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El sueño de Don Bosco en la víspera de la partida de los misioneros hacia América es un evento lleno de significado espiritual y simbólico en la historia de la Congregación Salesiana. Durante esa noche entre el 31 de enero y el 1 de febrero, Don Bosco tuvo una visión profética que destaca la importancia de la piedad, del celo apostólico y de la plena confianza en la Providencia Divina para el éxito de la misión. Este episodio no solo animó a los misioneros, sino que también consolidó la convicción de Don Bosco sobre la necesidad de expandir su obra más allá de las fronteras italianas, llevando educación, apoyo y esperanza a las nuevas generaciones en tierras lejanas.


Se acercó, entre tanto, a la víspera de la partida. A lo largo de toda la jornada, seguía don Bosco con la idea puesta en Monseñor y los otros que iban a marchar tan lejos, y en la absoluta imposibilidad de acompañarlos, como las veces anteriores, hasta el embarque. Esto y más aún la imposibilidad de darles al menos el adiós en la iglesia de María Auxiliadora le causaban sobresaltos de conmoción, que por momentos le oprimían y le dejaban abatido. Y he aquí que, en la noche del treinta y uno de enero al primero de febrero, tuvo un sueño semejante al de 1883 sobre las Misiones. Lo contó a don Juan Bautista Lemoyne, el cual lo escribió inmediatamente. Es el siguiente:

Me pareció acompañar a los misioneros en su viaje. Hablamos durante unos momentos antes de salir del Oratorio. Todos estaban a mi alrededor y me pedían consejo; y me pareció que les decía:
– No con la ciencia, no con la salud, no con las riquezas, sino con el celo y la piedad, haréis mucho bien, promoviendo la gloria de Dios y la salvación de las almas. Poco antes estábamos en el Oratorio y después, sin saber qué camino habíamos seguido y de qué medios habíamos usado, nos encontramos inmediatamente en América. Al llegar al final del viaje, me vi sólo en medio de una extensísima llanura, colocada entre Chile y la República Argentina. Mis queridos misioneros se habían dispersado tanto por aquel espacio sin límites que apenas si los distinguía. Al contemplarlos, quedé maravillado, pues me parecían muy pocos. Después de haber mandado tantos Salesianos a América, pensaba que vería un mayor número de misioneros. Pero seguidamente, reflexionando, comprendí que el número era pequeño porque se habían distribuido por muchos sitios, como simiente que debía ser transportada a otro lugar para ser cultivada y para que se multiplicase.
Aparecían en aquella llanura muchas y. numerosas calles formadas por casas levantadas a lo largo de las mismas. Aquellas calles no eran como las de esta tierra, ni las casas como las de este mundo. Eran objetos misteriosos y diría casi espirituales. Las calles se veían recorridas por vehículos o por otros medios de locomoción que, al correr, adoptaban mil aspectos fantásticos y mil formas diversas, aunque todas magníficas y estupendas, tanto que no sería capaz de describir ni una sola de ellas. Observé con estupor que los vehículos, al llegar junto a los grupos de las casas, a los pueblos, a las ciudades, pasaban por encima, de manera que el que en ellos viajaba veía al mirar hacia abajo los tejados de las casas, las cuales, aunque eran muy elevadas, estaban muy por debajo de aquellos caminos, que mientras atravesaban el desierto estaban adheridos al suelo y, al llegar a los lugares habitados, se convertían en caminos aéreos, como formando un mágico puente. Desde allá arriba, se veían los habitantes en las casas, en los patios, en las calles y en los campos, ocupados en labrar sus tierras.
Cada una de aquellas calles conducía a una de nuestras Misiones. Al fondo de un camino larguísimo que se dirigía hacia Chile, vi una casa 1 con muchos Salesianos, los cuales se ejercitaban en la ciencia, en la piedad, en los diferentes artes y oficios y en la agricultura. Hacia el Mediodía estaba la Patagonia. En la parte opuesta, de una sola ojeada, pude ver todas nuestras casas de la República Argentina. Las del Uruguay, Paysandú, Las Piedras, Villa Colón; en Brasil pude ver el Colegio de Niterói y muchos otros institutos esparcidos por las provincias de aquel imperio. Hacia Occidente se abría una última y larguísima avenida que, atravesando ríos, mares y lagos, conducía a países desconocidos. En esta región, vi pocos Salesianos. Observé con atención y pude descubrir solamente a dos.

En aquel momento, apareció junto a mí un personaje de noble aspecto, un poco pálido, grueso, de barba rala y de edad madura. Iba vestido de blanco, con una especie de capa color rosa bordada con hilos de oro. Resplandecía en toda su persona. Reconocí en él a mi intérprete.
– ¿Dónde nos encontramos?, le pregunté señalándole aquel último país.
– Estamos en Mesopotamia, me replicó.
– ¿En Mesopotamia?, le repliqué. Pero, si esto es la Patagonia.
– Te repito, me replicó, que esto es Mesopotamia.
– Pues a pesar de ello… no logro convencerme.
– Pues así es: Esto es Me… so… po… ta… mia, concluyó el intérprete silabeando la palabra, para que me quedase bien impresa en la memoria.
– ¿Y por qué los Salesianos que veo aquí son tan pocos?
– Lo que no hay ahora, lo habrá con el tiempo, contestó mi intérprete.
Yo, entretanto, siempre de pie en aquella llanura, recorría con la vista aquellos caminos interminables y contemplaba con toda claridad, pero de manera inexplicable, los lugares que están y estarán ocupados por los Salesianos. ¡Cuántas cosas magníficas! Todos los detalles topográficos anteriores y los que siguen, parecen indicar la casa de Fortín Mercedes, a la orilla izquierda del Colorado. Es la casa de formación de la Inspectoría de San Francisco Javier, con estudiantado numeroso, escuelas profesionales, escuela de agricultura, y santuario, meta de peregrinaciones. ¡Vi todos y cada uno de los colegios! Vi como en un solo punto el pasado, el presente y el porvenir de nuestras misiones. De la misma manera que lo contemplé todo en conjunto de una sola mirada, lo vi también particularmente, siéndome imposible dar una idea, aunque somera, de aquel espectáculo. Solamente lo que pude contemplar en aquella llanura de Chile, de Paraguay, de Brasil, de la República Argentina, sería suficiente para llenar un grueso volumen, si quisiese dar una breve noticia de todo ello. Vi también en aquella amplia extensión, la gran cantidad de salvajes que están esparcidos por el Pacífico hasta el golfo de Ancud, por el Estrecho de Magallanes, Cabo de Hornos, Islas de San Diego, en las islas Malvinas. Toda la mies destinada a los Salesianos. Vi que entonces los Salesianos sembraban solamente, pero que nuestros seguidores cosecharían. Hombres y mujeres vendrán a reforzarnos y se convertirán en predicadores. Sus mismos hijos, que parece imposible puedan ser ganados para la fe, se convertirán en evangelizadores de sus padres y de sus amigos. Los Salesianos lo conseguirán todo con la humildad, con el trabajo, con la templanza. Todas las cosas, que yo contemplaba en aquel momento y que vi seguidamente, se referían a los Salesianos, su regular establecimiento en aquellos países, su maravilloso aumento, la conversión de tantos indígenas y de tantos europeos allí establecidos. Europa se volcará hacia América del Sur. Desde el momento en que en Europa se empezó a despojar a las iglesias de sus bienes, comenzó a disminuir el florecimiento del comercio, el cual fue e irá cada vez más de capa caída. Por lo que los obreros y sus familias, impulsados por la miseria, irán a buscar refugio en aquellas nuevas tierras hospitalarias.
Una vez contemplado el campo que el Señor nos tiene destinado y el porvenir glorioso de la Congregación Salesiana, me pareció que me ponía en viaje para regresar a Italia. Era llevado a gran velocidad por un camino extraño, altísimo, y de esa manera llegué al Oratorio. Toda la ciudad de Turín estaba bajo mis pies y las casas, los palacios, las torres me parecían bajas casucas: tan alto me encontraba. Plazas, calles, jardines, avenidas, ferrocarriles, los muros que rodean la ciudad, los campos, las colinas circundantes, las ciudades, los pueblos de la provincia, la gigantesca cadena de los Alpes cubierta de nieve estaban bajo mis pies y ofrecían a mis ojos un espectáculo maravilloso. Veía a los jóvenes allá en el Oratorio, tan pequeños que parecían ratoncitos. Pero su número era extraordinariamente grande; sacerdotes, clérigos, estudiantes, maestros de talleres lo llenaban todo; muchos partían en procesión y otros llegaban a ocupar las vacantes dejadas por los que se marchaban. Era un ir y venir continuo.
Todos iban a concentrarse en aquella extensísima llanura entre Chile y la República Argentina, de la cual había vuelto en un abrir y cerrar de ojos. Yo lo contemplaba todo. Un joven sacerdote, parecido a nuestro don José Pavía, pero que no lo era, con aire afable, palabra cortés y de cándido aspecto y encarnadura de niño, se acercó a mí y me dijo:
– He aquí las almas y los países destinados a los hijos de San Francisco de Sales. Yo estaba maravillado al ver la inmensa multitud que se había concentrado allí en un momento, desapareciendo seguidamente, sin que se distinguiese apenas en la lejanía la dirección que había tomado.

Ahora noto que, al contar mi sueño, lo hago a grandes rasgos, no siéndome posible precisar la sucesión exacta de los magníficos espectáculos que se me ofrecían a la vista y las varias circunstancias accesorias. El ánimo desfallece, la memoria flaquea, la palabra es insuficiente. Además del misterio que envolvía aquellas escenas, éstas se alternaban, se mezclaban, se repetían según diversas Concentraciones y divisiones de los misioneros y el acercarse o alejarse de ellos a aquellos pueblos llamados a la fe y a la conversión. Lo repito: veía en un solo punto el presente, el pasado y el futuro de aquellas misiones, con todas sus fases, peligros, éxitos, contrariedades y desengaños momentáneos que acompañaban a este apostolado. Entonces lo comprendía claramente todo, pero ahora es imposible deshacer esta intriga de hechos, de ideas, de personajes. Sería como quien quisiese condensar en un solo capítulo y reducir a un solo hecho y a una unidad el espectáculo del firmamento, describiendo el movimiento, el esplendor, las propiedades de todos los astros con sus relaciones y leyes particulares y recíprocas; mientras que un solo astro proporcionaría materia suficiente para ocupar la atención estudiosa de la mente mejor dotada. Y he de hacer notar que aquí se trata de cosas que no tienen relación con los objetos materiales.
Reanudemos, pues, el relato: dije que quedé maravillado al ver desaparecer tan inmensa multitud. Monseñor Cagliero estaba en aquel momento a mi lado. Algunos misioneros permanecían a cierta distancia. Otros estaban a mi alrededor, en compañía de un buen número de Cooperadores Salesianos, entre los cuales distinguí a Monseñor Espinosa, al Doctor Torrero, al Doctor Carranza y al Vicario General de Chile. Entonces el intérprete de siempre vino hacia mí, mientras yo hablaba con monseñor Cagliero y con muchos otros intentando aclarar si aquel hecho encerraba algún significado. De la manera más cortés, el intérprete me dijo:
– Escucha y verás.
Y he aquí que, al instante, aquella extensa llanura se convirtió en un gran salón. Yo no sería capaz de describir su magnificencia y riqueza. Solamente diré que, si alguien intentase dar una idea de ella y lo consiguiese, ningún hombre podría soportar su esplendor ni aun con la imaginación. Su amplitud era tal que no se podía abarcar con la vista, ni se podían ver sus muros laterales. Su altura era inconmensurable. Su bóveda terminaba en arcos altísimos, amplios y resplandecientes en sumo grado, sin que se distinguiese el lugar sobre el que se apoyaban. No existían pilastras ni columnas. En general, parecía que la cúpula de aquella gran sala fuese de candidísimo lino a guisa de tapiz. Lo mismo habría que decir del pavimento. No había luces, ni sol, ni luna, ni estrellas, pero sí un resplandor general que se difundía igualmente por todas partes. La misma blancura del lino resplandecía y hacía visible y amena cada una de las partes del salón, su ornamentación, las ventanas, la entrada, la salida. Se sentía en todo el ambiente una suave fragancia mezclada con los más gratos olores.
Un fenómeno se produjo en aquel momento. Una serie de pequeñas mesas formaban una sola de longitud extraordinaria. Las había dispuestas en todas las direcciones y todas convergían en un único centro. Estaban cubiertas de elegantísimos manteles y, sobre ellas, se veían colocados hermosísimos floreros con multiformes y variadas flores.
La primera cosa que notó monseñor Cagliero fue:
– Las mesas están aquí, pero ¿y los manjares? En efecto, no había preparada comida alguna, ni bebida de ninguna especie, ni había tampoco platos, ni copas, ni recipientes en los cuales se pudiesen colocar los manjares. Tal vez quería decir monseñor Domingo Cruz, Vicario Capitular de la diócesis de Concepción. El intérprete replicó entonces: – Los que vienen aquí neque sitient, neque esurient amplius (Ya no tendrán hambre ni sed Ap 7.16.)

Dicho esto, comenzó a entrar gente, vestida de blanco, con una sencilla cinta a manera de collar, de color rosa, recamada de hilos de oro que les ceñía el cuello y las espaldas. Los primeros en entrar formaban un número limitado, sólo un pequeño grupo. Apenas penetraban en aquella gran sala se iban sentando en torno a la mesa para ellos preparada, cantando: ¡Viva! ¡Triunfo! Y entonces comenzó a aparecer una variedad de personas, grandes y pequeños, hombres y mujeres, de todo género, de diversos colores, formas y actitudes, resonando los cánticos por todas partes. Los que estaban ya colocados en sus puestos cantaban: ¡Viva! Y los que iban entrando: ¡Triunfo! Cada turba que penetraba en aquel local representaba a una nación o sector de nación que sería convertida por los misioneros.

Di una ojeada a aquellas mesas interminables y comprobé que había sentadas junto a ellas muchas hermanas nuestras y gran número de nuestros hermanos. Estos no llevaban distintivo alguno que proclamase su calidad de sacerdotes, clérigos o religiosas, sino que, al igual de los demás, tenían la vestidura blanca y el manto de color rosa. Pero mi admiración creció de pronto cuando vi a unos hombres de aspecto tosco, con el mismo vestido que los demás, cantando: ¡Viva! ¡Triunfo!
Entonces nuestro intérprete dijo:
– Los extranjeros y los salvajes, que bebieron la leche de la palabra divina de sus educadores, se hicieron propagandistas de la palabra de Dios.
Vi, en medio de la multitud, grupos de muchachos con aspecto rudo y extraño, y pregunté:
– ¿Y estos niños que tiene una piel tan áspera que parece la de los sapos, pero tan bella y de un color tan resplandeciente? ¿Quiénes son?
El intérprete respondió:
– Son los hijos de Cam que no han renunciado a la herencia de Leví. Estos reforzarán los ejércitos para defender el reino de Dios que ha llegado finalmente a nosotros. Su número era reducido, pero los hijos de sus hijos lo han acrecentado. Ahora escuchad y ved, pero no podréis entender los misterios que contemplaréis.
Aquellos jovencitos pertenecían a la Patagonia y al África Meridional.
Entretanto aumentaron tanto las filas de los que penetraron en aquella sala extraordinaria, que todos los asientos aparecían ocupados. Sillas y escaños no tenían una forma determinada, sino que tomaban la que cada uno quería. Cada uno estaba contento del lugar que ocupaba y del que ocupaban los demás.
Y he aquí que, mientras de todas partes salían voces de: ¡Viva! ¡Triunfo!, llegó finalmente una gran turba que, en actitud festiva, venía al encuentro de los que ya habían entrado, cantando: ¡Aleluya, gloria, triunfo!
Cuando la sala apareció completamente llena y los millares de reunidos eran incontables, se hizo un profundo silencio y, seguidamente, aquella multitud comenzó a cantar dividida en coros diversos:
El primer coro: Appropinquavit in nos regnum Dei (El reino de Dios está cerca, Lc. 10:11), laetentur Coeli et exultet terra (Alégrense los cielos, exulte la tierra, 1 Cr 16:31), Dominus regnavit super nos, alleluia (El Señor reinó sobre nosotros).

El segundo coro: Vicerunt et ipse Dominus dabit edere de ligno vitae et non esurient in aeternum, alleluia (Al vencedor daré a comer del árbol de la vida, y no tendrá hambre para siempre, aleluya, Ap. 2:7)

Y un tercer coro: Laudate Dominum omnes gentes, laudate eum omnes populi (Todos los pueblos alaben al Señor, todos los pueblos canten su alabanza, Sal 117:1)

Mientras cantaban estas y otras cosas alternando los unos con los otros, de pronto se hizo por segunda vez un profundo silencio. Después comenzaron a resonar voces
que procedían de lo alto y de lejos. El sentido del cántico era éste y la armonía que le acompañaba era difícil de expresar: Soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (sólo a Dios honor y gloria por los siglos de los siglos 1Ti 1:17). Otros coros, que resonaban siempre en la altura y desde muy lejos, respondían a estas voces: Semper gratiarum actio illi qui erat, est et venlurus est. Illi eucharistia, illi soli honor sempiternus (Acción de gracias eterna a Aquel que era, que es y que ha de venir. A Él la Eucaristía, sólo a Él el honor eterno).

Pero, en aquel momento, los coros bajaron y se acercaron. Entre aquellos músicos celestes estaba Luis Colle. Los que estaban en la sala comenzaron entonces a cantar y se unieron, mezclándose las voces de manera que semejaban instrumentos músicos maravillosos, con unos sonidos cuya extensión no tenía límites. Aquella música parecía compuesta al mismo tiempo por mil notas y mil grados de elevación que se unían formando un solo acorde. Las voces altas subían de una manera imposible de imaginar. Las voces de los que estaban en la sala bajaban sonoras y alcanzaban escalas difíciles de expresar. Todos formaban un coro único, una sola armonía, pero tanto los bajos como los contraltos eran de tal gusto y belleza y penetraban en los sentidos produciendo tal efecto, que el hombre se olvidaba de su propia existencia y yo caí de rodillas a los pies de monseñor Cagliero exclamando:
– ¡Oh, Cagliero! ¡Estamos en el Paraíso!
Monseñor Cagliero me tomó por la mano y me dijo:
– No es el Paraíso, es una sencilla, una débil figura de lo que en realidad será el Paraíso.

Entretanto las voces humanas de los dos grandiosos coros proseguían y cantaban con indecible armonía: Soli Deo honor et gloria et triumphus, alleluia, in aeternum, in aeternum! (Sólo a Dios el honor, la gloria y la victoria, aleluya, por los siglos de los siglos). Aquí me olvidé de mí mismo y no sé qué fue de mí. Por la mañana, a duras penas me podía levantar del lecho; apenas me daba cuenta de lo que hacía cuando me dirigía a celebrar la Santa Misa.

El pensamiento principal, que me quedó grabado después de este sueño, fue el de dar a monseñor Cagliero y a mis queridos misioneros un aviso de suma importancia relacionado con la suerte futura de nuestras Misiones: – Todas las solicitudes de los Salesianos y de las Hijas de María Auxiliadora han de encaminarse a promover vocaciones eclesiásticas y religiosas.
(MB IT XVII, 299-305 / MB ES 260-265)