Durante la noche del día nueve al diez de abril, tuvo don Bosco otro sueño sobre las misiones, que después contó a don Miguel Rúa, a don Juan Branda y a Carlos Viglietti, con voz ahogada a veces por los sollozos. Viglietti lo escribió inmediatamente después y, por orden suya, envió una copia a don Juan Bautista Lemoyne, para que la leyese a todos los Superiores del Oratorio y sirviese de aliento general. «La copia adjunta, advertía el secretario, no es más que el esbozo de una magnífica y amplísima visión». El texto que damos a la publicidad es el de Viglietti, un poco retocado por Lemoyne, en cuanto a la forma y estilo.
Don Bosco se encontraba en las proximidades de Castelnuovo, sobre el cerro denominado Bricco del Pino, cerca del valle Sbarnau. Dirigía todas partes su mirada, pero lo único que distinguía era una densa espesura de bosque, que lo cubría todo, recubierta, al mismo tiempo, de una cantidad innumerable de hongos.
– Este, decía don Bosco, debe ser el Condado de José Rossi, o al menos merecería serlo. (Don Bosco, para despertar la hilaridad entre los alumnos, había nombrado conde de aquellas tierras al coadjutor José Rossi.)
Y en efecto, después de algún tiempo descubrió a Rossi que, muy serio, contemplaba desde un cerro los valles que se extendían a sus pies. El siervo de Dios lo llamó, pero él no respondió más que con una mirada, como quien está preocupado.
Don Bosco, volviéndose hacia otra parte, vio a don Miguel Rúa, el cual de la misma manera que Rossi, permanecía con toda seriedad sentado, descansando.
Don Bosco llamó a entrambos, pero ellos continuaron silenciosos y no respondieron ni con un ademán.
Entonces descendió de aquel montículo y, después de caminar un rato, llegó a otro desde cuya altura descubrió una selva, pero cultivada y atravesada por caminos y senderos. Desde allí dirigió su mirada alrededor, proyectándola hasta el horizonte, pero, antes que la retina, quedó impresionado su oído por el alboroto que hacía una turba incontable de niños.
A pesar de cuanto hacía por descubrir de dónde procedía aquel ruido, no veía nada; después, a aquel rumor sucedió un griterío como el que estalla al producirse una catástrofe. Finalmente vio una inmensa cantidad de jovencitos, los cuales, corriendo a su alrededor, le decían:
– ¡Te hemos esperado, te hemos esperado mucho tiempo, pero finalmente estás aquí; ahora estás entre nosotros y no te dejaremos escapar!
Don Bosco no comprendía nada y pensaba qué querrían de él aquellos niños; pero mientras permanecía como atónito en medio de ellos, vio un inmenso rebaño de corderos conducidos por una pastorcilla, la cual, una vez que hubo separado los jóvenes y las ovejas y colocado a los unos en una parte y a las ovejas en otra, se detuvo junto a él y le dijo:
– ¿Ves todo lo que tienes delante?
– Sí que lo veo, replicó el siervo de Dios.
– Pues bien, ¿te acuerdas del sueño que tuviste a la edad de diez años?
– ¡Oh, es muy difícil recordarlo! Tengo la mente cansada, no lo recuerdo bien ahora.
– Bien, bien; reflexiona y lo recordarás.
Después, haciendo que los muchachos se acercasen a Don Bosco, le dijo:
– Mira ahora hacia esa parte, dirige allá tu mirada; haced vosotros lo mismo y leed lo que veáis escrito… Y bien, ¿qué veis?
– Veo, contestó el siervo de Dios, montañas, colinas, y más allá más montañas y mares.
Un niño dijo:
– Yo leo: Valparaíso.
– Yo, Santiago, dijo otro.
– Yo, añadió un tercero, leo las dos cosas.
– Pues bien, continuó la pastorcilla, parte ahora desde aquel punto y sabrás la norma que han de seguir los Salesianos en el porvenir.
Vuélvete ahora hacia esta parte, tira una línea visual y mira.
– Veo montañas, colinas, mares…
Y los jóvenes afinaban la vista exclamando a coro:
– Leemos Pekín.
Don Bosco vio entonces una gran ciudad. Estaba atravesada por un río muy ancho sobre el cual había construidos algunos puentes muy grandes.
– Bien, dijo la doncella que parecía su Maestra, ahora tira una línea desde una extremidad a la otra, desde Pekín a Santiago, haz centro en corazón de África y tendrás una idea exacta de cuanto deben hacer los Salesianos.
– Pero ¿cómo hacer todo esto?, exclamó don Bosco. Las distancias son inmensas, los lugares difíciles y los Salesianos pocos.
– No te preocupes. ¿No ves allá cincuenta misioneros preparados? ¿Y más allá no ves más y muchos más aún? Traza una línea desde Santiago al África Central. ¿Qué ves?
– Diez centros de misión.
– Bien; estos centros que ves serán casas de estudio y de noviciado que se dedicarán a la formación de los misioneros que han de trabajar en estas regiones. Y ahora vuélvete hacia esta parte. Aquí verás otros diez centros desde el corazón del África a Pekín. También estas casas proporcionarán misioneros a todas estas otras regiones. Allá está Hong- Kong, allí Calcuta, más allá Madagascar. En todas estas ciudades y otras más habrá numerosas casas, colegios y noviciados. Don Bosco escuchaba mientras observaba detenidamente todo aquello, después dijo:
– ¿Y dónde encontrar tanta gente y cómo enviar misioneros a esos lugares? En esos países existen salvajes que se alimentan de carne
humana; hay herejes y perseguidores de la Iglesia: ¿cómo hacer?
– Mira, replicó la pastorcilla, es menester que emplees toda tu buena voluntad. Sólo tienes que hacer una cosa: recomendar que mis hijos cultiven constantemente la virtud de María.
– Bien, sí; me parece haber entendido. Repetiré a todos tus palabras.
– Y guárdate del error actual, o sea el de mezclar a los que estudian las artes humanas con los que se dedican al estudio de las artes divinas, pues la ciencia del cielo no quiere estar unida a las cosas de la tierra.
Don Bosco quería continuar hablando, pero la visión desapareció; el sueño había terminado.
(MB IT XVIII, 71-74 / MB ES 69-72)
🕙: 4 min.