente extáticos, contemplando aquel jardín encantador. Soplaba una suave brisa; en la atmósfera reinaba la más completa calma; se percibía un sosiego, un ambiente de suavísimos perfumes que penetraba por todos nuestros sentidos, haciéndonos comprender que estábamos gustando de las delicias de todas aquellas frutas. Los jóvenes tomaban de aquí una pera, de allá una manzana, de acullá una ciruela o un racimo de uvas, mientras que, al mismo tiempo, seguíamos subiendo todos juntos la colina. Cuando llegamos a la cumbre creíamos estar en el Paraíso; en cambio, estábamos bien distantes de él… Desde aquella elevación, y del otro lado de una gran llanura o explanada que estaba en el centro de una extensa altiplanicie, se divisaba una montaña tan alta que su cúspide tocaba a las nubes. Por ella subía trepando trabajosamente, pero con gran celeridad, una gran multitud de gentes y en lo más elevado estaba El que invitaba a los que subían a que continuasen sin desmayo la ascensión. Veíamos a otros descender desde la cumbre a lo más bajo para ayudar a los que estaban ya muy cansados, por haber escalado un paraje difícil y escarpado. Los que, finalmente, llegaban a la meta eran recibidos con gran júbilo, con extraordinario regocijo. Todos nos dimos cuenta de que el Paraíso estaba allá y, encaminándonos hacia la altiplanicie, proseguimos después en dirección a la montaña para intentar la subida. Ya habíamos recorrido un buen trozo de camino, cuando numerosos jóvenes, emprendieron una veloz carrera, para llegar antes, se adelantaron mucho a la multitud de sus compañeros.
            Mas, antes de llegar a la falda de aquella montaña, vimos en la altiplanicie un lago lleno de sangre, de una extensión como desde el Oratorio a la Plaza Castillo. Alrededor de este lago, en sus orillas, había manos, pies, y brazos cortados; piernas, cráneos y miembros descuartizados. ¡Qué horrible espectáculo! Parecía que en aquel paraje se hubiera reñido una cruenta batalla. Los jóvenes que se habían adelantado corriendo y que habían sido los primeros en llegar, estaban horrorizados. Yo, que me encontraba aún muy lejos, y que de nada me había dado cuenta, al observar sus gestos de estupor, y que se habían detenido con una gran melancolía reflejada en sus rostros, les grité:
            – Por qué esa tristeza? ¿Qué os sucede? ¡Seguid adelante!
            – Sí? ¡Que sigamos adelante! Venga, venga a ver, -me respondieron. Apresuré el paso y pude contemplar aquel espectáculo. Todos los demás jóvenes que acababan de llegar, y que poco antes estaban tan alegres, quedaron silenciosos y llenos de melancolía. Yo, entretanto, erguido sobre la playa del lago misterioso, observaba a mi alrededor. No era posible seguir adelante. De frente, en la
orilla opuesta, se veía escrito en grandes caracteres: «PER SANGUINEM» (por sangre).
Los jóvenes se preguntaban unos a otros:
            – Qué es esto? ¿Qué quiere decir todo esto? Entonces pregunté a UNO que ahora no recuerdo quién era, el cual me dijo:
            – Aquí está la sangre vertida por tantos y tantos que alcanzaron ya la cumbre de la montaña que ahora están en el Paraíso. ¡Esta es la sangre de los mártires! ¡Aquí está la sangre de Jesucristo, con la que fueron rociados los cuerpos de aquéllos que dieron testimonio de la fe! Nadie puede ir al Paraíso sin pasar por este lago y sin ser rociado con esta sangre. Esta sangre, defensora de la Santa Montaña, representa a la Iglesia Católica. Todo aquel que intente asaltarla morirá víctima de su locura. Todas estas manos y todos estos pies truncados, estas calaveras deshechas, los miembros cortados en pedazos que veis diseminados por las orillas son los restos miserables de los enemigos que quisieron combatir contra la Iglesia. ¡Todos fueron destrozados! ¡Todos perecieron en este lago! Aquel joven, en el curso de su conversación, nombró a numerosos mártires, entre los cuales también a los soldados del Papa, caídos en el campo de batalla por defender el poder temporal del Pontificado.
            Dicho esto, señalando hacia nuestra derecha, en dirección Este, nos indicó un inmenso valle, cuatro o cinco veces más extenso que el valle de sangre, y añadió:
            – Veis allá aquel valle? Pues allá irá a parar la sangre de aquéllos que, siguiendo este camino, escalarán la montaña; la sangre de los justos, de los que morirán por la fe en los tiempos venideros.
            Yo procuraba animar a mis jóvenes, que no podían disimular el terror que los invadía al ver y escuchar aquellas cosas, diciéndoles que si moríamos mártires, nuestra sangre sería recogida en aquel valle, pero que nuestros miembros no serían arrojados a las orillas como los que habíamos visto.
            Entretanto, los muchachos se apresuraron a ponerse en marcha. Bordeando las orillas del lago, teníamos a nuestra izquierda la cumbre de la colina que habíamos cruzado y a la derecha el lago y la montaña. A cierta distancia, donde terminaba el lago de sangre, había un paraje plantado de encinas, laureles, palmeras y otras plantas diversas. Nos introdujimos en él para comprobar si era posible el acceso a la montaña; pero, he aquí que ante nuestra vista se ofreció otro nuevo espectáculo. Vimos otro lago enorme, lleno de agua, y en ella una gran cantidad de miembros partidos y descuartizados. En la orilla se veía escrito en caracteres cubitales: «PER AQUAM» (por agua).

            – Qué es esto? ¿Quién nos explicará el significado de esto?
            – En este lago está, -nos dijo UNO- el agua que brotó del costado de Jesucristo, la cual fue poca en cantidad, pero aumentó en forma considerable y sigue aumentando y aumentará en el futuro. Esta es el agua del Santo Bautismo, con el cual fueron lavados y purificados los que escalaron ya esta montaña y con la que deberán ser bautizados y purificados los que han de subir a ella en el porvenir. En ella tendrán que ser bañados todos aquellos que quieran ir al Paraíso. Al Paraíso se llega, o por medio de la inocencia o por medio de la penitencia. Nadie puede salvarse sin haberse bañado en esta agua.

            Seguidamente, señalando los restos humanos, prosiguió:
            – Estos miembros pertenecen a aquellos que atacaron a la Iglesia en el tiempo presente.
            Seguidamente vimos mucha gente y también a algunos de nuestros jóvenes caminando sobre las aguas con una celeridad extraordinaria; con una rapidez, que apenas si tocaban la superficie con la punta de los pies y, casi sin mojarse, llegaban a la otra orilla.
            Nosotros contemplábamos atónitos aquel portento, cuando nos fue dicho:
            – Estos son los justos, porque el alma de los santos, cuando está separada del cuerpo, y el mismo cuerpo cuando está glorificado, no sólo puede caminar ligera y velozmente sobre el agua, sino también volar por el mismo aire.
            Entonces, todos los jóvenes desearon correr sobre las aguas del lago, como aquéllos a los cuales habían visto. Después me miraron como para interrogarme con la mirada, pero ninguno se atrevía a iniciar la marcha. Yo les dije:
            – Por mi parte, no me atrevo; es una temeridad creerse tan justos como para poder cruzar sobre esas aguas sin hundirse.
            Entonces todos exclamaron:
            – ¡Si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Proseguimos adelante, siempre girando alrededor de la montaña, cuando he aquí que llegamos a un tercer lago, amplio como el primero y lleno de fuego, en el cual se veían trozos de miembros humanos despedazados. En la orilla opuesta se leía un cartel: «PER IGNEM» (por fuego).

            – Aquí, nos dijo el mismo intérprete, está el fuego de la caridad de Dios y de los santos; las llamas del amor y del deseo, por las que deben pasar los que no lo hicieron por la sangre y el agua. Este es también el fuego con que fueron atormentados y consumidos por los tiranos los cuerpos de tantos mártires. Muchos son los que tuvieron que pasar por aquí para llegar a la cumbre de la montaña. Estas llamas servirán también de suplicio a los enemigos de la Iglesia. Por tercera vez veíamos triturados a los enemigos del Señor en el campo de sus derrotas.

            Nos apresuramos, pues, a seguir adelante y del lado de allá de este lago vimos otro a manera de amplísimo anfiteatro que ofrecía un aspecto aún más horrible. Estaba lleno de bestias feroces, de lobos, osos, tigres, leones, panteras, serpientes, perros, gatos y otros muchísimos monstruos que estaban con sus fauces abiertas prestos a devorar a quien se acercase. Vimos mucha gente caminando sobre sus cabezas. Algunos jóvenes comenzaron a correr sobre ellos, pasando sin temor sobre las cabezas de aquellas alimañas sin sufrir el menor daño. Yo quise llamarlos, y les gritaba con todas mis fuerzas.
            – ¡No! ¡Por caridad! ¡Deteneos! ¡No prosigáis! ¿No veis cómo esos animales están dispuestos a destrozaros y devoraros después? Pero mi voz no fue escuchada y continuaron caminando sobre los dientes y sobre las cabezas de aquellos animales, como sobre la más segura de las sendas. El intérprete de siempre me dijo entonces: -Estos animales son los demonios, los peligros y los lazos del mundo. Los que pasan impunemente sobre las cabezas de las alimañas son las almas justas, los inocentes. ¿No recuerdas que está escrito? Super aspidem et basiliscum ambulabunt et conculcabunt leonem et draconem? (¿Caminarán sobre el áspid y el basilisco y pisotearán al león y al dragón?). A estas almas se refería el profeta David. Y en el Evangelio se lee: Ecce dedi vobis potestatem calcandi supra serpentes et scorpiones et super omnem virtutem inimici: et nihil vobis nocebit. (He aquí que os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre los más esforzados enemigos, y no os harán el menor daño).
Entonces nos preguntamos:

            – Cómo haremos para pasar al lado de allá? ¿Tendremos que caminar también nosotros sobre esas horribles cabezas?
            – ¡Sí, sí, vamos! -me dijo uno.
            – ¡Oh! Yo no me siento con valor para hacerlo -respondí-, sería una presunción el suponerse tan justo como para poder pasar ileso sobre
las cabezas de esos monstruos feroces. Id vosotros, si queréis; yo no voy.
Y los muchachos volvieron a exclamar:
            – ¡Ah, si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
            Nos alejamos del lago de las bestias y a poco contemplamos una extensa zona de terreno, ocupada por una gran muchedumbre. Parecía o era realidad que a algunos les faltaban las narices, a otros las orejas, algunos tenían la cabeza cortada; quienes estaban sin brazos; éstos sin piernas, aquéllos sin manos o sin pies. Unos no tenían lengua y a otros les habían sacado los ojos. Los jóvenes estaban maravillados de ver a toda aquella pobre gente tan mal parada, cuando UNO nos dijo:
            – Estos son los amigos de Dios; los que por salvarse mortificaron sus sentidos: el oído, la vista, la lengua, haciendo además muchas obras buenas. Gran número de ellos perdieron las partes del cuerpo de que se ven privados, por las grandes obras de penitencia a que se entregaron o por el trabajo a que se dieron en aras de amor a Dios o al prójimo. Los de la cabeza cortada son los que se consagraron al Señor de una manera particular.
Mientras considerábamos estas cosas, vimos una gran muchedumbre de personas, parte de las cuales habían atravesado el lago y subían la montaña poniéndose en contacto con otros que, habiendo llegado antes a la cumbre, descendían para darles la mano y les animaban a que subiesen. Después, éstos aplaudían exclamando:
            – ¡Bien! ¡Bravo! Al oír aquel ruido de aplausos y aquellas voces, me desperté y me di cuenta de que estaba en la cama.
Esta es la primera parte del sueño, esto es, lo que soñé la primera noche. En la noche del 8 de abril don Bosco se presentó ante los muchachos que estaban deseosos de oír la continuación del sueño. Comenzó recordando la prohibición de ponerse las manos encima y también les prohibió moverse de sitio en la sala de estudio y dar vueltas de acá para allá, yendo de una a otra mesa. Y añadió:
            – El que deba salir del estudio por cualquier motivo, pida siempre permiso al jefe de la mesa. El siervo de Dios se dio cuenta de la impaciencia de los jóvenes y, echando una mirada a su alrededor, prosiguió, después de una breve pausa, con aspecto sonriente:

SEGUNDA PARTE
            ¡Recordaréis que había un gran lago que había de llenarse de sangre, al fondo del valle, cerca del primer lago! Después de haber contemplado las varias escenas anteriormente descritas y de recorrer la altiplanicie de que os hablé, nos encontramos ante un paso libre por el que poder proseguir nuestro camino. Proseguimos, pues, adelante mis muchachos y yo, a través de un valle que nos llevó a una gran plaza. Penetramos en ella; la entrada de dicha plaza era ancha y espaciosa, pero después se iba estrechando cada vez más, de forma que, al fondo, cerca ya de la montaña, terminaba en un sendero abierto entre dos rocas, por el que apenas si podía pasar un hombre. La plaza estaba llena de gente alegre que se divertía despreocupadamente, dirigiéndose al mismo tiempo al sendero que llevaba a la montaña. Nosotros nos preguntábamos unos a otros:
            – Será éste el camino que conduce al Paraíso?
            Entre tanto, los que se encontraban en aquel lugar se dirigían uno tras otro con la idea de pasar por aquella angostura, y para conseguirlo tenían que recogerse bien las ropas, encoger los miembros cuanto podían e incluso abandonar el equipaje o cuanto llevaban consigo. Esto me dio a entender que, en realidad, aquél era el camino del Paraíso, puesto que para ir al cielo no basta solamente estar libre de pecado, sino también de todo pensamiento, de todo afecto terrenal, según el dicho del Apóstol: Nihil coinquinatum intrabit in ea. (Nada contaminado entrará en ella).
            Nosotros estuvimos observando a los que pasaban por espacio como de una hora. Pero ¡cuán necio fui! En vez de intentar el paso de aquel sendero, preferimos volver atrás para ver lo que había al otro lado de la plaza. Habíamos divisado otra muchedumbre de gente en aquel lugar y deseábamos saber qué era lo que hacían. Atravesamos, pues, por un camino muy ancho y cuyo fin no podía ser apreciado por el ojo humano. Allí contemplamos un extraño espectáculo. Vimos a numerosos hombres y también a bastantes de nuestros jóvenes uncidos con animales de diversas especies. Algunos estaban emparejados con bueyes. Yo pensaba: -Qué querrá decir esto? Entonces recordé que el buey es el símbolo de la pereza, y deduje que aquellos jóvenes eran los perezosos. Los conocía a todos: eran los lentos, los flojos en el cumplimiento de sus deberes. Y al verlos me decía a mí mismo: -Sí, sí; les está muy bien empleado. No quieren hacer nada y ahora tienen que soportar la compañía de ese animal.
            Vi a otros uncidos con asnos. Eran los testarudos. Así emparejados tenían que soportar pesadas cargas o pacer en compañía de aquellos animales. Eran los que no hacían caso de los consejos ni de las órdenes de los superiores. Vi a otros uncidos con mulos y con caballos y recordé lo que dice el Señor: Factus est sicut equus et mulus quibus non est intelectus. (Hízose como caballo y mulo, que no tienen inteligencia). Eran los que no quieren pensar nunca en las cosas del alma: los desgraciados sin seso.
            Vi a otros que pacían en compañía de los puercos: se revolcaban en las inmundicias y en el fango como esos animales y como ellos hozaban en el cieno. Eran los que se alimentan solamente de cosas terrenas; los que viven entregados a las bajas pasiones; los que están alejados del Padre Celestial. ¡Oh lamentable espectáculo! Entonces me acordé de lo que dice el Evangelio del Hijo pródigo: que quedó reducido al más miserable de los estados luxuriose vivendo (viviendo lujuriosamente).

            Vi después a muchísima gente y a numerosos jóvenes en compañía de gatos, perros, gallos, conejos, etc.; o sea, a los ladrones, a los escandalosos, a los soberbios, a los tímidos por respeto humano, y así sucesivamente. Al contemplar esta variedad de escenas, nos dimos cuenta de que el gran valle representaba el mundo. Observé detenidamente a cada uno de aquellos jóvenes y desde allí nos dirigimos a otro lugar también muy espacioso, que formaba parte de la inmensa llanura. El terreno ofrecía un poco de pendiente, de forma que caminábamos casi sin darnos cuenta.

            A cierta distancia vimos que el paraje tomaba el aspecto de un jardín y nos dijimos:
            – Vamos a ver qué es aquello?
            – ¡Vamos! -exclamaron todos.
            Y comenzamos a encontrar hermosísimas rosas encarnadas.
            – ¡Oh, qué bellas rosas! ¡Oh, qué bellas rosas! -gritaban los jóvenes mientras corrían a cortarlas-. Pero, apenas las tuvieron en sus manos, se dieron cuenta de que despedían un olor desagradable en extremo. Los muchachos no pudieron disimular su desagrado. Vimos también numerosísimas violetas, en apariencia lozanas y que creímos despedirían agradable fragancia; pero cuando nos acercamos a cortarlas para formar algunos ramilletes, nos dimos cuenta de que sus tallos estaban marchitos y que despedían un olor hediondo.

            Proseguimos siempre adelante y he aquí que nos encontramos en unos encantadores bosquecillos cubiertos de árboles tan cargados de frutos que era un placer el contemplarlos. En especial, los manzanos, ¡qué deliciosa apariencia tenían! Un joven corrió inmediatamente y cortó de una rama una hermosa fruta de apariencia fragante y madura, mas apenas le hubo clavado los dientes, la arrojó indignado lejos de sí. Estaba llena de tierra y de arena y al gustarla sintió deseos de vomitar.
            – Pero, ¿qué es esto? -nos preguntamos.
            Uno de nuestros jóvenes, cuyo nombre no recuerdo, nos dijo: -Esto significa la belleza y la bondad aparente del mundo. ¡Todo en él es insípido, engañoso!
Mientras estábamos pensando adónde nos conduciría nuestro sendero, nos dimos cuenta de que el camino que llevábamos descendía casi insensiblemente. Entonces un jovencito observó:
            – Por aquí vamos bajando cada vez más; me parece que no vamos bien.
            – Ya veremos -le respondí.
            Y seguidamente apareció una muchedumbre incalculable que corría por aquel mismo camino que llevábamos nosotros. Unos iban en coche, otros a caballo, otros a pie. Algunos saltaban, brincaban, cantaban y danzaban al son de la música y al compás de los tambores. El ruido y la algarabía eran ensordecedores.
            – Vamos a detenernos un poco -nos dijimos- y observemos a esta gente antes de proseguir en su compañía.
            Entonces un joven descubrió en medio de aquella multitud a algunos que parecían dirigir a cada una de las comparsas. Eran individuos de agradable apariencia, vestidos de una manera elegante, pero por debajo del sombrero asomaban los cuernos. Aquella llanura, pues, era el mundo pervertido dirigido por el maligno. Est via quae videtur recta, et novissima ejus ducunt ad mortem. (Es un camino que al hombre parece recto, pero sus postrimerías conducen a la muerte, Prov 16, 25). De pronto UNO nos dijo:
            – Mirad cómo los hombres van a parar al infierno casi sin darse cuenta de ello.
Después de haber contemplado esto y de oír estas palabras, llamé a los jóvenes que iban delante de mí, los cuales vinieron a mi encuentro corriendo y gritando.
            – ¡Nosotros no queremos seguir por ahí!
            Y seguidamente volvieron precipitadamente hacia atrás deshaciendo el camino recorrido y dejándome solo.
            – Sí, tenéis razón -les dije cuando me uní a ellos-; huyamos pronto de aquí; volvamos atrás; de otra manera, sin darnos cuenta, iremos también a parar al infierno.

            Quisimos, pues, volver a la plaza de la que habíamos partido y seguir el sendero que nos conduciría a la montaña del Paraíso; pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando, tras un largo caminar, nos encontramos en un prado. Nos volvimos a una y otra parte sin lograr orientarnos.

Algunos decían:
            – Hemos equivocado el camino.
Otros gritaban:
            – No; no nos hemos equivocado: el camino es éste. Mientras los jóvenes discutían entre sí y cada uno quería mantener el propio parecer, yo me desperté.
Esta es la segunda parte del sueño correspondiente a la segunda noche. Mas, antes de que os retiréis, escuchad. No quiero que deis importancia a mi sueño, pero recordad que los placeres que conducen a la perdición no son más que aparentes; sólo ofrecen la belleza exterior. Estad en guardia contra aquellos vicios que nos hacen semejantes a los animales, hasta el punto de emparejarnos con ellos; ¡especialmente cuidado con ciertos pecados que nos asemejan a los animales inmundos! ¡Oh, cuán deshonroso es para una criatura racional, tener que ser comparada, a los bueyes y a los asnos! ¡Cuán abominable es para quien fue creado a imagen y semejanza de Dios y constituido heredero del Paraíso, revolcarse en el fango como los cerdos al cometer aquellos pecados que la Escritura señala al decir: ¡Luxuriose vivendo!

            Solamente os he contado las circunstancias principales del sueño y de forma resumida; pues, si os lo hubiese expuesto tal y como fue, hubiera sido demasiado largo. Igualmente, ayer por la noche solamente os hice un resumen de cuanto vi. Mañana os contaré la tercera parte.

            En efecto: en la noche del sábado 9 de abril, don Bosco continuaba la narración.


TERCERA PARTE
            No querría contaros mis sueños. Antes de ayer, apenas hube comenzado mi narración, me arrepentí de la promesa que os hice; y yo habría deseado no haber dado principio a la exposición de lo que deseáis saber. Pero he de decir que si callo, guardando mi secreto para mí, sufro mucho, y, en cambio, publicándolo, me proporciono un desahogo que me hace mucho bien. Por tanto, proseguiré el relato. Mas antes he de advertir que, en las noches precedentes, hube de suprimir muchas cosas, de las que no era conveniente hablaros, pasando por alto otras, que se pueden ver con los ojos, pero que no se pueden expresar con palabras. Después de contemplar, pues, como de corrida, todas aquellas escenas ya descritas; después de haber visto lugares diversos y las maneras de ir al infierno, nosotros queríamos a toda costa llegar al Paraíso. Pero yendo de una parte a otra, nos desviamos del camino, atraídos por otras cosas. Finalmente, después de adivinar la senda que debíamos seguir, llegamos a la plaza en la que había concentrada tanta gente, toda ella dispuesta a llegar a la montaña; me refiero a aquella plaza de tan colosales proporciones que terminaba en un paso estrecho y difícil entre dos rocas. El que lo atravesaba, apenas había salido a la otra parte, debía pasar un puente bastante largo, muy estrecho y sin barandilla, debajo del cual se abría un espantoso abismo.
            – ¡Oh! Allá está el camino que conduce al Paraíso -nos dijimos-; aquél es. ¡Vamos!
Y nos dirigimos hacia él. Algunos jóvenes comenzaron a correr dejándonos atrás. Yo hubiera querido que me esperasen, pero ellos estaban empeñados en llegar antes que nosotros; mas al llegar al paso estrecho, se detuvieron asustados sin atreverse a seguir adelante. Yo les animaba, incitándoles a pasar:

            – ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Qué hacéis?
            – Sí, sí -me respondieron-; venga usted y haga la prueba. Nos estremece la idea de tener que pasar por un lugar tan estrecho y después tener que atravesar el puente; si diésemos un paso en falso, caeríamos dentro de aquellas aguas turbulentas, encajonadas en el abismo, y nadie daría ya con nosotros.
Pero, finalmente, hubo uno que se decidió a ser el primero en avanzar, siguiéndole después otro, y así todos pasamos del lado de allá, encontrándonos al pie de la montaña. Dispuestos a emprender la subida no encontramos sendero alguno que nos la facilitase, y, al bordear la falda, nos salieron al paso multitud de dificultades e impedimentos. Unas veces era una serie de macizos desordenadamente dispuestos; otras, una roca que era necesario salvar; ora, un precipicio; ya, un seto espinoso que se oponía a nuestro paso. La subida se ofrecía cada vez más empinada, por lo que nos dimos cuenta de que era grande la fatiga que nos aguardaba. A pesar de ello, no nos desanimamos, comenzando la escalada con el mayor denuedo. Después de un corto espacio de penosa ascensión, en la que lo mismo nos servíamos de las manos que de los pies, ayudándonos recíprocamente, los obstáculos comenzaron a desaparecer y, al fin nos encontramos ante un sendero practicable por el que pudimos subir cómodamente.
            Cuando he aquí que llegamos a cierto lugar de la montaña en el que vimos a numerosa gente que sufría de manera horrible; grande fue nuestra sorpresa y compasión al observar tan extraño espectáculo. No os puedo decir lo que vi, porque os causaría una pena demasiado intensa y, por otra parte, no seríais capaces de resistir mi descripción. Nada, pues, os diré sobre esto, prosiguiendo adelante mi relato.
            Entre tanto vimos también a otras numerosas personas que subían por las laderas de la montaña hasta llegar a la cumbre, donde eran acogidas por los que las aguardaban con manifestaciones de júbilo y grandes aplausos. Al mismo tiempo, oímos una música verdaderamente divina: un conjunto de voces dulcísimas que modulaban suavísimos himnos. Esto nos animaba más y más a continuar la subida. Mientras proseguíamos adelante yo pensaba y les decía a mis muchachos:
            – ¿Pero nosotros que queremos llegar al Paraíso, estamos ya muertos? Siempre he oído decir que antes es necesario ser juzgado. ¿Y nosotros hemos sido juzgados?
            – No -me respondieron-. Nosotros estamos todavía vivos; aún no hemos sido juzgados. Y reíamos al hacer tales comentarios.
            – Sea como fuere -volví a decir-; vivos o muertos prosigamos adelante para poder ver lo que hay allá arriba; algo habrá. Y aceleramos la marcha.
            A fuerza de caminar, llegamos por fin a la cumbre de la montaña. Los que estaban ya en la cima, se aprestaban a festejar nuestra llegada, cuando me volví hacia atrás para comprobar si estaban conmigo todos los jóvenes; pero con gran dolor pude constatar que me encontraba casi solo. De todos mis compañeros, sólo tres o cuatro habían permanecido junto a mí.
            – Y los demás? -pregunté, mientras me detenía bastante contrariado.
            – ¡Oh! -me dijeron-; se han quedado por el camino, quienes, en una parte, quienes en otra; pero tal vez lleguen aquí. Miré hacia abajo y los vi esparcidos por la montaña, entretenidos unos en buscar caracoles entre las piedras; otros, en hacer ramos de flores silvestres; éstos, en arrancar frutas verdes; aquéllos, en perseguir mariposas; algunos, en perseguir grillos, no faltando quienes se habían sentado a descansar sobre un matorral bajo la sombra de una planta. Entonces comencé a gritar con todas mis fuerzas mientras me descoyuntaba los brazos por atraer la atención de aquellos muchachos, llamándoles al mismo tiempo a cada uno por su nombre, incitándoles a que se diesen prisa, pues no era aquel el momento más oportuno para detenerse. Algunos atendieron a mis indicaciones, llegando a ocho los que se juntaron a mí, pero los demás no me hicieron caso y continuaron ocupados en aquellas bagatelas, sin preocuparse de momento por escalar la cumbre. Yo no quería de ninguna manera llegar al Paraíso con tan exiguo acompañamiento; por eso, resuelto a ir en busca de los remisos, dije a los que me acompañaban:
            – Voy a bajar en busca de aquéllos; quedaos vosotros aquí.
            Dicho y hecho. A cuantos encontraba en mi bajada les ordenaba proseguir hacia arriba. A unos les hacía una advertencia; a otros, un amable reproche; a éste le daba una reprimenda; a aquél, una palmada; al otro, un empujón.
            – Seguid para arriba, por caridad -les decía afanosamente-; no os detengáis con esas bagatelas. De esta manera al encontrarme de nuevo al pie de la montaña ya había avisado a casi todos y me encontraba entre las breñas del monte que habíamos subido con tanto trabajo. Vi a algunos que, cansados por la fatiga de la ascensión y desanimados por lo que aún les quedaba por escalar, habían resuelto volver hacia abajo. Por mi parte, determiné emprender de nuevo la subida para reunirme con los jóvenes que habían quedado en la cumbre, pero tropecé con una piedra y me desperté.
            Ya os he contado el sueño. Sólo deseo de vosotros dos cosas. Os vuelvo a repetir que no contéis fuera de casa, a ninguna persona extraña, nada de cuanto os he dicho; pues, si algún extraño oyese estas cosas, tal vez las tomaría a risa. Yo os las cuento para haceros pasar un rato agradable. Comentad, pues, el sueño entre vosotros cuanto queráis, pero deseo que no le deis más importancia que la que se puede dar a los sueños. Además, quiero recomendaros otra cosa y es, que ninguno venga a preguntarme si estaba o no estaba, quién era o quién no era; qué hacía o qué dejaba de hacer, si se hallaba entre los pocos o entre los muchos, qué lugar ocupaba, etc.; porque sería repetir la música de este invierno. El contestar a tantas preguntas podría ser para algunos más perjudicial que útil y yo no quiero inquietarlas conciencias.
            Solamente os quiero hacer presente que, si el sueño no hubiese sido un sueño, sino una realidad, y en verdad hubiésemos tenido que morir entonces, entre tantos jóvenes como estáis aquí reunidos; si nos hubiésemos dirigido al Paraíso, sólo un número insignificante habría llegado a la meta. De setecientos o tal vez ochocientos, quizá tres o cuatro. Pero, no os alarméis; entendámonos. Os explicaré esta exorbitante desproporción: quiero decir que sólo tres o cuatro habrían llegado directamente al Paraíso, sin pasar algún tiempo por las llamas del Purgatorio. Algunos permanecerían en este lugar de expiación algunos minutos; otros, tal vez un día; otros, varios días o varias semanas; en resumen, que casi todos tenían que pasar un período más o menos largo allí. ¿Queréis saber qué es lo que hay que hacer para evitar el Purgatorio? Procurad ganar todas las indulgencias que podáis. Si practicáis aquellas devociones a las que van anejas indulgencias, tras cumplir los requisitos señalados se entiende; si ganáis indulgencias plenarias, iréis directamente al Paraíso.
            Don Bosco no dio de este sueño explicación alguna personal y práctica a cada uno de los alumnos, como en otras ocasiones; haciendo muy contadas reflexiones sobre las distintas escenas presentadas en el mismo. No era cosa fácil el hacerlo. Se trataba, como probaremos más adelante, de ideas plasmadas en múltiples cuadros; que lo mismo se sucedían unas a otras que aparecían simultáneamente, representando el Oratorio del presente y del futuro; a todos los alumnos de entonces en el Oratorio y a los que vendrían después, con su retrato moral y su suerte en el porvenir; a la Pía Sociedad Salesiana con su crecimiento, sus peripecias y azares; a la Iglesia Católica con las odiosas persecuciones preparadas por sus enemigos, y los triunfos que alcanzaría; y así sucesivamente con referencia a otros hechos particulares o generales.
            Ante perspectivas tan amplias, entrelazándose y confundiéndose, en el desarrollo de las escenas, hechos, personas y cosas, no podía don Bosco, no sabía exponer por entero lo que se había desarrollado tan vivamente ante su imaginación; y era conveniente, y aun justo, callar muchas cosas o manifestarlas sólo a personas prudentes, a las que podía servir este secreto de consuelo o de aviso.
            Así, pues, al exponer don Bosco a los muchachos varios sueños, de los que a su tiempo tendremos que hablar, elegía lo que les podía ser más útil, por ser ésta la intención del que inspiraba aquellas misteriosas revelaciones. Pero, de vez en cuando, don Bosco, por la honda impresión que había recibido, y también por el estudio de la selección, aludía confusamente y de pasada a otros hechos, cosas, e ideas, a veces diríase que incoherentes y ajenas a su relato, pero que revelaban ser mucho más lo que callaba que lo que decía.
            Esto había hecho precisamente en aquellos días al describir su magnífico paseo; y nosotros trataremos de explicarlo brevemente, ya con algunas palabras de don Bosco, ya con algunas reflexiones nuestras, que sometemos al discreto examen de los lectores. Diremos pues:
1.° La colina que don Bosco encuentra al principio de su camino, parece que representa el Oratorio. Prevalece en ella una vegetación joven. No existen árboles añosos de tronco alto y grueso. En todas las estaciones se recogen flores y frutos; lo mismo sucederá en el Oratorio. Este, como todas las obras de Dios, se mantiene de la beneficencia, de la cual dice el Eclesiástico en el Capítulo XL, que es como un jardín bendecido por Dios que da preciosos frutos; frutos de inmortalidad, semejante al Paraíso terrenal; entre los demás árboles estaba el árbol de la vida.
2.° El que sube a la montaña es el hombre dichoso descrito en el Salmo LXXXIII, cuya fortaleza radica toda en el Señor. A pesar de encontrarse en esta tierra, en este valle de lágrimas, ascensiones in corde suo disposuit (determinó en su corazón subir), está dispuesto a subir continuamente hasta llegar al tabernáculo del Altísimo, o sea, al cielo. Y en su compañía otros muchos. Y el legislador, Jesucristo, le bendecirá, le colmará de gracias celestiales e irá de virtud en virtud y llegará a ver a Dios en la bienaventurada Sión y será eternamente feliz.
3.° Los lagos son como el compendio de la historia de la Iglesia. Aquellos miembros innumerables, que se veían descuartizados a las orillas de los mismos, pertenecen a los perseguidores de la Iglesia, a los herejes, a los cismáticos y a los cristianos rebeldes. De ciertas palabras del sueño se deduce que don Bosco había visto algunos acontecimientos presentes y futuros. A unos cuantos en privado -dice la crónica- al hablarles el siervo de Dios de aquel valle vacío, que estaba del otro lado del lago de sangre, les dijo:

            Ese valle se ha de llenar especialmente con la sangre de los sacerdotes y pudiera ser que pronto.
            Estos días -continúa la crónica- don Bosco ha ido a visitar al Cardenal De Angelis. Su Eminencia le dijo:
            – Cuénteme algo que me cause alegría.
            – Le contaré un sueño. -le replicó don Bosco.»-Le escucharé con sumo gusto.
            El siervo de Dios comenzó a narrar lo que anteriormente hemos descrito, pero con mayor número de detalles y consideraciones; pero, al llegar a la descripción del lago de sangre, el Cardenal se tornó serio y melancólico. Entonces don Bosco interrumpió el relato diciendo:
            – ¡Aquí termino!
            – Prosiga, prosiga -le dijo el Cardenal.
            – Basta, ya basta -concluyó don Bosco y prosiguió hablando de cosas amenas.»
4.° La escena que representa el paso estrechísimo entre las dos rocas, el puentecillo de madera, símbolo de la Cruz de Jesucristo, la seguridad de pasar a la otra parte en quien está sostenido por la fe, el peligro de caer en el precipicio al avanzar sin rectitud de intención, los obstáculos de toda suerte hasta llegar al lugar en que el sendero se hace más practicable; todo esto, si no estamos en un error, se refiere a las vocaciones religiosas. Los que estaban en la plaza debían ser jovencitos llamados por Dios a servirle en la Sociedad Salesiana. En efecto, se hace constar que la gente que estaba esperando en el momento de entrar por el sendero que conducía al Paraíso, estaba contenta, parecía feliz y se divertía: características todas aplicadas de una manera especial a la juventud. Añadamos que, al subir la montaña, unos se detenían y otros volvían atrás. ¿No representa esto el enfriamiento en la propia vocación? Don Bosco dio a esta parte del sueño un significado que indirectamente podía aplicarse a la vocación, pero no creyó oportuno hablar más explícitamente de ello.
5.° En la montaña, apenas vencidos los obstáculos que se ofrecieron en su falda, el siervo de Dios vio una multitud víctima del sufrimiento. «Algunos le preguntaron privadamente -escribe don Juan Bonetti- y él les respondió:
Este lugar representa al Purgatorio. Si tuviese que hacer una plática sobre dicho tema, no haría más que describir lo que vi. Son cosas que meten miedo. Sólo diré que, entre las diversas clases de tormentos, vi a unos que eran aplastados por prensas; debajo de las cuales veíanse asomar las manos, los pies, la cabeza y los ojos se les salían de las órbitas. Quedaban deslomados, triturados e infundían un terror indescriptible en el corazón de quien los miraba.»

            Añadimos una postrera e importante observación, aplicable a este sueño y a todos los demás. En estos sueños o visiones, por así llamarlos, entra casi siempre en escena un personaje misterioso que hace de guía y de intérprete a don Bosco. -Quien podrá ser? He aquí la parte más sorprendente y bella de estos sueños que don Bosco, tras narrarlos, conservaba en el secreto de su corazón.

(MB IT VI, 864-882 / MB ES VI,853-666)