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Ser amable es una cualidad humana que se cultiva, aceptando el esfuerzo que a menudo conlleva. Para Don Bosco no era un fin en sí mismo, sino un camino para conducir las almas a Dios. Exposición en las 42 Jornadas de Espiritualidad Salesiana en Valdocco, Turín.

Todas las cosas buenas de este mundo empezaron con un sueño (Willy Wonka).
No renuncies al tuyo (la madre de Willy Wonka).


Un escultor trabajaba afanosamente con su martillo y su cincel sobre un gran bloque de mármol. Un niño pequeño, que paseaba lamiendo helado, se detuvo ante la puerta abierta de par en par del taller.
El pequeño miraba fascinado la lluvia de polvo blanco, de pequeños y grandes trozos de piedra que caían a diestra y siniestra.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando; aquel hombre que esculpía la gran piedra de manera frenética le parecía un poco extraño.
Unas semanas más tarde, el niño pasó por delante del estudio y, para su sorpresa, vio un león grande y poderoso en el lugar donde antes estaba el bloque de mármol.
Todo emocionado, el niño corrió hacia el escultor y le dijo: “Señor, dime, ¿cómo sabías que había un león en la piedra?”

El sueño de Don Bosco es el cincel de Dios.
El simple y singular consejo de la Virgen en el sueño de los nueve años “Hazte humilde, fuerte y robusto” se convirtió en la estructura de una personalidad única y fascinante. Y sobre todo un “estilo” que podemos definir como “salesiano”.

Todo el mundo amaba a Don Bosco. ¿Por qué? Era atrayente, un líder nato, un verdadero imán humano. A lo largo de su vida sería siempre un ‘conquistador’ de amigos leales.
Juan Giacomelli, que siguió siendo su amigo de por vida, recuerda: «Entré en el seminario un mes después que los demás, no conocía a casi nadie, y en los primeros días estaba como perdido en la soledad. Fue el clérigo Bosco, quien se acercó a mí la primera vez que me vio solo, después del almuerzo, y me hizo compañía todo el tiempo en los recreos, contándome varias cosas graciosas, para distraerme de cualquier pensamiento que pudiera tener de casa o de los parientes que había dejado atrás. Hablando con él, me enteré de que había estado bastante enfermo durante las vacaciones. Entonces se deshizo en atenciones hacia mí. Entre otras, recuerdo que como yo tenía un birrete desproporcionadamente alto, de la que varios de mis compañeros se burlaban, y que nos disgustaba a mí y a Bosco, que venía a menudo conmigo, él mismo me la arregló, ya que llevaba consigo el material necesario y era muy bueno cosiendo. Desde entonces empecé a admirar la bondad de su corazón. Su compañía era edificante».
¿Podemos robarle algunas de sus cualidades para llegar a ser también “amables”?

1) Ser una fuerza positiva
Alguien que mantiene constantemente una actitud positiva nos ayuda a ver el lado positivo y nos empuja hacia adelante.
«Cuando Don Bosco visitó por primera vez el mísero techo, que iba a servir para su oratorio, tuvo que tener cuidado de no romperse la cabeza, porque por un lado sólo tenía un metro de altura; por suelo tenía la tierra desnuda, y cuando llovía el agua penetraba por todos lados. Don Bosco sentía grandes ratas que corrían entre sus pies, y murciélagos que revoloteaban sobre su cabeza». Pero para Don Bosco era el lugar más hermoso del mundo. Y se puso en marcha a la carrera: «Corrí rápidamente hacia mis jóvenes; los reuní a mi alrededor y en voz alta grité: “Ánimo, hijos míos, tenemos un Oratorio más estable que en el pasado; tendremos una iglesia, una sacristía, salas para las escuelas, un campo de recreo”. El domingo, domingo iremos al nuevo Oratorio que hay está ahí en casa Pinardi. Y les enseñaremos el lugar».

La Alegría.
La alegría, un estado de ánimo positivo y feliz, fue la norma en la vida de Don Bosco.
Para él es más verdadera que nunca la expresión «Mi vocación es otra. Mi vocación es ser feliz en la felicidad de los demás».
Frente al amor no hay adultos, sólo niños, ese espíritu infantil que es abandono, despreocupación, libertad interior.

«Iba de un sitio a otro del patio, siempre con el alarde de ser un hábil jugador, algo que requería sacrificio y esfuerzo continuo. “Era encantador verle entre nosotros”, decía uno de los alumnos, ya de edad avanzada. Algunos estábamos sin chaqueta, otros la tenían, pero toda hecha jirones; éste apenas podía mantener los pantalones en las caderas, aquél no tenía sombrero, o los dedos de los pies sobresalían de sus zapatos rotos. Uno era desaliñado, a veces mugriento, grosero, importuno, caprichoso, y encontraba su deleite en estar con los más miserables. Al más pequeño le tenía un afecto de madre. A veces dos niños se insultaban y se pegaban por juegos. Don Bosco se acercaba rápidamente a ellos y les invitaba a parar. Cegados por la cólera, a veces no hacían caso, y entonces él levantaba la mano como para pegarles; pero de repente se detenía, los cogía del brazo y los separaba, y pronto los pequeños traviesos cesaban todas sus peleas como por arte de magia».

A menudo alineaba a los jóvenes en dos bandos enfrentados por la barrarotta (es el nombre de un juego), y haciéndose el jefe de uno de los bandos, montaba un juego tan animado que, en parte jugadores y en parte espectadores, todos los jóvenes se enardecían con estos juegos. Por un lado, querían la gloria de la victoria de Don Bosco, por otro festejaban por la seguridad de la victoria.
No pocas veces desafiaba a todos los jóvenes a superarle en la carrera, y fijaba la meta otorgando el premio al vencedor. Y allí se alineaban. Don Bosco se levanta la sotana hasta la rodilla: – Atención, gritad: ¡Uno, dos, tres! – Y un enjambre de jóvenes se lanzaba hacia delante, pero Don Bosco era siempre el primero en llegar a la meta. El último de estos desafíos tuvo lugar precisamente en 1868 y Don Bosco, a pesar de sus piernas hinchadas, seguía corriendo tan rápido que dejó atrás a 800 jóvenes, muchos de ellos maravillosamente delgados. Los que estábamos presentes no podíamos creer lo que veíamos (MB III,127).

2) Preocuparse sinceramente por los demás
Una de las características de las personas “atrayentes” es la preocupación genuina y sincera por los demás. No se trata sólo de preguntar a alguien cómo le ha ido el día y escuchar su respuesta. Se trata de escuchar de verdad, empatizar y mostrar verdadero interés por la vida de los demás. Don Bosco lloró con el corazón roto por la muerte de Don Calosso, de Luis Comollo, al ver a los primeros chicos entre rejas.

La juventud anticlerical
De este joven haremos alguna mención porque es como el representante de otros ciento y pico de sus compañeros. En el otoño de 1860, Don Bosco entraba en el café, llamado de la Consolata, porque estaba cerca del famoso Santuario de ese nombre, y tomaba asiento en una sala apartada para leer tranquilamente la correspondencia que solía llevar consigo. En aquel local, un camarero despreocupado y cortés atendía a los clientes. Se llamaba Cotella Juan Pablo, era natural de Cavour (Turín) y tenía trece años. Se había escapado de casa en el verano de ese año, porque no soportaba los reproches y la severidad de sus padres. Le dejamos a él la descripción de su encuentro con Don Bosco, tal como se lo narró a Don Cerruti Francisco.
Una tarde, contó él, el patrón me dijo: «Lleva una taza de café a un sacerdote que está en aquella habitación». «¿Yo llevar café a un cura?», dije como sobresaltado. Los curas eran entonces tan impopulares como ahora, incluso más que ahora. Yo había oído y leído todo tipo de cosas y, por tanto, me había formado una muy mala opinión de los curas.
Continué con aire burlón: «¿Qué quieres de mí, cura?», le pregunté a Don Bosco con pesar. Y él me miró fijamente: «Quisiera de ti, buen joven, una taza de café», respondió con gran amabilidad, «pero con una condición». «¿Cuál?» «Que me lo traiga usted mismo».
Aquellas palabras y aquella mirada me conquistaron y me dije: «Este no es un cura como los demás».
Le llevé el café; una fuerza arcana me mantuvo cerca de él, que empezó a interrogarme, siempre de la forma más cariñosa, sobre mi país natal, mi edad, mis ocupaciones y, sobre todo, por qué me había escapado de casa. Entonces: «¿Quieres venir conmigo?», me dijo. «¿Dónde?» «Al Oratorio de D. Bosco. Este lugar y este servicio no son para ti». «¿Y cuando estés allí?» «Si quieres, puedes estudiar». «¿Pero me mantendrás bien?» «¡Oh, piensa! Allí juegas, estás alegre, te diviertes…». «Bueno, bueno», respondí, «iré. ¿Pero cuándo? ¿Inmediatamente? ¿Mañana?» «Esta tarde», añadió D. Bosco.
Renuncié a mi patrón, que hubiera querido que me quedara unos días más, cogí mis pocos harapos y me fui al Oratorio aquella misma tarde. Al día siguiente, D. Bosco escribió a mis padres para tranquilizarlos respecto a mí, e invitándoles a acudir a él para el necesario entendimiento sobre su ayuda con la comida y los gastos correspondientes. En efecto, mi madre vino y, después de escuchar lo que dijo sobre el estado de la familia: «Bien, concluyó D. Bosco, hagámoslo así; tú pagas 12 liras al mes, D. Bosco pondrá el resto».
Admiré en esto, no sólo la exquisita caridad, sino la prudencia de D. Bosco. Mi familia no era rica, pero gozaba de suficiente fortuna. Si, por tanto, me hubiera aceptado gratuitamente, no habría hecho bien, pues esto habría perjudicado a otros más necesitados que yo.
Durante dos años sus parientes habían mantenido el acuerdo con Don Bosco respecto a la pensión, pero al comienzo del tercero dejaron de pagar y ya no quisieron saber nada: El joven, aunque vivaz en grado sumo, era abierto, franco, de buen corazón, de conducta ejemplar, y sacaba mucho provecho de sus estudios. Ahora en este año escolar (1862 – 1863), cuando estaba a punto de entrar en la cuarta clase, temeroso de tener que interrumpir sus estudios, se sinceró con Don Bosco, quien le contestó: «¿Y qué importa si tus padres ya no quieren pagar? ¿No estoy yo ahí? Ten por seguro que Don Bosco no te abandonará». Y efectivamente, mientras permaneció en el Oratorio, Don Bosco le proporcionó todo lo que necesitaba.
Cuando terminó el cuarto año de bachillerato y superó con éxito los exámenes, se puso a trabajar; y el primer dinero que pudo reunir con su trabajo, lo envió a Don Bosco a costa de privaciones y en pequeños plazos para completar el saldo de la pequeña pensión que sus parientes se habían olvidado de pagarle en su último año en el Oratorio. Vivió como un buen cristiano, difundió con celo las lecturas católicas, fue de los primeros en afiliarse a la unión de antiguos alumnos y mantuvo siempre una afectuosa comunicación con sus antiguos superiores.

3) Ser un buen escuchador
En un mundo en el cual todo el mundo parece estar hablando todo el tiempo, un buen oyente se destaca. Escuchar lo que alguien dice es una cosa, pero escuchar de verdad -absorber y comprender- es otra cosa. Ser un buen oyente no consiste sólo en permanecer en silencio mientras la otra persona habla. Se trata de participar en la conversación, hacer preguntas de profundización y mostrar un interés genuino.

El contacto como intercambio de energía.
Tenía una de las cualidades más raras: la “gracia de estar”. Una vida desbordante, como el buen vino de la cuba. Por la que miles de personas decían: «¡Gracias por estar ahí!» y «¡A tu lado yo soy un otro!»
«Escuchaba a los chicos con la mayor atención, como si las cosas que dijeran fueran muy importantes. A veces se levantaba o caminaba con ellos por la habitación. Cuando terminaba la conversación, los acompañaba hasta el umbral, abría él mismo la puerta y se despedía de ellos diciendo: ¡Somos siempre amigos, eh!» (Memorias biográficas VI, 439).

4) La belleza del hombre bueno
Por esto Don Bosco es atrayente. El cardenal Juan Cagliero relató el siguiente hecho constatado personalmente cuando acompañaba a Don Bosco. Después de una conferencia celebrada en Niza, Don Bosco salió del presbiterio de la iglesia para dirigirse a la puerta, rodeado por la multitud que no le dejaba caminar. Un individuo de aspecto adusto permanecía inmóvil, observándole como si no estuviera tramando nada bueno. Don Cagliero, que no le quitaba ojo, inquieto por lo que pudiera suceder, vio acercarse al hombre. Don Bosco le habló: «¿Qué quieres?» «¿Yo? ¡Nada!».
«¡Parece que tienes algo que decirme!» «No tengo nada que decirle».
«¿Quieres confesarte?» «¿Confesarme? ¡Ni por asomo!»
«Entonces, ¿qué haces aquí?» «Estoy aquí porque… ¡no puedo irme!»
«Comprendo… Señores, déjenme solo un momento», dijo Don Bosco a los que le rodeaban. Los que lo reodeaban se apartaron, Don Bosco susurró unas palabras al oído del hombre que, cayendo de rodillas, se confesó en medio de la iglesia (cf. MB XIV, 37).

El Papa Pío XI, el Pontífice que canonizó a Don Bosco y que había sido huésped de Don Bosco en la Casa Pinardi en el otoño de 1883, recuerda: «Aquí respondía a todos: y tenía la palabra justa para todo, tan propia que asombraba: primero sorprendía y luego asombraba demasiado».
Dos cosas nos hacen comprender la eternidad: el amor y el asombro. Don Bosco las resumía en su persona. La belleza exterior es el componente visible de la belleza interior. Y se manifiesta a través de la luz que emana de los ojos de cada individuo. No importa si está mal vestido o no se ajusta a nuestros cánones de elegancia, o si no trata de imponerse a la atención de las personas que le rodean. Los ojos son el espejo del alma y, en cierta medida, revelan lo que parece oculto.

Pero, además de la capacidad para brillar, poseen otra cualidad: actúan como espejo tanto de los dones que alberga el alma como de los hombres y mujeres que son objeto de su mirada.
En efecto, reflejan a quien los mira. Como cualquier espejo, los ojos devuelven el reflejo más íntimo del rostro que tienen delante.

Un viejo sacerdote, antiguo alumno de Valdocco, escribía en 1889: “Lo que más destacaba en Don Bosco era su mirada, dulce pero penetrante, hasta las tinieblas del corazón, en las que uno difícilmente podía resistirse a mirar”. Y añadía: “Normalmente los retratos y los cuadros no muestran esta singularidad” (MB VI, 2-3).
Otro antiguo alumno, de los años 70, Pons Pedro, revela en sus recuerdos: “Don Bosco tenía dos ojos que traspasaban y penetraban la mente…. Se paseaba hablando y mirando a todo el mundo con dos ojos que se volvían en todas direcciones, electrizando de alegría los corazones” (MB XVII, 863).
Sabes que eres una buena persona cuando la gente siempre acude a ti en busca de consejo y aliento. La puerta de Don Bosco estaba siempre abierta para jóvenes y mayores. La belleza del hombre bueno es una cualidad difícil de definir, pero cuando está ahí, se nota: como un perfume. Todos sabemos lo que es el perfume de las rosas, pero nadie puede levantarse y explicarlo.
A veces sucedía este fenómeno, que un joven escuchaba la palabra de Don Bosco y no podía apartarse de su lado, absorto casi en una idea luminosa… Otros velaban por la noche a su puerta, dando ligeros golpecitos de vez en cuando, hasta que se les abría, porque no querían irse a dormir con el pecado en el alma.


(continuación)

P. Bruno FERRERO
Salesiano de Don Bosco, experto en catequesis, autor de varios libros. Fue director editorial de la editorial salesiana Elledici. Es redactor jefe del periódico italiano "Il Bollettino Salesiano", en versión impresa.