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(continuación del artículo anterior)

3. La muerte como momento del encuentro gozoso con Dios
            Como todas las consideraciones e instrucciones de El joven Instruido, la meditación sobre la muerte se caracteriza por una marcada preocupación didáctica.[1] El pensamiento de la muerte como un momento que fija toda la eternidad debe estimular el propósito sincero de una vida buena y virtuosa que sea fructífera:

             “Considere que el punto de la muerte es ese momento del que depende su salud eterna o su condenación eterna. […] ¿Entiendes lo que digo? Quiero decir que de ese momento depende que vayas eternamente al cielo o al infierno; que seas siempre feliz, o siempre afligido; que seas siempre hijo de Dios, o siempre esclavo del diablo; que te regocijes siempre con los ángeles y los santos en el cielo, o gimas y ardas eternamente con los condenados en el infierno.
            Teme mucho por tu alma y piensa que de una buena vida depende una buena muerte y una eternidad de gloria; por eso no pierdas tiempo en hacer una buena confesión, prometiendo al Señor perdonar a tus enemigos, reparar el escándalo que has dado, ser más obediente, no perder más el tiempo, guardar las fiestas sagradas, cumplir con los deberes de tu estado. Mientras tanto, ponte ante tu Señor y dile de corazón: Señor mío, desde ahora me vuelvo a ti; te amo, quiero servirte y quiero servirte hasta la muerte. Virgen Santísima, madre mía, ayúdame en ese momento. Jesús, José y María, que mi alma parta en paz con vosotros”.[2]

            Pero la más completa y también la más expresiva de las visiones y marcos culturales de Don Bosco sobre el tema de la muerte la encontramos en su primer texto narrativo, compuesto en memoria de Luis Comollo (1844). Allí relata la muerte de su amigo “en el acto de pronunciar los nombres de Jesús y María, siempre sereno y riendo en su rostro, moviendo una dulce sonrisa como quien se sorprende ante la vista de un objeto maravilloso y juguetón, sin hacer ningún movimiento”.[3] Pero el plácido fallecimiento tan sucintamente descrito había sido precedido por una detallada descripción de una atormentada enfermedad final: “Un alma tan pura y de tan bellas virtudes adornadas, como era la de Comollo, diríamos que no tenía nada que temer cuando se acercaba la hora de la muerte. Sin embargo, él también sintió una gran aprensión”.[4] Luis había pasado la última semana de su vida “siempre triste y melancólico, absorto en el pensamiento de los juicios divinos”. En la tarde del sexto día, “le asaltó un ataque de fiebre convulsiva tan fuerte que le privó del uso de razón. Al principio lanzó un fuerte gemido como si hubiera sido aterrorizado por algún objeto espantoso; al cabo de media hora, volviendo en sí y mirando fijamente a los espectadores, prorrumpió en tal exclamación: ¡Oh Juicio! Entonces empezó a forcejear con tal fuerza, que cinco o seis de los que estábamos de espectadores apenas pudimos mantenerlo en la cama”.[5] Tras tres horas de delirio, “recobró la plena conciencia de sí mismo” y confió a su amigo Bosco el motivo de su agitación: le había parecido encontrarse frente a un infierno abierto de par en par, amenazado por “una banda innumerable de monstruos”, pero había sido rescatado por un equipo “de fuertes guerreros” y luego, conducido de la mano de “una Mujer” (“a la que juzgo nuestra Madre común”), se había encontrado “en un jardín de lo más delicioso”, razón por la que ahora se sentía tranquilo. Así, 2tan grande como era antes del miedo y el temor de comparecer ante Dios, tanto más alegre se mostró después y deseoso de que llegara ese momento; ya no había tristeza ni melancolía en su rostro, sino un aspecto totalmente alegre y jovial, de tal manera que siempre quería cantar salmos, himnos o loas espirituales”.[6]
            La tensión y la angustia se resuelven en una gozosa experiencia espiritual: es la visión cristiana de la muerte sostenida por la certeza de la victoria sobre el enemigo infernal por el poder de la gracia de Cristo, que abre las puertas de la eternidad bienaventurada, y por la asistencia maternal de María. Es bajo esta luz que debe interpretarse el relato de Comollo. El “abismo profundo como un horno” cerca del cual se encuentra, la “hueste de monstruos de forma espantosa” que intentan arrojarle al abismo, los “fuertes guerreros” que le liberan “de semejante aprieto”, la larga escalera que conduce al “maravilloso jardín” defendido “por muchas serpientes dispuestas a devorar a quien ascienda por él”, la Mujer “vestida con la mayor pompa” que le lleva de la mano, le guía y le defiende: todo se remonta a esa imaginería religiosa que encierra en forma de símbolos y metáforas una sólida teología de la salvación, la convicción del destino personal a la eternidad feliz y la visión de la vida como un viaje hacia la beatitud, minado por enemigos infernales pero sostenido por la ayuda omnipotente de la gracia divina y el patrocinio de María. El gusto romántico, impregnado por la intensa emotividad y dramatismo por el dato de fe, recurre espontáneamente al simbolismo popular tradicional, pero el horizonte es el de una visión ampliamente optimista e históricamente operativa de la fe.
            Más adelante, Don Bosco relata un extenso discurso de Luis. Es casi un testamento en el que emergen dos temas principales interrelacionados. El primero es la importancia de cultivar durante toda la vida el pensamiento sobre la muerte y el juicio. Los argumentos son los de la predicación actual y la actual divulgación devota: “Aún no sabéis si los días de vuestra vida serán cortos o largos; pero, sea cual sea la incertidumbre de la hora, su llegada es segura; procurad, pues, que toda vuestra vida no sea más que una preparación para la muerte, para el Juicio. La mayoría de los hombres no piensan seriamente en ello, “así que cuando se acerca la hora permanecen confusos, ¡y los que mueren confundidos en su mayoría van eternamente confundidos! Dichosos los que pasan sus días en obras santas y piadosas y se encuentran preparados para ese momento”.[7]
            El segundo tema es el vínculo entre la devoción mariana y la buena muerte. “Mientras militemos en este mundo de lágrimas, no tenemos un patrocinio más poderoso que el de la Santísima Virgen María […]. Oh, si los hombres pudieran persuadirse de la alegría que les produce en el momento de la muerte haber sido devotos de María, todos competirían por encontrar nuevas formas de ofrecerle honores especiales. Ella será quien, con su Hijo en brazos, forme nuestra defensa contra el enemigo de nuestra alma en la última hora; aunque el infierno se alce contra nosotros, con María en nuestra defensa, la victoria será nuestra”. Por supuesto, tal devoción debe ser corregida: “Cuidado, sin embargo, con aquellos que, para recitar algunas oraciones a María, para ofrecerle algunas mortificaciones, se creen protegidos por ella, mientras llevan una vida completamente libre y desordenada. […] Sed siempre verdaderos devotos de María imitando sus virtudes y experimentaréis los dulces efectos de su bondad y de su amor”.[8] Estas razones se acercan a las presentadas por Louis-Marie Grignion de Montfort (1673-1716) en el tercer capítulo del Traité de la vraie dévotion à la sainte Vierge (que, sin embargo, ni Comollo ni Juan Bosco podrían haber conocido).[9] Toda la mariología clásica, transmitida por la predicación y los libros ascéticos, insistía en tales aspectos: los encontramos en San Alfonso (Glorie di Maria)[10]; antes que él en los escritos de los jesuitas Jean Crasset y Alexander Diaotallevi,[11] de cuya obra se dice que Comollo se inspiró para la invocación elevada ante la muerte “con voz franca”:

            “Virgen Madre Benigna, amada madre de mi amado Jesús, tú que sólo entre todas las criaturas fuiste digna de llevarlo en tu virginal e inmaculado seno, Oh por ese amor con que lo amamantaste, lo sostuviste amorosamente en tus brazos, por lo que sufriste cuando fuiste su compañera en su pobreza, cuando lo viste entre azotes, escupitajos y flagelos, y finalmente muriendo en la Cruz; te ruego por todo esto obtén para mí el don de la fortaleza, la fe viva, la esperanza firme, la caridad inflamada, con sincero dolor por mis pecados, y a los favores que me has obtenido a lo largo de mi vida, añade la gracia de que pueda tener una santa muerte. Sí, querida Madre misericordiosa, ayúdame en este momento en que estoy a punto de presentar mi alma al Juicio Divino, preséntala tú misma en los brazos de tu Divino Hijo; que si tanto me prometes, he aquí que con ánimo audaz y franco, apoyándome en tu clemencia y bondad, presento esta alma mía por tus manos a esa Majestad Suprema, cuya misericordia espero alcanzar.[12]

            Este texto muestra la solidez del marco teológico que subyace al sentimiento religioso del que está impregnado el relato, y revela una devoción mariana “reglamentada”, una espiritualidad austera y muy concreta.
            Los Apuntes sobre la vida de Luis Comollo, con toda su tensión dramática, representan la sensibilidad de Juan Bosco como seminarista y alumno del Internado Eclesiástico. En años posteriores, a medida que crecía su experiencia educativa y pastoral entre adolescentes y muchachos, el Santo prefirió destacar sólo el lado alegre y tranquilizador de la muerte cristiana. Lo vemos sobre todo en las biografías de Domingo Savio, Miguel Magone y Francisco Besucco, pero encontramos ejemplos de ello ya en el Joven Instruido donde, narra la santa muerte de Luis Gonzaga, afirma: “Las cosas que pueden perturbarnos en el momento de la muerte son sobre todo los pecados de la vida pasada y el temor de los castigos divinos para la otra vida”, pero si le imitamos llevando una vida virtuosa, “verdaderamente angélica”, podremos acoger con alegría el anuncio de la muerte como él, cantando el Te Deum llenos de “alegría” – “Oh qué alegría, nos vamos: Laetantes imus” – y “en el beso del crucificado Jesús expiró plácidamente. Qué muerte tan hermosa!”.[13]
            Las tres Vidas concluyen con la invitación a prepararse para hacer una buena muerte. En la pedagogía de Don Bosco, como se ha dicho, el tema se declinaba con acentos particulares, en función de la conversión del corazón “franco y decidido”[14] y del don total de sí a Dios, que genera un vivir ardiente, fecundo de frutos espirituales, de compromiso ético y al mismo tiempo gozoso. Esta es la perspectiva en la que, en estas biografías, Don Bosco presenta el ejercicio de la buena muerte:[15] es un excelente instrumento para educar en la visión cristiana de la muerte, para estimular una revisión eficaz y periódica del propio estilo de vida y de las propias acciones, para fomentar una actitud de constante apertura y cooperación a la acción de la gracia, fecunda en obras, para disponer positivamente el alma al encuentro con el Señor. No es casualidad que los capítulos finales describan las últimas horas de los tres protagonistas como una ferviente y serena espera del encuentro. Don Bosco relata los diálogos serenos, los “encargos” confiados a los moribundos[16] , las despedidas. El instante de la muerte se describe entonces casi como un éxtasis dichoso.
            En los últimos momentos de su vida, Domingo Savio hizo que su padre le leyera las oraciones de la buena muerte:

             “Repitió cada palabra cuidadosa y distintamente; pero al final de cada parte quiso decirse a sí mismo: ‘Jesús misericordioso, ten piedad de mí’. Llegó a las palabras: “Cuando por fin mi alma se presente ante ti, y vea por primera vez el esplendor inmortal de tu majestad, no la rechaces de tu presencia, sino dígnate recibirme en el seno amoroso de tu misericordia, para que pueda cantar eternamente tus alabanzas”. “Pues, añadió, esto es precisamente lo que deseo. Oh, querido padre, cantar eternamente las alabanzas del Señor”. Entonces pareció volver a adormecerse un poco, como alguien que está pensando seriamente en algo de gran importancia. Poco después se despertó y con voz clara y risueña: “Adiós, querido papá, adiós: el sacerdote aún quería decirme algo más, y ya no me acuerdo… ¡Oh! qué cosa más bonita he visto nunca…”. Así, diciendo y riendo con aire paradisíaco, expiró con las manos juntas delante del pecho en forma de cruz, sin hacer el menor movimiento.[17]

            Miguel Magone falleció “plácidamente”, “con la serenidad ordinaria de su rostro y con la risa en los labios”, tras besar el crucifijo e invocar: “Jesús, José y María, pongo mi alma en vuestras manos”.[18]
            Los últimos momentos de la vida de Francisco se caracterizan por fenómenos extraordinarios y un ardor incontenible: “Parecía como si en su rostro resplandeciera una belleza, un esplendor tal que hacía desaparecer todas las demás luces de la enfermería”; “levantando un poco la cabeza y extendiendo las manos todo lo que podía, como se estrecha la mano de un ser querido, comenzó con voz alegre y sonora a cantar así: Alabada sea María […]. Después hizo varios esfuerzos para elevar más su persona, que de hecho estaba siendo elevada, mientras extendía las manos unidas en forma devota, y de nuevo comenzó a cantar así: Oh Jesús de amor ardiente […]. Parecía haberse convertido en un ángel con los ángeles del paraíso”.[19]

(continuación)


[1] Cf. Bosco, El Joven Instruido, 36-39 (consideración para el martes: la muerte).

[2] Ibídem, 38-39.

[3] [Juan Bosco], Cenni storici sulla vita del chierico Luigi Comollo morto nel Seminario di Chieri ammirato da tutti per le sue singolari virtù. Scritti da un suo collega, Torino, Tipografia Speirani e Ferrero, 1844, 70-71.

[4] Ibídem, 49.

[5] Ibídem, 52-53.

[6] Ibídem, 53-57.

[7] Ibídem, 61.

[8] Ibídem, 62-63.

[9] La obra de Grignion de Monfort no fue descubierta hasta 1842 y publicada en Turín por primera vez quince años más tarde: Trattato della vera divozione a Maria Vergine del ven. servo di Dio L. Maria Grignion de Montfort. Versión del francés de C. L., Turín, Tipografía P. De-Agostini, 1857.

[10] Segunda parte, capítulo IV (Diversas exequias de devoción a la divina Madre con sus prácticas), donde el autor afirma que para obtener la protección de María «son necesarias dos cosas: la primera es que le ofrezcamos nuestras exequias con el alma limpia de pecados […]. La segunda condición es que perseveremos en su devoción» (Le glorie di Maria di sant’Alfonso Maria de’ Liguori, Turín, Giacinto Marietti, 1830, 272).

[11] Jean Crasset, La vera devozione verso Maria Vergine stabilita e difesa. Venezia, nella stamperia Baglioni, 1762, 2 vols.; Alessandro Diotallevi, Trattenimenti spirituali per chi desidera d’avanzarsi nella servitù e nell’amore della Santissima Vergine, dove si ragiona sopra le sue feste e sopra gli Evangelii delle domeniche dell’anno applicandoli alle meditoli alla medesima Vergine con rari avvenimenti, Venezia, presso Antonio Zatta,

1788, 3 vols.

[12] [Bosco], Cenni storici sulla vita del chierico Luigi Comollo, 68-69; cf. Diotallevi, Trattenimenti spirituali…, vol. II. II, pp. 108-109 (Trattenimento XXVI: Colloquio dove l’anima supplica la B. Virgen María que sea su Abogada en la gran causa de su salud).

[13] Bosco, El Joven Instruido, 70-71.

[14] Cf. Bosco, Bosquejo biográfico sobre el joven Mago Miguel, 24.

[15] Por ejemplo, cf. Bosco, Vida del joven Domingo Savio, 106-107: ‘La mañana de su partida hizo con sus compañeros el ejercicio de la buena muerte con tal devoción al confesar y comulgar, que yo, que fui testigo de ello, no sé cómo expresarlo. Es necesario, dijo, que haga bien este ejercicio, porque espero que sea verdaderamente para mí el de mi buena muerte’.

[16] «Pero antes de dejaros partir hacia el paraíso me gustaría encargaros un encargo […]. Cuando estéis en el paraíso y hayáis visto a la gran Virgen María, dadle un humilde y respetuoso saludo de mi parte y de parte de los que están en esta casa. Rezadle para que se digne darnos su santa bendición; para que nos acoja a todos bajo su poderosa protección y nos ayude a que no se pierda ninguno de los que están o de los que la Divina Providencia enviará a esta casa», Bosco, Cenno biografico sul giovanetto Magone Michele, 82.

[17] Bosco, Vida del joven Domingo Savio, 118-119.

[18] Bosco, Bosquejo biográfico sobre el joven Magone Michele, 83. Don Zattini al ver aquella muerte serena no contuvo su emoción y «pronunció estas graves palabras: ¡Oh muerte! no eres un azote para las almas inocentes; para ellas eres el mayor bienhechor les abres la puerta al goce de bienes que nunca más se perderán. Oh, ¿por qué no puedo estar en tu lugar, oh amado Miguel?» (ibiId., 84).

[19] Juan Bosco, Il pastorello delle Alpi ovvero vita del giovane Besucco Francesco d’Argentera, Turín, Tip. dell’Orat. di S. Franc. di Sales, 1864, 169-170.

P. Aldo GIRAUDO
Salesiano de Don Bosco, experto en espiritualidad salesiana, autor de varios libros. Es profesor emérito de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Salesiana de Roma; también es miembro del Centro de Estudios Don Bosco de la misma Universidad y miembro del Consejo de Administración del Instituto Histórico Salesiano. Más información en AQUÍ.