Conocí a un hombre que se sabía de memoria el horario de los trenes, porque lo único que le daba alegría eran los ferrocarriles, y se pasaba todo el tiempo en la estación, observando cómo llegaban y cómo partían los trenes. Contemplaba maravillado los vagones, la fuerza de las locomotoras, el tamaño de las ruedas, observaba maravillado a los inspectores que saltaban a los vagones los revisores y el jefe de estación.
Conocía todos los trenes, sabía de dónde venían, a dónde se dirigían, cuándo llegarían a un lugar determinado y qué trenes partían de ese lugar y cuándo llegarían.
Sabía los números de los trenes, sabía qué día circulaban, si tenían vagón restaurante, si esperaban conexiones o no. Sabía qué trenes tenían vagones correo y cuánto costaba un billete a Frauenfeld, a Olten, a Niederbipp o a cualquier otro lugar.
No iba al bar, no iba al cine, no salía a pasear, no tenía bicicleta, ni radio, ni televisión, no leía periódicos ni libros, y si recibía cartas, tampoco las leía. Para hacer estas cosas le faltaba tiempo, porque pasaba los días en la estación, y sólo cuando cambiaba el horario del ferrocarril, en mayo y octubre, no se le veía durante unas semanas.
Así que se sentaba en casa en su mesa y se lo aprendía todo de memoria, leía el nuevo horario de la primera a la última página, prestaba atención a los cambios y se alegraba cuando no los había. También ocurrió que alguien le preguntó por la hora de salida de un tren. Entonces se le ponía la cara radiante y quería saber exactamente cuál era el destino del viaje, y quien le había pedido la información sin duda perdía el tren, porque no lo dejaba pasar, no se contentaba con citar la hora, también citaba el número del tren, el número de vagones, las posibles conexiones, todos los horarios de salida; explicaba que se podía ir a París en ese tren, dónde había que bajarse y a qué hora se llegaba, y no entendía que a la gente no le interesara todo eso. Sin embargo, si alguien le plantaba allí y se marchaba antes de que hubiera enumerado todos sus conocimientos, se enfadaba, le insultaba y le gritaba:
– ¡Usted no tiene la mínima idea de ferrocarriles!
Él personalmente nunca se ha subido a un tren.
Eso no habría tenido sentido, decía, porque ya sabía de antemano a qué hora llegaba el tren (Peter Bichsel).
Muchas personas (entre ellas muchos eruditos distinguidos) lo saben todo sobre la Biblia, incluso la exégesis de los versículos más pequeños y ocultos, incluso el significado de las palabras más difíciles, e incluso lo que el escritor sagrado quiso decir realmente, aunque parezca lo contrario.
Pero no convierten nada de lo escrito en la Biblia en su vida personal.
El horario del tren
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