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Sobre las sendas del corazón
            Don Bosco lloraba al ver a los muchachos que acababan en la cárcel. Ayer como hoy, la agenda del mal es implacable: afortunadamente, también lo es el del bien. Y siempre más. Siento que las raíces de ayer son las mismas que las de hoy. Como ayer, otros encuentran hoy un hogar en las calles y en las cárceles. Creo que la memoria del sacerdote de tantos chicos que no tenían parroquia es el termómetro insustituible para medir la temperatura de nuestra intervención educativa.
            Don Bosco vivió en una época de llamativa pobreza social. Estábamos al principio del proceso de agregaciones juveniles en las grandes metrópolis industriales. Las propias autoridades policiales denunciaban este peligro: había tantos “chiquillos que, criados sin principios de Religión, Honor y Humanidad, acababan pudriéndose totalmente en el odio”, leemos en las crónicas de la época. Fue la creciente pobreza la que empujó a una gran multitud de adultos y jóvenes a vivir de artimañas, y en particular del robo y la limosna.
            La decadencia urbana hizo estallar las tensiones sociales, que iban de la mano de las tensiones políticas; los muchachos desordenados y la juventud descarriada, hacia mediados del siglo XIX, atrajeron la atención pública, sacudiendo las sensibilidades gubernamentales.
            Al fenómeno social se añadió un evidente pauperismo educativo. La desintegración de la familia preocupaba sobre todo a la Iglesia; la prevalencia del sistema represivo estaba en el origen del creciente malestar juvenil; la relación entre padres e hijos, educadores y educandos se veía afectada. Don Bosco tuvo que enfrentarse a un sistema hecho de “malos tratos”, proponiendo el de la bondad amorosa.
            Una vida en los límites de lo lícito y lo ilícito de tantos padres, la necesidad de procurarse lo necesario para sobrevivir, llevará a multitud de jóvenes al desarraigo de la familia, al desapego del propio territorio. La ciudad se llena cada vez más de muchachos y jóvenes a la caza de un trabajo; para muchos que vienen de lejos falta también un rincón donde dormir.
            No es raro encontrarse a una señora, como María G., mendigando, utilizando a niños colocados ingeniosamente en puntos estratégicos de la ciudad o delante de las puertas de las iglesias; a menudo, los propios padres confiaban sus hijos a los mendigos, que los utilizaban para despertar la compasión de los demás y recibir más dinero. Parece una fotocopia de un sistema probado en una gran ciudad del sur: el alquiler de niños ajenos, para compadecer al transeúnte y hacer más rentable la mendicidad.
            Sin embargo, el robo era la verdadera fuente de ingresos: fue un fenómeno que creció y se hizo imparable en la Turín del siglo XIX. El 2 de febrero de 1845, nueve traviesos de entre once y catorce años comparecieron ante el comisario de policía del Vicariato, acusados de haber robado en una librería numerosos volúmenes… y diversos artículos de papelería, utilizando una ganzúa. La nueva raza de “bosacazas” atraía constantes quejas de la gente. Casi siempre eran niños abandonados, sin padres, parientes ni medios de subsistencia, muy pobres, perseguidos y abandonados por todos, que acababan robando.
            El panorama de la desviación juvenil era impresionante: la delincuencia y el estado de abandono de tantos chicos se extendía como un reguero de pólvora. Sin embargo, el creciente número de “granujas”, de “temerarios bolsacazas” en las calles y plazas era sólo un aspecto de una situación generalizada. La fragilidad de la familia, el fuerte malestar económico, la constante y fuerte inmigración del campo a la ciudad, alimentaban una situación precaria, ante la que las fuerzas políticas se sentían impotentes. El malestar crece a medida que la delincuencia se organiza y penetra en las estructuras públicas. Comienzan las primeras manifestaciones de violencia por parte de bandas organizadas, que actúan con actos repentinos y repetidos de intimidación, destinados a crear un clima de tensión social, política y religiosa.
            Así lo expresaron las bandas, conocidas como “el coche”, que se extendieron en varios números, tomando diferentes nombres de los barrios donde se asentaban. Su único objetivo era “molestar a los pasajeros, maltratarlos si se quejaban, cometer actos obscenos con las mujeres y atacar a algún soldado o responsable aislado”. En realidad, no se trataba de asociaciones delictivas, sino más bien de agregaciones, formadas no sólo por turineses, sino también por inmigrantes: jóvenes de entre dieciséis y treinta años que solían reunirse en encuentros espontáneos, sobre todo por la noche, dando rienda suelta a sus tensiones y frustraciones del día. En esta situación, a mediados del siglo XIX, se insertaron las actividades de Don Bosco. No eran los pobres muchachos, amigos y compañeros de infancia de su tierra de los Becchi en Castelnuovo, no eran los valerosos jóvenes de Chieri, sino “los lobos, los pendencieros, los díscolos” de sus sueños.
            Es en este mundo de conflictos políticos, en esta viña, donde abunda la siembra de cizaña, entre este mercado de brazos jóvenes, alquilados para la depravación, entre estos jóvenes sin amor y desnutridos en cuerpo y alma, donde Don Bosco es llamado a trabajar. El joven sacerdote escucha, sale a la calle: ve, se conmueve, pero, concreto como era, se arremanga; esos muchachos necesitan escuela, educación, catecismo, formación para el trabajo. No hay tiempo que perder. Son jóvenes: necesitan dar sentido a sus vidas, tienen derecho a disponer de tiempo y medios para estudiar, para aprender un oficio, pero también de tiempo y espacio para ser felices, para jugar.
Ve, ¡mira a tu alrededor!
            Sedentarios por profesión o por elección, informatizados en pensamiento y acción, corremos el riesgo de perder la originalidad de “ser”, de compartir, de crecer “juntos”.
Don Bosco no vivió en la era de los preparados de probeta: legó a la humanidad la pedagogía del “compañerismo”, el placer espiritual y físico de vivir junto al muchacho, pequeño entre los pequeños, pobre entre los pobres, frágil entre los frágiles.
            Un sacerdote amigo suyo y guía espiritual, Don Cafasso, conocía a Don Bosco, conocía su celo por las almas, intuía su pasión por aquella multitud de muchachos; le instó a salir a la calle. “Ve, mira a tu alrededor”. Desde los primeros domingos, el sacerdote, que venía de la tierra, el sacerdote que no había conocido a su padre, salió a ver la miseria de los suburbios de la ciudad. Quedó conmocionado. “Se encontró con un gran número de jóvenes de todas las edades -declaró su sucesor, el P. Rua- que deambulaban por las calles y plazas, sobre todo en las afueras de la ciudad, jugando, peleándose, insultando e incluso haciendo cosas peores”.

            Entra en las obras, habla con los obreros, se pone en contacto con los empleadores; siente emociones que le marcarán para el resto de su vida cuando se encuentra con estos chicos. Y a veces encuentra a estos pobres “albañiles” tirados en el suelo en un rincón de una iglesia, cansados, somnolientos, incapaces de sintonizar con sermones sin sentido sobre sus vidas vagabundas. Tal vez ése era el único lugar donde podían encontrar algo de calor, después de un día de trabajo, antes de aventurarse en busca de un lugar donde pasar la noche. Entraron en las tiendas, vagaron por los mercados, visitaron las esquinas de las calles, donde había muchos mendigos. Por todas partes, chicos mal vestidos y desnutridos; es testigo de escenas de malas prácticas y transgresiones: protagonistas, aún chicos.
            Al cabo de unos años, pasó de las calles a las cárceles. “Durante veinte años continuos y asiduos frecuenté las cárceles reales de Turín y, en particular, las cárceles senatoriales; después seguí yendo allí, pero ya no con regularidad…”. (MB XV, 705)
            ¡Cuántos malentendidos al principio! ¡Cuántos insultos! Una “sotana” desentonaba en aquel lugar, identificada tal vez con algún superior mal considerado. Se acercó a aquellos “lobos”, rabiosos y desconfiados; escuchó sus historias, pero sobre todo hizo suyo su sufrimiento.
            Comprendió el drama de aquellos muchachos: unos astutos explotadores les habían empujado a aquellas celdas. Y se convirtió en su amigo. Su trato sencillo y humano devolvió la dignidad y el respeto a cada uno de ellos.
            Había que hacer algo, y pronto; había que inventar un sistema diferente, para apoyar a los que se habían descarriado. “Cuando el tiempo se lo permitía, pasaba días enteros en las cárceles. Todos los sábados iba allí con bolsillos llenos, unas veces de tabaco, otras de barras de pan, pero con el objetivo de cultivar a los jóvenes en particular… ayudarles, hacerles amigos, y así excitarles a venir al oratorio, cuando tuvieran la suerte de abandonar el lugar de perdición”. (MB II, 173)
            En la “Generala”, Casa de Corrección inaugurada en Turín el 12 de abril de 1845, como se indica en el reglamento de la Casa de castigo, venían “recogidos y gobernados con el método del trabajo en común, del silencio y de la segregación nocturna en celdas especiales los jóvenes condenados a una pena correccional por obrar sin discernimiento, cometiendo el delito, y los jóvenes sostenidos en prisión por amor paterno”. Este fue el contexto de la extraordinaria excursión a Stupinigi organizada por Don Bosco en solitario, con el consentimiento del Ministro del Interior, Urbano Rattazzi, sin guardias, basada únicamente en la confianza mutua, el compromiso de conciencia y la fascinación del educador. Quería saber la “razón por la que el Estado no tiene la influencia” del sacerdote sobre estos jóvenes. “La fuerza que tenemos es una fuerza moral: a diferencia del Estado, que sólo sabe mandar y castigar, nosotros hablamos ante todo al corazón de los jóvenes, y nuestra palabra es la palabra de Dios”.
            Conociendo el sistema de vida adoptado dentro de la Generala, el desafío lanzado por el joven sacerdote piamontés adquiere un valor increíble: pedir un día de “Salida libre” para todos aquellos jóvenes reclusos. Era una locura y tal fue la petición de Don Bosco. Obtuvo el permiso en la primavera de 1855. Todo lo organizó Don Bosco solo, con la ayuda de los propios muchachos. El consentimiento que recibió del ministro Rattazzi fue sin duda una señal de estima y confianza hacia el joven sacerdote. La experiencia de sacar a los muchachos de aquella Casa de Corrección en completa libertad y conseguir que todos volvieran a la cárcel, a pesar de lo que ocurría normalmente dentro de la estructura penitenciaria, es extraordinaria. Es el triunfo de la apelación a la confianza y a la conciencia, es el ensayo de una idea, de una experiencia, que le guiará durante toda su vida para apostar por los recursos escondidos en el corazón de tantos jóvenes condenados a una marginación irreversible.

Adelante y en mangas de camisa
            Incluso hoy, en un contexto cultural y social diferente, las intuiciones de Don Bosco no tienen en absoluto el molde de las cosas “pasadas de moda”, sino que siguen siendo proactivas. Sobre todo, en la dinámica de recuperación de chicos y jóvenes que han entrado en el circuito penal, sorprende el espíritu de inventiva para crear oportunidades concretas de trabajo para ellos.
            Hoy nos preocupa ofrecer oportunidades de empleo a nuestros menores en situación de riesgo. Quienes trabajan en el sector social saben lo difícil que es superar los mecanismos y engranajes burocráticos para hacer realidad, por ejemplo, simples becas de trabajo para menores. Con fórmulas y estructuras ágiles, con Don Bosco se realizó una especie de “acogida” de chicos a empresarios, bajo la tutela educativa del garante.
            Los primeros años de la vida sacerdotal y apostólica de Don Bosco estuvieron marcados por una búsqueda continua de la forma correcta de sacar a los muchachos y jóvenes del peligro de la calle. Los planes estaban claros en su mente, como arraigado en su mente y en su alma estaba el método educativo. “No con golpes, sino con mansedumbre”. También estaba convencido de que no era fácil convertir a los lobos en corderos. Pero tenía a la Divina Providencia de su parte.
            Y cuando se enfrentaba a problemas inmediatos, nunca se echaba atrás. No era de los que “hablaba n” sobre la condición sociológica de los menores, ni de los que se comprometían política o formalmente; era santamente terco en sus propósitos de bien, pero era fuertemente tenaz y concreto en realizarlos. Tenía un gran celo por la salvación de la juventud y no había obstáculos que pudieran condicionar esta santa pasión, que marcaba cada paso y puntuaba cada hora de su jornada.

            “Encontrar en las cárceles multitudes de jóvenes e incluso de niños de doce a dieciocho años, todos ellos sanos, robustos y de un ingenio despierto; verlos allí inoperantes y roídos por los insectos, luchando por el pan espiritual y temporal, expiando en esos lugares de castigo con remordimientos los pecados de una depravación precoz, horroriza al joven sacerdote. Ve en esos desgraciados personificados la deshonra de la patria, el deshonor de la familia, la infamia de sí mismos; sobre todo, ve almas redimidas y rotas por la sangre de un Dios que gime en cambio en el vicio, y en el más claro peligro de perderse eternamente. ¿Quién sabe si hubieran tenido un AMIGO, que les hubiera cuidado amorosamente, asistido e instruido en la religión en los días de fiesta, quién sabe si no se habrían guardado del mal y de la ruina, y si no habrían evitado venir y volver a estos lugares de infortunio? Ciertamente, al menos el número de estos pequeños prisioneros habría disminuido mucho”. (MB II, 63)
            Se arremangó y se entregó en cuerpo y alma a la prevención de estos males; aportó toda su contribución, su experiencia, pero sobre todo su perspicacia para poner en marcha sus propias iniciativas o las de otras asociaciones. Fue la salida de la cárcel lo que preocupó tanto al gobierno como a la “sociedad” privada. Fue precisamente en 1846 cuando se creó una estructura asociativa autorizada por el gobierno, que se parecía, al menos en sus intenciones y en algunos aspectos, a lo que ocurre hoy en el sistema penal juvenil italiano. Se llamaba “Real Sociedad para el Patronato de los Jóvenes Liberados de la Casa de Educación Correccional”. Su objetivo era apoyar a los jóvenes liberados de la Generala.
            Una lectura atenta de los Estatutos nos remite a algunas de las medidas penales que hoy en día se prevén como medidas alternativas a la prisión.
            Los miembros de la Sociedad se dividían en “operantes”, que asumían el cargo de tutores, “que pagan” y “que pagan a los operantes”. Don Bosco era un “miembro operante Don Bosco aceptó varios, pero con resultados desalentadores. Quizá fueron estos fracasos los que le hicieron decidirse a pedir a las autoridades que enviaran a los chicos de manera preventiva.
            No es importante tratar aquí la relación entre D. Bosco, las casas de corrección y los servicios colaterales, sino recordar la atención que el Santo prestó a este grupo de menores. Don Bosco conocía el corazón de los jóvenes de la Generala, pero sobre todo tenía en mente algo más que permanecer indiferente ante la degradación moral y humana de aquellos pobres y desgraciados internos. Continuó su misión: no los abandonó: “Desde que el Gobierno abrió aquella Penitenciaría, y confió su dirección a la Sociedad de San Pedro Encadenado, Don Bosco pudo ir de vez en cuando entre aquellos pobres jóvenes […]. Con el permiso del Director de las cárceles les instruía en el catecismo, les predicaba, les confesaba y muchas veces les entretenía amistosamente en los recreos, como hacía con sus hijos del Oratorio” (BS 1882, n. 11 pg. 180).
            El interés de Don Bosco por los jóvenes en dificultad se concentró a lo largo del tiempo en el Oratorio, verdadera expresión de una pedagogía preventiva y recuperadora, siendo un servicio social abierto y multifuncional. Un contacto directo con los jóvenes pendencieros y violentos, rayanos en la delincuencia hacia 1846-50. Se trata de los encuentros con los cocche, bandas o grupos de barrio en permanente conflicto. Se cuenta la historia de un muchacho de catorce años, hijo de un padre borracho y anticlerical que, al encontrarse por casualidad en el Oratorio en 1846, se lanza de cabeza a las diversas actividades recreativas, pero se niega a asistir a los oficios religiosos, porque, según las enseñanzas de su padre, no quiere convertirse en un “mohoso y cretino”. Don Bosco lo fascinó con su tolerancia y paciencia, que le hicieron cambiar de comportamiento en poco tiempo.
            Don Bosco también estaba interesado en asumir la dirección de instituciones reeducativas y correccionales. Propuestas en este sentido le habían llegado de diversas partes. Hubo intentos y contactos, pero los borradores y las propuestas de acuerdos quedaron en nada. Todo esto basta para mostrar hasta qué punto Don Bosco se preocupaba por el problema de los descartados. Y si había resistencia, siempre provenía de la dificultad de utilizar el sistema preventivo. Allí donde encontraba una “mezcla” de sistema represivo y preventivo, era categórico en su rechazo, como también era claro en su rechazo a cualquier denominación o estructura que volviera a la idea del “reformatorio”. Una lectura atenta de estas tentativas revela el hecho de que Don Bosco nunca se negó a ayudar al muchacho en dificultad, pero estaba en contra de la gestión de institutos, casas de corrección o dirección de obras con un evidente compromiso educativo.
            Es muy interesante la conversación que tuvo lugar entre Don Bosco y Crispi en Roma, en febrero de 1878. Crispi pidió a Don Bosco noticias sobre la marcha de su obra y, en particular, habló de los sistemas educativos. Lamentó los disturbios que se estaban produciendo en las cárceles de los corregidores. Fue una conversación en la que el Ministro quedó fascinado por el análisis de Don Bosco; no sólo le pidió consejo, sino también un programa para estas casas de corrección (MB XIII, 483).
            Las respuestas y propuestas de Don Bosco encontraron simpatía, pero no voluntad: la fractura entre el mundo religioso y el político era fuerte. Don Bosco expresó su opinión, indicando varias categorías de muchachos: bribones, disipados y buenos. Para el santo educador había esperanza de éxito para todos, incluso para los disolutos, como solía referirse entonces a lo que hoy llamamos chicos en riesgo.
            “Que no empeoren”. “…Con el tiempo dejemos que los buenos principios adquiridos lleguen más tarde a producir su efecto… muchos se reducen a utilizar el sentido común”. Ésta es una respuesta explícita y quizá la más interesante.
            Tras mencionar la distinción entre los dos sistemas educativos, determina qué muchachos deben considerarse en peligro: los que van a otras ciudades o pueblos en busca de trabajo, aquellos cuyos padres no pueden o no quieren hacerse cargo de ellos, los vagabundos que caen en manos de la “seguridad pública”. Señala las medidas necesarias y posibles: “Los jardines de recreo festivos asisten durante la semana a aquellos ubicados en los asilos y casas de protección laboral, con actividades y artesanías, así como con colonias agrícolas”.
            No propone una gestión gubernamental directa de las instituciones educativas, sino un apoyo adecuado en edificios, equipamiento y subvenciones financieras, y presenta una versión del Sistema Preventivo que conserva los elementos esenciales, sin la referencia religiosa explícita. Además, una pedagogía del corazón no podía ignorar los problemas sociales, psicológicos y religiosos.
            Don Bosco atribuye su desorientación a la ausencia de Dios, a la incertidumbre de los principios morales, a la corrupción del corazón, a la nubosidad de la mente, a la incapacidad y descuido de los adultos, especialmente de los padres, a la influencia corrosiva de la sociedad y a la acción negativa intencionada de los “malos compañeros” o a la falta de responsabilidad de los educadores.
            Don Bosco juega mucho con lo positivo: las ganas de vivir, la afición al trabajo, el redescubrimiento de la alegría, la solidaridad social, el espíritu de familia, la diversión sana.

(continuación)

            P. Alfonso Alfano, sdb