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El corazón del sabio sabe el cuándo y el cómo. Porque todo asunto tiene su cuándo y su cómo. Pues es grande el peligro que acecha al hombre, ya que éste ignora lo que está por venir, pues lo que está por venir, ¿quién va a anunciárselo?»
Que don Bosco poseía este conocimiento propio del corazón del sabio y no le era oculto lo que le interesaba del pasado ni del futuro, nos lo demuestra una vez más la persuasión que inspiró las crónicas de don Domingo Ruffino, don Juan Bonetti y las memorias escritas por don Juan Cagliero, por don César Chiala y otros, testigos todos ellos que oyeron las palabras del siervo de Dios. Con singular concordancia nos exponen otro sueño contado por él, en el cual vio su Oratorio de Valdocco y los frutos que producía, la condición de los alumnos ante los ojos de Dios; a los que eran llamados al estado eclesiástico o al estado religioso en la Pía Sociedad, o a vivir en el estado laical y el porvenir de la naciente Congregación.


            Soñó, pues, don Bosco la noche precedente al 2 de mayo y el sueño le duró casi seis horas. Apenas amaneció, se levantó del lecho para tomar algunos apuntes sobre las escenas principales y anotar 1 Eclesiastés, VIII, 6, 7. los nombres de algunos personajes que había visto desfilar a través de su fantasía mientras dormía. En la narración de dicho sueño invirtió tres sesiones consecutivas, hablando a sus jóvenes desde la tribuna que le solían colocar debajo del pórtico, una vez rezadas las oraciones de costumbre.
            El 2 de mayo estuvo hablando por espacio de unos tres cuartos de hora. El exordio, como sucedía siempre que comenzaba una de estas narraciones, parece un poco confuso y extraño, lo que juzgamos natural, por razones que hemos expuesto ya en otros lugares, y las que ofreceremos al juicio de nuestros lectores.
            Comenzó, pues, el siervo de Dios a hablar así a los jóvenes.

            Este sueño se refiere solamente a los estudiantes. Muchísimas cosas de las que vi en él no sería capaz de describirlas, por falta de inteligencia y por insuficiencia de palabras.
            Me parecía haber salido de mi casa de I Becchi. Me dirigía por un sendero que conducía a un pueblo próximo a Castelnuovo, llamado Capriglio. Quería visitar un campo arenoso de nuestra propiedad, que estaba situado en un vallecillo detrás del caserío llamado Valcappone; la cosecha de este campo apenas si produce para pagar los impuestos. En mi niñez estuve varias veces trabajando en aquel sitio.
            Había recorrido ya un buen trecho de camino, cuando cerca de aquel campo me encontré con un buen hombre, como de unos cuarenta años, de estatura ordinaria, barba larga y bien cuidada y de rostro moreno. Vestía un traje que le llegaba hasta las rodillas, llevaba ceñidos los costados y sobre la cabeza una especie de gorrito blanco. Se hallaba en actitud de quien espera a alguien. El tal me saludó familiarmente como si yo fuese para él persona conocida desde mucho tiempo; después me preguntó:
            – ¿Adónde vas?
            Mientras detenía el paso, le repliqué:
            – Voy a ver un campo que tenemos por estos contornos. Y tú, ¿qué haces aquí?
            – No seas curioso -me contestó-. No necesitas saberlo.
            – Bien. Pero al menos haz el favor de decirme tu nombre y quién eres, pues me he dado cuenta de que me conoces. Yo, en cambio, no te conozco.
            – No hace falta que te diga ni mi nombre, ni mis cualidades. Ven. Prosigamos juntos.
            Me puse en camino con él y, después de avanzar unos pasos, me vi en un extenso campo cubierto de higueras. Mi compañero me dijo:
            – ¿No ves qué hermosos higos hay aquí? Si quieres puedes tomar y comer los que quieras.
            Yo le respondí maravillado:
            – En este campo nunca hubo higos.
            Y él respondió:
            – Pues ahora los hay; ahí los tienes.
            – Pero no están maduros; todavía no es tiempo de higos.
            – Pues a pesar de ello, mira; los hay ya muy hermosos y en su punto; si quieres probarlos date prisa porque se hace tarde.
            Y como yo no me movía, mi amigo insistió:
            – Date prisa; no pierdas tiempo, que se acerca la noche.
            – Pero por qué me das tanta prisa? No, no quiero higos; me agrada verlos, regalarlos, pero no me son agradables al paladar.
            – Si es así, sigamos adelante; pero recuerda lo que dice el Evangelio de San Mateo, cuando habla de los grandes acontecimientos que sucederán a Jerusalén. Decía Cristo a los Apóstoles: Ab arbore fici discite parabolam. Cum jam ramus ejus tener fuerit et folia nata, scitis quia prope est aestas. (Aprended la enseñanza de la higuera: cuando ya esté tierna su rama y salgan las hojas, sabed que ya está cerca el verano). Y ahora está muy cerca, puesto que los higos comienzan a madurar.
           
            Reemprendimos la marcha y he aquí que apareció otro campo plantado de viñas. El desconocido me dijo inmediatamente:
            – Quieres uvas? Si no te agradan los higos, ahí tienes uvas: toma y come.
            – ¡Oh! Ya las cortaremos a su tiempo de la cepa.
            – Pues aquí también las hay.
            – ¡A su tiempo!, -le respondí.
            – ¿Pero no ves cuánta uva madura?
            – ¿Posible? ¿Y en esta estación?
            – Date prisa, que se hace tarde y no hay tiempo que perder.
            – Qué prisa tenemos? Con tal de que al final del día me encuentre en mi casa…
            – Te repito que te des prisa, pues pronto se hace de noche.
            – Si se hace de noche volverá otra vez el día.
            – No es cierto; ya no volverá otra vez el día.
            – ¿Cómo? ¿Qué es lo que quieres decir?
            – Que se acerca la noche.
            – Pero de qué noche me estás hablando? ¿Quieres decir que debo preparar la maleta para partir? ¿Qué debo ir pronto a mi eternidad?
            – Se aproxima la noche: dispones de muy poco tiempo.
            – Dime al menos si será pronto. ¿Cuándo he de partir?
            – No seas tan curioso. Non plus sápere quam oportet sápere. (No saber más de lo que es necesario saber).
            – Así decía mi madre a los entrometidos, pensé para mí, y después proseguí en alta voz. -Por ahora no quiero uvas.
            Seguimos avanzando lentamente y, tras breve caminar, llegamos al campo de nuestra propiedad, en el que encontramos a mi hermano José cargando un carro. Al verme se acercó para saludarme; después saludó a mi compañero, pero viendo que éste no respondía al saludo ni le hacía caso, me preguntó si el tal había sido condiscípulo mío:
            – No, -le dije- es la primera vez que le veo.
            Entonces José le dirigió de nuevo la palabra diciéndole:
            – Oiga, por favor, dígame su nombre; tenga la bondad de contestarme; que yo sepa con quien hablo. Pero el guía continuaba sin hacerle caso. Mi hermano, extrañado, se dirigió nuevamente a mí para preguntarme:
            – Pero ¿quién es éste?
            – No lo sé, no ha querido decírmelo.
            Ambos insistimos para que nos dijese de dónde venía, pero el otro volvió a repetir: Non plus sápere quam oportet sápere.
            Entretanto mi hermano se había alejado y no volví a verle, mientras que el desconocido, dirigiéndose a mí, me dijo: -Quieres ver algo extraordinario?
            – De buena gana, -respondí.
            – Quieres ver a tus muchachos tal y como son actualmente? ¿Cómo serán en el futuro? ¿Quieres contarlos?
            – ¡Oh!, sí, sí.
            – Pues, ven.


I

            Entonces sacó no sé de dónde una gran máquina, que no sabría describir, la cual constaba de una gran rueda. Y mientras la colocaba en el suelo le pregunté:
            – ¿Qué significa esa rueda?
            – La eternidad en las manos de Dios, -me respondió. Y tomando la manivela de aquella rueda, la hizo girar. Después me dijo:
            – Toma el manubrio y dale una vuelta.
            Así lo hice y después mi acompañante añadió:
            – Ahora mira dentro.
            Observé la máquina y vi que tenía un gran cristal en forma de lente, casi de un metro y medio de diámetro, emplazado en el centro de la misma y fijo en la rueda. Alrededor de la lente se leía: Hic est oculus qui humilia respicit in coelo et in terra. (Este es el ojo que ve las cosas humildes en el cielo y en la tierra). Inmediatamente apliqué la cara a la lente. Miré y ¡oh, espectáculo maravilloso! Vi en el interior de aquel artefacto a todos mis jóvenes del Oratorio. -Pero ¿cómo es posible? -me decía para mí. Hasta ahora no vi a ninguno de mis hijos en esta región y ahora los contemplo a todos reunidos. Pero ¿no están en Turín? Miré por encima y por los lados de la máquina, pero fuera de la lente no veía a nadie. Levanté el rostro para expresar mi admiración al compañero, pero, apenas pasados unos instantes, me ordenó que diese una segunda vuelta a la manivela, y vi una singular y extraña separación de jóvenes. A un lado los buenos y a otro los malos. Los primeros radiantes de felicidad; los otros, que afortunadamente no eran muchos, daban compasión. Yo los reconocí a todos, pero ¡qué distintos eran de lo que los compañeros creían! Unos tenían la lengua agujereada; otros los ojos completamente extraviados; quienes sufrían dolor de cabeza producido por repugnantes úlceras, no faltando los que tenían el corazón roído por los gusanos. Cuanto más los miraba, más afligido me sentía. -Pero es posible que estos sean mis hijos? -exclamé-. No comprendo lo que pueden significar estas extrañas enfermedades.
            Al escuchar estas palabras, el que me había conducido a la rueda me dijo:
            – Escúchame: la lengua agujereada significa las malas conversaciones; la vista extraviada, los que interpretan o juzgan de una manera torcida los designios de Dios, prefiriendo la tierra al cielo; la cabeza enferma representa el menosprecio de tus avisos y consejos y la satisfacción de los propios caprichos; los gusanos son las malas pasiones que corroen el corazón; también están ahí los sordos, los que no quieren escuchar tus palabras para no ponerlas en práctica. Después me hizo una señal, y yo, dando una tercera vuelta a la rueda apliqué el ojo a la lente del aparato. Vi entonces a cuatro jóvenes atados con gruesas cadenas. Los observé atentamente y los conocí a los cuatro. Pedí explicación al desconocido y me respondió:
            – Lo puedes comprender fácilmente: son los que no escuchan tus consejos y, si no cambian de conducta, corren el peligro de ir a parar a la cárcel y acabar en ella sus días por sus delitos o graves desobediencias.
            – Desearía tomar nota de sus nombres para no olvidarlos -le dije-, pero el amigo me respondió:
            – No hace falta; están ya todos anotados; aquí los tienes escritos en este cuaderno.
            Entonces me di cuenta de que mi acompañante tenía un cuadernillo en la mano. Me ordenó que diese otra vuelta al manubrio y, después de hacerlo, me puse nuevamente a mirar. Vi a otros siete jóvenes, todos de aspecto huraño y desconocido, con un candado que les cerraba los labios. Tres de ellos se tapaban también los oídos con las manos. Me separé entonces del cristal y quise anotar con lápiz sus nombres, pero aquel hombre me volvió a decir:
            – No hace falta; aquí los tienes escritos en este cuaderno que llevo siempre conmigo. Y se opuso en absoluto a que escribiese. Yo, lleno de estupor y dolorido por aquella actitud, pregunté el significado de aquel candado que cerraba los labios de aquellos infelices.
            El me respondió:
            – No lo entiendes? Estos son los que se callan.
            – Pero ¿qué es lo que callan?
            – ¡Callan!
            Entonces comprendí que se trataba de la Confesión. Eran los que incluso, cuando el confesor les pregunta, no responden, o responden evasivamente, o faltan a la verdad. Dicen sí cuando deben responder no y viceversa.
            El amigo continuó:
            – ¿Ves aquellos tres que, además de llevar un candado en la boca, se tapan los oídos con las manos? ¡Qué condición tan deplorable la suya! Esos son los que no solamente callan pecados en la confesión, sino que además no quieren escuchar de ninguna manera los avisos, los consejos, las órdenes del confesor. Son los que no prestarán oído a tus palabras, aunque parezca que las escuchan y que están dispuestos a obrar diversamente. Podrían quitarse las manos de donde las tienen, pero no quieren hacerlo. Los otros cuatro escucharon tus consejos, tus exhortaciones, pero no se aprovecharon de ellas.
            – Y cómo haría para quitarles ese candado?
            – Eiiciatur superbia e cordibus eorum. (Échese la soberbia de sus corazones).
            – Amonestaré a éstos, -proseguí-, pero para los que se tapan los oídos con las manos hay pocas esperanzas.
            Aquel hombre me dio después un consejo; a saber, que cuando dijese dos palabras desde el púlpito, una fuera sobre la manera de confesarse bien; y por mi parte prometí obedecerle. No diré que solamente hablaré de esto, porque me haría pesado, pero sí que inculcaré con frecuencia una práctica tan necesaria. En efecto, es mucho mayor el número de los que se condenan por confesarse mal que los que van al infierno por no confesarse, porque aún los malos alguna vez se confiesan, pero son muchísimos los que no se confiesan bien.
            El personaje misterioso me hizo dar otra vuelta a la manivela.
            Miré después y vi a otros tres jóvenes en una situación espantosa. Cada uno de ellos tenía un mono enorme sobre las espaldas. Al observar atentamente pude comprobar que aquellos animales tenían cuernos. Cada uno de ellos con las patas delanteras apretaba fuertemente las gargantas de sus infelices víctimas, de forma que el rostro de aquellos desgraciados muchachos se tornaba de un color rojo sanguinolento, y sus ojos, inyectados en sangre, parecía que iban a saltar de sus órbitas. Con las patas de atrás les apretaban los muslos de manera que a duras penas les consentían moverse, y con la cola, que les llegaba hasta el suelo, les enredaban las piernas hasta el punto que les hacían imposible el caminar. Esto representaba a los jóvenes que después de los ejercicios espirituales continúan en pecado mortal, especialmente contra la pureza y la modestia, habiéndose hecho reos en materia grave contra el sexto mandamiento. El demonio les apretaba la garganta para no dejarles hablar cuando debían hacerlo; les hacía enrojecer hasta perder la cabeza, y proceder de una manera irracional, haciéndoles esclavos de una vergüenza fatídica, que, en lugar de inducirlos a la salvación, los lleva a la ruina. Mediante sus estratagemas les hacen saltar los ojos de las órbitas, para que no puedan ver sus miserias y los medios para salir del estado miserable en que se encuentran, haciéndoles víctimas de su aprensión y repugnancia hacia los Santos Sacramentos. Los tienen aprisionados por los muslos y por las piernas, para que no puedan moverse ni dar un paso por el camino del bien; tal es el procedimiento de la pasión, a causa del hábito contraído, que llegan a creer imposible la enmienda.
            Os aseguro, queridos jóvenes, que derramé abundantes lágrimas al contemplar aquel espectáculo. Habría deseado precipitarme a salvar a aquellos infelices, pero apenas me separaba de la lente, nada veía. Quise entonces tomar nota de los nombres de los tres desgraciados, pero el amigo me replicó:
            – Es inútil, pues están ya escritos en este libro que tengo en la mano.
            Entonces, con el corazón lleno de una emoción indecible y con lágrimas en los ojos, me volví al compañero y le dije:
            – Pero ¿es posible qué se encuentren en semejante estado estos tres pobres jóvenes a los cuales he dado tantos consejos y a los que tantos cuidados he dedicado en la confesión y fuera de ella? Y seguidamente le pregunté qué es lo que deberían hacer para arrojar de encima a tan horribles monstruos. Entonces, mi compañero, comenzó a decir muy de prisa y entre dientes estas palabras: Labor, sudor, fervor. (Trabajo, sudor, fervor).
            – Es inútil; si hablas así no te entenderé nada.
            – ¡Vaya! ¿Estás acostumbrado al empleo de la gramática y al uso de las construcciones en las clases y no comprendes? Presta atención:
            Labor, punto y coma; sudor, punto y coma; fervor, punto. ¿Has entendido?
            – He comprendido el sentido material de las palabras, pero es necesario que tú me digas el significado.
            Y el guía continuó:
            – Labor in assiduis operibus; sudor in poenitentiis continuis; fervor in orationibus ferventibus et perseverantibus. (Trabajo en las obras asiduas; sudor en las penitencias continuas; fervor en las oraciones fervorosas y perseverantes). Pero, por éstos es inútil que te sacrifiques, no conseguirás ganártelos, pues no quieren sacudir el yugo de Satanás, del cual son esclavos.
            Entretanto, yo seguía mirando por la lente y me atormentaba pensando:
            – Pero ¿todos éstos se han de perder irremisiblemente? ¿Es posible? ¿Aun después de haber hecho los ejercicios espirituales? ¿También aquéllos? ¿Y aquellos otros? ¿Después de haber hecho tanto por ellos…, después de haber trabajado tanto…, después de tantos sermones…, después de tantos consejos como les he dado…?, punto de reposo.
            Entonces mi intérprete comenzó a reprenderme:
            – ¡Mira el soberbio éste! ¿Y quién eres tú para pretender convertir a las almas con tu trabajo? ¿Porque amas a los jóvenes pretendes que correspondan a tus desvelos? ¿Acaso crees que amas más a las almas que Nuestro Divino Salvador y que has sufrido y padecido por ellas más que El? ¿Piensas que tu palabra es más eficaz que la de Jesucristo? ¿Acaso predicas tú mejor que El? ¿Te imaginas que has tenido mayor caridad y que tu solicitud ha sido más grande para con tus jóvenes que la que El empleó para con sus Apóstoles? Tú sabes que vivían con El continuamente, que gozaban ininterrumpidamente del cúmulo de sus beneficios, que oían día y noche sus amonestaciones y los preceptos de su doctrina, que contemplaban sus obras que debían ser un vivo estímulo para la santificación de sus costumbres. ¡Cuánto no hizo y dijo en favor de Judas! Y, con todo, Judas le traicionó y murió impenitente. ¿Eres tú acaso mejor que los Apóstoles? Pues bien, los Apóstoles eligieron siete diáconos, solamente siete, seleccionados con la mayor solicitud, y, con todo, uno prevaricó. ¿Y tú, entre quinientos, te maravillas de este pequeño número que no corresponde a tus cuidados? ¿Pretendes conseguir que entre ellos no haya ninguno malo, ningún pervertido? ¡Vaya con el soberbio éste! Al oír esto callé, pero no sin sentir mi alma oprimida por el dolor.
            – Por lo demás, consuélate, -prosiguió aquel hombre, viéndome tan abatido. Y me hizo dar otra vuelta a la rueda, mientras decía: – ¡Admira la generosidad de Dios! Observa cuántas almas te quiere regalar. ¿Ves ese gran número de jóvenes? Volví a mirar a través de la lente y vi una muchedumbre inmensa de jóvenes, a los cuales desconocía por completo.
            – Sí, los veo, -respondí-, pero no los conozco.
            – Pues bien, éstos son los que el Señor te dará en lugar de aquéllos que no corresponden a tus cuidados. Ten presente que por cada uno de ellos el Señor te dará cien.
            – ¡Ah! ¡pobre de mí!, -exclamé-; tengo la casa llena; dónde colocaré a todos estos jóvenes nuevos?
            – No te preocupes. Por ahora tienes sitio para todos. Más adelante, Aquel que te los envía, te indicará dónde los tienes que albergar. El mismo te proporcionará el sitio.
            – No es tanto el lugar donde colocarlos lo que me preocupa, cuanto la manera de darles de comer.
            – No pienses ahora en eso; el Señor proveerá.
            – Sí es así, perfectamente, -repliqué lleno de consuelo.
            Y observando durante largo rato y con gran complacencia a aquellos jóvenes, retuve la fisonomía de muchos de ellos, de forma que ahora los reconocería si los volviera a ver. Y así terminó de hablar don Bosco en la noche del 2 de mayo.


II

            En la noche del 3 de mayo prosiguió su relato. A través de aquel cristal pudo ver la vocación de cada uno de sus alumnos. En esta ocasión fue conciso y categórico en sus palabras. No dio nombre alguno, dejando para otra ocasión las preguntas que hizo a su guía y las explicaciones que oyó de labios de éste en relación con ciertos símbolos y alegorías que habían desfilado ante su vista. El clérigo Ruffino nos legó algunos nombres sirviéndose de las confidencias que le hicieran algunos de los mismos jóvenes a quienes don Bosco había dicho lo que sobre ellos había visto en el sueño, dejando constancia de ello. Dicha nota lleva fecha de 1861.
            Nosotros entretanto para mayor claridad en la exposición y para evitar demasiadas repeticiones, formaremos un todo único, introduciendo en el relato los nombres omitidos y las explicaciones dadas; pero éstas, en la mayoría de los casos, no serán presentadas en forma dialogada. Con todo seremos exactos, citando literalmente cuanto escribió el cronista.
            Don Bosco, pues, comenzó a decir:
            El desconocido continuaba junto al aparato de la rueda y de la lente. Yo me sentía muy contento por haber visto a tantos jovencitos que vendrían a vivir con nosotros, cuando me fue dicho:
            – Quieres contemplar algo más hermoso?
            – Sí, sí, veamos.
            – ¡Da una vuelta a la rueda!
            Así lo hice, mirando después a través de la lente. Vi a todos mis jóvenes divididos en numerosos grupos, algo distantes los unos de los otros y ocupando una amplia extensión. Hacia una parte divisé un terreno sembrado de legumbres y hortalizas y cubierto en parte de pastos, en cuyos linderos crecían algunas hileras de vides silvestres. En dicho campo, los jóvenes de uno de los grupos trabajaban la tierra empleando azadas, palas, horcas, picos y rastrillos. Estaban, además, divididos en cuadrillas que tenían sus respectivos jefes. Les presidía el caballero Oreglia di Santo Stefano, el cual distribuía entre ellos herramientas de labor de toda suerte y obligaba a trabajar a los que no tenían ganas de hacerlo. A lo lejos, al fondo de aquel terreno, vi a algunos jóvenes arrojando la simiente a la tierra.
            El segundo campo se encontraba en la otra parte, en un extenso campo de trigo cubierto de doradas espigas. Un largo foso servía de lindero entre éste y los demás campos cultivados que se veían por doquier y cuyos límites se perdían en el horizonte lejano. Los jóvenes que trabajaban en él se dedicaban a recoger las mieses, pero no todos realizaban la misma labor. Unos segaban y hacían grandes gavillas; otros las amontonaban; quiénes espigaban, quién conducía un carro; éste trillaba, aquél arreglaba las hoces, el otro las distribuía, el de más allá tocaba la guitarra. Os aseguro que era un hermoso espectáculo de sorprendente variedad.
            En aquel campo, a la sombra de añosos árboles, se veían numerosas mesas con el alimento necesario para toda aquella gente; y más allá, a poca distancia, un amplio y magnífico jardín cercado de abundante sombra y cubierto de macizos de las más bellas y variadas flores.
            La separación entre los que labraban la tierra y los segadores representaba a los que abrazan el estado eclesiástico y a los que no siguen esta vocación. Yo, con todo, no entendía aquel misterio y volviéndome a mi guía, le dije:
            – Qué significa esto? ¿Quiénes son los que cavan?
            – ¿Aún no lo entiendes?, -me replicó-. Los que cavan son los que trabajan solamente para sí mismos, esto es, los que no son llamados al estado eclesiástico sino al laical.
            Y entonces comprendí inmediatamente que aquellos trabajadores eran los artesanos, a los cuales, en su estado, les basta pensar en la salvación de la propia alma, sin que tengan especial obligación de dedicarse a la de los demás.
            – Y los segadores que se encuentran en la otra parte del campo?, -repliqué. Y pronto supe que eran los llamados al estado eclesiástico, de forma que ahora sabría decir quién se hará sacerdote y quién seguirá otra carrera.
            Mientras yo contemplaba con verdadera curiosidad aquel campo de trigo, vi que Provera distribuía las hoces entre los segadores, lo que significaba que podría llegar a ser Rector del Seminario o Director de una Comunidad religiosa o de una casa de estudios o algo más. Ha de notarse que no todos los que trabajaban recibían la hoz de sus manos, ya que los que acudían a él eran solamente los que formarían parte de nuestra Congregación; los demás la recibían de otros distribuidores que no eran de los nuestros, lo que quería indicar que estos últimos se harían sacerdotes, pero para dedicarse al Sagrado Ministerio fuera del Oratorio. La hoz es símbolo de la palabra de Dios.
            Provera no entregaba la hoz inmediatamente a quienes se la pedían. A algunos les ordenaba que fuesen antes a comer, y, en efecto, los tales iban a tomar un bocado aquí y allá: símbolo de la piedad y el estudio. A Santiago Rossi le mandó que fuese a tomar un bocado. Aquellos a quienes se les daba esta orden se dirigían a un bosquecillo donde estaba el clérigo Durando muy ocupado, entre otras cosas, preparando las mesas para los segadores y dándoles de comer. Esta ocupación indicaba a los destinados de una manera especial a promover la devoción al Santísimo Sacramento. Mateo Galliano era el encargado de dar de beber a los segadores. Costamagna se presentó también pidiendo una hoz, pero Provera lo mandó al jardín por dos flores. Lo mismo sucedió a Quattróccolo. A Rebuffo se le ordenó que fuese por tres flores, prometiéndole, en cambio que después se le entregaría la hoz. También estaba allí Olivero.
            Entre tanto los jóvenes se habían desparramado por entre las espigas. Muchos estaban alineados; otros, delante de un ancho cantero; algunos, junto a otro más estrecho. El reverendo Ciattino, párroco de Maretto, segaba con la hoz que le había entregado Provera. Lo mismo hacían Francesia y Vibert, Jacinto Perucatti, Merlone, Momo, Garino, Iarach, los cuales habrían de dedicarse a la salvación de las almas, mediante el ministerio de la predicación, si correspondían a su vocación. Quiénes segaban más, quiénes menos. Bondioni trabajaba desesperadamente, pero nada violento puede ser de mucha duración. Otros manejaban las hoces con todas sus fuerzas, sin lograr cortar la mies. Vaschetti empuñó una hoz y comenzó a segar hasta que se salió fuera del campo yéndose a trabajar a otra parte. A otros varios les sucedió lo mismo. Entre los que segaban había muchos que no tenían la hoz afilada; a algunas hoces les faltaba la punta. Algunos las tenían tan gastadas que al querer emplearlas destrozaban y estropeaban la mies.
            A Domingo Ruffino se le encargó que segara un bancal muy ancho; su hoz cortaba muy bien, pero le faltaba la punta, símbolo de la humildad; era el deseo de ocupar el grado más elevado entre los iguales. Acudió a Francisco Cerruti para que se la arreglara. En efecto, vi a Cerruti arreglando algunas hoces; señal de que debía de inculcar en los corazones ciencia y piedad, lo que quería decir que sería profesor, por eso se le veía manejar diestramente el martillo. Golpear con esta herramienta quería decir dedicarse a la enseñanza del clero. Provera le presentaba las hoces estropeadas. Don José Rochietti y otros recibían las que necesitaban ser afiladas, pues se dedicaban a esto. El oficio de afilar representaba a los que se encargaban de formar al clero en la piedad. Viale fue a tomar una hoz que no estaba afilada, pero Provera le dio otra que acababa de ser pasada por la piedra. Vi también a un herrero preparando las herramientas de metal, empleadas en la agricultura: era Costanzo.
            Mientras todos se entregaban con ardor, cada uno a su trabajo, Fusero hacía las gavillas, lo que indicaba la conservación de las conciencias en la gracia de Dios; pero, detallando aún más y viendo en las gavillas representados a los simples fieles, no destinados al estado religioso, se sobrentendía que ocuparía en el porvenir un puesto de maestro en la instrucción de los clérigos.
            Había algunos que le ayudaban a atar las gavillas, y recuerdo haber visto, entre otros, a don Juan Turchi y a Ghivarello. Esto representa a los destinados a poner orden en las conciencias, especialmente mediante la práctica del ministerio de la Confesión, entre los adeptos o aspirantes al estado eclesiástico.
            Otros transportaban gavillas en un carro, símbolo de la gracia de Dios. Los pecadores convertidos han de montar en este carro para seguir la recta vía de la salvación, que tiene como término el cielo. El carro comenzó a moverse cuando estuvo completamente cargado de gavillas. Tiraban de él, no los jóvenes, sino dos bueyes, símbolo de la fuerza o esfuerzo perseverante. Algunos iban conduciéndolo. Delante de todos ellos don Miguel Rúa, que era el que guiaba, lo que quiere decir que su misión sería dirigir las almas hacia el cielo. Don Angel Savio seguía detrás con una escoba atrapando las espigas y las gavillas que se caían.
            Esparcidos por el campo estaban los espigadores, entre los cuales Juan Bonetti y José Bongiovanni; esto es: los que atendían a los pecadores obstinados. Bonetti especialmente está designado por el Señor para buscar a los desgraciados que han escapado de la hoz de los segadores.
            Fusero y Anfossi amontonaban gavillas, en el campo, para que fuesen trilladas a su debido tiempo; esto tal vez quería decir que a su debido tiempo desempeñarían alguna cátedra. Otros, como don Víctor Alasonatti, ataban las gavillas, representación de los que administran el dinero, vigilan para que se cumplan las reglas; enseñan las oraciones y el canto sagrado, cooperando, en suma, moral y materialmente, a encaminar a las almas hacia la meta de la salvación.
            Un espacio de terreno estaba preparado como para trillar las gavillas en él. Don Juan Cagliero, que se había dirigido al jardín en busca de algunas flores, las distribuía entre los compañeros y él, con un ramito en la mano, se encaminó hacia la era para comenzar la faena. Esta labor simboliza a los destinados por Dios para la instrucción del pueblo llano.
            A lo lejos se divisaban unas negras humaredas que levantaban sus penachos al cielo. Era el efecto de la labor de los que atropaban los yerbajos y, sacándolos fuera del campo sembrado de espigas, los amontonaban y les prendían fuego. Esto simboliza a los destinados a separar a los buenos de los malos, labor reservada a los directores de nuestras futuras casas. Entre éstos estaban don Francisco Cerruti, Juan Tamietti, Domingo Belmonte, Pablo Albera y otros que actualmente cursan sus primeros estudios, porque son aún muy jóvenes.
            Todas las escenas anteriormente descritas se desarrollaban al mismo tiempo. Entre aquella multitud de jóvenes vi a algunos que llevaban unas antorchas encendidas para alumbrar a los demás, a pesar de que era pleno día. Eran los que habían de servir de ejemplo a los demás obreros del Evangelio, iluminando al clero con su conducta. Entre ellos estaba Pablo Albera, el cual, además de llevar la antorcha, tocaba también la guitarra, indicio de que indicaría el camino a seguir a los sacerdotes animándoles al cumplimiento de su misión. Se aludía a algún otro cargo que ocuparía en la Iglesia.
            Mas, en medio de tanto movimiento, no todos los jóvenes al alcance de mi vista se ocupaban de algún trabajo. Uno de ellos tenía una pistola en la mano, esto es, tenía vocación militar, pero aún no se había decidido a seguirla.
            Algunos otros, con las manos a la cintura, observaban a los segadores, dispuestos a seguir su ejemplo; otros parecían indecisos, pero al considerar la dureza del trabajo, no se resolvían a empuñar la hoz. No faltaban tampoco quienes acudían presurosos a la faena. Algunos, al llegar el momento de tener que comenzar a segar, permanecían ociosos; otros empuñaban la hoz al revés, entre ellos Molino: símbolo de los que hacen lo contrario de lo que deben hacer. Muchísimos se alejaban para tomar uvas silvestres, representando a los que pierden el tiempo en cosas extrañas a su ministerio.
            Mientras yo contemplaba lo que sucedía en el campo de trigo, vi un grupo de jóvenes cavando la tierra; ofrecían un espectáculo singular. La mayor parte de aquellos muchachos trabajaba con singular interés, más tampoco faltaban los negligentes. Algunos manejaban la azada al revés; otros golpeaban la tierra, pero la herramienta no penetraba en ella; no faltaban quienes a cada azadonazo se les salía la pala del mango. El mango representaba la rectitud de intención.
            Observé entonces que algunos, que al presente son aprendices, estaban en el campo de los que segaban, y, en cambio, otros, que ahora son estudiantes, se encontraban entre los que cavaban la tierra. Intenté tomar nota de cuanto veía, pero mi intérprete me mostraba siempre el cuaderno y no me permitía escribir.
            Al mismo tiempo vi también a muchos jóvenes que estaban sin hacer nada, no sabían resolver si ponerse a segar o a cavar la tierra. Los dos Dalmazzo, Primo Gariglio y Monasterolo con otros muchos, estaban mirando, pero ya habían tomado una decisión.
            También me di cuenta de que algunos, saliendo del grupo de los cavadores, mostraban deseos de ir a segar. Uno corrió al campo de trigo tan decidido que no se preocupó antes de adquirir una hoz. Avergonzado de aquel necio proceder, volvió atrás para pedirla. El que las distribuía no quería dársela y el tal le urgía para que se la proporcionase.
            – Aún no es tiempo, -le respondió el distribuidor.
            – Sí que lo es, dámela.
            – No; ve antes a tomar dos flores del jardín.
            – ¡Bueno!, exclamó el solicitante encogiéndose de hombros; iré a tomar todas las flores que quieras.
            – No; solamente dos.
            Se dirigió seguidamente al jardín, pero al llegar a él se dio cuenta de que no había preguntado qué flores eran las que tenía que cortar, y se apresuró a desandar el camino.
            – Has de cortar, -le dijeron- la flor de la caridad y la flor de la humildad.
            – Ya las tengo.
            – Eso es lo que te dice tu presunción, pero en realidad no las tienes. Y aquel joven se revolvía en un acceso de cólera y daba saltos impulsado por la ira que le dominaba.
            – No es este el momento más oportuno para enfadarse de esa manera, -le dijo el distribuidor-, negándose resueltamente a entregarle la herramienta que le había pedido.
            Ante tal actitud, el infeliz se mordía los puños de rabia. Al contemplar semejante espectáculo, aparté la vista de la lente, a través de la cual había contemplado tantas cosas, sintiéndome lleno de emoción por las aplicaciones morales que me había sugerido mi amigo. Quise rogarle aún que me diese algunas explicaciones más y él añadió:
            – El campo sembrado de trigo representa a la Iglesia: la mies es el fruto de la cosecha; la hoz es el símbolo de los medios empleados para conseguir dicho fruto, sobre todo la palabra de Dios; la hoz sin punta representa la falta de piedad, y sin filo la carencia de humildad; salirse del campo mientras se siega, quiere decir abandonar el Oratorio o la Pía Sociedad.


III

            La noche del 4 de mayo don Bosco se disponía a finalizar la narración del sueño en el que había visto representados en el primer grupo a los alumnos estudiantes del Oratorio y en el segundo a los que eran llamados al estado eclesiástico. Hemos llegado, pues, al tercer cuadro o visión en la que, en apariciones sucesivas don Bosco vio a todos los que en 1861 dieron su nombre a la Pía Sociedad de San Francisco de Sales; el prodigioso engrandecimiento de la misma y el lento ocaso de los primeros salesianos a los que habían de seguir los continuadores de la Obra.
            Don Bosco habló así:
            Después de haber contemplado a mi placer la escena de la siega, tan rica en detalles, el amable desconocido me dijo.
            – Ahora dale diez vueltas a la rueda; cuéntalas y después mira a través de la lente. Me puse a hacer lo que me había sido ordenado y, tras haber dado la décima vuelta, me puse a mirar a través del cristal. Y he aquí que vi los mismos jóvenes, a los que recordaba haber contemplado días antes en edad adolescente, convertidos en adultos de aspecto viril; a otros con larga barba o con cabellos blancos.
            – Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Hace apenas unos días aquél era un niño al que casi se le podía tomar en brazos, y hoy es ya tan mayor?
            El amigo me contestó:
            – Es natural; ¿cuántas vueltas has dado?
            – Diez.
            – Pues bien: del 61 al 71. Todos tienen ya diez años más de edad.
            – ¡Ah! ¡Comprendido!
            Y como continuase observando a través de la lente pude ver panoramas desconocidos, casas nuevas que nos pertenecían y a muchos jóvenes dirigidos por mis queridos hijos del Oratorio, convertidos ya en sacerdotes, en maestros, en directores, que se dedicaban a instruir y proporcionarles honestas diversiones.
            – Vuelve a dar otras diez vueltas -me dijo el personaje- y llegaremos al 1881. Tomé el manubrio y la rueda dio otras diez vueltas. Miré y solamente vi a la mitad de los jóvenes que había contemplado la primera vez, casi todos ya con el pelo blanco y algunos un poco encorvados.
            – Y los otros, ¿dónde están?, -pregunté.
            – Ya forman parte del número de los más, -me respondió el guía.
            Esta considerable disminución del número de mis muchachos me causó un vivo desasosiego, pero me consoló el contemplar, en un cuadro inmenso, países nuevos y regiones desconocidas y una gran multitud de jóvenes bajo la custodia y dirección de nuestros maestros que dependían aún de mis primeros alumnos.
           
            Después di otras diez vueltas a la rueda y he aquí que solamente vi una cuarta parte de los jóvenes que había contemplado pocos momentos antes; todos ellos se habían trocado en ancianos de barbas y cabellos blancos.
            – ¿Y todos los demás?, -pregunté.
            – Forman parte ya del número de los más. Estamos en 1891.
            Y he aquí que ante mi vista se desarrolló una escena conmovedora. Mis hijos sacerdotes, agotados por la fatiga, estaban rodeados de niños, a los cuales yo no había visto nunca; muchos de fisonomía y de color distinto de los que habitualmente viven en nuestros países.
            Di aún otras diez vueltas a la rueda y solamente pude ver un tercio de mis primitivos jóvenes, ya decrépitos, cargados de espaldas, desfigurados, macilentos, en los últimos años de su vida. Entre otros, recuerdo haber visto a don Miguel Rúa, tan viejo y desfigurado que era difícil reconocerlo, ¡tanto había cambiado!
            – Y los demás?, -pregunté.
            – Pertenecen ya al número de los más. Estamos en 1901.
            En algunas casas no encontré a ninguno de los antiguos; maestros y directores me eran completamente desconocidos; la muchedumbre de los jóvenes era cada vez más numerosa; las casas aumentaban cada vez más y el personal directivo había crecido también de una manera admirable.
            – Ahora, -continuó mi amable intérprete- darás otras diez vueltas y verás cosas que te llenarán de consuelo las unas, y otras que te proporcionarán una gran angustia.
            Y di otras diez vueltas.
            – ¡Estamos en 1911! – exclamó el misterioso amigo.
            – ¡Ah, mis queridos jóvenes! Vi nuevas casas, jóvenes nuevos, directores y maestros con hábitos y costumbres nuevas.
            ¿Y mis jóvenes del Oratorio de Turín? Busqué una y otra vez entre una gran muchedumbre de muchachos y solamente pude ver a uno de vosotros con los cabellos blancos, consumido por la edad, rodeado de una hermosa corona de jóvenes, a los cuales contaba los comienzos de nuestro Oratorio, recordándoles y repitiéndoles las cosas aprendidas de labios de don Bosco; y les enseñaba una fotografía que estaba colgada de la pared del locutorio. ¿Y los otros alumnos ancianos, los superiores de las casas que había visto ya envejecidos?
            Tras una nueva señal tomé el manubrio y di algunas vueltas más. Después, solamente vi una llanura desolada sin ser viviente alguno:
            – ¡Oh!, -exclamé aterrado-. ¡Ya no veo ninguno de los míos! ¿Dónde están, pues, ahora todos los jóvenes a los cuales atendí y que eran tan vivarachos y robustos y los que se encuentran actualmente conmigo en el Oratorio?
            – Pertenecen ya al número de los más. Has de saber que han pasado diez años cada vez que hacías girar la rueda otras tantas veces.
            Hice la cuenta y resultó que habían transcurrido cincuenta años y que alrededor del 1911 todos los alumnos actuales del Oratorio habrían muerto.
            – ¿Quieres ver ahora otro espectáculo sorprendente?, -me dijo aquel buen hombre.
            – Sí, -respondí yo.
            – Entonces presta atención, si te agrada ver y saber algo más. Da una vuelta a la rueda en sentido contrario, y ahora cuenta tantas vueltas cuantas has dado anteriormente.
            La rueda giró.
            – ¡Ahora mira!, -me dijo el guía.
            Miré y he aquí que vi ante mí una cantidad inmensa de jovencitos, todos desconocidos, de una infinita variedad de costumbres, pueblos, fisonomías y lenguas, de forma que por mucho que me esforcé sólo pude apreciar una mínima parte de ellos con sus superiores, directores, maestros y asistentes.
            – A éstos, en realidad, no los conozco, -dije a mi guía.
            – Pues a pesar de ello, -me respondió-, son hijos tuyos. Escúchalos, hablan de ti y de tus primeros hijos que fueron sus superiores y que ya no existen; recuerdan las enseñanzas que de ti y de ellos recibieron.
            Seguí observando con atención, pero cuando aparté la vista de la lente, la rueda comenzó a girar por si sola a tanta velocidad y haciendo tal ruido, que me desperté, encontrándome en el lecho presa de un cansancio mortal.
            Ahora que os he contado estas cosas, vosotros pensaréis:
            – ¡Quién sabe! A lo mejor don Bosco es un hombre extraordinario, un personaje, tal vez un santo. Mis queridos jóvenes: para impedir que se susciten conversaciones necias en torno a mi persona, os dejo en plena libertad de creer o no creer en estas cosas, de darles más o menos importancia; sólo os ruego que no toméis nada de cuanto os he referido a risa al comentarlo, ya con los compañeros ya con personas de fuera. Me complace el deciros que el Señor dispone de muchos medios para manifestar a los hombres su voluntad. A veces se sirve de los instrumentos más ineptos e indignos, como se sirvió en otro tiempo de la burra de Balaán, haciéndola hablar, y del falso profeta del mismo nombre, que predijo muchas cosas referentes al Mesías. Por eso, lo mismo puede suceder conmigo. Os digo además que no os fieis de mis obras para regular las vuestras. Lo que debéis hacer es tomar en cuenta lo que os digo, pues tengo la certeza de que de esa forma cumpliréis la voluntad de Dios y todo redundará en provecho de vuestras almas. Respecto a lo que hago, no digáis nunca: -Lo ha hecho don Bosco y, por tanto, está bien; no. Observad Primero mis acciones, si veis que son buenas, imitadlas; si acaso me veis hacer algo que no está bien, guardaos mucho de imitarlo: desechadlo como cosa mal hecha.
(MB IT VI, 898-91 / MB ES VI, 678-691)