Un explorador viajaba por las inmensas selvas de la Amazonia en Sudamérica.
Buscaba posibles yacimientos de petróleo y tenía mucha prisa. Durante los dos primeros días, los nativos que había contratado como portadores se adaptaron al ritmo rápido y ansioso que el hombre blanco pretendía imponer a todas las cosas.
Pero en la mañana del tercer día permanecieron en silencio, inmóviles, con un aire totalmente ausente.
Estaba claro que no tenían ninguna intención de volver a ponerse en marcha.
Impaciente, el explorador, señalando su reloj, con amplios gestos intentó hacer comprender al jefe de los portadores que tenían que moverse, porque el tiempo apremiaba.
– Imposible, respondió el hombre, con calma. Estos hombres han caminado demasiado deprisa y ahora están esperando a que sus almas les alcancen.
Los hombres de nuestra época siempre van más deprisa. Y están inquietos, aturdidos e infelices. Porque sus almas se han quedado atrás y ya no pueden alcanzarles.